jueves, 28 de junio de 2018

AURORA VENTURINI. NOVELA: LAS PRIMAS. LITERATURA DE RESCATE.


Aurora Venturini nació en 1922 en La Plata, Buenos Aires, Argentina. Se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata. Fue asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Eva Perón, de quien fue amiga íntima y con quien trabajó. En 1948 recibe de manos de Jorge Luis Borges el Premio Iniciación, por El solitario. Formó parte de las Ediciones del Bosque de La Plata, junto a María Dhialma Tiberti y otros grandes escritores de esa ciudad. Estudió psicología en la Universidad de París, ciudad en la que se autoexilió durante 25 años tras la Revolución Libertadora. En París vivió en compañía de Violette Leduc y trabó amistad con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Eugène Ionesco y Juliette Gréco, en Sicilia frecuentó la amistad de Salvatore Quasimodo. Estuvo casada con el historiador Fermín Chávez. Fue profesora de filosofía en el Escuela Normal Antonio Mentruyt de Banfield. Ha traducido y escrito trabajos críticos sobre poetas como Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, François Villon y Arthur Rimbaud, traducciones por las cuales recibió la condecoración de la Cruz de Hierro otorgada por el gobierno francés. En 2007 recibió el Premio de Nueva Novela Página/12 por su libro Las primas.

***
Las primas es un implacable descenso a los infiernos de una familia disfuncional: Yuna padece afasia, Betina es paralítica, Petra, enana y Karina, retrasada. Las cuatro son las primas. Viven en un universo barrial, tortuoso y femenino, donde los hombres funcionan como una amenaza, las artes y la cultura son una promesa de ascenso social y los vínculos sanguíneos se fortalecen mediante el secreto, la venganza y la tragedia. 
Ya lo dijo Tolstói: -Todas las familias felices se parecen, cada familia infeliz es infeliz a su manera-. La familia de Yuna, la narradora de esta originalísima novela que en 2007 se alzó con el Primer Premio de Nueva Novela organizado por el periódico argentino Página/12, tiene un motivo particular para sentirse desdichada: las cuatro primas que componen el elenco familiar -no faltan ni la tía loca ni la madre autoritaria ni el padre ausente- son minusválidas, son deformes, y están atravesadas por la estupidez y la tragedia. En Las primas, Aurora Venturini -todo un descubrimiento para la literatura de su país a pesar de sus 87 años-, hace suyo el mandato faulkneriano de contar una historia con la voz de una idiota para inmiscuirse en los recovecos de una familia de clase media. 
Así, a través de la prosa salvaje de Yuna, que se vale del diccionario para redondear las frases que su debilidad mental le impide completar, Venturini despunta las pasiones ocultas de estas cuatro mujeres, unidas por lazos maltrechos pero cercadas por los mitos de la sociedad argentina de los años 1940. 
Feroz y sarcástica, Las primas, sin embargo, es algo más que un viaje vertiginoso a los confines de la intimidad hogareña. Con su estilo torrencial, ajeno a las convenciones del buen decir, es también una manera de entender el lenguaje como un reparo ante el abismo, ante la locura que crece y se ensancha en manteles sucios y vasos vacíos. Como en toda familia. 
Por Diego Gándara.

Fuente:
Premio nueva novela 2007
Primera edición: abril de 2009
© 2007, Aurora Venturini
© 2009, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S. A.

(Fragmento).



Primera parte

La infancia minusválida

Mi mamá era maestra de puntero, de guardapolvo blanco y muy severa pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un mal portado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra. En tercer grado la llamaban la señorita de tercero pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familiae. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa muy consecuente, sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado.
Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los veinte años. Esta confesión me avergüenza y sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades, yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana.
Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes por no decir que no éramos normales.
Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum solía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.
Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie.
A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos.

Betina sufre un mal anímico

Fue el diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más espantoso durante el de Betina.
Pregunté a la sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.
Ella me respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo.
Cuando Betina daba vueltas alrededor de la mesa rumruneando, empecé a observar que arrastraba una colita que salía por la abertura del espaldar y el asiento de la silla ortopédica y me dije debe ser el alma que se le va escurriendo.
Volví a interrogar a la sicóloga esta vez si el alma tenía relación con la vida y ella me dijo que sí, y aún agregó que cuando faltaba, la gente moría y el alma iba al cielo si había sido buena o al infierno si hubiera sido mala.
Rum... rum... rum seguía arrastrando el alma que cada día notaba más larga y con lamparones grises y deduje que pronto se le caería y Betina moriría. Pero a mí no me importaba porque me daba asco.
Cuando llegaba la hora ele las comidas, yo tenía que darle la comida a mi hermana y a propósito erraba el orificio y metía la cuchara en un ojo, en una oreja, en la nariz antes de llegar a la bocaza. Ah... ah... ah... gemía la sucia infeliz.
Yo la agarraba de los pelos y le metía la cara en el plato y entonces callaba. Qué culpa tenía yo de los errores de mis padres. Tramé pisarle la cola de alma. El relato del infierno me contuvo.

Yo leía el catecismo de comulgar y «no matarás» se me había grabado a fuego. Pero un golpecito hoy, otro mañana, crecían la cola que los demás no veían. Sólo yo la veía y me regocijaba.

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