Abe Kobo
Kōbō Abe
El mapa calcinado
Título
original: Moetzukita Chizu
Kōbō Abe, 1967
Traducción:
Ryukichi Terao
Retoque de
cubierta: Harishka
Prólogo
Kōbō Abe y la
sombra luminosa de Samuel Beckett
1.
Durante veintiún días seguidos, en sesiones de
cuatro a siete horas, estuve inmerso en la lectura línea por línea y frase a
frase de la traducción que Ryukichi Terao hizo de la magnífica novela de Kōbō
Abe El mapa calcinado (Moetzukita chizu), intentando dar a la
versión de Terao, vertida desde su lengua materna, el japonés, el equivalente
en la lengua de Borges y Cervantes que se correspondiera con el exuberante,
opaco, denso, analítico, complejo y rizomático estilo del genial narrador Kōbō
Abe. A medida que me iba adentrando en compañía del detective sin nombre
—narrador-protagonista del relato, contratado en extrañas circunstancias para
la búsqueda de un desaparecido— en los vericuetos de una investigación que se
ramificaba como una diabólica y enrevesada red y que parecía no tener fin,
confirmaba la sospecha que venía rumiando desde diciembre de 1976 cuando Kazuya
Sakai en la ciudad de México me regaló un ejemplar recién salido del horno de La mujer de la arena (Sunna no ona) de Kōbō Abe, en la
insuperable traducción al español del mismo Sakai, sospecha, digo, de que el
autor de ese inquietante e inolvidable relato era uno de los más grandes
narradores japoneses del sigloXX.
2.
En el frío invierno parisino de finales de 1989, en
la famosa librería La Une, hoy desaparecida, encontré La face d’un autre (Tanin no
kao), también de Kōbō Abe, que devoré con el fervor de un auténtico
fanático. Años más tarde leería la versión en español titulada El rostro ajeno, que, cosa curiosa, se
me antojó como una historia totalmente distinta de la que mi mente conservaba
con nitidez. Tuvieron que pasar más de veinte años hasta que en 2010 la
editorial Candaya de Barcelona nos ofreciera en una cuidadosa edición esa
pequeña joya que es Idéntico al ser humano
(Ningen sokkuri), en traducción de
Ryukichi Terao, y con un esclarecedor prólogo de Gregory Zambrano. A partir de
ese momento, de la mano de Terao y con la colaboración de Zambrano, han
aparecido, editadas por Eterna Cadencia, sendas recopilaciones de relatos de
nuestro autor: Los cuentos siniestros
(2011) e Historia de las pulgas que
viajaron a la Luna (2013) y la novela Encuentros
secretos (Mikkai), 2014, así como
la novela El hombre caja (Hako otoko), 2012, editada en España. La
aparición de estos cinco libros en un plazo relativamente breve, así como la
edición de El mapa calcinado,
constituyen un proyecto loable y orgánico de dar a conocer en el ámbito de la
lengua castellana la obra de un autor fundamental e imprescindible de la
literatura japonesa.
3.
Si al dar inicio a este breve escrito de
presentación acudo a mi propia experiencia de lector (considero que por lo
general los prólogos están de más, y cuando no hay remedio, recomiendo leerlos
al final), es porque he leído a Kōbō Abe desde mi perspectiva de narrador,
alejado lo más que he podido de una visión académica, y haciendo caso omiso de
la información biobibliográfica acerca del autor, asumiendo que un “lector
hipócrita” y ansioso podrá acudir al consultorio del doctor Google cada vez que
su curiosidad lo requiera.
4.
Durante los veintiún días de forzosa convivencia
con el detective de El mapa calcinado, apenas tuve tiempo para mis caminatas
matutinas alrededor de la laguna de San Javier del Valle, y, tarde en la noche
o ya de madrugada, para la relectura minuciosa de Molloy de Samuel Beckett, lectura deliberada, por supuesto, y
emblemática, ya que entre los varios autores que se asocian con Kōbō Abe como
posibles influencias o afinidades electivas (Kafka, Dostoievski, Camus,
Melville, H.G. Wells, Lewis Carroll), estoy convencido de que aquel que mejor
se ajusta a su refinada sensibilidad, a su nihilismo desconsolador y a la
visión “existencialista” del ser humano es el genial irlandés. No sé si por
casualidad, pues no pretendo hacer un paralelismo forzado, acabé la revisión y
lectura de ambas novelas, la de Kōbō Abe y la de Beckett, al mismo tiempo. Y no
resisto la tentación de citar sus líneas finales. Escribe Beckett en la última
línea de Molloy: “Entonces entré en
casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era
medianoche. No llovía”. Creo encontrar en esta breve y lapidaria propuesta una
de las más extraordinarias definiciones de lo que es literatura. Escribe Kōbō
Abe en el último párrafo de su novela: “Me llama la atención un curioso remanso
formado en medio del flujo de vehículos y, al observarlo con atención me doy
cuenta de que los coches, incluyendo un camión grande, tratan de esquivar el
cadáver de un gato atropellado, aplastado como un papel. Sin querer intento
ponerle nombre al gato aplastado y por primera vez en mucho tiempo mi rostro se
ilumina con una sonrisa encantadora que impregna de calor mis mejillas”. Yo
también sonrío al recordar la famosa anécdota del maestro zen Sozan, un monje
chino del siglo VII, que al ser requerido por uno de sus alumnos que quería
saber qué es lo más valioso en el mundo, le respondió que la cabeza de un gato
muerto. Y es de suponer que Kōbō Abe, al elegir este final para su novela sabía
que lo más valioso de su narración era la cabeza aplastada del gato, pues no
había forma ni manera de asignarle un determinado valor.
5.
Se alude a la obra de Kōbō Abe casi como si se
estuvieran siguiendo las instrucciones de un manual, en términos de alienación,
pérdida de identidad, búsqueda del yo, pánico, locura, coqueteos con el
suicidio, soledad, desolación, perversión e incluso exacerbada sexualidad.
Estos y muchos otros elementos posibilitan una visión de conjunto de la obra de
nuestro autor; sin embargo, desde mi perspectiva de lector sostengo la idea de
que aquello que mejor define su singular estilo es la densidad a veces obsesiva
y sofocante de su prosa, sostenida en una estructura analítica en la cual todos
los elementos están correlacionados entre sí. Asociamos lo analítico con las
ciencias exactas, física, matemáticas, cuando podemos ubicar su origen en los
diálogos platónicos, donde se indaga a fondo en el tema objeto de estudio
sometiéndolo a las más diversas interpretaciones. Tal como sucede con el
maniático detective de El mapa calcinado,
que lleva sus pesquisas hasta extremos inusitados, diseccionando cada supuesta
prueba hasta la extenuación y finalmente reduciéndola al absurdo.
6.
Inmerso en la revisión de la novela de Kōbō Abe,
surgieron del fondo de mi memoria, a la manera de tesoros olvidados que vamos
desenterrando por casualidad, escenas enteras de La mujer de la arena —supongo que algunas reinventadas y
deformadas—, en las cuales el trabajo de Sísifo que realiza el personaje que ha
caído en la trampa de las dunas, al igual que un ratón dentro de una ratonera,
en un ambiente sofocante y en un escenario propio de una pesadilla (iba a
escribir dantesca, pero no hace falta), se han convertido, como los sueños que
llegamos a confundir con la realidad, en experiencias propias, íntimas,
asociadas a nuestra psiquis deteriorada, fenómeno este que a fin de cuentas nos
informa del inmenso poder de la literatura.
De igual manera, y quizá con una intensidad aún
mayor, recordé el tema central, el meollo, pues, de El rostro ajeno, es decir el drama del protagonista que ha perdido
su rostro, no de forma metafórica o simbólica, sino cruda y real al ser
despellejado por efecto de la explosión de un ácido durante un experimento en
un laboratorio. Su condición de eminente científico lo lleva a construirse un
nuevo rostro, a manera de máscara perfecta. De ahí deriva su pretensión, que es
un drama, que es una de las más refinadas maneras de perversión que se pueden
imaginar, y que habría hecho rabiar de envidia al Marqués de Sade o al Pierre
Choderlos de Laclos de Las relaciones
peligrosas, la pretensión de seducir y luego poseer a su propia mujer, de
la que se ha alejado después del accidente, haciéndose pasar por otro.
Y vía Platón y la hermenéutica, volví a las escenas
desopilantes de Idéntico al ser humano,
cuando un inoportuno y fastidioso hasta extremos inimaginables visitante
intenta convencer a un atribulado periodista experto en el tema de los
marcianos de que él, el visitante, es un marciano, alienígena o lo que sea no
humano, idéntico a un ser humano. El lector familiarizado con la obra de Kōbō
Abe podrá imaginarse lo demás.
Ah, lo había olvidado, en la mítica librería La Une
encontré en 1992 la versión francesa de El
hombre caja (L’homme-boîte), que
leí al nomás regresar a Mérida, y que años más tarde, en 2012, en esta ocasión
en Tokio, leí de nuevo en la traducción de Terao, y aquí sí que mi amado
Beckett, a quien tuve la inmensa fortuna de conocer, para envidia de mi amigo
César Aira, en una épicerie de París,
frente al edificio donde vivía su amigo Cioran, en agosto de 1978, aquí sí que
la poderosa figura del irlandés errante se hace presente como una sombra
luminosa. Más allá del secreto homenaje de Kōbō Abe a su admirado autor, iba a
escribir mentor, en El hombre caja
hay una escena inolvidable para mí, que me recuerda Ubu rey de Alfred Jarry, y
que por carambola remite a Beckett, en la cual el hombre-caja, que se ha
comprometido para casarse, y carente de recursos para alquilar una carreta es
transportado en un precario carromato tirado por su padre disfrazado de
caballo, atendiendo una tradición según la cual la novia debe ser requerida por
el novio montado en una carreta.
Y para cerrar este “ciclo” de las novelas de Kōbō
Abe traducidas al español, me detengo en la última, Encuentros secretos, que puede ser leída como un alegato contra las
prácticas médicas, es decir contra la mafia de la medicina, pero también como
una obra poliédrica, surreal, hilarante y grotesca, que nos muestra de nuevo el
fecundo talento de su autor y los inagotables poderes de la ficción. Como en El mapa calcinado, también aquí hay un
desaparecido —en este caso se trata de la esposa del protagonista que es
secuestrada por los paramédicos de un hospital—, y como en El hombre caja, también hay un caballo, en este caso un caballo de
verdad que habla y se prepara para participar en una importante competencia, y
que resulta ser el mismísimo vicepresidente de la empresa donde trabaja el
protagonista. El hospital se convierte en un inmenso y sorprendente teatro del
absurdo donde ocurren una serie de episodios cada vez más bizarros, jocosos y
burlescos, como aquel del médico que ha inventado un aparato para masturbarse
con fines crematísticos y que al quedar en coma víctima de un ridículo
accidente sufre una erección permanente para regocijo de las enfermeras que lo
atienden.
7.
Todas esas y muchas otras escenas de las novelas de
Kōbō Abe, algunas, imagino, mezcladas con fragmentos de las adaptaciones
cinematográficas de La mujer de la arena
y El rostro ajeno, se entrecruzaban
en mi mente al tiempo que el detective de El
mapa calcinado continuaba sus pesquisas. Obsesivo, maniático, metódico,
desconfiado, analítico hasta la necedad, el detective emprende la búsqueda del
desaparecido, y de antemano presentimos que en aquel laberinto de hipótesis,
conjeturas, especulaciones, mentiras y verdades a medias donde se aventura
desde el primer momento como un insomne cazador, está condenado a extraviarse.
Muy pronto se van definiendo los rasgos de los
cuatro personajes que actúan como coprotagonistas y que de alguna manera
constituyen los puntos de inflexión del relato, además de servir como puntales
de la narración. En primer lugar, el desaparecido, cuyos atributos, manías,
debilidades y demás yerbas aromáticas van surgiendo a medida que se desarrolla
el relato y avanza, sin llegar a ningún lugar, la investigación. Sin embargo,
no hay nada relevante que destacar en este enigmático ser limitado por la
ausencia y la distancia. Luego aparece la esposa del desaparecido, una mujer de
inquietante belleza, sensual, sumisa, seductora, distraída, desquiciada, que va
revelando a cada paso las distintas facetas de su compleja personalidad. En su
frutal cuerpo de hembra madura, en su cuello esbelto con reflejos de oro y
terciopelo, se centra la mirada del detective, es decir el territorio de su
perdición. Le toca el turno al supuesto hermano de la mujer, un sujeto
vanidoso, vil, repelente, el típico villano de los films claseB, que envuelve
al detective en una maraña de engaños e imposturas. Y cierra el desfile el
tímido y apocado Hiroshi, especie de aprendiz de Uriah Heep, confidente
accidental y mentiroso compulsivo, que en su afán de llamar la atención conduce
al detective a los bajos fondos de una ciudad caótica y gris.
Pero este no es más que un esquema casi escolar,
como si pretendiéramos hacer de ellos, los personajes, el borrador para el
guión de un pésimo film. El relato de Kōbō Abe va mucho más allá de los
contornos de unos atormentados personajes: constituye una poderosa incursión en
los laberintos de la psiquis humana, una indagación en los anhelos, sueños,
recuerdos, pensamientos, reflexiones, dudas e incertidumbres de unos personajes
extraviados en los territorios de su propia y desolada mente, unos seres que
buscan a tientas, como ciegos, su lugar en el mundo.
8.
El argumento de El
mapa calcinado, que por comodidad o pereza podríamos ubicar dentro del
género policial, en todo caso un policial impostado, no es más que una excusa
que le permite al narrador examinar las complejas e imprecisas aristas de lo
verdadero y lo falso, lo aparente y lo real, lo vivido y lo soñado, sin que se
llegue necesariamente a una conclusión, pues nunca nada es lo que parece. Y así
el detective (el narrador), que siempre sabía que caminaba sobre hielo delgado,
en un instante de rara lucidez, refiriéndose al desaparecido, dice: “He trazado
mi propio mapa, creyendo trazar el suyo, y he seguido mis pistas, creyendo
seguir las suyas, hasta quedar petrificado de frío, sin conciencia alguna”.
Magnífico relato este de Kōbō Abe, que ahonda sin
compasión alguna, como si se adentrara en el territorio de la narración armado
de un escalpelo, en uno de sus temas predilectos: la identidad. Nuestra
conflictiva relación con lo que somos y lo que creemos ser, nuestra actitud frente
a los demás, el extrañamiento y el sinsentido de la existencia, y al mismo
tiempo la sensación de plenitud al reconocer, en medio de la precariedad y el
abandono, nuestra condición de seres vivos, pues siempre habrá una segunda
oportunidad: la posibilidad de desaparecer para inventar un mundo a la medida
de nuestros sueños. Y en esta búsqueda incesante reconocemos un reclamo de la
metafísica o de la filosofía, y encontramos, para nuestro regocijo y
satisfacción, que la literatura (la inagotable novela) es quizá el recipiente
más dúctil y eficaz para contenerlo y darle forma.
EDNODIO QUINTERO, Mérida, Venezuela,
1 de septiembre de 2015
NOTA BENE: La traducción y edición de El mapa
calcinado ha contado con el generoso apoyo de la Fundación Japón, en su afán de
difusión de las expresiones de la cultura japonesa en el mundo. Desde estas
líneas, en nombre de la editorial Eterna Cadencia, del traductor doctor
Ryukichi Terao de la Universidad de Ferris (Japón) y del mío propio, expresamos
a los directivos y personal de dicha fundación nuestro más profundo
agradecimiento.
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