(Review: Marcel Proust and Swann’s Way Exhibi).
"En el 44 de la Rue Hamelin, último hogar del escritor, la carrera contra reloj había sido ganada por la muerte. En el cuarto podían observarse cientos de páginas mecanografiadas y otras manuscritas de los últimos volúmenes de la novela.
El escritor dejaba sin corregir, desarrollar y eliminar algunas escenas de A LA RECHERCHE DU TEMPS PERDU, pero ¿había sido en vano aquel proyecto iniciado en 1909 y que la muerte interrumpía?".
(Fragmento.
Artículo. El duquecito malévolo. Jorge Méndez Limbrick. Suplemento
Ancora. La Nación, 26 de enero de 1986).
(Fragmento. ALIANZA
EDITORIAL. MADRID. OCTAVA EDICIÓN. 1979).
Durante
muchos años, y a pesar de que el señor Swann iba con mucha
frecuencia, sobre todo antes de casarse, a ver a mis abuelos y a mi
tía, en Combray, no sospecharon los de casa que Swann ya no vivía
en el mismo medio social en que viviera su familia, y que, bajo
aquella especie de incógnito que entre nosotros le prestaba el
nombre de Swann, recibían —con la misma perfecta inocencia de un
honrado hostelero que tuviera en su casa, sin saberlo, a un bandido
célebre— a uno de los más elegantes socios del Jockey Club, amigo
favorito del conde de París y del príncipe de Gales y uno de los
hombres más mimados en la alta sociedad del barrio de Saint-Germain.
Nuestra ignorancia de esa brillante vida mundana que Swann hacía se
basaba, sin duda, en parte, en la reserva y discreción de su
carácter; pero también en la idea, un tanto india, que los
burgueses de entonces se formaban de la sociedad, considerándola
como constituida por castas cerradas, en donde cada cual, desde el
instante de su nacimiento, encontrábase colocado en el mismo rango
que ocupaban sus padres, de donde nada, como no fueran el azar de una
carrera excepcional o de un matrimonio inesperado, podría sacarle a
uno para introducirle en una casta superior.
El señor Swann, padre,
era agente de cambio; el «chico Swann» debía, pues, formar parte
para toda su vida de una casta en la cual las fortunas, lo mismo que
en una determinada categoría de contribuyentes, variaban entre tal y
tal cantidad de renta. Era cosa sabida con qué gente se trataba su
padre; así que se sabía también con quién se trataba el hijo y
cuáles eran las personas con quienes «podía rozarse». Y sitenía
otros amigos serían amistades de juventud, de esas ante las cuales
los amigos viejos de su casa, como lo eran mis abuelos, cerraban
benévolamente los ojos; tanto más cuanto que, a pesar de estar ya
huérfano, seguía viniendo a vernos con toda fidelidad; pero podría
apostarse que esos amigos suyos que nosotros no conocíamos, Swann no
se hubiera atrevido a saludarlos si se los hubiera encontrado yendo
con nosotros.
Y si alguien se hubiera empeñado en aplicar a Swann un
coeficiente social que lo distinguiera entre los demás hijos de
agentes de cambio deposición igual a la de sus padres, dicho
coeficiente no hubiera sido de los más altos, porque Swann, hombre
de hábitos sencillos y que siempre tuvo «chifladura» por las
antigüedades y los cuadros,
vivía ahora en un viejo Palacio, donde iba amontonando sus
colecciones, y que mi abuela estaba soñando con visitar, pero
situado en el muelle de Orleáns, en un barrio en el que era
denigrante habitar, según mi tía. « ¿Pero entiende usted algo de
eso? Se lo pregunto por su propio interés, porque me parece que los
comerciantes de cuadros le deben meter muchos mamarrachos», le decía
mi tía; no creía ella que Swann tuviera competencia alguna en estas
cosas, y, es más, no se formaba una gran idea, desde el punto de vista
intelectual, de un hombre que en la conversación evitaba los temas
serios y mostraba una precisión muy prosaica, no sólo cuando nos
daba recetas de cocina, entrando en los más mínimos detalles, sino
también cuando las hermanas de mi abuela hablaban de
temas
artísticos.
Invitado por ellas a dar su opinión o a expresar su
admiración hacia un cuadro, guardaba un silencio que era casi
descortesía, y, en cambio, se desquitaba si le era posible dar una
indicación material sobre el Museo en que se hallaba o la fecha en
que fue pintado. Pero, por lo general, contentábase con procurar
distraernos contándonos cada vez una cosa nueva que le había
sucedido con alguien escogido de entre las personas que nosotros
conocíamos; con el boticario de Combray, con nuestra cocinera o
nuestro cochero. Y es verdad que estos relatos hacían reír a mi
tía, pero sin que acertara a discernir si era por el papel ridículo
con que Swann se presentaba así propio en estos cuentos, o por el
ingenio con que los contaba. Y le decía: «Verdaderamente es usted
un tipo único, señor Swann». Y como era la única persona un poco
vulgar de la familia nuestra, cuidábase mucho de hacer notar a las
personas de fuera cuando de Swann se hablaba, que, de quererlo,
podría vivir en el bulevar Haussmann o en la avenida de la Ópera,
que era hijo del señor Swann, del que debió heredar cuatro o cinco
millones, pero que aquello del muelle de Orléans era un capricho
suyo. Capricho que ella miraba como una cosa tan divertida para los
demás, que en París, cuando el señor Swann iba el día primero de
año a llevarle su saquito de marrons
glaces,
nunca dejaba de decirle, si había gente: «¿Qué, Swann, sigue
usted viviendo junto a los depósitos de vino, para no perder el tren
si tiene que ir camino de Lyón?» Y miraba a los otros visitantes
con el rabillo del ojo, por encima de su lente.
Pero si hubieran
dicho a mi tía que ese Swann —que como tal Swann hijo estaba
perfectamente «calificado» para entrar en los salones de toda la
«burguesía», de los notarios y procuradores más estimados
(privilegio que él abandonaba a la rama femenina de su familia)—,
hacía una vida enteramente distinta, como a escondidas, y que, al
salir de nuestra casa en París, después de decirnos que iba a
acostarse, volvía sobre sus pasos apenas doblaba la esquina para
dirigirse a una reunión de tal calidad que nunca fuera dado
contemplarla a los ojos de ningún agente de cambio ni de socio de
agente, mi tía hubiera tenido una sorpresa tan grande como pudiera
serlo la de una dama más leída al pensar que era amiga personal de
Aristeo, y que Aristeo, después de hablar con ella, iba a hundirse
en lo hondo de los reinos de Tetis en un imperio oculto a los ojos de
los mortales y en donde, según Virgilio, le reciben a brazos
abiertos; o —para servirnos de una imagen que era más probable que
acudiera a la mente de mi tía, porque la había visto pintada en los
platitos para dulces de Combray que había tenido a cenar á Alí
Babá, ese Alí Babá que, cuando se sepa solo, entrará en una
caverna resplandeciente de tesoros nunca imaginados.
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