viernes, 1 de septiembre de 2017

ROBERT BROWNING. Poeta. Por: Harold Bloom.


ROBERT BROWNING

 A lo largo de muchos años enseñé que en la capacidad de oírse a sí mismos (como desde fuera, por así decirlo) radicaba la originalidad de los personajes mayores de Shakespeare, sin recordar dónde había encontrado esa noción. Mientras escribía el párrafo anterior de pronto me vino a la mente un contemporáneo de Tennyson, el filósofo John Stuart Mill, que en su ensayo «¿Qué es poesía?" (1833) dice acerca de un aria de Mozart: "La imaginamos oída al pasar". También la poesía, da a entender Mill, es algo que se oye como de pasada, o casualmente, más que en el sentido habitual de oír. Me vuelvo ahora hacia una obra maestra del verdadero rival de Tennyson, Robert Browning, hoy en día muy descuidado a causa de las auténticas dificultades que presenta. "Childe Roland a la torre oscura fue" toma el título de un fragmento de canción que canta Edgar en la escena cuarta del tercer acto de El rey Lear de Shakespeare:

Childe Rowland a la torre oscura fue
y dentro la voz decía: "Fim, fam, fem,
sangre británica ya se empieza a oler".

 Éste es Edgar en su abyecto disfraz de vagabundo "Tom el loco rabioso", un mendigo a la Tom O'Bedlam, a veces llamado hombre de Abraham. Se supone que Edgar está citando una balada antigua, pero nunca se ha encontrado esa balada y yo sospecho que la espantosa rima la escribió Shakespeare. Más adelante en este capítulo citaré y discutiré la más grande canción loca de la lengua inglesa, la anónima "Tom O'Bedlam", descubierta en un álbum literario de recortes de 1620, un poema tan magnífico que me gustaría poder atribuirlo a Shakespeare sólo para añadirle mérito. Como sea, escribiera o no Shakespeare la tonada de Edgar, ésta le inspiró a Browning el más asombroso de sus monólogos dramáticos:

I
Primero pensé que ese viejo tullido
mentía a mansalva, recelosos como estaban
sus malignos ojos de ver el efecto de su embuste
en los míos, y su boca apenas capaz de permitirse
reprimir el júbilo, que ceñía y hostigaba
los bordes, de haber cobrado una víctima más.

II
¿Qué otra cosa podía proponerse, con ese bastón?
Qué, sino detener con sus mentiras y enlazar
a los viajeros que lo encontraran clavado allí
y le preguntaran el camino? Imaginé qué risa
de calavera estallaría, qué muletas iban a gozar
escribiendo mi epitafio en la vía polvorienta.

III
Eso si a su consejo yo me desviaba
por esa senda ominosa que, todos concuerdan,
esconde la Torre Oscura. Y sin embargo accedí
a enfilar por donde él señalaba: no por orgullo
ni esperanza renovada de divisar el fin,
mas por alegría de que un final hubiera al menos.

IV
Pues, aunque con la arrancia por el ancho mundo,
con la búsqueda de largos años, mi esperanza
había menguado a fantasma incompetente ya para lidiar
con la dicha bullanguera que traería el éxito,
apenas pude ahora refutar el salto que el corazón
me dio al avistar en su horizonte el fracaso.

 ¿Quién es exactamente este personaje desesperanzado que nos habla con tal elocuencia desesperada? Un childe es un joven noble, aún no ungido caballero pero candidato a serlo; pero Roland sólo quiere ser apto para fracasar en la tradición de quienes lo han precedido en la búsqueda de la Torre Oscura. En ningún momento se nos dice quién o qué habita la Torre, aunque cabe presumir que sea el ogro cuyas palabras eran "Finí, fam, fem, / sangre británica empiezo a oler". Truculenta perspectiva, aunque no más sombría que la apabullante tierra baldía por donde avanza el negativamente heroico Childe Roland:

X
Seguí la marcha, pues. No había visto nunca, creo,
naturaleza más famélica e innoble; nada prosperaba:
ni una flor - ¡mucho menos cedros en un bosque! -,
sino espinos y cizaña propagaban sus especies
de acuerdo con ley propia, sin nadie, se hubiera dicho,
que les temiera; un abrojo se habría dado por tesoro.

XI
¡No! Penuria, letargo y amargura, extrañamente
eran la dote de esa tierra. "Cierra los ojos
si no quieres ver", decía la naturaleza disgustada;
"si no hay quien lo remedie, mi caso está perdido.
La cura del lugar será el fuego del Juicio:
calcinará la tierra y librará a mis prisioneros."

XII
Si el tallo de algún maltrecho cardo descollaba
por sobre los demás, era decapitado; de lo contrario
los celos se imponían. ¿Qué originaba las grietas y carcomas
en las ásperas hojas de acedera, heridas como para hundir
toda esperanza de verdor? Como si un bruto hubiera andado
pisándoles la vida, con intenciones brutales.

XIII
La hierba, por su parte, era escasa como el pelo
de un leproso; flacas briznas secas asomaban
en el barro, cuyo sostén parecía sangre coagulada.
Llegado vaya a saberse cómo, un rígido caballo ciego,
en piel y huesos, se alzaba estupefacto.
¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!

XIV
¿Vivía? Lo mismo habría podido ser cadáver,
Con ese pescuezo rojo, endurecido, descarnado,
y los ojos cerrados bajo el cabestro herrumbroso;
rara vez convive así el dolor con lo grotesco;
nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena.

 Si, de cabalgar al lado de Roland, nosotros veríamos un paisaje tan deforme y ruinoso como él, es materia de discusión. Si bien ese caballo horrendo, ni del todo vivo ni muerto, parece incontrovertiblemente descrito, ¿gritaríamos nosotros? "¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!" o pasaríamos a la pueril reflexión siguiente:

nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena

 Nadie deja a un niñito solo con un gato herido, y uno se pregunta cuan seguro es dejar que Childe Roland viaje solo. Desesperado por su propia visión, Roland intenta convocar imágenes de sus precursores en la búsqueda de la Torre Oscura, pero sólo recuerda amigos queridos caídos en desgracia como traidores. "¡De vuelta pues a mi sendero en penumbras!", exclama; pero quizá convenga saber que el lector debería cuestionar lo que el joven noble ve. La inclemente Tierra baldía de T. S. Eliot parece hospitalaria comparada con este paisaje:

XX
¡Qué insignificante y despreciable a la vez!
achaparrados alisos se hincaban a todo lo largo;
sauces empapados caían sobre ellos en un arrebato
de desesperación muda, cual suicidas en tropel:
el río que les había causado todo el mal,
cualquiera fuese, corría sin inmutarse un ápice.

XXI
Cuando empecé a vadearlo, por los santos, cómo
temí apoyar el pie en la mejilla de un muerto,
o sentir que la vara que empuñaba para sondear pozos
se enredara en una cabellera o una barba. Tal vez
lo que ensarté fuese una rata de agua, pero ¡aj!
el grito que oí parecía de un recién nacido.

XXII
Me alegró mucho llegar a la otra orilla.
Pensé que sería una región mejor. ¡Vano presagio!
¿Quiénes eran los combatientes - y qué guerra libraban -
cuyas violentas pisadas podían hacer del suelo húmedo
semejante tremedal? Sapos en un estanque envenenado
o gatos salvajes en una jaula al rojo vivo.

XXIII
Tal habría debido ser la pelea en aquel caído circo.
¿Qué los agolpaba allí, teniendo libre todo el llano?
Ni una pisada conducía a las hórridas caballerizas,
ni una salía. Locas maquinaciones les afectaban
los sesos, sin duda, como a esos esclavos que los turcos
arrojan a un pozo, cristianos mezclados con judíos.

XXIV
Y como a un estadio de distancia, ¡todavía más!
¿Cuál era el uso dañino de esa rueda - o freno,
que no rueda -, de esa rastra apta para enrollar
cuerpos de hombres como seda? Tenía todo el aire
del tormento de Tofet, dejado en la tierra al descuido
o para que se le afilaran los dientes oxidados.

XXV
Luego venía una extensión de cepas, antaño un bosque,
después pantano, se habría dicho, y ahora mera tierra
desesperada y exhausta; (¡así el idiota se complace
en hacer una cosa y estropearla, hasta que cambia
de humor y empieza de nuevo!) Dentro de un acre,
marjal, arcilla, escombros, arena y simple muerte negra.

XXVI
Tan pronto filas de manchas, coloridas o sombrías,
como parches donde alguna delgadez del suelo
rompía en musgo o una sustancia como abscesos;
venía luego un roble con parálisis y una hendedura
como una distorsionada boca cuyo borde se parte
en un jadeo moribundo, y muere al retraerse.

 Aquello que somos, y que sólo nosotros podemos ver (reflexión Emersoniana ésta), impulsa al lector a encontrar en el Roland de Browning un buscador en tal estado de ruina que sería difícil descubrirle un equivalente literario. Durante la marcha por su infierno, Dante se cuida de evitar efectos tan atrozmente equívocos como "¡aj!/ el grito "que oí parecía de un recién nacido" La rastra de la estrofa xxiv podría ser un instrumento de tortura, pero el lector se siente cada vez más escéptico. Al parecer, es el propio Roland quien quebranta y deforma todo cuanto ve y quien, en consecuencia, no consigue divisar el objeto de su búsqueda hasta que es demasiado tarde:

XXVII
¡Y siempre igualmente lejos de la meta!
¡Nada en la distancia salvo el crepúsculo, nada
que orientara mis pasos adelante! Mientras pensaba así,
un gran pájaro negro, amigo del alma de Apolión,
pasó volando, el ancha ala de dragón imperturbable,
y me rozó la gorra: tal vez el guía que buscaba.

XXVIII
Pues al alzar los ojos, no sé cómo, a pesar
de la penumbra, vi que todo alrededor la llanura
había dejado lugar a unas montañas - palabra ésta que agracia
a las feas alturas y peñascos que ahora me cerraban
la vista. ¡Cómo me sorprendieron! ¡Qué dilema!
Salir del cerco aquél no era cuestión más fácil.

XXIX
Pero a medias me pareció reconocer una artimaña
dañina que había sufrido, sabe cuándo Dios
- en una pesadilla, acaso. Allí se terminaba, pues,
la posibilidad de avanzar por ese lado. Cuando, a punto ya
de abandonar, una vez más, se oyó un chasquido,
como cuando se cierra la trampa, ¡y uno está atrapado!

 De ningún modo parece posible que ese gran pájaro negro sea amigo del alma del Apolión que en la Revelación de San Juan el Divino (9:11) es caracterizado como "ángel del abismo sin fondo". En toda la poesía inglesa conozco poquísimos efectos tan sublimemente perturbadores como los de las estrofas que cierran este poema de Browning:

XXX
La idea me abrasó de pronto: ¡Ese era el lugar!
Las dos colinas de la derecha se agachaban
como toros en lucha trabados por los cuernos; mientras
que a la izquierda, una alta montaña pelada... Necio,
caduco, ¡adormilado en el gran momento
tras prepararte toda una vida para la visión!

XXXI
¿Qué había en medio sino la Torre misma?
La redonda torreta baja, ciega cual corazón de tonto,
hecha de piedra castaña, sin parangón
en todo el mundo. Así el elfo burlón de la tormenta
señala al piloto el invisible risco contra el cual
da la nave sólo cuando ya han saltado las cuadernas.

XXXII
¿No ver? ¿Tal vez a causa de la noche? ¡Bien,
si es por eso, volvió el día! Antes de que se marchara,
el sol agonizante alumbró a través de una grieta:
las colinas, como gigantes de caza, barbilla en mano
miraban a la presa acorralada. - ¡Y ahora acabemos
de una vez! ¡A clavarle la espada hasta la empuñadura!

XXXIII
¿No oír? ¡Cuando había ruido por doquier! Crecía
como un repique de campana. En mis oídos, nombres
de todos los aventureros extraviados, pares míos.
- Qué fuerte había sido uno, y otro audaz, y otro
afortunado; sin embargo, desde hacía tanto, ¡todos
perdidos! ¡Todos! Dobló en un instante un dolor de años.

XXXIV
Allí se alzaban, en línea en las laderas, reunidos
para verme por postrera vez, ¡marco viviente para
un último retrato! En una cortina de llamas los vi
a todos y los reconocí. Y no obstante, sin arredrarme,
me llevé el cuerno a los labios y soplé.
Childe Roland a la Torre Oscura fue.

 Desde "La idea me abrasó" - al comienzo de la estrofa xxx - hasta "En una cortina de llamas los vi/ y a todos los reconocí", uno está con Roland en lo que William Butler Yeats habría de llamar el Estado del Fuego. Después de haberse preparado toda la vida entera para reconocer el lugar último de su juicio, uno sólo acierta a comprender dónde está cuando ya es demasiado tarde. ¿Qué o quién es el ogro con el cual se enfrenta ahora Roland? Este majestuoso poema nos dice que no hay ogro alguno; sólo está la Torre Oscura: "¿Qué había en medio sino la Torre misma?" Y la torre es una especie de perplejidad kafkiana o borgiana; no tiene ventanas ("ciega cual corazón de tonto") y es por completo corriente y a la vez única. Si algo circunda a Roland en la Torre no son ogros, sino las sombras de sus precursores, la Banda de hermanos que emprendieron la búsqueda fatídica. Quizá sólo a medias consciente, Roland buscaba, no el mero fracaso, sino un enfrentamiento directo con todos los buscadores fracasados que lo precedieron. En el sombrío ocaso oye algo que parece el repique de una gran campana pero, magníficamente, reúne voluntad y coraje para lo que será su momento final. Desafiante, Roland hace sonar su cuerno (slug - born: en el siglo dieciocho, el jovencísimo poeta - falsificador Thomas Chatterton había escrito erróneamente slogan - "consigna" - para referirse a una trompeta), a la manera en que suena la "trompeta de una profecía" en las líneas finales de la "Oda al viento del oeste" de Shelley:

¡Lleva mis pensamientos muertos por el mundo
como hojas mustias para avivar un nuevo nacimiento!
Y, por el encanto de estos versos,

Esparce, como chispas y cenizas de una hoguera
inextinta, mis palabras entre la humanidad!
¡Sé por mis labios para la tierra que aún duerme

la trompeta de una profecía! Oh, Viento,
si el invierno llega, ¿puede tardar la primavera?

 Después de "y soplé", Browning no pone dos puntos sino punto, lo cual, es evidente, indica que el concluyente "Childe Rolanda la Torre Oscura fue" no es el mensaje de la trompa. Visto que la idea le vino en una pesadilla, acaso ese final signifique que el poema es cíclico y Roland debe soportarlo todo una y otra vez. Pero yo no creo que el lector común lo tome así, y el lector común tiene razón. El mayor monólogo dramático de Browning no se resuelve en una desesperación cíclica; aunque nihilista y responsable de su ruina, en el enfrentamiento final con todos los predecesores que fracasaron en la Torre Oscura el buscador recupera el honor. No hay ningún ogro; sólo hay otros individuos y un yo entre ellos. En las cuatro últimas estrofas despunta un aire exultante, y esta gloria es tanto del lector entregado como de Childe Roland. Pese a la desesperanza y el cortejo suicida del fracaso, hemos renovado y aumentado nuestra personalidad. La profundidad del descenso que lleva a cabo el poema legitima su música final de triunfo.

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