jueves, 27 de octubre de 2016

Jaime Torres Bodet. IV. EL DESCUBRIMIENTO DE LA COMEDIA HUMANA.


IV


     EL DESCUBRIMIENTO DE LA COMEDIA HUMANA

     A PARTIR de 1833 los aprendizajes de Balzac pueden considerarse concluidos. Concluidos hasta el punto —muy improbable— en que los aprendizajes dejan de serlo, pues en rigor aprendemos mientras vivimos…
     Pero, si limitamos la connotación del vocablo a su valor de preparación —de preparación para la obra definitiva— podemos asegurar que 1833 marca el final del aprendizaje, lento y profundo, del escritor. Al mediar aquel año, Balzac estaba ya en aptitud de efectuar el balance de su pasado y de revisar el programa de su futuro. En lo sentimental, su pasado era una figura conmovedora: Laura de Berny. En lo material, una lucha constante con el destino, una carrera intrépida contra el tiempo. Deudas, acreedores, liquidaciones. Y otra vez deudas y acreedores. Y acreedores y deudas, sin término ni perdón. En lo literario, una larga época de tanteos, de errores, de ensayos, de libros que le avergüenzan. Un silencio fecundo: el del impresor en su taller de la calle Marais-Saint-Germain. Y una nueva etapa, la del aprendizaje fructuoso, iniciada en 1829 con El último chuán. Después, un ansia de conocer, por experiencia propia, todos los registros del género novelesco y de tocar todas las teclas del piano ante el cual la vida lo colocó: el cuento, la novela corta, el relato filosófico, el análisis autobiográfico, el episodio de evocación histórica, la novela de caracteres, la de aventuras, la de costumbres, la provinciana, la parisiense, la militar…
     Entre todos esos esfuerzos para vencer al mundo —y para descubrirse a sí mismo— una cosecha de magistrales realizaciones. En el cuento: La grenadière, El recluta, Un episodio bajo el terror. En la novela corta: Gobseck, La obra maestra desconocida y, sobre todo, El coronel Chabert. En la novela de dimensiones más ambiciosas: Eugenia Grandet y, sobre todo, La piel de zapa. Ésta, en resumen, es el germen de todo lo que veremos crecer más tarde en la inmensidad de su gran Comedia. ¡Concepción admirable! Plantea un apólogo oriental, dramático y tenebroso, dentro de la atmósfera de Occidente. Tanto —o más— que la amargura de Schopenhauer, anuncia ese libro a Nietzsche. Su desenlace recuerda al siglo que lo inspiró la frustración del anhelo, pues el talismán se reduce a cada triunfo de la apetencia. Si pidiéramos de una vez todo cuanto deseamos, desaparecería la piel de zapa y, con ella, desapareceríamos también nosotros.
     En cuanto al programa de su futuro, Balzac preveía dos largas fidelidades: la fidelidad a la obra que había prometido a su hermana Laura y la fidelidad a la interesante desconocida que le escribía, desde Wierzchownia, las cartas de «la extranjera». Desconocida, la extranjera dejó de serlo para Balzac ese mismo año. Se vieron en Neufchatel, el 26 de septiembre. La condesa había persuadido a su esposo. Se detendrían algunas semanas en Suiza, durante el viaje que hicieron ambos aquel verano. Enterado del viaje, Balzac olvidó la pluma. Bajo un nombre ficticio, «el marqués de Entraigues», fue a saludar a la que llamaba «su ángel amado». Cinco días duró aquella extraña y recíproca indagación. Cinco días, más o menos sacrificados a la presencia del conde Hanski; cinco días bastante breves para no darles la ocasión de contradecirse; y bastante largos para que Balzac obtuviera un beso y la esperanza de una posesión menos cerebral.
     ¿Cómo era Evelina Hanska? Desde el punto de vista de la apariencia física, su retrato más difundido, pintado por Daffinger en 1835 —dos años después del encuentro de Neufchatel— nos la presenta con una pompa no desprovista de barroquismo. Un amplio vestido de terciopelo; un escote más planisférico que insular, todo nieve y rosa, blandura y nácar; un peinado de rizos simétricos y brillantes, en cuyas ondas se adivina la huella ardiente de las tenazas del peluquero; una frente imperiosa; dos ojos grandes y bien rasgados; una boca cerrada sobre su enigma, y que parece digna de paladearlo; una pesada cadena de oro, para sostener los impertinentes con cuyo mango la mano —ancha y voluntariosa— juega sin alegría. Única lágrima confesable —y, probablemente, única lágrima verdadera— la gota trémula de una perla señala, e ilustra a un tiempo, el broche que da al escote más realce que discreción.
     Todos los detalles del retrato de Daffinger (salvo la mano, demasiado consciente de su dominio) son los detalles de una mujer hermosa. El conjunto ya no lo es. Sobran telas, rizos, volutas, curvas, adornos. Presentimos que tantos metros de terciopelo no habrían sido necesarios para un cuerpo menos robusto. Por lo que el escote asegura, nos damos cuenta de que la robustez prometida acabará sin tardanza en obesidad.
     ¿Quiso en verdad a Balzac Evelina Hanska? Todo se ha dicho sobre ese idilio, venerable casi por prolongado: desde los elogios de la señora Korwin-Piotrowska, para quien Evelina fue la inspiradora insustituible, hasta los vejámenes de Octavio Mirabeau. Es posible que no mereciese Evelina ni estos vejámenes ni aquellos ditirambos. «La extranjera» existe en la historia de la literatura, sólo porque Balzac la amó.[8] Fue ella lo que Balzac aceptó que fuese: una promesa distante, la dirección de un ser ante el cual quejarse, un pretexto para sentirse amado, un personaje compuesto por el autor como los héroes más singulares de sus relatos; menos real para él, a veces, que la señora Marneffe o la prima Bela, aunque, a fuerza de creer en su fantasía, el novelista acabó por ser la víctima de su invento, el esclavo de su criatura, y, al final de la vida, un cardíaco Pigmalión.
     Después de la entrevista de Neufchatel, Honorato volvería a encontrar, en Ginebra, a Evelina Hanska. Pasó con ella la Navidad de 1833. Se despidieron el 8 de febrero de 1834. Transcurrieron, así, cuarenta y cuatro días de intimidad —más o menos disimulada— entre el creador y su obra menos sumisa.
     La condesa tiene —o finge— celos retrospectivos. Honorato exalta la figura de Laura de Berny; pero no vacila en asegurar a Evelina que, «desde hace tres años, su vida ha sido tan casta como la de una doncella». Se olvida, entonces, de María du Fresnaye y, acaso, de varias otras. Los amantes, porque ya lo son, no habitan el mismo albergue. El de Balzac —el Hotel del Arco— se convierte en lo que llamaban los comisarios de aquellos días «el teatro del adulterio». Pobre teatro, mucho menos famoso que el cuarto parisiense bajo cuya lámpara escribió Balzac tantas cartas cordiales «a la extranjera». Evelina no puede —y no quiere— separarse del Conde Hanski. El conde ha decidido, a su vez, excursionar por Italia y pasar más tarde, en Viena, una temporada bastante larga. El presidio del novelista —instalado en París de nuevo— no le permite acompañar a su amiga hasta Nápoles y Florencia. Pero Viena está cerca de Wagram. Y Balzac se propone allegar material informativo para La batalla, la novela guerrera que no terminará nunca. Una carta imprudente, indiscreta, demasiado efusiva, interceptada por el marido de la extranjera, pone todo en peligro súbitamente. El novelista aguza su ingenio e inventa una absurda historia. El Conde Hanski la admite por elegancia, o por indolencia, o, más bien, por debilidad frente a su mujer.
     El 9 de mayo de 1835, Honorato toma el camino de Austria. En Viena, lo recibe Metternich, el padre de aquel príncipe seductor a quien el hombre de letras no pudo substituir en los favores de la marquesa de Castries. A principios de junio, Honorato regresa a Francia. Visita —en La Bouleaunière, a su enamorada de siempre, Laura de Berny, muy enferma ya en esa época, espectro de lo que fue. Desde entonces hasta agosto de 1843 (por espacio de más de ocho años), el correo será la única relación efectiva entre Balzac y Evelina Hanska.
     ¿Pudo creer «la extranjera» en la fidelidad material de su novelista? Las razones para desconfiar de esa lealtad no dejaban de ser visibles. En 1836 murió Madame de Berny. Honorato no estuvo presente en su cabecera, para recibir un último adiós. Sus manos no cerraron los ojos de la «Dilecta». Sus pasos no la siguieron hasta la tumba. Y no porque el escritor estuviese entonces abrumado por las tareas de La comedia humana. Volvía de Italia. Le había acompañado, en Turín, un pajecillo tan encantador como sospechoso, Carolina Marbouty, mujer mucho más que libre. Disfrazada de hombre —el disfraz no engañaba a nadie— fue tomada, en determinados salones, por Jorge Sand.
     La vejez y la declinación dolorosa de la «Dilecta», la ausencia de «la extranjera», explican la audacia de Carolina. Pero Carolina Marbouty no era la única en inquietar a la vigilante condesa Hanska. Antes que Carolina —y después de ella— otra mujer conquistó a Balzac: Sarah Lowell, «una bacante rubia», a quien los balzacianos evocan sin omitir el título de su esposo: el conde Guidoboni-Visconti.[9] Esta nueva condesa inauguró uno de los refugios más célebres de Honorato: la casa que alquiló, con el nombre de «la viuda Durand», en la calle de las Batallas, ubicada en Chaillot. Chaillot no era entonces un barrio céntrico y populoso. Era un suburbio apacible, como —en México— Tacubaya, en las postrimerías del porfirismo. En su casa de la calle de las Batallas recibió Balzac ciertas noches a Sarah Lowell, en un boudoir parecido al de Paquita Valdés, la «muchacha de los ojos de oro».
     Sarah Lowell no fue una visitante rápida de Balzac. Fue su guía, su colaboradora, su huésped… Y, si liemos de creer al memorialista de Balzac mis a nu, la madre de un hijo del escritor: Leonel-Ricardo, nacido en Versalles el 29 de mayo de 1836.
     Para servir los intereses de la familia Guidoboni-Visconti, Honorato tuvo que ir a Milán en 1837. Y, para huir de la policía —que uno de sus acreedores, Werdet, había lanzado sobre sus huellas—, Balzac se ocultó ese año, en junio, en casa de la condesa. Libre de aquella persecución, porque Sarah Lowell le prestó las sumas indispensables para apaciguar a Werdet, Honorato decide explotar los yacimientos argentíferos de Cerdeña. Se embarca en Marsella y se detiene, durante la primavera de 1838, en las minas de Argentara y de la Nurra. Según lo han comprobado después otros financieros, menos novelescos pero más ricos, sus hipótesis eran justas. Sin embargo, el proyecto de Balzac quedó en proyecto.
     De nuevo en Francia, otra mujer lo cautiva: Elena de Valette. Con ella recorre los pintorescos lugares de la Guérande. Ella le inspira algunas de las páginas de Beatrix. Y está su sombra tan asociada con la de Sarah en el ánimo de Honorato, que la dedicatoria de esa novela plantea a los balzacianos algunos problemas de exégesis, arduos de resolver. Releamos la admirable dedicatoria: «A veces, el mar deja ver una flor marina: obra maestra de la naturaleza. El encaje de sus redes, tintas en púrpura, rosa, violeta y oro, la frescura de sus vivientes filigranas, su tejido de terciopelo, todo se marchita en cuanto la curiosidad la recoge y la expone sobre la playa… Como esa perla de la flora marina, quedaréis aquí, sobre la arena delgada y blanca… escondida por una ola, y diáfana solamente para algunos ojos, tan amigos como discretos»… El homenaje estaba sin duda rendido a Sarah, pero las imágenes marítimas hacen pensar en Elena. Evelina Hanska debió preguntarse qué musas suscitaban esos arpegios verbales y oceanógraficos, raros después de todo, en la prosa de su corresponsal.
     En 1841, cinco años después de la desaparición de Laura de Berny, el Conde Hanski murió. Balzac y «la extranjera» podrán finalmente unir sus destinos. Por lo menos, así lo piensa Balzac. «La extranjera» parece menos apresurada. En 1843, para persuadirla, Honorato irá a San Petersburgo. Otro viaje. Y otro regreso a París, a donde llega con el invierno. Su salud flaquea por todas partes. Vivió —ha dicho alguien— de cincuenta mil tazas de café. Y murió de ellas. El doctor Nacquard tiene que cuidarlo de una aracnitis. Pero La comedia humana no se interrumpe, ni se interrumpe tampoco su inagotable correspondencia con «la extranjera». Va a visitarla, en Dresden, en agosto de 1845. Pasea con ella por Italia. La instala en París, de incógnito, por espacio de unas semanas. Esto último encoleriza a Madame de Brugnol, medio concubina y medio ama de llaves del novelista. Tal señora, cuya partícula nobiliaria era tan artificial y tan discutible como la usurpada por Honorato, se llamaba realmente Luisa Breugnot. Obligó a Balzac a comprarle —y a muy buen precio— algunas cartas de la señora Hanska, caídas entre sus manos.
     Piafan los meses, como corceles impacientes. Distante otra vez la señora Hanska, siguen amontonándose las cuartillas, las cartas, los borradores y las pruebas de imprenta, sobre la mesa del escritor. En septiembre de 1847, Balzac pasa unos días con Evelina en su castillo de Wierzchownia y, después, en Kiev. Regresa a París en febrero de 1848, a tiempo para presenciar las jornadas revolucionarias del 21 y del 22 y la caída de Luis Felipe. Con la edad, los viajes y las novelas no se detienen. Balzac vuelve a Wierzchownia durante el otoño de 1848. Dedica su invierno, en Ucrania, a los amores de la condesa. Su corazón hipertrofiado lo atormenta cada vez más. Sobreponiéndose a tales padecimientos, sigue a Evelina en su viaje a Kiev. El 14 de mayo de 1850 la pareja se casa al fin. El matrimonio se efectúa en Berditcheff, en la Iglesia de Santa Bárbara.[10]
     Mientras tanto, la casa que Balzac preparó amorosamente en París, rue Fortunée —¡hay nombres que resultan sarcásticos!— había ido poblándose con objetos y muebles de lujo. Los recién casados llegan a esa casa en la noche del 21 de mayo. Llaman. Nadie responde. Por las ventanas, se ve el brillo de los candiles. Alguien debe estar en el interior. Un cerrajero se decide a violar la puerta. El misterio se explica: el mayordomo de Balzac se había vuelto loco.
     Todo lo que toca a Balzac se hace balzaciano inmediatamente. Todo lo que vive parece haber sido soñado por su febril imaginación. Peto nada tan balzaciano como el período que precede a su muerte. Desde el 21 de mayo hasta la noche del 17 al 18 de agosto de 1850, en que falleció, la existencia del novelista es una agonía tremenda y desmesurada. Una peritonitis lo abruma el 11 de junio. Hidrópico y sitibundo, el enfermo reclama, no a los doctores del París elegante que lo rodea, sino a Bianchon, el Dr. Bianchon: uno de los personajes más conocidos de su Comedia humana. Por supuesto, Bianchon no acude. Y Balzac perece, mientras la señora Hanska descansa en su apartamiento, si es que descansa. La madre de Honorato es quien lo vela, durante las últimas horas; esa madre de la que dijo, en un grito sacrílego, que le había odiado desde antes de nacer.[11] El 21 de agosto se celebraron las honras fúnebres, en la iglesia de San Felipe. El entierro se llevó a cabo, el mismo día, en el cementerio del Père-Lachaise, tantas veces evocado en la obra del novelista. Allí, entre las frondas del Père-Lachaise, había paseado largamente durante su juventud, en los tiempos en que escribía su primer drama: aquel Cromwell que no logró interesar al señor Andrieux. Allí, uno de sus personajes (acaso él mismo, encarnado en el cuerpo de Eugenio de Rastignac) acompañó hasta la tumba, una tarde del mes de febrero de 1820, al padre de Delfina de Nucingen, el viejo Goriot. Desde allí, había lanzado el político en cierne su célebre desafío a la gran ciudad: «¡Ahora, a nosotros dos!»…
     París hizo honor al reto. Para rendir el último tributo al creador de Eugenio de Rastignac, se habían reunido en el Père-Lachaise hombres como Victor Hugo, Sainte-Beuve, Berlioz, Chassériau, Henri Monnier, Ambroise Thomas y Alejandro Dumas. El primero dijo su oración fúnebre: «El señor de Balzac era uno de los primeros entre los más grandes y uno de los más altos entre los mejores… Todos sus libros forman un solo libro —viviente, luminoso, profundo, en el que vemos ir y venir, y marchar y moverse, con no sé qué de azorado y terrible, confundido con lo real, toda nuestra civilización contemporánea. Libro maravilloso que el poeta intituló Comedia y que hubiera podido llamar Historia; libro que adopta todos los estilos y toma todas las formas, que deja atrás a Tácito y que va hasta Suetonio, que atraviesa a Beaumarchais y llega hasta Rabelais. Libro de imaginación y de observación, que prodiga lo verdadero, lo íntimo, lo burgués, lo material, lo trivial, y, por momentos, a través de todas las realidades —rasgadas súbita y ampliamente— deja entrever de pronto el ideal más sombrío y también más trágico. A hurto suyo, quiéralo o no, el autor de esa obra inmensa y extraña pertenece a la fuerte estirpe de los escritores revolucionarios. Balzac va a la meta derechamente, lucha cuerpo a cuerpo con la sociedad moderna; arranca a todos alguna cosa: la ilusión a unos, la esperanza a otros y a éstos un grito de pasión… Semejantes féretros demuestran la inmortalidad. En presencia de ciertos muertos ilustres, se siente con mayor precisión el destino divino de la inteligencia del hombre, que cruza la tierra para sufrir y purificarse. Y nos decimos: es imposible que quienes fueron genios durante su vida no sean almas después de su muerte».
     Nosotros, también, detengámonos un instante. ¡Qué fuga la de Balzac! Su imperio fue el de la prisa. A caballo, en diligencia —y hasta en trineo— hemos tratado en vano de perseguirle. Nos queda, de la inútil carrera, un asomo de taquicardia. Y eso que, intencionalmente, nada hemos dicho acerca de una infinidad de episodios de su existencia. Por ejemplo, no hemos hablado de cierta «Revue Parisienne» que le costó múltiples sinsabores. No nos hemos referido tampoco, hasta ahora, a los pleitos que entabló; ni hemos mencionado, siquiera, a algunas otras mujeres que lo estimaron o, por lo menos, se interesaron en su destino. La más popular de todas fue la señora de Girardin. La más elocuente y la más discreta, una Luisa incógnita. Incógnita para él —y más, todavía, para nosotros. Fue, sin embargo, ella quien recibió, en 1836, algunas de sus cartas más emotivas: las que delatan su angustia frente a la muerte de la Dilecta. Por cuanto atañe a los pleitos, intentó uno —muy importante y sonado— contra Buloz, el dictador de las dos revistas francesas más afamadas de aquella época: La Revue de Paris y la Revue des Deux Mondes. Honorato ganó el proceso; pero su victoria le enemistó con toda una serie de literatos, dóciles a Buloz.
     Si la vida de Balzac hubiera consistido exclusivamente en la sucesión de aventuras, derroches y ruinas que hemos sintetizado, tal sucesión bastaría para explicarnos su prematura fatiga y, tal vez, su muerte. Pero todas esas aventuras, todos esos derroches y todas esas ruinas no fueron nada por comparación con el drama esencial de su inteligencia: la fabricación novelesca y apresurada de un mundo inmenso, la elaboración moral de una sociedad. Porque el exuberante y pródigo personaje que llamamos Honorato Balzac se enamoraba, viajaba, leía, se divertía, iba y venía sólo en los entreactos de aquel gran drama. La verdadera pieza ocurría lejos del público, en la soledad del laboratorio donde el autor, a razón de quién sabe cuántas páginas por hora, construía su interminable Comedia humana.
     Veamos, ahora, por años, crecer esa producción.[12] Fueron, en 1834, La duquesa de Langeais, La búsqueda de lo absoluto, El padre Goriot, Un drama a la orilla del mar. En 1835: La muchacha de los ojos de oro, Melmoth reconciliado, El contrato matrimonial, El lirio en el valle, Seraphita. En 1836: La interdicción, Facino Cane, La misa del ateo, Los empleados, La solterona, La confidencia de los Ruggieri, El hijo maldito, obra principiada cinco años antes. En 1837: Gambara, El gabinete de antigüedades, César Birotteau, La casa Nucingen. En 1839: Massimilla Doni, Los secretos de la princesa de Cadignan, Pierrette, Pedro Grassou. En 1841: Un tenebroso asunto, El martirio calvinista, Úrsula Mirouet, Memorias de dos recién casadas. En 1842: La falsa amante, Una iniciación en la vida, Alberto Savarus, Una doble familia (comenzada en 1830), Otro estudio de mujer, La Rabouilleuse. En 1843: Honorina, Las ilusiones perdidas. En 1844: La mujer de treinta años (principiada en 1828), Modeste Mignon, La musa del departamento, Gaudissart II. En 1845: Los pequeños burgueses (obra póstuma), Un hombre de negocios, Un príncipe de la bohemia, El cura de aldea, Los cómicos sin saberlo, Los campesinos, Pequeñas miserias de la vida conyugal. En 1846: La prima Bela. En 1847: El diputado de Arcis, El primo Pons, Esplendores y miserias de las cortesanas. En 1848: El reverso de la historia contemporánea.
     Semejante fecundidad constituye un indiscutible prodigio. Sobre todo si consideramos que no era Balzac un prosista fácil. Pretendía a las excelencias del estilista. Agobiaba a los impresores con pliegos enteros de correcciones que modificaban constantemente sus manuscritos. Corregía, suprimía, agregaba. Todas esas alteraciones equivalían, a veces, a una monstruosa y no siempre hábil recreación. ¡Qué diferencia entre su abundancia, tan difícil y tan abrupta, y la abundancia —fácil y tersa— de Jorge Sand! Ésta era un río, vigoroso y tranquilo, cuando no un lago. Aquélla era una cascada, un torrente avasallador; sin orden, sin armonía, sin disciplina.
     Balzac dominaba su idioma, seguramente. Y dominaba todos los léxicos contenidos en el vocabulario plástico de un idioma: el léxico del juez, el del abogado, el del médico de provincia, el del agiotista, el del perfumista, el del músico, el del notario, el del empleado, el del financiero… Sí; dominaba su idioma tanto como Gautier o como Victor Hugo. Pero no gozaba, como ellos, de ese dominio. Sufría y penaba en él. Esto nos permite entender por qué razones su gloria de novelista fue, inicialmente, menos francesa que europea y occidental. Para quien disfrutaba con la lectura de Chateaubriand —no digamos ya de Voltaire—, un capítulo de Balzac debió ser, en 1850, una tortura del espíritu. Balzac lo advertía. O lo adivinaba. Pero, cuanto más lo advertía, más se empeñaba en adornar y en pulir su estilo. Y cuanto más lo adornaba, más pesado lo hacía y menos sutil.
     Nada de cuanto afirmo nos da derecho para pensar que Balzac no era, en sus mejores momentos, un gran prosista. Pero lo era un poco a pesar suyo. Lo era cuando la fuerza de su alucinación interior no le daba tiempo para substituir al epíteto inevitable el adjetivo declamatorio. Entonces lograba sorprendentes aciertos: páginas en las que tocamos, como en las estatuas de Miguel Ángel, los músculos de la vida. No quiero hablar de su estilo. Si me he referido a él, aunque sea someramente, es sólo para insistir todavía más sobre el titánico esfuerzo de un escritor que, a pesar de tantas dificultades, lanzó al mundo una obra de ese tamaño y de esa profundidad.
     Por otra parte, en La comedia humana, las dificultades formales no fueron nunca las más dramáticas. Otras, menos aparentes —y que el estilo no siempre exhibe— eran más graves. Una ante todo: la necesidad de la observación. ¿A qué horas vio y escuchó Balzac a los millares de hombres y de mujeres que sus novelas nos representan? Su fantasía era gigantesca. Pero partía siempre de un dato exacto, de una presencia para otros imperceptible, de una base eficaz en la realidad. Tuvo que hablar, por tanto, con militares y con notarios, con inventores y con obispos, con sabios y con dementes, con usureros y con pintores, con aventureros y con hetairas. No lo hizo, por cierto, como lo harían después los naturalistas: para tomar un registro inmediato y circunstanciado de sus palabras. En ese sentido, estrecho y tristemente profesional, Balzac no fue jamás un naturalista. Sus procedimientos eran distintos. Veía, oía, y —sin andamios de apuntes previos y minuciosos— comenzaba a andar su imaginación. Pero, para que funcionara bien esa máquina misteriosa, tenía él que haber visto, primero, ciertos perfiles o ciertos gestos; escuchado, primero, ciertos reproches o ciertas risas. Por rápidos que fueran sus alambiques, por completa que nos parezca la transmutación de los materiales que en ellos vierte, la singular reacción de los elementos que elaboró debe haber requerido de él mucho tiempo, mucha paciencia y mucha humildad.
     Se ha negado que fuese Balzac un observador. En un excelente estudio, Jules Romains ha llegado a decir que algunos novelistas «viven con intensidad extraordinaria todos esos trozos de experiencia —innúmeros y heteróclitos— de que está hecha la existencia del hombre». «Semejantes escritores» —añade— «tienen un ritmo incomparable, de emoción y de absorción. En algunas horas, viven la vida entera de un empleado, de un obrero, o de un militar». Y concluye: «No vacilaré en proclamar que seres así constituidos son supranormales. Su parentesco no se encuentra entre los eruditos y los ratones de biblioteca, sino entre los videntes, entre los mediums, entre todos los que presentan cierta ampliación —más o menos prodigiosa— de nuestras facultades ordinarias. Tal fue, eminentemente, el caso de Balzac. Tuvo, en verdad, poco tiempo para vivir. De una existencia relativamente corta, la mayor parte la dedicó, dentro de un cuarto cerrado, a sus tareas de escritor. Pero vivió algunos años de experiencia y de una experiencia cuyo ritmo fue sobrenatural, como es sobrenatural la velocidad de los acontecimientos que alojamos, a veces, en nuestros sueños».
     Retendremos, para analizarla más tarde, esta dichosa comparación entre el ritmo de la fantasía balzaciana y la rapidez del sueño. Por lo pronto, atendamos a algo que Jules Romains no resuelve muy claramente. ¿Fue o no Balzac un observador? Siempre he pensado que no es la pura observación lo que predomina en Balzac. Sin embargo, no me decido a considerarla, en su obra, como virtud de segundo término. Aun aceptando la tesis que acabo de resumir, quedaría una circunstancia: las facultades de Balzac (adivinatorias más que reproductivas) le permitieron observar mucho más de cerca y mucho más de prisa de lo que suelen hacerlo otros escritores. Pero observó; observó sin tregua. Y si no hubiera sido un observador en extremo fiel, no habría llegado a ser un inventor tan audaz de cuanto observaba.
     Observar, e inventar simultáneamente; observar quizá lo que había inventado; modelar después, pluma en mano y sobre el papel, esas alucinaciones tan realistas ¿no era aquel solo esfuerzo un trabajo en verdad enorme?… Pues bien, semejante esfuerzo, el autor se encargó muy pronto de complicarlo, y de aumentarlo incesantemente.
     Hemos aludido a sus pretensiones formales y a sus torpezas y abusos como escritor. ¡Cuán deleznables resultan tales dificultades junto a otras, que emanaron del más personal y más hondo propósito de Balzac: alojar a toda una época de su pueblo y a todo un sector biológico de la historia en los diversos departamentos de un edificio simétrico, lógico, indestructible —Escorial impreso— al que poder llamar La comedia humana! Porque Balzac, más que el Napoleón de las letras que había soñado ser, fue —en la intención, por lo menos— el Felipe II de la novela, adorador de un absolutismo del pensamiento capaz de catalogar todas las pasiones, de inmovilizar todos los anhelos y de imponer una jerarquía mental a todos los caracteres. Por algo, en el prefacio de su obra monumental, exaltó, como lámparas de su ingenio, a la religión y a la realeza. Si algo en la literatura del siglo XIX evoca el hábito del monje, es la bata severa con que envolvía su corpulencia para escribir. Y si algo, dentro de esa literatura, evoca el plano del Escorial, es el programa —rígido y simple— que el escritor escogió, en 1845, para los veintiséis volúmenes que habían de ofrecer lo mejor de su producción.
     Imaginó tres secciones. Una, la más importante (y, por así decirlo, la nave central de todo el edificio), llevaría como título Estudios de costumbres. Contendría ciento cinco novelas, distribuidas en seis series complementarias: las Escenas de la vida privada, con treinta y dos relatos; las Escenas de la vida de provincia, con diecisiete; las Escenas de la vida parisiense con veinte; las Escenas de la vida política, con ocho; las Escenas de la vida militar, con veintitrés y las Escenas de la vida en el campo, con cinco. A ambos lados de esa nave central, concibió dos secciones. Una de ellas, a la que dio el nombre de Estudios filosóficos, debía abarcar veintisiete relatos. La otra, a la que otorgó el título de Estudios analíticos, no abarcaría sino cinco. En total, ciento treinta y siete textos, de los cuales Balzac concluyó ochenta y cinco. A esos ochenta y cinco, conviene agregar, como lo aconseja Bouteron, seis novelas que se impusieron a él mientras escribía las restantes, pues —por fortuna— hasta en el Escorial novelesco surge de pronto lo imprevisible. Esas seis novelas, rebeldes al plan primitivo, fueron La prima Bela, El primo Pons, Un hombre de negocios, Gaudissart II, Las pequeñas miserias de la vida conyugal y El reverso de la historia contemporánea. Dos de ellas —La prima Bela y El primo Pons— cuentan entre las realizaciones más admirables del novelista.
     ¿De qué modo entrar en una construcción tan inmensa, aparentemente tan ordenada y, de hecho, tan laberíntica? Como si se tratase de visitar una gran ciudad —y eso es, en el fondo: una gran ciudad— Bouteron nos propone tres «guías»: la de Anatole Cerfberr y Jules Christophe (Repertorio de «La comedia humana»), aparecida en 1887; la del vizconde de Spoelberch de Lovenjoul (Historia de las obras de Balzac), publicada en 1888 y la de William Hobart Royce (Una bibliografía de Balzac), editada en 1928. El mismo Bouteron nos sugiere tres métodos de turista para pasear por las calles, avenidas y plazas de La comedia humana. Uno es el método topográfico. Dos novelas tienen como escenario el París antiguo; cuarenta y nueve el París del novecientos; cinco los alrededores de París. Treinta y cinco se desarrollan en provincia: tres en Normandía, dos en Bretaña, siete en Turena, y así sucesivamente… Otro es el método histórico. Ciertas novelas relatan hechos acaecidos antes de 1800; otras, sucesos del tiempo de Napoleón; otras describen la Francia de Luis XVIII; otras la época de Carlos X; otras, el reinado de Luis Felipe.
     El tercer método parece, a primera vista, más sugestivo. Se basa en una enumeración de los temas: la cartomanciana, los comerciantes, las cortesanas, la Escuela Politécnica, los funcionarios… La lista sigue, muy seriamente, por orden alfabético de profesiones o de manías.
     En realidad, ninguno de estos tres métodos resiste a la crítica del lector. En efecto ¿cómo limitar el material histórico y geográfico de la vida? Hay novelas que principian durante el Imperio y continúan bajo el gobierno de Luis XVIII. Otras, comenzadas en provincia, acaban en París. En cuanto a los temas, la clasificación resulta más arbitraria todavía. El tema central de El primo Pons no es la música, ciertamente. Y ¿dónde insertar la novela de Louis Lambert? Bouteron la sitúa a la vez en dos anaqueles distintos: el de la ciencia y el de la locura.
     Todo esto comprueba la inutilidad de querer buscar una llave maestra para deslizarnos, con el menor esfuerzo posible, en el mundo onírico de Balzac. Pero también demuestra la ingenuidad del propio Balzac, enamorado de un plan teórico al que en vano pretendió conferir un rigor científico impracticable. Concebida como el Escorial de la novela novecentista, La comedia humana no tiene nada, en su vehemencia, de la frialdad desdeñosa y abstracta del Escorial. Monárquico y religioso, Balzac no fue, por supuesto, el Felipe II que mencionamos al medir su propósito absolutista. Ni fue tampoco, a pesar de sus reiteradas declaraciones, el Cuvier o el Saint-Hilaire de esa zoología social en cuyas «especies» nos invitan a meditar sus admiradores más abnegados y más celosos. La comedia humana no es un herbario, ni un catálogo, ni un museo. Ante todo, y sobre toda otra cosa, es un testimonio artístico. Su autor la imaginó cuando muchas de sus secciones ya estaban hechas. Fue, sin duda, un rasgo genial el imaginarla, puesto que así consiguió Balzac entender —y hacer entender— la unidad profunda de toda su creación. Por eso, la frase clave del prefacio escrito en 1842 no me parece ser la que tantos citan (la que señala el parecido entre la naturaleza y la sociedad; parecido del cual se desprendería, lógicamente, todo un sistema que Balzac elogió sin pausa y al que raras veces se sujetó) sino ésta, más humilde y más efectiva: «La casualidad es el mayor novelista del mundo». Sólo que Balzac se apresura a contradecirse. Y, al titularse «el secretario» de la casualidad francesa del siglo XIX, habla en seguida de un inventario de tipos, de caracteres, de vicios y de pasiones. Usa el vocabulario de un profesor de estadística. Da la impresión de que va a emprender el censo de su país.
     Lo que emprendió —y realizó— no fue un censo, sino una mitología. Porque los avaros que Francia tuvo, en París o en provincia, durante el siglo XIX, desaparecieron definitivamente, al morir, y nadie se acuerda de ellos. Pero el avaro Grandet, el mito del avaro Grandet, sigue existiendo y actuando hoy entre nosotros: lo mismo en Francia que en el Japón, en Londres como en México, en el Perú como en Dinamarca… De todos los padres apasionados que Francia conoció en los años de Luis XVIII ¿cuántos viven como el padre Goriot, mito sublime de la paternidad, hermano del viejo Lear, padre sin esperanza frente a lo Eterno? Inventores, los hubo en Europa durante el romanticismo (y Balzac en primer lugar); pero ¿quién de todos se impone a la fantasía de los lectores contemporáneos como el Maese Frenhofer de La obra maestra desconocida o el Baltasar Claes de La búsqueda de lo absoluto? Por todas partes, presencias míticas. Mitos vivientes; mitos vividos; realidad transmutada en sueño; pesadillas de carne y hueso; verdad y alucinación.
     La comedia humana es, positivamente, la prodigiosa cantera (cuando no el botánico almácigo) de toda la novela contemporánea. Resulta posible, pero tan difícil como posible, precisar una situación, una perspectiva novelesca, que no hayan sido previstas, aprovechadas conscientemente (o imaginadas, al menos, intuidas como en un sueño) por la fantasía técnica de Balzac. Archivo de caracteres, de atmósferas, de costumbres, su obra es también un repertorio inagotable de asuntos, de posibilidades, de crisis, propuesto casi con ironía al talento de sus dóciles herederos. ¿No ofrece ya Madame Bargeton, en los primeros capítulos de Ilusiones perdidas, un esquema de la futura Madame Bovary?… «Usaba su vida —nos dice Balzac, adivinando a Flaubert— en perpetuas admiraciones y se consumía en extraños desdenes. Si pensaba en el bajá de Janina, hubiese querido luchar con él en su serrallo… Le daban ganas de hacerse hermana de Santa Camila y de irse a morir de fiebre amarilla en Barcelona, cuidando a los enfermos. Tenía sed de cuanto no era el agua límpida de su vida, oculta entre las hierbas». A este respecto, procedería buscar en Balzac a muchos de los personajes y de las ideas de que se sirvió tesoneramente Flaubert. No hablemos, por lo pronto, de Homais, a quien preparan, en La comedia humana, tantas siluetas fláccidas de provincia. Insistamos en Madame Bovary. En La piel de zapa, al visitar la casa del anticuario, Rafael admira un viejo rabel. En seguida, con una sumisión libresca no muy distinta de la que Flaubert atribuye a Emma, coloca ese instrumento en las manos de una dama feudal y se complace en imaginarse en el trance de declararle un amor ferviente, cabe una gótica chimenea «en cuya penumbra el consentimiento de una mirada» se perdería… ¿No es ése el mecanismo —de proyección al absurdo— tan mal usado por la esposa de Bovary? Hay más aún En la misma obra, encuentro otro precedente de Flaubert, relativo éste a las aventuras de sus dos tontos inolvidables: Pécuchet y Bouvard. «Blandamente arrullado por un pensamiento de paz» —escribe Balzac— Rafael (con sólo haber visto las miniaturas de un misal manuscrito) se sentía otro; poseído de nuevo por el amor de las ciencias y del estudio, «aspiraba a la obesa vida monjil, exenta de penas y de placeres, se acostaba en el fondo de una celda, y, por la ojiva de su ventana, se ponía a contemplar las praderas, los bosques y los viñedos de su monasterio»… No es otra, en Bouvard y Pécuchet, la fugitiva manía de los dos célibes, su bovarismo intelectualista.
     No sólo los asuntos de algunos cuentos de Maupassant y de no pocas historias de Alfonso Daudet, sino los de algunas grandes creaciones de Thomas Mann (como Los Buddenbrook) están asimismo en germen —y podría decirse acotados— en La comedia humana. Acabo de referirme a Los Buddenbrook, crónica de la decadencia de una familia. ¿No son eso, también. Los parientes pobres?… Incluso los problemas ideales de Dostoyevski, los que más apreciamos en su talento, Balzac los tocó un instante, con mano quizá furtiva, pero descubridora. Por descuido, o por prisa, o por simple disparidad de temperamento, en ocasiones los hizo a un lado. Uno de ellos es el de la culpabilidad del que inventa un crimen, aunque se abstenga de cometerlo. Se trata, nada menos, que del tema esencial de Los hermanos Karamásov. Balzac lo plantea, de paso, en un cuento (La posada roja) escrito en 1831. Próspero Magnan, un joven médico militar en las guerras de la Revolución francesa, piensa enriquecerse con la fortuna de otro huésped de la posada: el alemán Walhenfer. Para robarle la maletilla en que lleva Walhenfer cien mil francos (o su equivalente, en joyas y en oro), Magnan decide matarlo durante la noche. Toma un bisturí de su estuche y se acerca al lecho en que aquel fortuito vecino descansa apaciblemente. En el momento de levantar el brazo para perpetrar su atentado, una voz secreta detiene a Magnan. Huye de sí mismo. Por la ventana que abrió previamente para escapar, salta al camino próximo. Pasea bajo los árboles. La frescura y la paz de la noche le infunden calma. Siente vergüenza de su proyecto. Vuelve entonces al cuarto de la posada, se acuesta y duerme. Mientras duerme, cree oír el rumor de algo que gotea en la sombra húmeda. Se inquieta. Trata de llamar… pero le rinde otra vez el sueño. A la mañana siguiente, se averigua que Walhenfer fue asesinado con el bisturí de Magnan. Lo mató un amigo de éste, que había pasado la noche en la misma alcoba, que vio sus preparativos y resolvió consumarlos por su cuenta. Todo acusa a Magnan: el bisturí utilizado para el delito y, más aún, su paseo nocturno, descrito por diferentes testigos e inexplicable como no sea por una sola razón: esconder en el campo, bajo una encina, la maletilla de la víctima. Sobre todo, lo acusan sus propias vacilaciones, sus propias dudas. El tribunal militar lo condena a ser fusilado. Y el cuento sigue. Termina en un ambiente menos interesante, de herencia, de notaría y de tentativas de matrimonio. Pero lo que importa aquí es advertir cómo, hasta en un relato sin especial trascendencia, Balzac descubre el tema original, la semilla del drama psicológico ilustrado después, milagrosamente, por Dostoyevski: la responsabilidad de la sola idea, la culpabilidad moral de quien, jurídicamente, podría estimarse no responsable. La coincidencia es tanto más valiosa cuanto que Balzac pone en labios de Magnan estas palabras, dignas de figurar como epígrafe en Los hermanos Karamásov: «No soy inocente… ¡Siento que he perdido la virginidad de mi conciencia!».
     «Calibán genial» llamó Paul Souday al autor de La Rabouilleuse, oponiéndolo a Ariel, que —a su juicio— encarnaba mejor Stendhal. ¿Cómo aceptar tan injusta antítesis? Había, en Balzac, un sociólogo fabuloso. De ello hablaremos más largamente. Pero ese sociólogo obedecía a la voluntad de un poeta insigne. Mientras creía estar escribiendo la historia del siglo XIX, lo que sus manos trazaban no era la historia, sino la leyenda de aquella época.

Fuente:
     Título original: Balzac

     Jaime Torres Bodet, 1959

     Editor digital: IbnKhaldun

     ePub base r1.2

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