martes, 5 de junio de 2018

CARLOS FUENTES. NOVELA. AURA. 1962.


LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos
los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie mas. Distraído, dejas
que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te que has estado bebiendo en
este cafetín sucio y barato. tu releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado.
Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial.
Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés,
preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida
y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta
que las letras mas negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se
solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de
datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en
escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso,
sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay
teléfono.
Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que otro historiador joven, en
condiciones semejantes a las tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, tornado la
delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina.
Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en silencio las fechas que
debes memorizar para que esos niños amodorrados te respeten. Tienes que
prepararte. El autobús se acerca y tu estas observando las puntas de tus zapatos
negros. Tienes que prepararte. Metes la mano en el bolsillo, juegas con las
monedas de cobre, por fin escoges treinta centavos, los aprietas con el puno y
alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca

se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente
entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el
pasamanos, apretar el portafolio contra el costado y colocar distraídamente la
mano izquierda sobre la bolsa trasera del pantalón, donde guardas los billetes.
Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día
siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el des-ayuno y
abras el periódico. Al llegar a la pagina de anuncios, allí estarán, otra vez, esas
letras destacadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te
detendrás en el ultimo renglón: cuatro mil pesos.
Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has
creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud,
tratando de distinguir el numero 815 en este conglomerado de viejos palacios
coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y
expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas,
superpuestas, con-fundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47»
encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantaras la mirada
a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de
mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de
los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de
palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las
troneras y los canales de lamina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas
ensombrecidas por lar-gas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira

alguien en cuanto tu la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la
mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.
Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin
relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias
naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta
cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por ultima vez
sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y
autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener
una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.
Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón
techado — patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las
raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz
que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda
y cascada te advierte desde lejos:
—No. . . no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y
encontrara la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones.
Cuéntelos. ahí
Trece. Derecha. Veintidós.
El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus
pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera
crujiente, fofa por la humedad y el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y

te detienes, con la caja de fósforos entre las manos, el portafolio apretado contra
las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una
manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete
delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz,
grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos.
—Señora —dices con una voz monótona, porque crees recordar una voz de
mujer— Señora. . .
—Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.
Empujas esa puerta —ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes
que todas son puertas de golpe— y las luces dispersas se trenzan en tus
pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Solo tienes ojos para esos
muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al
cabo, definirlas como veladoras, colocadas sobre repisas y entrepaños de
ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de
plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, y solo detrás de este brillo
intermitente veras, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraer-te
con su movimiento pausado.
Lograras verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas.
Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa
figura pequeña se pierde en la inmensidad de la cama; al extender la mano no
tocas otra mano, sino la piel gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe
con un silencio tenaz y te ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que

yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos sin temperatura
que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean y acercan tus
dedos abiertos a la almohada de encajes que tocas para alejar tu mano de la otra.
—Felipe Montero. Leí su anuncio.
—Si, ya se. Perdón no hay asiento.
—Estoy bien. No se preocupe.
—Esta bien. Por favor, póngase de perfil. No lo veo bien. Que le de la luz. Así.
Claro.
—Leí su anuncio. . .
—Claro. Lo leyó. ¿Se siente calificado?— Avez vous fait des etudes?
—A Paris, madame.
—Ah, oui, ga me fait plaisir, toujours, toujours, d'entendre. .. oui. .. vous savez...
on etait telle-ment habitue. . . et apres...
Te apartaras para que la luz combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa
cofia de seda que debe recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi
infantil de tan viejo. Los apretados botones del cuello blanco que sube hasta las
orejas ocultas por la cofia, las sabanas y los edredones velan todo el cuerpo con
excepción de los brazos envueltos en un chal de estambre, las manos pálidas que
descansan sobre el vientre: solo puedes fijarte en el rostro, hasta que un
movimiento del conejo te permite desviar la mirada y observar con disimulo esas

migajas, esas costras de pan regadas sobre los edredones de seda roja, raídos y
sin lustre.
—Voy al grano. No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por
ello he preferido violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el
periódico.
—Si, por eso estoy aquí.
—Si. Entonces acepta.
—Bueno, desearía saber algo mas...
—Naturalmente. Es usted curioso.
Ella te sorprendera observando la mesa de noche,
los frascos de distinto color, los vasos, las cucharas
de aluminio, los cartuchos alineados de pildoras y
comprimidos, los demas vasos manchados de liquidos blancuzcos que estan dispuestos en el suelo, al
alcance de la mano de la mujer recostada sobre esta
cama baja. Entonces te daras cuenta de que es una
cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando
el conejo salte y se pierda en la oscuridad.
—Le ofrezco cuatro mil pesos.
—Si, eso dice el aviso de hoy.

—Ah, entonces ya salió.
—Si, ya salió.
—Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados
antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
—Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...?
—Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser
completadas. Antes de que yo muera.
—Pero...
—Yo le informare de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo.
Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por
esa transparencia, esa, esa. . .
—Si, comprendo.
—Saga. Saga. ¿Dónde esta? Ici, Saga...
—¿Quien?
—Mi compañía.
—¿El conejo?
—Si, volverá.

Levantaras los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá cerrado los
labios, pero esa palabra . —volverá— vuelves a escucharla como si la anciana la
estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tu miras hacia
atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando
vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto
desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la
cornea amarillenta que los rodea, de manera que solo el punto negro de la pupila
rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los
párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse
—a retraerse, piensas— en el fondo de su cueva seca.
—Entonces se quedara usted. Su cuarto esta arriba. Allí si entra la luz.
—Quizás, señora, seria mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo
donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
—Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
—No se...
—Aura...
La señora se moverá por la primera vez desde que tu entraste a su recamara; al
extender otra vez su mano, tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la
mujer y tu se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un
lado y la muchacha esta allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo
entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido

—ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se
recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son mas fuertes que el
silencio que los acompaño—.
—Le dije que regresaría...
—¿Quien?
—Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
—Buenas tardes.
La joven inclinara la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el
gesto.
—Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras
Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La
muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te
mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recamara. Al
fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma
verde, vuelven a inflamarse como una ola: tu los ves y te repites que no es cierto,
que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes
que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos
fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sola tu puedes
adivinar y desear.
—Si. Voy a vivir con ustedes.


Fuente:
Primera edición: 1962
40a. reimpresi6n: 2001
1962, Carlos Fuentes
Ediciones Era, S. A. de C. V.
Calle del Trabajo 31,14269 México, D. F.
Impreso y hecho en México
Printed and made in México

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas