martes, 29 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS. LAS PRETENSIONES DE ROBBE-GRILLET

LAS PRETENSIONES DE ROBBE-GRILLET





Si Robbe-Grillet se limitara a escribir sus relatos, algunos de los cuales alcanzan momentos fascinantes, nada tendríamos que objetar, y señalaríamos su presencia como una de las más curiosas dentro de la compleja variedad de la novela contemporánea.
Pero no es así: este escritor sostiene, nada menos, que su literatura es la literatura de hoy y sobre todo la del futuro, siendo todo lo demás una suerte de aberración. Entonces tenemos el derecho a examinar sus realizaciones y sus teorías.
El principio fundamental de que parte este narrador es que existen dos maneras de escribir una novela: En la de antes (cuando él dice «antes» quiere decir, modestamente, antes de RG) el autor desciende o pretende descender al alma de sus personajes mediante el tradicional método del análisis psicológico, analizando la conciencia como un químico hace con una materia cualquiera; ésta es la que podríamos denominar una «literatura psicologista y pretendidamente profunda».
La otra, la novedosa, consciente de que esa pretensión es falsa, que es imposible descender al alma de los personajes mediante el análisis, que es ridículo hablar de una conciencia que nadie ha visto ni verificado, procede exactamente al revés, limitándose a dar una visión externa de los personajes, como pudiera hacerlo una cámara cinematográfica, registrando la superficie de los rostros y seres que nos rodean, describiendo sus gestos, sus voces, sus silencios, sus distancias. Aquí, el escritor, como un espectador más, no abre juicio sobre lo que pueda pasar en el interior de esos personajes, no averigua ni intenta averiguar nada más allá de esa descripción de la conducta.
Veamos ahora los sofismas y arrogancias que se hallan en la posición de RG.
En primer término, el objetivismo es una vieja tendencia que se encuentra en la literatura por lo menos desde Maupassant y Flaubert, hasta el punto que cuando después de la primera guerra mundial aparece una escuela más radical en Alemania hubo que llamarlo, modestamente, «nuevo objetivismo». Parcial o inteligentemente (pues se lo usaba cuando era menester y no con manía totalitaria) podemos encontrarlo en Joyce, en Hemingway, en Kafka, en Camus y en cantidad de otros escritores. Todo gran novelista de nuestro pasado inmediato, al lado del clásico descenso al interior de sus personajes (luego veremos la legitimidad de este procedimiento), practicó cada vez que lo consideró conveniente o eficaz el método conductista, o sea la descripción del comportamiento del personaje sin agregar nada sobre los impulsos anímicos que pudiera haber detrás. Y particularmente Hemingway.
En segundo término, no es cierto que haya que optar entre una psicología analítica o una psicología conductista. El análisis psicológico es la última consecuencia de una concepción atomista del mundo, que la mentalidad científica vino imponiendo sobre todas las disciplinas desde el Renacimiento. Esa mentalidad abstracta derivada de las ciencias físicas, cometió en lo que al hombre se refiere un error tras otro: el hombre era el átomo de la sociedad («individuo» significa átomo), lo que es una primera equivocación, ya que el hombre no existe sino en relación, en comercio perpetuo con sus semejantes; y la conciencia del hombre era un compuesto que podía ser analizado en sus componentes indivisibles, del mismo modo que una sustancia compleja es reducida por el químico a moléculas y éstas finalmente a átomos. Frente a esta concepción atomista del mundo se empezó ya a reaccionar en el Romanticismo con la concepción organicista, y tanto las comunidades humanas, como los complejos psíquicos fueron vistos como una totalidad indivisible, que debían ser aprehendidos y juzgados como una estructura. El ejemplo más sencillo es el de la melodía, que está compuesta por notas sueltas y que sin embargo no puede ser reducida a ellas, como se lo prueba cuando la melodía es trasladada a un tono más alto: sigue siendo la misma melodía y sin embargo sus elementos constitutivos no son los mismos. En la estructura, la totalidad es previa a las partes, a la inversa de lo que pasa con la concepción atomista.
Ahora bien: el conductismo, desde este punto de vista, supone una concepción más ajustada a la realidad que el análisis psicológico, pues al tomar al hombre en su conducta total, en sus manifestaciones globales, participa de esta posición totalizadora que es propia del estructuralismo. Pero comete una nueva equivocación, a su vez, pues no sólo es legítimo hablar de movimientos externos sino que también existen estructuras internas en la conciencia, como es el caso de un complejo y, en general, de una vivencia cualquiera. La precariedad de la concepción conductista la podemos valorar con un solo ejemplo: observando los movimientos y la conducta externa de un escritor que escribe sobre una página no podremos jamás conocer sus sentimientos, sus ideas, su manera de sentir y describir el mundo. De modo que si no completamos la tarea con un examen de su interior no pasaremos jamás a una auténtica ciencia psicológica.
¿Por qué habremos de renunciar a esa internación en el alma del personaje? SÍ yo soy un hombre de ciencia y quiero estudiar a los monos, es natural que deba hacerlo sobre la única fuente de información de que dispongo, que son los movimientos que el animal hace al buscar una banana, al pelarla, al comerla, al disputarla con otros animales de su cercanía, etc. Si soy un psicólogo que quiere estudiar el alma de un hombre, sería bastante tonto al ceñirme a esa metodología óptima para monos o ratones, ya que dispongo de otras inapreciables ventajas: preguntarle a mi hombre sobre lo que siente y piensa, oír sus sueños, hipnotizarlo y escuchar sus frases, etc. Pero si soy novelista, entonces ya el famoso conductismo es ya no sólo una equivocación sino una falacia, pues es harto sabido que los personajes fundamentales de una novela salen del corazón del propio autor, y es muy tonto o muy mal escritor o muy candoroso si hace la comedia de la prescindencia o la objetividad. Pero a esto me referiré en otra parte.
Resumiendo, pues, no tenemos por qué pasar de los átomos a los monos. El hombre no es un átomo, pero tampoco es un mono.
Y no veo la ventaja de escribir novelas como si lo fueran.
El auténtico dilema no es ése. El auténtico dilema es el de la vieja concepción mecanicista y abstracta del atomismo con la nueva concepción fenomenológica de la existencia. Desde Husserl sabemos que es apócrifa y abstracta la separación entre el sujeto y el objeto, y que ni el yo existe sin el mundo que lo rodea ni el mundo sin el yo. Y el novelista de hoy debe dar la descripción total de esa interacción y debe mostrar la sutil trama que vincula lo más profundo de la subjetividad de un ser humano con lo más externo de la objetividad: en el árbol que pinta Van Gogh está su autobiografía, pero el escritor va más allá pues puede valerse de instrumentales que desdichadamente no tiene el pintor a su alcance para describir los abismos de su conciencia y el mundo de sus sueños: riqueza portentosa que el llamado objetivismo extremo tiene fatalmente que perder.
Este predicador del rigor que es RG, en cambio, reaccionando contra el mero análisis psicológico nos propone otras precariedades. El protagonista de La jalousie, por ejemplo, podría describir la realidad con el uso de sus cinco sentidos y además con su inteligencia, con sus ideas, con sus manías y preconceptos, tal como hace un auténtico ser humano, no como una célula fotoeléctrica o una cámara cinematográfica. ¿Quién se lo impide? ¿Qué desea RG, lograr un efecto fantasmagórico semejante al que se logra en ciertas pinturas de Chirico y de los cubistas, o un método riguroso de descripción del mundo? Si fuera lo primero, nada tendríamos que decir, como nada decimos ante el admirable Kafka; pero sus teorías pretenden más bien que él escribe así porque es lo «único» que un novelista puede y debe hacer, porque lo demás es apócrifo, porque el análisis psicológico es una falacia, etc. Pero ¿quién le pide que haga análisis psicológico? ¿Y quién le prohíbe usar además de la vista y el oído su inteligencia, su intuición y sus ideas al narrador de La jalousie? ¿Qué, es idiota? ¿Es un mono o un cobayo? ¿Cuándo se ha visto que un individuo, celoso o no, y sobre todo celoso, no tenga ideas, no razone, no cavile, no saque conclusiones, no tenga hipótesis y teorías? ¿En nombre de qué objetividad escamotea todo esto? Supongamos que el narrador no quiera o no pueda inferir las ideas de su mujer, sus propósitos, y mucho menos la del presunto amante ¿pero qué clase de psicología le impide escribir sobre sus propias presunciones e hipótesis? Me temo que aquí lo que sucede es, simplemente, que se trata de un truco más para aumentar la ambigüedad del relato y para agregar un interés ilegítimo. Porque las ambigüedades y el misterio que existe en Faulkner o Dostoievsky o Kafka no se debe, obviamente, a recursos de iluminación o a escamoteos, sino al profundo y último misterio de la existencia del hombre.
Pero no paran aquí las inconsecuencias de este predicador de la verdad y de los hechos.
Una rigurosa descripción de la realidad externa debería hacerse con todos los sentidos. Pero, cosa singular, en RG predomina en forma abrumadora la descripción visual, el más intelectual y abstracto de los sentidos; a veces se oyen voces y algún ruido; casi nunca, que yo recuerde, hay sensaciones táctiles u olfativas. Si tenemos presente que el viejo método del análisis es un resultado de la mentalidad científica, resulta significativo que este escritor elija precisamente el más intelectual de los sentidos, ese sentido que por algo figura en toda la historia de la filosofía con palabras como «especulación», «idea» e «intuición»; y también conviene recordar que Locke distinguía las cualidades primarias de las secundarias, que las primarias eran las de forma, distancia y dimensión que son las típicas que toma en cuenta la ciencia fisicomatemática y el escritor RG; mientras que las secundarias son las de esos sentidos inferiores que precisamente están ausentes o casi ausentes en sus novelas. Lo que significaría que este enemigo aparente de la ciencia clásica entra por la ventana a su sagrado recinto después de haber salido ostentosamente por la puerta. Que los escritores «bárbaros» norteamericanos, narradores en muchos sentidos primitivos en el buen sentido de la palabra, hombres de hechos más que de introspecciones, de puñetazos más que de análisis psicológicos, escribieran novelas donde casi priva la pura narración «eterna y conductista, es natural y fue en muchos sentidos expresión de autenticidad, así como fuente de vitalización por una novelística que en Europa estaba esterilizada por el bizantinismo. Pero que un francés cartesiano, que para colmo es ingeniero, presuma de rebelión contra la abstracción científica empleando otro método abstracto y empleando el más abstracto de los sentidos, eso es un singular fenómeno psicoanalítico que sólo podía darse en París.
Pero sigamos con sus inconsecuencias filosóficas y metodológicas.
De acuerdo con la doctrina de la total prescindencia del autor, no se comprende por qué escribir precisamente La jalousie. Una novela en que el autor no interviniese tendría que ser una vasta, qué digo, una total descripción del universo entero; y para limitamos a la tesis conductista, de todo lo visible, audible, palpable, gustable y olible. Cualquier selección de un tema sobre otro, de un objeto sobre otro, de un ser humano sobre el vecino, sería una intolerable intervención del autor (mucho menos tolerable que las pequeñísimas intervenciones que RG abomina en los escritores que no practican su doctrina). En tales condiciones, el señor RG no debería escribir más que una sola novela, más bien una suerte de infinito mazacote que debería incluir todos los caballos, árboles, escarabajos, verjas, aleros, tranvías, televisores y uñas. Pero no así como así: tendría que describir equitativa, impasible y pacientemente cómo son las ramas de esos árboles, qué color tienen esas orejas y esos televisores, qué formas geométricas (sí sinusoides o garabateadas, si secciones cónicas o más bien parecidas a un rinoceronte, si alabeadas o planas), qué olor (nauseabundo o interesante, poderoso o más bien imperceptible, asqueroso o delicado, perfumado o tendiente a lo pantanesco) tienen esos dedos, esos tranvías, esos gasómetros, aquel señor que, qué casualidad, aparece en lontananza al lado del chef de cocina que, qué desdicha, se le ha ocurrido aparecer en ese momento. Pero no bastaría. Tendría que describirnos, de acuerdo con los cánones sagrados de la conducta externa, sí ese chef, ese señor, aquella normalista, mueven los brazos (cuántos grados, en qué dirección, con qué azimut), con qué rapidez (cuántos centímetros por segundo) el antebrazo izquierdo, mientras el derecho se mantiene a 50 grados de inclinación respecto a la vertical del gasómetro que se ve a la mano derecha del tubo dentífrico (no olvidar, por favor, la marca del dentífrico, el perfume que exhala, si está abierto o cerrado, qué clase y qué formas de abolladura muestra, la cantidad de milímetros que muestra de dentífrico fuera del tubo, etc.). No deberá ahorrarnos los movimientos de ese brazo mientras describe sucesiva o simultáneamente (maldita necesidad del discurso sucesivo) los movimientos de los otros brazos y piernas, de los tranvías y diferentes vehículos que acierten a pasar, así como el desplazamiento de caballos, muías, acémilas, perros, gatos, cebras (si estamos en el zoológico, y tarde o temprano tendremos que estar, dada la condición infinita del producto), nenes de corta edad, nodrizas que los acompañan, conscriptos que acompañan a las nodrizas, moscas y mosquitos, cucarachas y grillos. Mediante reglas milimetradas y compases, tener sumo cuidado en ofrecernos un cuadro completo de sus respectivas distancias mutuas y dimensiones. Y eso, claro, a cada segundo. ¿Y por qué a cada segundo? ¿Qué clase de privilegio está queriendo revelar a esa especie de división del tiempo? ¿Qué odiosa intervención de los prejuicios del autor se está manifestando? No señor: cada décimo de segundo, cada centésimo, cada diezmillonésimo de segundo. Atareado con un gasómetro o una estación de servicio (realidad riquísima a simple vista, que no creo pueda ni deba despacharse en menos de cien mil páginas en cuerpo ocho) no le perdonaremos que olvide o pase por alto los apasionantes hechos que mientras tanto tienen lugar allí o en otras partes del mundo. Porque ¿en virtud, de qué derecho nos ofrecerá este rincón del universo y no, por ejemplo, el atractivo paisaje de Villa María, los igualmente legítimos y acaso apasionantes suburbios y quintas de algún pueblecito de Massachusetts? ¿Por qué este crimen y no aquel amor? ¿Por qué este cornudo y no aquel adolescente?
Ustedes me dirán que esto es una caricatura y una exageración. Pero yo no tengo la culpa si RG me ofrece una teoría que, de ser llevada rigurosamente hasta sus últimas instancias, es por sí misma una caricatura.
Naturalmente, a pesar de lo que diga en sus manifiestos, en la práctica tiene que sosegarse, y aprovechando la enorme capacidad que los hombres tienen para absorber sofismas y para tragar falacias, RG no lleva a cabo su grandioso programa panóptico y se limita a darnos un drama en un lugar determinado. ¡Abominable intervención del autor! ¡Enorme crimen de lesa objetividad!
Estamos, pues, en un pueblecito del África y tenemos ante nosotros un buen par de amantes. Hemos prescindido sensatamente, como cualquier autor del bien tiempo viejo, de las cebras, escarabajos y gasómetros que mencionamos más arriba. Qué se le va a hacer. La obra de arte es el intento de dar, en dimensiones finitas, una realidad que es esencialmente infinita. Esto lo sabíamos. Lo que no sabíamos es que RG participara de esta anomalía.
Estamos, pues, frente al par de amantes o de presuntos amantes, observándolos desde la amarga posición geométrica del cornudo. ¿Qué hacemos ahora? Es harto sabido que un individuo carcomido por los celos no es el ser más apto para guardar una ecuánime actitud descriptiva del universo. Es sumamente dudoso que observe y describa con la misma minuciosa ansiedad la distancia que existe en un momento dado entre las manos de los dos presuntos amantes, en la semioscuridad, que, digamos, la distancia que hay en el retículo de una plantación de tomates en los alrededores. Por curioso que parezca, sin embargo, RG le concede a su protagonista esta especie de tranquilo cinemascope, lo que es, naturalmente, una radical falsificación de la realidad. Lo que pasa es que, con la conciencia culpable de haber intervenido para elegir un pueblo, un drama, un personaje y un momento, necesita probar de alguna manera que mantiene su doctrina de la descripción impasible y total, dándonos con la misma exactitud datos sobre la posición del cuerpo de su Mujer con relación al del señor sospechoso y datos sobre el desarrollo de la agricultura en el África Central. Todos comprendemos que un drama terrible podría ganar en patetismo mediante la descripción tranquila y externa de hechos y cosas que forman su estructura: por ejemplo, las manos de los amantes, por ejemplo la posición de sus cuerpos en el momento en que se despiden allá abajo, en el auto. Grandes maestros de la novela contemporánea, desde Hemingway hasta Kafka, han mostrado cómo esa pseudo objetividad produce un terrible y devastador efecto sobre el lector; pero evidentemente no es éste el caso de RG, que sólo en contadas ocasiones alcanza esa fascinante y poética atmósfera de los objetos indiferentes que rodean o están en medio de un drama. Por lo general, nos aburre con sus reiteradas e inútiles descripciones matemáticas.
Hay, todavía, otra inconsecuencia de índole más profunda y filosófica. Un empirismo consecuente, que es lo que en filosofía correspondería a su descripción sensorial, no se compagina con el uso de universales como «árbol» o «caballo». No puede sino manejarse con un lenguaje que contiene universales, que son o ideas platónicas o, según el punto de vista aristotélico, abstracciones obtenidas a partir de infinitos caballos e infinitos árboles. En cualquiera de los dos casos, esto demuestra la imposibilidad de escribir nada con pretensión de usar únicamente lo perceptible. Con una actitud meramente perceptiva no ya es imposible escribir una novela sino, lisa y llanamente, vivir como ser humano. Ya que lo que caracteriza a un ser humano no es la simple actitud de mirar sino la de ver, poner atención y voluntad, tener propósitos y prejuicios, mal o bien moverse con una concepción de la realidad; no sólo moverse, como lo haría un animal, con la sola ayuda de los sentidos y de algunos instintos y reflejos condicionados sino también con la inteligencia, con su facultad coordinadora, con sus intuiciones emocionales (sin las cuales no tendría conocimiento de la belleza ni de la justicia), con sus intuiciones metafísicas (sin las cuales no tendría sentido de su soledad y de su comunidad, de su finitud y de su muerte, de la ausencia o presencia de Dios). Sería un simple ser zoológico, sin ese mínimo siquiera de concepción del mundo que ya tiene un niño.
Ahora, por qué un protagonista que al menos en su rigurosa reducción filosófica sería un subhombre pueda ser considerado no sólo como la única clase de personaje humano que puede aparecer en una novela sino como portavoz de la gran literatura actual es para mí un fenómeno que sólo puede ser explicado en nuestro país por el snobismo hacia todo lo que proviene de París, y allá por el snobismo tout court.
Quedaría todavía por examinar la furia antimetafórica de RG, pues para él todo lo que no sea un lenguaje literal y sustantivo es repudiable, pues tiene que ver con ese mundo de la psicología profunda que considera apócrifo y escarnece. Esto me llevaría ahora muy lejos, pues tendría que probar que, desde Vico, todos saben que la metáfora no es un adorno ni una hinchazón del lenguaje, sino la única manera que tiene el hombre de expresar sus verdades emocionales más profundas. Pero eso lo dejaremos para otro lugar.
Digamos, en resumen, que a las inconsecuencias filosóficas y a la vasta pretensión estética se une en el caso de RG su mala fe. Pues él sabe, como todos, que el autor no puede estar sino presente: elige un tema y no otro, elige este personaje y no aquél. Elige esos dos personajes que deben estar en una plantación lejos del poblado para que pueda suceder el equívoco viaje de los presuntos amantes. Elige no sólo sus personajes, sino su carácter, las palabras que pronuncian o susurran. Incluso las elige con suma astucia. Incluso se presta al efecto sobre el lector, en el caso de los celos, esa omisión de lo que la inteligencia analítica del protagonista podría agregar. No, no lo dice: conviene que el lector sea trabajado por la ambigüedad. Ni más ni menos que lo que hace el maestro del genero conductista, el autor de El halcón maltes, Pero él tiene derecho, pues únicamente pretende escribir una novela de intriga, una narración policial donde los trucos no sólo están permitidos sino que son la esencia misma del género. Pero ¿es con trucos de esa clase como puede pretenderse hacer la gran literatura de nuestro tiempo? Ya me lo veo a este violento profeta de la mirada bruta, a este enemigo de la lucidez y del análisis, estudiando el juego de su novela con la astucia y la lucidez y el cálculo con que se construyen charadas, novelas policiales o narraciones fantásticas.
Repito, en fin, que no niego la fascinación que por momentos alcanza. Una fascinación que tampoco es original, porque es la de ciertos cubistas, así como la de algunos metafísicos de Chirico.


Es la belleza de ciertos films de Antonioni. Pero eso lo logra no porque sea consecuente con su pretenciosa doctrina sino porque en definitiva se deja conducir por su sensibilidad y por su intuición, no por su manía métrica. Y si por momentos alcanza así una suerte de fantasmagórica belleza, es a pesar de su filosofía, no por ella.

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