miércoles, 8 de mayo de 2019

S IGLO DE ORO SIGLO XVII I N T R O D U C C I Ó N. ÉPOCA BARROCA.


HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA.
S IGLO DE ORO
SIGLO XVII
I N T R O D U C C I Ó N
Si al comienzo de cada una de las épocas o períodos precedentes hemos
podido en breves líneas justificar una división o trazar los caracteres del momento,
al agrupar los escritores que componen este volumen bajo el epígrafe
de Época barroca sentimos el temor de muchas objeciones posibles. La denominación
es, sin embargo, de uso común y nos servimos de ella por evidentes
razones de comodidad, que han de contar con una generosa aportación —por
parte del lector— de todo un caudal de conocimientos indispensables; contando
con ellos hemos de'dispensarnos de entrar aquí en la definición de movimientos
o tendencias harto sabidos, pero también de enfrentar la discusión de
complejas cuestiones teóricas, que exigirían el ámbito de un largo ensayo. Los
problemas promovidos en tomo al Barroco durante las últimas décadas son de
tal índole y la literatura acumulada sobre ellos alcanza ya tal magnitud, que
no ya el comentarlos, sino tan sólo el resumirlos con un decoro mínimo precisaría
la totalidad de este volumen.
Una mirada de conjunto dirigida a la plenitud del siglo xvn nos proporciona
la evidencia de hallamos en una etapa literaria enteramente distinta de la
anterior, pero ya no es tan hacedero delimitar sus orillas. Situar a Cervantes
dentro del Barroco puede resultar tan arriesgado como emplazarlo en el Renacimiento;
como veremos enseguida, Cervantes realiza —a nuestro juicio— la
síntesis genial de ambos períodos, pero no faltan quienes le asignan con exclusividad
los caracteres de uno solo de ellos. Pfandl, por ejemplo, afirma que
Cervantes no era “nada barroco” mientras que Hatzfeld lo estudia de lleno
como a ta l2. La denominación de “literatura nacional española”, aplicada por
Pfandl a la de la época barroca, ha hecho fortuna ; en líneas generales parece
cierto que el siglo xvn supone la completa nacionalización de los temas y di-
1 Ludwig Pfandl, Historia de la Literatura Nacional Española en la Edad de Oro, Barcelona,
1933, pág. 246.
2 Helmut Hatzfeld, Estudios sobre-el Barroco, Madrid, 1964 (véanse también sus otros
estudios, citados luego),
rectrices alumbrados por el Renacimiento. Pero obsérvese también que, según
hemos tratado de explicar en los capítulos correspondientes, la síntesis realizada
por nuestros escritores de la segunda mitad del xvi entre Renacimiento y
medievalismo, italianismo y poesía popular, paganismo y religiosidad, universalidad
y tradición, representa una fusión personalísima, inequívocamente nuestra,
que no parece tener menores derechos a ser calificada de “nacional” que
la que luego florece durante el Barroco.
Si nos atenemos a las diferencias incuestionables entre ambas épocas, llegaremos
a la conclusión de que lo son tan sólo —y no han de faltarnos grandes
autoridades en nuestro apoyo— las que afectan a problemas de sola “técnica”,
es decir, de forma o de estilo, por decirlo con lenguaje tradicional; sencillamente,
la sobriedad, equilibrio y mesura del Renacimiento clásico se transforman
en las exuberancias estilísticas del Barroco bajo la conocida proliferación
de escritores cultistas y conceptistas. Pero también entonces el trazado de límites
resulta igualmente problemático y arbitrario. Hemos de ver cómo el cultismo
más extremo no es sino el proceso lógico e inevitable y el crecimiento
gradual de una tendencia culta provocada y desarrollada por el Renacimiento.
Emilio Carilla, que al comentar el peculiar emplazamiento de Cervantes, cede
a la más común tendencia de llamar al Barroco “reacción contra el arte renacentista”,
explica que aquél no rompió abiertamente con las claras líneas clasicistas:
“Hay reacciones más conscientes —dice—, más definidas, más irrespetuosas
que otras : dentro de este tipo debemos colocar el movimiento romántico,
mejor perfilado en los planos y sectores. El Barroco, con todas sus innovaciones,
fue más conservador..''3. Como que no fue, en efecto, reacción, sino
crecimiento y plenitud de una semilla sembrada y madurada durante todo el
siglo precedente ; y así son de imprecisas y fluidas —como las de una vida— las
distintas etapas de este proceso. El mismo crítico explica a continuación que
hasta el estudio de Pfandl no se había visto con toda nitidez y en su fuerte unidad
la peculiar fisonomía del Barroco. Efectivamente, durante largo tiempo
era el Siglo de Oro —dilatado sobre ambas centurias— lo que se veía formando
una unidad, de la cual el culteranismo y el conceptismo se estimaban como
viciosas excrecencias de última hora. Las modernas investigaciones, que han
acotado, analizado y valorado el Barroco como un fenómeno cultural de primer
orden, han rebatido aquella tradicional clasificación ; pero el que ésta pudiera
haber tenido vigencia durante tanto tiempo explica claramente que las
fronteras entre los dos siglos y estilos son tan porosas como convencionales;
no separan, sino que tienden puentes y vasos innumerables de comunicación.
La literatura sobre el Barroco en cualquiera de sus manifestaciones —abrumadora
ya, según hemos dicho— ha profundizado sagazmente en el estudie
3 Emilio Carilla, “Cervantes, testimonio de épocas artísticas”, en Estudios de literatura
española, Rosario, República Argentina, pág. 124.
de innumerables parcelas, pero quizá debido a su misma juventud y proliferación
está muy lejos todavía de llegar a resultados definitivos. Provisionalmente
y en apretada síntesis, por tratarse de caracteres sobradamente conocidos y glosados
hasta la saciedad, podemos resumir los rasgos más salientes del Barroco
en los siguientes puntos:
Sustitución de la severa y serena belleza clásica por un arte acumulativo,
que pretende impresionar los sentidos y la imaginación con estímulos poderosos,
fuera de lo común. Estos, estímulos pueden dirigirse al entendimiento —y
se manifiestan en retorcidas agudezas, imágenes brillantes, ideas ingeniosas y
todo género de novedades y audacias estilísticas, que constituyen lo que tradicionalmente
se viene denominando cultismo y conceptismo— o pueden apuntar
hacia el sentimiento, y entonces se valen de todos los medios capaces de
excitar el terror o la compasión, provocar la admiración o la sorpresa, sirviéndose
de temas maravillosos, pintorescos, grotescos o monstruosos.
Consecuencia de la anterior condición es la tendencia hacia lo exagerado y
desmedido; roto el freno que suponía la autoridad de los modelos y las normas
clásicas, el escritor no reconoce obstáculos a su deseo de personal originalidad
y se empeña en una porfía de hipérboles.
Violencia dinámica, movimiento, tensión, vehemencia y apresurada sucesión
de ideas y de imágenes, que reemplazan la tendencia estática, lógica y ordenada
del arte clásico.
Cultivo del contraste, claroscuro (en las artes plásticas), que se manifiesta
en lo literario con el enfrentamiento de contrarios, el placer de la antítesis, la
contraposición de lo hermoso y lo feo, lo religioso y lo sensual, lo refinado y
lo vulgar, lo trágico y lo cómico, lo estilizado y lo grosero.
Artificiosidad, rebuscamiento y afectación, nacidos de la búsqueda de lo
raro y original, que conducen a un arte de exquisitas excelencias formales y,
consecuentemente, dirigido a las minorías.
La falta de equilibrio en el carácter de los temas y en el empleo de los
medios expresivos, servida por el afán de contraste, conduce asimismo a dos
resultados contrapuestos : unas veces a la deformación caricaturesca de la realidad,
a la que desfigura por el camino de la degradación ; otras, a la idealización
estilizada, que es capaz de convertir en. objeto de refinada elaboración
hasta los seres más bajos y vulgares.
Convendría añadir, por lo que puedan aclarar los conceptos sobre el Barroco
—aunque no son aplicables sino a las artes plásticas—, alguno de los
caracteres fijados por Wolfflin como característicos del Barroco, y que ya se
han convertido en definiciones de uso común; a saber:
Sustitución de un arte lineal por el pintoresco; es decir, el objeto no se
precisa por medio de la línea y el dibujo sino de la masa y el color, que se
encargan de sugerir las formas.
Transición de la superficie a la profundidad y tendencia a superar la perspectiva
lineal, producida por planos superpuestos, mediante una sugestión de
movimiento que produce a su vez la impresión de profundidad.
Transición de la forma cerrada a la forma abierta ; el frontón triangular de
los edificios clásico-renacentistas se abre en sus vértices y se enrosca en complicadas
volutas.
Transición de la claridad a la oscuridad ; es decir, se sustituyen las formas
geométricamente definidas", por una ornamentación que difumina los contornos,
o los oculta por entero, o los extiende hasta confundirlos con el ambiente, o los
retuerce como en el caso de las llamadas columnas salomónicas.
Adviértase bien que, si cualquiera de los caracteres dichos puede caracterizar
con gran propiedad lo que convenimos en calificar de estilo barroco, no
es necesario suponer en cada caso la existencia de los demás ; es tan frecuente
la reunión de todos o varios de ellos como la presencia de otros cualesquiera
que puedan contradecirlos o anularlos ; lo más genuino del Barroco —lo mismo
que habremos de ver también en su día a propósito del fenómeno romántico—
es la existencia siempre amenazante de su antípoda, puesto que nada puede
en realidad definir tan justamente lo barroco como esta coexistencia, o
fusión o lucha de contrarios, de cuyo equilibrio o enfrentamiento se origina su
característica tensión. Así, por ejemplo, si el artificio típicamente barroco puede
limitar una determinada tendencia poética a una minoría, podemos ver a
su mismo lado cómo la exaltación sentimental o la exuberancia colorista o el
cultivo de lo maravilloso conducen a un arte de inequívoca filiación popular.
La más aguda cuestión, probablemente, que ahora habremos de planteamos,
afecta a las razones que pueden explicar la aparición del Barroco, es decir, cómo
conduce a él, o se disuelve en él, el período renacentista. Es tendencia muy
común relacionar el barroquismo con las condiciones político-sociales españolas
del momento, y en especial con la decadencia y descomposición interior que
sobreviene en nuestro país a la_muerte de Felipe II. Por sobradamente conocidas
basta sólo con aludir aquí a dichas circunstancias: empobrecimiento económico
y financiero, fracasos políticos y militares, debilitación de los sentimientos
patrióticos y religiosos, disgregación interior con la separación definitiva
de Portugal y la rebelión de Cataluña, corrupción administrativa, ineptitud de
los monarcas que entregan el poder a la codicia y arbitrariedad de los válidos,
centralización abusiva de la administración, etc. España, que en la centuria
precedente había proclamado los ideales de una Monarquía universal como
cabeza de la unidad católica, ve hundirse sus propósitos en un total fracaso,
afianzada la Reforma en casi todos los países de Europa y arruinada en Westfalia
nuestra supremacía militar de casi dos siglos.
Esta decadencia y desconcierto interior en lo que a vida social y política
se refiere, puede explicar en buena parte —porque la justificación total nos
parece bastante más compleja— la existencia de los fuertes contrastes que
siempre han sorprendido a propios y extraños y que confieren esa facies particular
a la vida española : galantería y rufianería, miseria y esplendor, derroche
y angustia económica, idealismo y picaresca, refinamiento y vulgaridad, afán de
placer y exaltación religiosa, total despreocupación por los intereses públicos y
desaforado patrioterismo. Tan peregrinas antinomias pueden determinar a su ;
vez muchos aspectos del Barroco en lo que atañe a sus contrastes y atormentada
pugna de contrarios, pero sería difícil precisar si provocan una peculiar
actitud espiritual frente a las cosas o sirven tan sólo para ofrecerle al escritor
—o al pintor— de aquella época la abigarrada y varia gama temática que le
distingue.
Se alude siempre al pesimismo y desengaño que, al mismo tiempo, caracteriza
de modo tan peculiar la posición moral del escritor barroco ; en toda la
literatura de la época parece resonar como una voz inacallable la sentencia
bíblica del “vanitas vanitatum” : se repite hasta el tedio el tema del tiempo
fugaz, de las ruinas que fueron soberbios esplendores, de la belleza de la rosa
que se marchita en un instante, de la vida considerada como una vana ilusión ;
“la idea fundamental de La vida es sueño —recuerda Pfandl— la repitió Calderón
en nueve dramas diferentes” 4. Tal actitud se supone frecuentemente nacida
de la decadencia político-social que hemos resumido. Según tal interpretación
es esta decadencia y su consiguiente desequilibrio interior los que provocan
el fenómeno barroco con sus peculiares antítesis y su angustiado pesimismo;
lo que equivale a decir que el Barroco, considerado en su conjunto,
es el resultado de una situación político-social: el escritor condicionadó por
estas circunstancias, se expresa luego en apropiadas formas literarias —vehículo
de su actitud—, que son las del Barroco.
Pero semejante deducción, tan aparentemente lógica, puede ser muy discutible.
No parece que el descubrimiento del “vanitas vanitatum” sea una peculiaridad
barroca. En otro país cualquiera donde el ilusionado humanismo del Renacimiento
hubiera acallado por entero la voz del cristianismo tradicional, cabría
admitir mejor que la implantación de los ideales contrarreformistas hicieran
retroceder a su vez el optimismo renacentista y reinstalasen la pesimista
filosofía religiosa de la caducidad de lo terreno.
Pero en España no fue así. Precisamente la media centuria anterior había
presenciado la plenitud y desbordante difusión de la literatura religiosa en todas
sus variedades ; centenares de místicos y ascetas, de moralistas y predicadores,
en auténtica avalancha, habían proclamado en todos los tonos la apariencia
engañosa de las cosas y comparado la vida humana a una breve y mentirosa
representación teatral. La invención y amplísimo aprovechamiento del realismo
tremebundo para excitar los sentimientos piadosos no es obra de los escritores
barrocos, sino de los ascéticos del siglo xvi. Ignacio de Loyola, que no es ba4
Historia..., cit., pág. 247.
rroco sino contemporáneo del Emperador, se había servido en sus famosos·
Ejercicios espirituales de las más naturalistas descripciones, sobre todo en.
las penas del infierno, para mover las almas hacia el temor de Dios ; y el recurso
se hizo imprescindible en toda meditación piadosa. Ese sangriento realismo
que se complace sobre todo en las escenas de la Pasión y en los tormentos
de los mártires —y que ha permitido a Pfandl hablar con toda propiedad
de “crueldad devota” 5— y que se encarniza en la más desolada pintura de
nuestras postrimerías, en el más amargo inventario de las miserias del cuerpo
humano, es obra de nuestros escritores religiosos del siglo xvx. Precisamente
la época barroca los tuvo apenas, pues la decadencia y casi desaparición de la
literatura religiosa es uno de sus rasgos.
Parécenos, pues, que lá insistencia en estos motivos de la vanidad de lo
terreno y la rosa fugitiva es más bien una pervivencia del siglo anterior. Lo
que sucede es que el tema se seculariza, por decirlo así ; de las páginas de los
ascetas había saltado a la escena teatral, a los versos de los poetas y a los lienzos
de los pintores. Pero no creemos que esto suponga una intensificación del
tema, sino todo lo contrario. Un corral de comedias, con una bella actriz sobre
las tablas, no era el lugar más adecuado para meditar en la vanidad de lo terreno,
aunque se le invitara al espectador en décimas espléndidas. Los predicadores
se quejaban demasiadas veces, y no sólo de oficio, de que el teatro se
les llevaba la parroquia, para que no admitamos que decían verdad. El pesimismo,
durante el Barroco, se trocaba en teatro y en retórica lírica; era un
bello motivo que daba gravedad a muchos parlamentos; se le había absorbido
tan intensamente durante toda la centuria anterior, que formaba parte del
habla común y hasta de todo pensamiento habitual, aunque quizá no comprometía
demasiado las vivencias. Y es posible también que aquel pesimismo retórico
que alternaba en las comedias con las mayores desenvolturas, fuera un
buen aliado contra el ataque de los moralistas, que no perdonaban medio para
echar abajo el teatro6.
5 ídem, id., pág. 243.
6 La macabra pintura de Valdés Leal, que tantas veces se aduce como símbolo del
peculiar pesimismo del siglo xvu español, nos parece un tópico. Páginas innumerables de
la literatura religiosa del Quinientos le habían proporcionado cuantos modelos pudiera
apetecer, y de los más extremos. El xvu se complacía, sin duda alguna, en la pintura de
Magdalenas penitentes, pero las encarnaba en espléndidas mujeres a medio vestir, y la mirada
del espectador podía solazarse mucho más en la hermosura del sujeto que en los
instrumentos de penitencia de que se le rodeaba. El xvu encontró la manera de convertir
en espectáculo deleitoso el pesimismo que el Quinientos había tomado siempre como motivo
de grave meditación; esto podría revelarnos mucho de cómo los altos ideales se
habían convertido en rutina, en aparato exterior y en convenciones intocables, externamente
respetadas pero poco sentidas. Lo verdaderamente peculiar del xvu —a nuestro
juicio—· en materia de pesimismo y sátira de la realidad ambiente no hay que buscarlo
en las truculencias de Valdés Leal ni en los lamentos sobre la rosa efímera (el español se
apresuraba a aspirar su aroma antes de que se marchitara), sino en la denuncia de la hiCosa
muy diferente sería si se nos dijera que la decadencia y descomposición
del país había inspirado una fuerte corriente de literatura política, pesimista
y denunciadora de aquella grave realidad. Mas el caso es que no fue así.
Se aduce siempre a Quevedo y a Gracián, y también a Saavedra Fajardo ; pero
parece poco para todo un siglo de desdichas. El pesimismo de Gracián es un
problema temperamental, que tiene' por blanco mucho más que la realidad
presente la consideración intemporal de la tontería y la maldad humana; sus
quejas del momento político inmediato son muy reducidas. Saavedra, al considerar
los males políticos de su país, se queja mucho más de lo que califica de
perfidia y mala voluntad de los enemigos de su patria que de culpas propias;
sus censuras a los validos o la mala administración no son cosa mayor. Queda
Quevedo; Quevedo tenía clarísima conciencia de la ruina de la nación y de
cada una de sus causas y las denunció en la medida que le fue posible, a veces
en sólo un verso agazapado en una composición burlesca. Pero ni siquiera su
obra toda pu.ede bastar para definir un clima de pesimismo, de alerta y de
denuncia.
En cambio, frente a estos chispazos aislados existe un hecho cierto, que
quienes suponen al Barroco resultado de la decadencia o de la Contrarreforma
no consiguen satisfactoriamente explicar7. Cien años de literatura barroca propocresía
y la falsificación que tenían atenazada y corrompida la vida del país; ésa es
la gloria de Cervantes, y de Quevedo, y de casi toda la picaresca, y de algunos escritores
costumbristas, y hasta de muchos autores de entremeses, que entre burlas y zapatetas
desenmascaraban la farsa de muchas actitudes. Pero toda esta sátira ■—indudable y magnífica—
no producía una “ideología”, sino tan sólo una secuencia moral de escepticismo.
7 El hecho de que la mayor decadencia interna coincida con el momento más espléndido
de nuestras letras y nuestras artes ha sorprendido siempre a todo observador, pero
no parece que ha recibido hasta el momento justificaciones convincentes; entre otras
muchas, es ésta una objeción muy grave contra quienes suponen al Barroco provocado
fundamentalmente por decadencias o corrientes religiosas. Otro aspecto debe ser mencionado
además. El Barroco, aunque sea un fenómeno de particular intensidad en nuestro
suelo porque encontraba tierra abonada —como tantas veces se ha dicho— en las
tradicionales condiciones del espíritu y el arte español, se extiende también, con mayor
o menor pujanza, por casi toda Europa, hasta en países cuyas circunstancias históricas
eran enteramente distintas, de las nuestras. La existencia incluso de un Barroco francés
—discutido, pero admitido ya— (véase luego la bibliografía), o de Barrocos protestantes
(Holanda, Alemania, Inglaterra), resta mucha autoridad a la argumentación a que venimos
aludiendo. El propio Hatzfeld enumera las distintas manifestaciones del Barroco europeo,
llegando a la conclusión de que fue un fenómeno general; cierto que lo supone producido
precisamente por la difusión del influjo español: “Nosotros creemos —dice— que
el barroco existe ciertamente como movimiento literario europeo, y que es el influjo que
el espíritu y estilo españoles ejercieron en todas partes, suplantando el carácter italiano
y clásico-antiguo de la literatura europea del siglo xvi” (“El predominio del espíritu español
en la literatura europea del siglo xvn”, en Revista de Filología Hispánica, III,
1941, págs. 9-23; la cita es de la página 10). Pero, aun admitida esta hipótesis, no es
menos cierto que países sin decadencia ni Contrarreforma podían absorber a la perfección
todo género de barroquismo, literario o plástico.
dujeron un volumen de teatro y espectáculo escénico superior a todo el resto
de nuestra historia. El escaso número de sus obras portadoras de ideas transcendentes
o de temas profundos equivoca a muchos acerca del carácter de esta
dramática; pero es preciso aclarar —admitiendo el riesgo de tan categórica
afirmación— que la inmensa mayoría de aquélla nació para diversión de un
pueblo hambriento de espectáculo y de placeres, para calmar la impaciencia
de los mosqueteros, como tenía que decir Lope. Asombra la casi absoluta ausencia
de alusiones a los angustiosos problemas del país en toda aquella inabarcable
producción de casi un siglo, atenta sólo a tramar conflictos novelescos
que encandilasen la atención del espectador ; cuando se alude a motivos patrióticos
es sólo para lanzar orgullosas jactancias que no parecen tener noción de la
realidad que les acecha.
La literatura española del siglo x v i i podría, a nuestro entender, considerarse
un resultado de las condiciones políticas y sociales si hubiera llevado a cabo
lo contrario de lo que sucedió, es decir: sobreponerse, y estrangular incluso, a
toda aquella enorme eclosión de literatura frívola e imponer un tono de didactismo
y de severidad prosaica, como había de hacer —no importa ahora con
qué calidad y tono—· el siglo x v i i i .
Sería vano —y nada más lejos de nuestra intención, que quisiéramos fuera
bien entendida— negar los mil posibles influjos que las circunstancias del seiscientos
ejercieron sobre el arte literario en cualquiera de sus manifestaciones;
pensar lo contrario sería una necedad. Lo que queremos decir es que eso que
llamamos literatura barroca —teatro, lírica, prosa barroca— es, en sus líneas
esenciales, un hecho literario. No conseguimos comprender cómo la decadencia
o la Contrarreforma pueden explicar el Polifemo o la poesía cultista en general
o el conceptismo de la prosa de Gracián, porque lo que hace a éste barroco
no es lo que dice, sino su estilo8.
Sabemos bien que una multitud de investigadores no acepta este diagnóstico,
y supone que lo barroco literario no sólo afecta sustancialmente a los
problemas de expresión, sino que comporta toda una actitud peculiar, “una
forma mentis, una concepción del mundo” ; pero deseamos decir, sencillamente,
que esta interpretación no es la nuestra, aunque no podamos aquí dar a nuestras
razones otros apoyos que las leves ideas sugeridas. Alejandro Cioranescu, profundo
investigador del Barroco, nos resume muy ventajosamente la posición
que defendemos —que es contraria a la suya y que intenta luego rebatir, explicando
en qué podría consistir aquella forma mentís—, y podemos servirnos
de sus mismas palabras: “Lo que hasta ahora ha llamado más la atención en
8 En su momento oportuno habremos de ver cómo los dos grandes conceptistas, Quevedo
y Gracián, se ejercitan en lo que alguien ha calificado con gran propiedad de
“furor ingenii” : un deseo desaforado de ostentar ingenio, una “voluntad de estilo”, que
muy frecuentemente se sobrepone a todo propósito de doctrina y busca su sola complacencia
en el deleite de la dificultad ·, en la que cifra también su superioridad y su
orgullo.
el Barroco literario —dice—, es sin duda la tendencia innovadora de su estilística,
la abundancia de las metáforas exageradas, de sus frecuentes hipérboles
y conceptos, sus contrastes perseguidos hasta obtenerse el total agotamiento
de los efectos posibles, una lengua atormentada y artificiosa, que pretende huir
de la propiedad del lenguaje común, por medio de mil refinamientos retóricos...
Esta explicación se funda, en la mayoría de los casos, en la necesidad, evidente
para los escritores que venían después del Renacimiento, de hacer, en sus
obras, otra cosa que los que les habían precedido, es decir, en el natural deseo
de novedad y de originalidad. Los poetas, como los artistas plásticos, volvían
a repetir temas e ideas conocidos de siempre y dichos ya mil veces, antes de ellos.
Para evitar la monotonía, debían buscar el medio de crear la ilusión de una
novedad. El problema del poeta barroco es el de cómo ‘atraer la atención del
lector, del lector de principios del siglo XVII, ya hastiado de la repetición de
los mismos tópicos. Ésta es la razón secreta de la poesía de Góngora y de todo
el arte barroco' ” 9. La cita, hecha por Cioranescu, de unas palabras de Dámaso
Alonso —son las subrayadas—, nos evita a nosotros hacerla, pero son ellas
las que resumen nuestra interpretación,0.
Dijimos en cierta ocasión, con el punzante temor de formular intuitivamente
un juicio demasiado absoluto, que ninguna época literaria había vivido, en
su conjunto —aceptamos las muy notables excepciones— tan alejada, o ajena,
a la realidad envolvente como el Barroco ; pero muchas lecturas posteriores nos
han acallado el temor. Entre las muy notables que han venido en nuestro socorro
podemos seleccionar estas palabras de Américo Castro, que definen inequívocamente
la época que nos ocupa como un fenómeno caracterizadamente
estético: “Una dificultad para caracterizar lo barroco viene de que tras ese
tipo de estilo —por lo demás multiforme— no percibimos un bloque de cultura
fácilmente caracterizable, esencialmente articulado con aquél, un sistema de
ideas o de formas de vida, según acontece dentro de esas moles de la civilización
europea que se llaman lo gótico, lo renacentista, lo neoclásico o lo romántico.
¿Hay acaso un pensar delimitadamente barroco, una filosofía barroca?
¿No renuncia lo barroco a sus modos de ser cuando interviene la razón, que es
secuencia y es límite? El hombre medio encuentra difícil, por otra parte, imaginar
fuera de la plástica temas ejemplares de barroquismo” 11 (nosotros añadiríamos
también “fuera de la literatura”, pues creemos que es evidente la intención
de Castro —vamos a verlo enseguida— de referirse a todo el conjunto
de fenómenos estéticos). Dice casi inmediatamente: “Hasta las personas de
9 Alejandro Cioranescu, El Barroco o el descubrimiento del drama, Universidad de
la Laguna, 1957, pág. 370.
10 Las palabras de Dámaso Alonso pertenecen a La lengua poética de Góngora, Madrid,
1935, pág. 33.
11 Américo Castro, “Las* complicaciones del arte barroco”, en Semblanzas y esludios
españoles, Princeton, N. J., 1956, págs, 386-387.
más leve cultura usan expresiones como ‘un hombre del Renacimiento’ ; se
sabe o se sospecha que eso quiere decir que los hombres de aquel ciclo de
civilización aspiraban a dominar el universo, poseían curiosidad y aptitudes
múltiples, junto con una vitalidad de tono aristocrático, que se alia con las
audacias de la razón o con el placer de los sentidos. El barroquismo, por el
contrario, apenas sugiere nada que no sea plástico, inmediatamente al menos”
n. Y añade más abajo : “Cuando se emprenda una historia ágilmente articulada
de dicho arte habrán de distinguirse dos momentos dentro de aquel
afán expresivo ; en el primero, la forma de expresión no pretende alejarse del
objeto que la integra ; en el segundo, la forma expresada, el estilo, incita a huir
del objeto presente y a pensar en algo nuevo y distinto, hasta el punto de
hacer perder de vista el punto inicial, de partida (la columna se salomoniza,
la metáfora adquiere vida propia)” 13. O lo que es lo mismo : la literatura vive
de sí misma M.
Cioranescu, a seguido de las palabras antes citadas, emprende la exposición
de sus ideas, comenzando por afirmar que no le satisface la sola explicación
del barroco como fenómeno de estilo, porque no encuentra razones suficientes
que justifiquen su advenimiento como reacción contra el clasicismo anterior,
todavía —dice— no agotado entonces entre nosotros. Pero el error está precisamente
en estimar como reacción lo que no es sino proceso y desarrollo de
lo que antecede; a propósito de Góngora podremos verlo con toda claridad.
La lírica del xvn molió, literalmente, el mismo mundo poético de ideas y motivos
que había colmado la lírica del quinientos. Los temas nuevos que el
siglo XVII incorpora son prácticamente inexistentes. Podría aducirse, aparentemente,
en contrario, la ascensión del mundo bajo y soez a la dignidad artística,
llevada a cabo por Quevedo, y por el mismo Góngora; pero aun en ello, el
motivo venía dado en el siglo xvi, y lo que aquéllos aportan es la intensificación,
la multiplicada violencia del procedimiento.
12 ídem, id., pág. 387.
13 ídem, id., pág. 390.
14 El propio Américo Castro, en otro pasaje del estudio citado, y a propósito esta
vez de las artes plásticas, menciona un hecho que explica la tendencia hacia lo barroco
como un puro afán de novedad, una imperiosa necesidad de variar estímulos, sentida ya
muy adentro del siglo xvi; dice así: “La escultura ha sentido antes que las otras artes
la urgencia de agitar y agigantar sus bultos; lo que en la poesía es en la primera mitad
del siglo acento e insistencia, en la escultura es estiramiento, sacudida. De este modo,
lo que luego, muy tarde, ha de llamarse barroquismo asoma antes que en otra parte en
la escultura, sin conciencia alguna de ser un estilo peculiar (esto es muy importante),
como mera necesidad expresiva, suscitada por el torrente de pensar y de sentir nuevos
que cruza el momento quinientista. Ya en 1543 encuentro en el coro de San Marcos, de
León, una serie de figuras de patetismo y movilidad inquietantes. Su autor, Guillermo
Doncel o quienquiera que fuese, ha inscrito allí, como lema de la admirable creación,
una frase que juzgo esencial para lo que vengo diciendo: Omnia nova placent (todo lo
nuevo causa placer). Se tiene conciencia de la novedad, y se aperciben modos nuevos para
darlos a la luz y a la vida" (“Las complicaciones..,”, cit., págs. 388-389).
Lope, que contagió su lírica de barroquismo en más de una ocasión, mantuvo
una constante de fresca espontaneidad en el torrente de su dramática,
porque todo en sus manos era entonces una invención maravillosa : mundo nuevo
que saltaba a las tablas desde el venero de su genialidad. Mas cuando la
nueva generación, que compone el segundo ciclo dramático, llegó a la escena
y se encontró exprimidos todos los temas y modalidades posibles, se vio en la
precisión de barroquizar, de retomar los viejos asuntos gastados y someterlos
al tratamiento de las nuevas técnicas barrocas. El barroquismo —creemos que
éste es un hecho muy revelador— no se apoderó del teatro mientras fue relativamente
fácil incorporar a la comedia mundos inéditos.
El aislamiento intelectual de España durante el siglo xvn, tantas veces
comentado y que no parece pueda ponerse en duda, explica perfectamente la
excepcional vigencia de la literatura barroca ; no había ideas nuevas que exigieran
un modo nuevo y eficaz de expresión, y sólo era posible aderezar con
nuevas salsas los viejos manjares. Una distinta sensibilidad y una auténtica
renovación de pensamiento, de problemas, de preocupaciones, hubieran hallado
un nuevo estilo ; otra vez hemos de aludir a lo sucedido después durante el siglo
x v i i i . Pero el x v ii continuaba, resumía, epilogaba un mundo de problemas
que llevaban dos siglos de vigencia. Saavedra Fajardo, que algunos —equivocadamente
y leyendo la historia del revés, como dice un comentarista— han
supuesto un innovador, venía a compendiar el pensamiento político de dos centurias.
Asombra la casi inexistencia de problemas o temas nuevos que lleva
al teatro la dramática barroca; quizá tan sólo —¡y es tan tenue!·— el discutible
feminismo de Rojas. Por esto mismo es altamente revelador el hecho de
que los actuales exégetas del teatro Barroco hayan insistido casi exólusivamente,
para investigarlo y revalorizarlo, en problemas de construcción, es decir,
de técnica, y bellezas formales, metáforas, inéditos aciertos expresivos ; no
nos han descubierto apenas la existencia de ninguna renovación esencial que
afecte a capas profundas del espíritu.
El Barroco —perdónesenos de nuevo la excesiva simplificación de estas urgentes
generalizaciones— es literatura. Una literatura, sin embargo, de excepcional
calidad, que, con su buena porción de impurezas y excesos, produce
obras de incomparable belleza en todos los géneros literarios. Hay un lugar
aparte para Cervantes, que atesora en sus páginas filones de sensibilidad, de
pensamiento y hondura humana que aún parecen inagotables; pero ya hemos
visto cuán aventurado resulta calificar a Cervantes de barroco, no obstante
nuestra inclusión, puramente convencional, en este volumen15.
15 Sólo unos pocos títulos, entre la caudalosa literatura producida en todos los países
sobre el Barroco, nos es posible recoger aquí, además de los arriba mencionados : Benedetto
Croce, Storia dell’età barocca in Italia. Pensiero, poesía e letteratura; vita morale,
Bari, 1929; 2.a éd., Bari, 1946. Antoine Adam, “Baroque et préciosité”, en Revue des
Sciences Humaines, diciembre 1929, págs. 208-223. G. Zonta, “Rinascimento, aristotelismo
e Barocco”, en Giornale storico délia letteratura italiana, CIV, 1934, págs. 1-63 y
Las dos tendencias extremas —cultismo y conceptismo— de que se habla
inevitablemente como formas expresivas del Barroco, pertenecen a los más elementales
conocimientos de técnica literaria y no parece que sea necesario definirlos
aquí. Debe advertirse, sin embargo, que su tradicional oposición o antí-.

185-240. Eugenio d’Ors, El Barroco, Madrid (varias ediciones). J. Mark, “The uses of the
term baroque”, en Modern Language Review, XXXIII, 1938, págs. 547-563. Guillermo
Díaz-Plaja, El espíritu del Barroco (Tres interpretaciones), Barcelona, 1940. Pierre Kohler,
“Le classicisme français et le problème du baroque”, en Lettres de France, Lausana,
1943, págs. 49-138. Maria Luisa Caturla, “Flamígero y barroco”, en Revista de Ideas
Estéticas, I, 1943, págs. 13-20. Leo Spitzer, “El barroco español”, en Boletín del Instituto
de Investigaciones Históricas, Buenos Aires, XXVIII, 1943-1944, págs. 12-30. G. Marzot,
L’ingegno e il genio del Seicento, Florencia, 1944. Gonzague de Reynold, Le X V e siècle.
Le classique et le baroque, Montreal, 1944. Francisco Maldonado de Guevara, “El período
trentino y la teoría de los estilos”, en Revista de Ideas Estéticas, III, 1945, págs. 473-494
y IV, 1946, págs. 65-95. René Wellek, “The concept of Baroque in literary scholarship”,
en Journal of Aesthetics and Art Criticism, V, 1946, págs. 77-109. Emilio Orozco Diaz,
Temas del barroco (De poesía y pintura); Granada, 1947. Del mismo, Lección permanente
del barroco español, Madrid, 1952. Del mismo, “La literatura religiosa y el Barroco
(En torno al estilo de nuestros escritores místicos y ascéticos)”, en Revista de la Universidad
de Madrid, XI, 1962, núm. 42-43, págs. 411-474. E. Lafuente Ferrari, “La interpretación
del Barroco y sus valores españoles”, prólogo a la traducción española de El Ba- -
'rroco, arte de la Contrarreforma, de Werner Weisbach, Madrid, 1948, Carl J. Friederich,
The Age of the Baroque, trad, inglesa, Nueva York, 1948. Marcel Raymond, “Du baroquisme
et de la littérature en France au XVIe et XVIIe siècles”, en el volumen colectivo
La profondeur et le rythme, Paris, 1948. Helmut Hatzfeld, “A critical survey of the recent
Baroque Theories”, en Boletín del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, IV, 1948, páginas
461-491. Del mismo, “A clarification of the Baroque problem in the romance literatures”,
en Comparative Literature, I, 1949, págs. 113-139. Del mismo, “Mis aportaciones
a la elucidación de la literatura barroca”, en Revista de la Universidad de Madrid, XI,
1962, núm. 42-43, págs. 349-372. Cario Calcaterra, “II problema del Barocco”, en Questioni
e correnti di storia letteraria, Milán,· 1949, págs. 405-501. L. Monguió, “Contribución a la
cronología de ‘Barroco’ y ‘Barroquismo’ en España”, en PMLA, LXIV, 1949, págs. 1227-
1231. Femand Desonay, “Baroque et baroquisme”, en Bibliothèque d’Humanisme et Renaissance,
XI, 1949, págs. 248-259. Václav Cerny, “Les origines européennes des études
baroquistes”, en Revue de Littérature Comparée, XXIV, 1950, págs. 25-45. Sister Mary
Julia Maggiorii, The Pensées of Pascal. A Study in baroque style, Washington, 1950. Afranio
Coutinho, Aspectos da literatura barroca, Rio de Janeiro, 1950. Stephen Gilman, “An
Introduction to the Ideology of the Baroque in Spain”, en Symposium, Syracuse, I y II,
1946. Del mismo, “La génesis de los estilos barrocos”, en su libro Cervantes y Avellaneda,
México, 1951. Charles Dedeyan, Position littéraire du baroque, Tübingen, 1951. E. B. O.
Borgerhoff, “Mannerism and baroque. A simple plea”, en Comparative literature, V,
Í 953, págs. 323-331. Odette de Mourges, “Metaphysical, Baroque and Precieux Poetry”,
Oxford, 1953. Franco Simone, “Attualità délia disputa sulla poesía francesa dell’età barocca”,
en Messana, II, 1953, págs. 3-12. Del mismo, “I contributi europei all’identificazione
del barocco francese”, en Comparative literature, VI, 1954, págs. 1-25. S. Lupi,
“Barocco, problema aperto”, en Convivium, 1954, págs. 235-242, Lowry Nelson, “Góngora
and Milton: toward a definition of the Baroque”, en Comparative literature, VI,

tesis está hoy en entredicho ; sus puntos de contacto, y aun sus coincidencias,
son muy numerosas, y los tradicionales conceptos sobre esta materia están en
estos momentos sujetos a revisión. El conceptismo, menos estudiado en su esencia
y desarrollo que el cultismo, espera todavía una sistematización rigurosa
que permita llegar a conclusiones decisivas. Pero, de todos modos, es ya muy
claro el rumbo de las actuales investigaciones. Aunque se trata, probablemente
de una posición un tanto extrema, nos parece del mayor interés el análisis de
Alexander A. Parker, cuya orientación queda sintetizada en las líneas siguientes:
“El culteranismo —dice— me parece ser un refinamiento del conceptismo,
injiriendo en él la tradición latinizante. El conceptismo es la base del
gongorismo ; más todavía, es la base de todo el estilo barroco europeo. La
verdadera relación entre el barroco literario español y el inglés no ha de buscarse,
como tantas veces se ha dicho, en el estilo hinchado de los eufuistas,
sino en los poetas metafísicos, los cuales, siendo conceptistas por excelencia,
hubieran entusiasmado a Gracián. El conceptismo, pues, es el fenómeno primario
en el estilo literario del barroco”
 16.
Hatzfeld, años hace, había ya rozado ligeramente el tema de la relación de
los poetas metafísicos ingleses con el barroco español, pero refiriéndose más a
la posible comunidad de ideas místico-religiosas que a semejanzas formales17.
También Menéndez Pidal, al comentar en breves páginas los caracteres de
conceptistas y culteranos, alude a sus puntos de coincidencia en sucinta pero
inequívoca afirmación: “Oscuridad, arcanidad, es principio que aparece como
1954, págs. 53-63. Jean Rousset, La littérature de l'art baroque en France, París,'1954. L.
Vincenti, “Interpretazione del barocco tedesco”, en Rivista di Studi Germanici, I, 1955,
págs. 39-72. G. J. Geers, “La base psicológica del barroco”, en Asomante, Puerto Rico,
núm. 3, 1956. Imbrie Buffun, Studies in the Baroque from Montaigne to Rotrou, Yale
University Press, New Haven, 1957, Luciano Anceschi, La poetica del Barocco letterario
in Europa, Milán, 1958. Michel Tapie, Baroque et classicisme, París, 1958. Oreste Macri,
“La historiografía del barroco literario español”, en Thesaurus, Bogotá, XV, 1960, páginas
1-70. A. Valbuena Briones, “El Barroco, arte hispánico”, en Thesaurus, XV, 1960,
págs. 235-246. Gustav René Hocke, El manierismo en el arte europeo de 1560 a 1650 y
en el actual, trad, española, Madrid, 1961. J. Krynen, “Théologie du baroque espagnol”,
en Letter atura, IX, Roma, 1961, págs. 55-57. J. L. Alonso-Misol, “En torno al concepto
de Barroco”, en Revista de la Universidad de Madrid, XI, 1962, núm. 42-43, págs. 321-
347. Guillermo de Torre, “Sentido y vigencia del barroco español”, en Studia Philologica.
Homenaje ofrecido, a Dámaso Alonso, III, 1963, págs. 489-507. Joaquín de Entrambasaguas,
“La transformación española del Renacimiento en el Barroco”, en Poesía Española,
Madiid, 1963, núm. 121, págs. 17-20. V. Cerny, “Teoría política y literatura del Barroco”,
en Atlántida, II, 1964, págs. 488-512. A. Monner Sans de Heras, “Los poetas ‘metafísicos’
y el barroco”, en Revista de la Universidad del Litoral, Buenos Aires, 1964, número
59, págs. 155-162.
16 Alexander A. Parker, “La ‘agudeza’ en algunos sonetos de Quevedo. Contribución
al estudio del conceptismo”, en Estudios dedicados a Menéndez Pidal, III, Madrid, 1952,
págs, 345-360 (la cita es de las págs. 347-348).
17 “El predominio del espíritu español,..”, cit., págs. 21-22.
fundamental en la teoría del culteranismo y del conceptismo, estilos al fin y
al cabo hermanos” 18.
18 “Oscuridad, dificultad entre culteranos y conceptistas”, en Castilla. La tradición. El
idioma, 3.a· ed., Madrid, 1955, pág. 230. Cfr. además : Manuel Muñoz Cortés, “Aspectos
estilísticos de Vélez de Guevara en su Diablo Cojuelo", en Revista de Filología Española
XXVII, 1943, págs. 48-76.

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