domingo, 20 de noviembre de 2022

Kōbō Abe El mapa calcinado.

 



Abe Kobo

Kimifusa Abe, más conocido como Kobo Abe (Kita, Tokio, 7 de marzo de 1924-22 de enero de 1993), fue un escritor, dramaturgo, guionista de cine, fotógrafo e inventor japonés.

La obra de Abe ha sido comparada con las de Kafka y Alberto Moravia por sus exploraciones surrealistas y pesadillescas del individuo en la sociedad contemporánea. Su primera publicación fue una colección de poemas en 1947 (Mumei Shishu o Poemas de un poeta desconocido). Al año siguiente, escribió y publicó su primera novela, Owarishi michi no shirube ni (La señal de tráfico al final de la calle) con la que se dio a conocer ampliamente.
En 1951 le fue otorgado el galardón más prestigioso de las letras en Japón, el Premio Akutagawa, por su novela La pared o El crimen del señor Koruma. Posteriormente siguió escribiendo -especialmente obras teatrales-, pero no fue sino hasta la publicación de Sunna no onna o La mujer de la arena, en 1962, que alcanzó el reconocimiento internacional.

 ***


Kōbō Abe

El mapa calcinado

Título original: Moetzukita Chizu

Kōbō Abe, 1967

Traducción: Ryukichi Terao

Retoque de cubierta: Harishka


Prólogo

Kōbō Abe y la sombra luminosa de Samuel Beckett

1.

Durante veintiún días seguidos, en sesiones de cuatro a siete horas, estuve inmerso en la lectura línea por línea y frase a frase de la traducción que Ryukichi Terao hizo de la magnífica novela de Kōbō Abe El mapa calcinado (Moetzukita chizu), intentando dar a la versión de Terao, vertida desde su lengua materna, el japonés, el equivalente en la lengua de Borges y Cervantes que se correspondiera con el exuberante, opaco, denso, analítico, complejo y rizomático estilo del genial narrador Kōbō Abe. A medida que me iba adentrando en compañía del detective sin nombre —narrador-protagonista del relato, contratado en extrañas circunstancias para la búsqueda de un desaparecido— en los vericuetos de una investigación que se ramificaba como una diabólica y enrevesada red y que parecía no tener fin, confirmaba la sospecha que venía rumiando desde diciembre de 1976 cuando Kazuya Sakai en la ciudad de México me regaló un ejemplar recién salido del horno de La mujer de la arena (Sunna no ona) de Kōbō Abe, en la insuperable traducción al español del mismo Sakai, sospecha, digo, de que el autor de ese inquietante e inolvidable relato era uno de los más grandes narradores japoneses del sigloXX.

2.

En el frío invierno parisino de finales de 1989, en la famosa librería La Une, hoy desaparecida, encontré La face d’un autre (Tanin no kao), también de Kōbō Abe, que devoré con el fervor de un auténtico fanático. Años más tarde leería la versión en español titulada El rostro ajeno, que, cosa curiosa, se me antojó como una historia totalmente distinta de la que mi mente conservaba con nitidez. Tuvieron que pasar más de veinte años hasta que en 2010 la editorial Candaya de Barcelona nos ofreciera en una cuidadosa edición esa pequeña joya que es Idéntico al ser humano (Ningen sokkuri), en traducción de Ryukichi Terao, y con un esclarecedor prólogo de Gregory Zambrano. A partir de ese momento, de la mano de Terao y con la colaboración de Zambrano, han aparecido, editadas por Eterna Cadencia, sendas recopilaciones de relatos de nuestro autor: Los cuentos siniestros (2011) e Historia de las pulgas que viajaron a la Luna (2013) y la novela Encuentros secretos (Mikkai), 2014, así como la novela El hombre caja (Hako otoko), 2012, editada en España. La aparición de estos cinco libros en un plazo relativamente breve, así como la edición de El mapa calcinado, constituyen un proyecto loable y orgánico de dar a conocer en el ámbito de la lengua castellana la obra de un autor fundamental e imprescindible de la literatura japonesa.

3.

Si al dar inicio a este breve escrito de presentación acudo a mi propia experiencia de lector (considero que por lo general los prólogos están de más, y cuando no hay remedio, recomiendo leerlos al final), es porque he leído a Kōbō Abe desde mi perspectiva de narrador, alejado lo más que he podido de una visión académica, y haciendo caso omiso de la información biobibliográfica acerca del autor, asumiendo que un “lector hipócrita” y ansioso podrá acudir al consultorio del doctor Google cada vez que su curiosidad lo requiera.

4.

Durante los veintiún días de forzosa convivencia con el detective de El mapa calcinado, apenas tuve tiempo para mis caminatas matutinas alrededor de la laguna de San Javier del Valle, y, tarde en la noche o ya de madrugada, para la relectura minuciosa de Molloy de Samuel Beckett, lectura deliberada, por supuesto, y emblemática, ya que entre los varios autores que se asocian con Kōbō Abe como posibles influencias o afinidades electivas (Kafka, Dostoievski, Camus, Melville, H.G. Wells, Lewis Carroll), estoy convencido de que aquel que mejor se ajusta a su refinada sensibilidad, a su nihilismo desconsolador y a la visión “existencialista” del ser humano es el genial irlandés. No sé si por casualidad, pues no pretendo hacer un paralelismo forzado, acabé la revisión y lectura de ambas novelas, la de Kōbō Abe y la de Beckett, al mismo tiempo. Y no resisto la tentación de citar sus líneas finales. Escribe Beckett en la última línea de Molloy: “Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”. Creo encontrar en esta breve y lapidaria propuesta una de las más extraordinarias definiciones de lo que es literatura. Escribe Kōbō Abe en el último párrafo de su novela: “Me llama la atención un curioso remanso formado en medio del flujo de vehículos y, al observarlo con atención me doy cuenta de que los coches, incluyendo un camión grande, tratan de esquivar el cadáver de un gato atropellado, aplastado como un papel. Sin querer intento ponerle nombre al gato aplastado y por primera vez en mucho tiempo mi rostro se ilumina con una sonrisa encantadora que impregna de calor mis mejillas”. Yo también sonrío al recordar la famosa anécdota del maestro zen Sozan, un monje chino del siglo VII, que al ser requerido por uno de sus alumnos que quería saber qué es lo más valioso en el mundo, le respondió que la cabeza de un gato muerto. Y es de suponer que Kōbō Abe, al elegir este final para su novela sabía que lo más valioso de su narración era la cabeza aplastada del gato, pues no había forma ni manera de asignarle un determinado valor.

5.

Se alude a la obra de Kōbō Abe casi como si se estuvieran siguiendo las instrucciones de un manual, en términos de alienación, pérdida de identidad, búsqueda del yo, pánico, locura, coqueteos con el suicidio, soledad, desolación, perversión e incluso exacerbada sexualidad. Estos y muchos otros elementos posibilitan una visión de conjunto de la obra de nuestro autor; sin embargo, desde mi perspectiva de lector sostengo la idea de que aquello que mejor define su singular estilo es la densidad a veces obsesiva y sofocante de su prosa, sostenida en una estructura analítica en la cual todos los elementos están correlacionados entre sí. Asociamos lo analítico con las ciencias exactas, física, matemáticas, cuando podemos ubicar su origen en los diálogos platónicos, donde se indaga a fondo en el tema objeto de estudio sometiéndolo a las más diversas interpretaciones. Tal como sucede con el maniático detective de El mapa calcinado, que lleva sus pesquisas hasta extremos inusitados, diseccionando cada supuesta prueba hasta la extenuación y finalmente reduciéndola al absurdo.

6.

Inmerso en la revisión de la novela de Kōbō Abe, surgieron del fondo de mi memoria, a la manera de tesoros olvidados que vamos desenterrando por casualidad, escenas enteras de La mujer de la arena —supongo que algunas reinventadas y deformadas—, en las cuales el trabajo de Sísifo que realiza el personaje que ha caído en la trampa de las dunas, al igual que un ratón dentro de una ratonera, en un ambiente sofocante y en un escenario propio de una pesadilla (iba a escribir dantesca, pero no hace falta), se han convertido, como los sueños que llegamos a confundir con la realidad, en experiencias propias, íntimas, asociadas a nuestra psiquis deteriorada, fenómeno este que a fin de cuentas nos informa del inmenso poder de la literatura.

De igual manera, y quizá con una intensidad aún mayor, recordé el tema central, el meollo, pues, de El rostro ajeno, es decir el drama del protagonista que ha perdido su rostro, no de forma metafórica o simbólica, sino cruda y real al ser despellejado por efecto de la explosión de un ácido durante un experimento en un laboratorio. Su condición de eminente científico lo lleva a construirse un nuevo rostro, a manera de máscara perfecta. De ahí deriva su pretensión, que es un drama, que es una de las más refinadas maneras de perversión que se pueden imaginar, y que habría hecho rabiar de envidia al Marqués de Sade o al Pierre Choderlos de Laclos de Las relaciones peligrosas, la pretensión de seducir y luego poseer a su propia mujer, de la que se ha alejado después del accidente, haciéndose pasar por otro.

Y vía Platón y la hermenéutica, volví a las escenas desopilantes de Idéntico al ser humano, cuando un inoportuno y fastidioso hasta extremos inimaginables visitante intenta convencer a un atribulado periodista experto en el tema de los marcianos de que él, el visitante, es un marciano, alienígena o lo que sea no humano, idéntico a un ser humano. El lector familiarizado con la obra de Kōbō Abe podrá imaginarse lo demás.

Ah, lo había olvidado, en la mítica librería La Une encontré en 1992 la versión francesa de El hombre caja (L’homme-boîte), que leí al nomás regresar a Mérida, y que años más tarde, en 2012, en esta ocasión en Tokio, leí de nuevo en la traducción de Terao, y aquí sí que mi amado Beckett, a quien tuve la inmensa fortuna de conocer, para envidia de mi amigo César Aira, en una épicerie de París, frente al edificio donde vivía su amigo Cioran, en agosto de 1978, aquí sí que la poderosa figura del irlandés errante se hace presente como una sombra luminosa. Más allá del secreto homenaje de Kōbō Abe a su admirado autor, iba a escribir mentor, en El hombre caja hay una escena inolvidable para mí, que me recuerda Ubu rey de Alfred Jarry, y que por carambola remite a Beckett, en la cual el hombre-caja, que se ha comprometido para casarse, y carente de recursos para alquilar una carreta es transportado en un precario carromato tirado por su padre disfrazado de caballo, atendiendo una tradición según la cual la novia debe ser requerida por el novio montado en una carreta.

Y para cerrar este “ciclo” de las novelas de Kōbō Abe traducidas al español, me detengo en la última, Encuentros secretos, que puede ser leída como un alegato contra las prácticas médicas, es decir contra la mafia de la medicina, pero también como una obra poliédrica, surreal, hilarante y grotesca, que nos muestra de nuevo el fecundo talento de su autor y los inagotables poderes de la ficción. Como en El mapa calcinado, también aquí hay un desaparecido —en este caso se trata de la esposa del protagonista que es secuestrada por los paramédicos de un hospital—, y como en El hombre caja, también hay un caballo, en este caso un caballo de verdad que habla y se prepara para participar en una importante competencia, y que resulta ser el mismísimo vicepresidente de la empresa donde trabaja el protagonista. El hospital se convierte en un inmenso y sorprendente teatro del absurdo donde ocurren una serie de episodios cada vez más bizarros, jocosos y burlescos, como aquel del médico que ha inventado un aparato para masturbarse con fines crematísticos y que al quedar en coma víctima de un ridículo accidente sufre una erección permanente para regocijo de las enfermeras que lo atienden.

7.

Todas esas y muchas otras escenas de las novelas de Kōbō Abe, algunas, imagino, mezcladas con fragmentos de las adaptaciones cinematográficas de La mujer de la arena y El rostro ajeno, se entrecruzaban en mi mente al tiempo que el detective de El mapa calcinado continuaba sus pesquisas. Obsesivo, maniático, metódico, desconfiado, analítico hasta la necedad, el detective emprende la búsqueda del desaparecido, y de antemano presentimos que en aquel laberinto de hipótesis, conjeturas, especulaciones, mentiras y verdades a medias donde se aventura desde el primer momento como un insomne cazador, está condenado a extraviarse.

Muy pronto se van definiendo los rasgos de los cuatro personajes que actúan como coprotagonistas y que de alguna manera constituyen los puntos de inflexión del relato, además de servir como puntales de la narración. En primer lugar, el desaparecido, cuyos atributos, manías, debilidades y demás yerbas aromáticas van surgiendo a medida que se desarrolla el relato y avanza, sin llegar a ningún lugar, la investigación. Sin embargo, no hay nada relevante que destacar en este enigmático ser limitado por la ausencia y la distancia. Luego aparece la esposa del desaparecido, una mujer de inquietante belleza, sensual, sumisa, seductora, distraída, desquiciada, que va revelando a cada paso las distintas facetas de su compleja personalidad. En su frutal cuerpo de hembra madura, en su cuello esbelto con reflejos de oro y terciopelo, se centra la mirada del detective, es decir el territorio de su perdición. Le toca el turno al supuesto hermano de la mujer, un sujeto vanidoso, vil, repelente, el típico villano de los films claseB, que envuelve al detective en una maraña de engaños e imposturas. Y cierra el desfile el tímido y apocado Hiroshi, especie de aprendiz de Uriah Heep, confidente accidental y mentiroso compulsivo, que en su afán de llamar la atención conduce al detective a los bajos fondos de una ciudad caótica y gris.

Pero este no es más que un esquema casi escolar, como si pretendiéramos hacer de ellos, los personajes, el borrador para el guión de un pésimo film. El relato de Kōbō Abe va mucho más allá de los contornos de unos atormentados personajes: constituye una poderosa incursión en los laberintos de la psiquis humana, una indagación en los anhelos, sueños, recuerdos, pensamientos, reflexiones, dudas e incertidumbres de unos personajes extraviados en los territorios de su propia y desolada mente, unos seres que buscan a tientas, como ciegos, su lugar en el mundo.

8.

El argumento de El mapa calcinado, que por comodidad o pereza podríamos ubicar dentro del género policial, en todo caso un policial impostado, no es más que una excusa que le permite al narrador examinar las complejas e imprecisas aristas de lo verdadero y lo falso, lo aparente y lo real, lo vivido y lo soñado, sin que se llegue necesariamente a una conclusión, pues nunca nada es lo que parece. Y así el detective (el narrador), que siempre sabía que caminaba sobre hielo delgado, en un instante de rara lucidez, refiriéndose al desaparecido, dice: “He trazado mi propio mapa, creyendo trazar el suyo, y he seguido mis pistas, creyendo seguir las suyas, hasta quedar petrificado de frío, sin conciencia alguna”.

Magnífico relato este de Kōbō Abe, que ahonda sin compasión alguna, como si se adentrara en el territorio de la narración armado de un escalpelo, en uno de sus temas predilectos: la identidad. Nuestra conflictiva relación con lo que somos y lo que creemos ser, nuestra actitud frente a los demás, el extrañamiento y el sinsentido de la existencia, y al mismo tiempo la sensación de plenitud al reconocer, en medio de la precariedad y el abandono, nuestra condición de seres vivos, pues siempre habrá una segunda oportunidad: la posibilidad de desaparecer para inventar un mundo a la medida de nuestros sueños. Y en esta búsqueda incesante reconocemos un reclamo de la metafísica o de la filosofía, y encontramos, para nuestro regocijo y satisfacción, que la literatura (la inagotable novela) es quizá el recipiente más dúctil y eficaz para contenerlo y darle forma.

EDNODIO QUINTERO, Mérida, Venezuela,

1 de septiembre de 2015

 

NOTA BENE: La traducción y edición de El mapa calcinado ha contado con el generoso apoyo de la Fundación Japón, en su afán de difusión de las expresiones de la cultura japonesa en el mundo. Desde estas líneas, en nombre de la editorial Eterna Cadencia, del traductor doctor Ryukichi Terao de la Universidad de Ferris (Japón) y del mío propio, expresamos a los directivos y personal de dicha fundación nuestro más profundo agradecimiento.

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