UNIVERSALIDAD CIENTÍFICA E INDIVIDUALIDAD ARTÍSTICA
Dijo Poincaré con gran
elegancia: la matemática es el arte de razonar correctamente sobre
figuras incorrectas. Ya que nadie pretende (ni es necesario) que el
triángulo rectángulo dibujado en el pizarrón sea el auténtico
triángulo platónico para el que rige el teorema: es apenas una
burda alusión, un grosero mapa para guiar el razonamiento.
Totalmente inversa es la
situación del arte, en que precisamente lo que importa es ese
diagrama personal y único, esa concreta expresión de lo individual.
Y si alcanza la universalidad es esa universalidad concreta que se
logra no rehuyendo lo individual sino exasperándolo. ¿Qué más
exasperadamente personal que un cuadro de Van Gogh?
Si la ciencia puede y debe
prescindir del yo, el arte no puede hacerlo; y es inútil que se lo
proponga como un deber. Palabras más o menos, decía Fichte: En el
arte los objetos son creaciones del espíritu, el yo es el sujeto y
al mismo tiempo el objeto.
Y Baudelaire,
en el Art
Romantique,
afirma que el arte puro es crear una sugestiva magia que involucra al
artista y al mundo que lo rodea. Agregando: «Prestamos al árbol
nuestras pasiones, nuestros deseos o nuestra melancolía; sus gemidos
y sus cabeceos son los nuestros y bien pronto somos el árbol.
Asimismo, el pájaro que planea en el cielo representa de inmediato
nuestro inmortal anhelo de planear por encima de las cosas humanas;
ya somos el mismo pájaro,»
También lo decía Byron:
Are not
mountains, waves and skies a part
of me and my soul, as I of
them?
Esas misteriosas grutas que
suelen verse detrás de las figuras de Leonardo, esas azulinas y
enigmáticas dolomitas detrás de sus ambiguos rostros ¿qué son
sino la expresión indirecta del espíritu del propio Leonardo? Como
los movimientos y gestos de un actor ajeno a la vida de Shakespeare
sin embargo se convierte en Hamlet y por lo tanto en Shakespeare
cuando lo animan las ficciones del príncipe de Dinamarca. Y es en
este sentido que debe interpretarse el notorio aforismo de Leonardo,
cuando dice que la pintura es cosa mental, pues para él mental
quería decir no algo meramente intelectual sino algo subjetivo, algo
propio del artista y no del paisaje que pinta; el arte era para él
«un idealismo de la materia». ¿Cómo pedirle así objetividad al
arte?
Sería como
pedir que el cuarteto 135 de Beethoven no parezca
de Beethoven. Y ya que para el gran arte no se trata de parecer sino
de ser, eso sería tan monstruoso y descabellado como pedir ¡que no
sea
de Beethoven!
No puede
explicarse esta doctrina de los «objetivistas» sino como
consecuencia del prestigio e imperialismo de la ciencia, de la
creencia dogmática en un universo externo que el artista, como el
científico, deba describir con la misma fría imparcialidad. De modo
que el escritor de novelas describiría la vida o las vicisitudes de
un hombre como un zoólogo las termites: indagando las leyes de esas
sociedades, describiendo sus costumbres y viviendas, sus lenguajes y
danzas nupciales. Y como bien dice Moravia, la tercera persona en que
esas historias eran narradas se asemejaba a la tercera persona en que
se describían, en los libros de ciencias naturales, las costumbres y
caracteres de los mamíferos o reptiles; y aun cuando deformara o
transfigurara esa realidad objetiva, esas deformaciones o
alteraciones eran consecuencia de simples diferencias de estilo o de
técnica verbal (en general reprobables) y no de realidad. En ningún
momento se le cruzaba por la imaginación que la realidad de uno no
era de ningún modo la realidad de otro, como sin embargo es obvio,
ya que la realidad Balzac-mundo no es la misma que la realidad
Flaubert-mundo. En tanto que para el novelista actual no sólo ya
existe la conciencia de ese hecho decisivo sino de que para
cada personaje
la realidad es distinta: al variar su visión de ella, su punto de
vista, lo que él le entrega al mundo externo y lo que de él recibe.
En suma: si
por realidad entendemos (como debemos entender) no sólo esa externa
realidad de que nos habla la ciencia y la razón sino también
ese mundo oscuro de nuestro propio espíritu (por otra parte,
infinitamente más importante para la literatura que el otro),
llegamos a la conclusión de que los escritores más realistas son
los que en lugar de atender a la trivial descripción de trajes y
costumbres describen los sentimientos, pasiones e ideas, los rincones
del mundo inconsciente y subconsciente de sus personajes; actividad
que no sólo no implica el abandono de ese mundo externo sino que es
la única que permite darle su verdadera dimensión y alcance para el
ser humano; ya que para el hombre sólo importa lo que
entrañablemente se relaciona con su espíritu: aquel paisaje,
aquellos seres, aquellas revoluciones que de una manera u otra ve,
siente y sufre desde su alma. Y así resulta que los grandes artistas
«subjetivos», que no se propusieron la tonta tarea de describir el
mundo externo, fueron los que más intensa y verdaderamente nos
dejaron un cuadro y un testimonio de él. En tanto que los mediocres
costumbristas, que quizá los acusaban de limitarse a su propio yo,
ni siquiera lograron lo que se proponían.
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