miércoles, 6 de junio de 2018

CARLOS FUENTES. LA MUÑECA REINA. (FRAGMENTO).



Carlos Fuentes publicó, en 1964, una colección de siete relatos titulada `Cantar de ciegos`. De allí proviene un texto de excepcional calidad literaria que ha sido integrado a los `Cuentos sobrenaturales`: se trata de `La muñeca reina`. Curiosamente, no hay en éste ningún elemento sobrenatural, sino que estamos frente a la historia de una remembranza imaginativa. 

El narrador, Carlos, a partir de un pequeño papel que halla inserto en un libro, decide volver a visitar el jardín al cual acudía a leer cuando tenía catorce años, el mismo en que solía presentarse Amilamia, una niña de siete -la autora de la nota infantil-: `Amilamia no olbida a su amiguito y me buscas aquí como te lo divujo`. 
En el presente, Carlos tiene ya veintinueve y ha concluido una carrera universitaria. Este detonante de la memoria lo llevará a buscar aquella estancia de su pasado y a descubrir el modo en que no coinciden las cosas cuando se compara lo que se añora con las evidencias que muestra el presente.
Fuente: NN.

LA MUÑECA REINA
CARLOS FUENTES
I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su
existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían
reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba
acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros.
Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las
estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo.
Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que
sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama
grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos
primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la
primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de
mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de
historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud
de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para
preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son
desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por
caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de
buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una
hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y
adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las
respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó,
revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia:
Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía
indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde
a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de
clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos
por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi
imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos
del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que
bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes
ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón
milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de
correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era
Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en
silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por
hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la
niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy
serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco
demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había
encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre
la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los
niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos
solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de
Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que
sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos.
Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes
fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de
sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o
como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a
otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un
álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía,
desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado
sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que
me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera
loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas
apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los
ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba
de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto
para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor
entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde,
 

 no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la
casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros
azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia
viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca
verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me
preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las
imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer
cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y
ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento.
Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto
y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que
adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas
al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las
piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre
el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles,
dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes
de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las
cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el
horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados,
imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo
para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo
esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el
parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura
alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso
y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño
quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento,
establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la
tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la
tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las
hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la
Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones
mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos
blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus
lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi
compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la
niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó
por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no
era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad.
Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos
corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos
sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con
celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de
papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa
tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de
alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo
con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y
sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con
enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la
rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia
se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir
palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la
tarjeta o guardarla en las páginas del libro.
Las tardes de la granja.
Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia.
Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y
después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca
la volví a ver
  

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