miércoles, 30 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. UNIVERSALIDAD CIENTÍFICA E INDIVIDUALIDAD ARTÍSTICA. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS.

UNIVERSALIDAD CIENTÍFICA E INDIVIDUALIDAD ARTÍSTICA





Dijo Poincaré con gran elegancia: la matemática es el arte de razonar correctamente sobre figuras incorrectas. Ya que nadie pretende (ni es necesario) que el triángulo rectángulo dibujado en el pizarrón sea el auténtico triángulo platónico para el que rige el teorema: es apenas una burda alusión, un grosero mapa para guiar el razonamiento.
Totalmente inversa es la situación del arte, en que precisamente lo que importa es ese diagrama personal y único, esa concreta expresión de lo individual. Y si alcanza la universalidad es esa universalidad concreta que se logra no rehuyendo lo individual sino exasperándolo. ¿Qué más exasperadamente personal que un cuadro de Van Gogh?
Si la ciencia puede y debe prescindir del yo, el arte no puede hacerlo; y es inútil que se lo proponga como un deber. Palabras más o menos, decía Fichte: En el arte los objetos son creaciones del espíritu, el yo es el sujeto y al mismo tiempo el objeto.
Y Baudelaire, en el Art Romantique, afirma que el arte puro es crear una sugestiva magia que involucra al artista y al mundo que lo rodea. Agregando: «Prestamos al árbol nuestras pasiones, nuestros deseos o nuestra melancolía; sus gemidos y sus cabeceos son los nuestros y bien pronto somos el árbol. Asimismo, el pájaro que planea en el cielo representa de inmediato nuestro inmortal anhelo de planear por encima de las cosas humanas; ya somos el mismo pájaro,»
También lo decía Byron:
Are not mountains, waves and skies a part
of me and my soul, as I of them?
Esas misteriosas grutas que suelen verse detrás de las figuras de Leonardo, esas azulinas y enigmáticas dolomitas detrás de sus ambiguos rostros ¿qué son sino la expresión indirecta del espíritu del propio Leonardo? Como los movimientos y gestos de un actor ajeno a la vida de Shakespeare sin embargo se convierte en Hamlet y por lo tanto en Shakespeare cuando lo animan las ficciones del príncipe de Dinamarca. Y es en este sentido que debe interpretarse el notorio aforismo de Leonardo, cuando dice que la pintura es cosa mental, pues para él mental quería decir no algo meramente intelectual sino algo subjetivo, algo propio del artista y no del paisaje que pinta; el arte era para él «un idealismo de la materia». ¿Cómo pedirle así objetividad al arte?
Sería como pedir que el cuarteto 135 de Beethoven no parezca de Beethoven. Y ya que para el gran arte no se trata de parecer sino de ser, eso sería tan monstruoso y descabellado como pedir ¡que no sea de Beethoven!
No puede explicarse esta doctrina de los «objetivistas» sino como consecuencia del prestigio e imperialismo de la ciencia, de la creencia dogmática en un universo externo que el artista, como el científico, deba describir con la misma fría imparcialidad. De modo que el escritor de novelas describiría la vida o las vicisitudes de un hombre como un zoólogo las termites: indagando las leyes de esas sociedades, describiendo sus costumbres y viviendas, sus lenguajes y danzas nupciales. Y como bien dice Moravia, la tercera persona en que esas historias eran narradas se asemejaba a la tercera persona en que se describían, en los libros de ciencias naturales, las costumbres y caracteres de los mamíferos o reptiles; y aun cuando deformara o transfigurara esa realidad objetiva, esas deformaciones o alteraciones eran consecuencia de simples diferencias de estilo o de técnica verbal (en general reprobables) y no de realidad. En ningún momento se le cruzaba por la imaginación que la realidad de uno no era de ningún modo la realidad de otro, como sin embargo es obvio, ya que la realidad Balzac-mundo no es la misma que la realidad Flaubert-mundo. En tanto que para el novelista actual no sólo ya existe la conciencia de ese hecho decisivo sino de que para cada personaje la realidad es distinta: al variar su visión de ella, su punto de vista, lo que él le entrega al mundo externo y lo que de él recibe.

En suma: si por realidad entendemos (como debemos entender) no sólo esa externa realidad de que nos habla la ciencia y la razón sino también ese mundo oscuro de nuestro propio espíritu (por otra parte, infinitamente más importante para la literatura que el otro), llegamos a la conclusión de que los escritores más realistas son los que en lugar de atender a la trivial descripción de trajes y costumbres describen los sentimientos, pasiones e ideas, los rincones del mundo inconsciente y subconsciente de sus personajes; actividad que no sólo no implica el abandono de ese mundo externo sino que es la única que permite darle su verdadera dimensión y alcance para el ser humano; ya que para el hombre sólo importa lo que entrañablemente se relaciona con su espíritu: aquel paisaje, aquellos seres, aquellas revoluciones que de una manera u otra ve, siente y sufre desde su alma. Y así resulta que los grandes artistas «subjetivos», que no se propusieron la tonta tarea de describir el mundo externo, fueron los que más intensa y verdaderamente nos dejaron un cuadro y un testimonio de él. En tanto que los mediocres costumbristas, que quizá los acusaban de limitarse a su propio yo, ni siquiera lograron lo que se proponían.

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