Una
fantasía futurista que describe la pesadilla terrorífica de una
sociedad en la que el hombre no puede ni sentir ni pensar. Un relato
que hará que nos estrezcamos. Vril,
el poder de la raza venidera
es una obra que presenta la deshumanización de una sociedad en la
que la tecnología y la manipulación del lenguaje por parte del
poder sirven para anular la capacidad de pensar y de sentir del
hombre. Este libro se incluye dentro de una tradición de utopías
negativas que se remonta a autores como Jonathan Swift o a algunas
novelas de H. G. Wells, George Orwell o Aldous Huxley. El autor
británico Edward Bulwer-Lytton (1803-1879), reconocido como uno de
los autores más significativos durante la época victoriana, es
considerado con esta obra pionero de la ciencia-ficción y de la
narrativa fantástica.
Edward
George Earl Bulwer-Lytton
La raza futura
Vril,
El poder de la raza venidera
Título
original: The
Coming Race
Edward
George Earl Bulwer-Lytton, 1871
Traducción:
Jorge A. Sánchez
Nota del traductor
La
raza futura es
una obra maestra de la sátira utópica y un extraordinario logro de
la imaginación profética. Anticipa con extraordinaria precisión el
moderno surgimiento de la mujer, los desarrollos de la energía
nuclear y la tecnología láser, y los terribles genocidios étnicos
que llevarían a cabo pretendidas razas superiores. Una de las
primeras novelas de ciencia ficción de la literatura inglesa. En La
Raza futura, lord Lytton representa a un vulgar hombre de nuestro
tiempo atrapado por accidente en un país subterráneo habitado por
una raza varios cientos de años por delante de nosotros en la
evolución. Y, esta teoría de la evolución, introduce algo así
como un método científico en la novela moderna."
George Bernard Shaw
«Hace
ya bastante tiempo que hemos aprendido a reverenciar el fino
intelecto de Bulwer. Podemos coger una cualquiera de las producciones
de su pluma con la seguridad de que, al leerla, las más salvajes
pasiones de nuestra naturaleza, nuestros más profundos pensamientos,
las más brillantes visiones de nuestra fantasía y las más
ennoblecedoras y elevadas de nuestras aspiraciones serán, a su
debido turno, encendidas en nuestro interior».
Edgar Allan Poe
La
novela La
raza futura,
cuya traducción al castellano ofrecemos a nuestros lectores, es una
exploración del porvenir; tanto más sorprendente cuanto fue escrita
(1871) en una época en que la ciencia, la mecánica y la
electricidad se encontraban en un estado casi embrionario. En esta
obra, Lord Lytton se revela como escritor de clara intuición, rayana
en clarividencia; no de otra manera hubiera podido desplegar ante el
lector un panorama del desenvolvimiento humano tan avanzado; el cual,
si cuando escribió la obra pudo considerarse como fantasía
irrealizable, hoy, ante los progresos de las ciencias, de la
mecánica, de la electricidad aplicada y, sobre todo, de la
aeronáutica y la radio, nos ha de parecer no sólo realizable, sino
en curso de realización.
El
hecho mismo de situar en el centro de la tierra el escenario y el
medio ambiente del relato es, en cierto modo, simbólico; parece como
si el autor quisiera indicar que la humanidad, para alcanzar el grado
de perfección de la raza futura y más avanzada, cuyo cuadro nos
presenta, tendrá que adentrarse más en sí misma; que ha de
descubrir todos los poderes en ella latentes; pues sólo así
obtendrá la fuerza Vril
(tema central de la obra) con la cual conseguirá dominar no sólo a
la naturaleza de las cosas, sino también a la naturaleza inferior
del hombre, a la vez que ayudará a éste a descubrir el ser
espiritual superior, que realmente es y que, con el tiempo, habrá de
manifestarse.
En
estos tiempos de luchas enconadas, de intereses contra intereses, de
ideales contra ideales, y de los sistemas políticos entre sí, el
panorama de la raza futura, tal como nos la presenta Lord Lytton,
puede ser como luz proyectada sobre el caos en que la humanidad se
debate, y haga pensar en un método mejor y más eficaz que la
violencia, para solucionar los conflictos entre naciones y establecer
las relaciones humanas sobre una base más justa, más racional y más
firme, que permita reanudar el avance de la civilización. La obra
está llena de sugerencias, dignas de que los pensadores las tomen en
cuenta.
Sir
Edward George Bulwer Lytton, primer Barón de Lytton, nació en
Londres en 1803 y murió en Torquay, Devonshire, Inglaterra, en 1873.
Desde temprana edad se manifestó como poeta y dramaturgo. Obtuvo la
medalla del Canciller, que se concedía en la Universidad de
Cambridge a los poetas noveles, por un poema que compuso. Actuó en
política; fue elegido repetidamente miembro del Parlamento; y en
1858 fue Ministro de las Colonias con un gobierno conservador. Se le
concedió el título de Barón en 1866.
Fue
un escritor muy versátil. Algunas de las muchas novelas debidas a su
pluma, han sido traducidas a varios idiomas; entre las más conocidas
figuran: Los últimos días de Pompeya y Rienzi. Otra obra notable,
por su profundidad, es Zanoni, en la cual Lord Lytton se nos revela
como estudiante de la filosofía ocultista. En La Raza Futura se nos
presenta como profeta y como intuitivo de gran profundidad y clara
percepción.
Capítulo 1
Soy
nativo de los Estados Unidos de Norteamérica. Mis antepasados
abandonaron Inglaterra durante el reinado de Carlos II, y mi abuelo
se distinguió algo en la Guerra de la Independencia. Mi familia, por
tanto, gozaba por su alcurnia una posición social algo encumbrada y,
como además era opulenta, a los miembros de la misma se les
consideraba como poco apropiados para el servicio público. Así, al
presentarse mi padre como candidato al Congreso, fue decididamente
derrotado por su sastre. Después de este fracaso, intervino poco en
política y dedicó la mayor parte del tiempo a su biblioteca. Yo era
el mayor de tres hijos y fui enviado a la edad de dieciséis años al
viejo país; en primer lugar para que completara mi educación
literaria y en segundo para que me iniciara en los negocios, entrando
a trabajar en una casa de Liverpool. Mi padre murió poco después de
cumplir yo veintiún años. Como quedé en situación económica muy
desahogada y era muy aficionado a los viajes y aventuras, renuncié
por el momento a la persecución del todopoderoso dólar y me dediqué
a recorrer el mundo sin rumbo fijo.
En
el año 18 —me encontraba casualmente en…— y fui invitado por
un ingeniero, con quien había trabado relaciones, a visitar las
profundidades de una mina cuya explotación él dirigía.
El
lector comprenderá, si es que sigue este relato, las razones que
tengo para ocultar todo indicio acerca del paraje a que me refiero y
hasta quizás me agradezca que me abstenga de toda descripción que
pueda hacer posible el descubrimiento del mismo.
Permítaseme,
por tanto, que me limite a decir que acompañé al ingeniero al
interior de la mina y quedé tan extrañamente fascinado por las
sombrías maravillas de la misma y tan intensamente interesado en las
exploraciones de mi amigo, que decidí prolongar mi estancia en
aquellos parajes y durante algunas semanas descendí diariamente a
las bóvedas y galerías, formadas por la naturaleza y por el arte,
en las entrañas de la tierra.
El
ingeniero estaba convencido de que en el nuevo pozo, cuya abertura se
había comenzado bajo su dirección, se encontrarían yacimientos de
mineral mucho más abundante y rico que los descubiertos hasta
entonces. Al profundizar este pozo, dimos un día con un precipicio,
cuyos lados aparecían erizados de rocas al parecer chamuscadas, como
si en un lejano pasado hubiese sido abierto por fuegos volcánicos.
Mi amigo se hizo bajar metido en una especie de jaula, después de
haber probado la respirabilidad de la atmósfera por medio de una
lámpara de seguridad. Permaneció cerca de una hora en el abismo.
Cuando subió estaba muy pálido y una ansiosa expresión meditativa
ensombrecía su rostro; algo muy ajeno a su carácter ordinario, el
cual era franco, jovial y despreocupado.
A
mis preguntas, contestó secamente que el descenso era poco seguro y
que no prometía ningún resultado. Se suspendió todo ulterior
trabajo en el pozo y volvimos a las secciones más conocidas de la
mina. Durante el resto de aquel día el ingeniero pareció dominado
por un pensamiento fijo. Se mostró extraordinariamente taciturno y
en sus ojos se descubría una expresión de espanto y confusión,
como si hubiera visto un fantasma. Durante la velada, mientras nos
encontrábamos solos, sentados en el alojamiento cerca de la bocamina
que habíamos compartido durante casi un mes, dije a mi amigo:
«Dígame
francamente, qué ha visto usted en el precipicio; estoy seguro que
ha sido algo extraño y terrible. Sea lo que quiera, ha dejado su
mente en estado de dudas. Sí es así, dos cabezas valen más que
una. Tenga confianza en mí».
El
ingeniero hizo cuanto pudo para evadir mis preguntas; pero como
mientras hablaba bebía, casi sin darse cuenta, el contenido de una
botella de brandy en cantidad a la que no estaba acostumbrado, pues
era hombre sobrio, su reserva fue desapareciendo paulatinamente.
Quienes quieran guardar secretos deben imitar a los animales y beber
solamente agua. Al fin, dijo:
«Se
lo diré todo. Cuando la jaula paró me encontré sobre el borde de
una roca; debajo el precipicio descendía en plano inclinado a
considerable profundidad, cuya oscuridad mi lámpara no podía
penetrar. Pero del fondo llegaba, con indecible sorpresa para mí,
una luz fija y brillante. Si se hubiera tratado de algún fuego
volcánico, habría sentido seguramente el calor del mismo. No
obstante, aunque de esto no me cabía duda, creí de la mayor
importancia para nuestra seguridad, que debía aclarar lo que
hubiese. Examiné, pues, los costados del precipicio y vi que podía
aventurarme, por las proyecciones y bordes irregulares de las rocas,
a lo menos hasta cierta distancia. Salí de la jaula y descendí. A
medida que me acercaba más y más a la luz, el precipicio se
ensanchaba, hasta que por fin, ante mi inenarrable asombro, vi en el
fondo del abismo, un ancho camino nivelado, iluminado hasta donde
alcanzaba la vista, por lo que me parecieron lámparas de gas
artificial, colocadas a trechos regulares como en las anchas avenidas
de una gran ciudad; oí, además, a distancia, como el zumbido de lo
que parecían voces humanas. Me consta, naturalmente, que no trabajan
mineros rivales en esta sección del país. ¿De quién podían ser
tales voces? ¿Qué manos humanas pudieron nivelar el camino y
alinear aquellas lámparas?
«La
superstición corriente entre los mineros, según la cual los gnomos
o espíritus malignos habitan en las entrañas de la tierra, empezó
a apoderarse de mí. Temblé ante la idea de descender más y
enfrentarme con los habitantes de aquel valle infernal. De todos
modos no hubiera podido descender sin cuerdas; puesto que desde el
punto en que me encontraba, las paredes del precipicio se ensanchaban
en forma de bóveda, lo que hacía imposible todo descenso. Con
alguna dificultad volví atrás. Ahora se lo he contado todo».
—«¿Volverá
usted a descender?».
—«Debiera
descender pero siento que no me atrevo».
—«Un
compañero de confianza divide por la mitad las dificultades del
viaje y duplica el valor. Iré con usted. Nos proveeremos de sogas de
resistencia y longitud adecuada y… perdóneme; pero no debe usted
beber más esta noche. Nuestras manos y pies han de estar mañana
firmes y seguros».
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