EL
PASO A NIVEL
Freeman Wills Crofts
Freeman Wills Crofts FRSA fue un autor de misterio angloirlandés, mejor recordado por el personaje del inspector Joseph French. Crofts, ingeniero ferroviario de formación, introdujo temas ferroviarios en muchas de sus historias, que se destacaron por su intrincada planificación. Wikipedia
DUNSTAN Thwaite se estremeció
involuntariamente al contemplar el paso a nivel, porque allí era donde aquella
misma noche se proponía asesinar a su enemigo, John Dunn.
Era un lugar adecuado para su
propósito. Una curva cerrada y varias filas de abetos impedían ver y oír la
llegada de los trenes. Las velocidades eran grandes en aquella zona y, por
contar sólo con cuatro o cinco segundos para prevenirse, el menor descuido o
vacilación podían resultar fatales. Un accidente, en tal lugar, no engendraría
sospecha alguna.
Además, el cruce era particular.
No había guardabarreras ni casilla y la casa más próxima era la del propio
Thwaite. Incluso desde ésta, los árboles impedían su visión. El camino que
atravesaba la vía del ferrocarril continuaba hasta el terreno que se extendía
detrás de la vivienda de Thwaite, para unirse allí a la carretera principal. El
cruce se usaba pocas veces. Por ser peligroso, apenas había tráfico rodado y
las barreras se mantenían bajadas. Se colocaron unos pasadizos, que eran
utilizados casi exclusivamente por peatones que deseaban atajar hasta la
cercana estación. Pero aun éstos eran pocos y a la hora que Thwaite pensaba
actuar no habría ninguno.
Tal como lo había planeado,
encontraría pocas dificultades para llevar a cabo el crimen. No existía la
menor probabilidad de ser descubierto. El asunto era seguro, completamente
seguro. Un poco de cuidado, unos minutos desagradables y volvería a ser un
hombre libre.
John Dunn lo había tenido
atormentado durante cinco años. Durante cinco años había padecido por no ver el
medio de escapar de él. Hasta su salud había peligrado y se había visto
obligado a recurrir a los calmantes para poder dormir por las noches. Ahora
había llegado al límite de resistencia. John Dunn debía morir.
Aunque esto no hacía más
soportable la situación, la realidad era que todo el conflicto había sido
originado por el propio Thwaite. Éste había ido subiendo de la nada, hasta
entonces, con facilidad. Huérfano muy niño, había tenido que ganarse pronto la
vida. Por una afortunada casualidad, había encontrado empleo en las oficinas de
una importante fábrica de acero, donde trabajó, con un solo objetivo, hasta ver
sus esfuerzos coronados por el éxito. A los 35 años, fue nombrado contable. Y,
si no hubiera sido por su único acto suicida, su porvenir hubiera quedado
asegurado.
El hecho había ocurrido cinco
años antes, cuando ocupaba el puesto de ayudante de su anciano y bonachón
predecesor. Thwaite se disponía a «hacer una buena boda», como suele decirse.
La hermosa señorita Lorraine no sólo era uno de los puntales de la sociedad
local, sino que de ella se decía que tenía bien forrado el bolsillo. Ninguna de
sus amistades podía explicarse que aceptara a un hombre de la condición de
Thwaite. Algunos decían que era una auténtica novela de puro amor, y otros, más
escépticos, que estaba segura de haber apostado por un ganador. Para Thwaite al
menos, la boda parecía brillante, pero pronto descubrió que iba a resultarle
cara. Los preparativos eran tan costosos, que se encontró con esta alternativa:
obtener más dinero o perder a Hilda Lorraine. De pronto, se le presentó la
oportunidad y perdió la cabeza. Un ligero descuido de uno de los directores,
aprovechado instantáneamente en beneficio propio, una hábil manipulación de los
libros en las mismas narices de su débil superior, y mil libras limpias, del
dinero de la Compañía, se abrieron camino hasta los bolsillos de Thwaite. No es
necesario decir que había esperado reponerlas después de la boda, pero, antes
de que tuviera tiempo de hacerlo, la pérdida fue descubierta. Las sospechas
recayeron sobre otro empleado. No se pudo comprobar nada contra aquel
desgraciado, pero, sin escándalo, se le puso en la calle.
Thwaite había presenciado todo
aquello y guardado silencio. La cosa le hubiera salido bien… a no ser por un
detalle. Nadie supo nada ni sospechó nada, excepto su inmediato subordinado,
John Dunn. Y Dunn se abrió camino, como un gusano, entre los libros, hasta que
descubrió la prueba.
Sin embargo, no hizo uso de su
información, al menos como debería haberlo hecho un honrado empleado. En lugar
de ello, habló secretamente con Thwaite. Y cien libras esterlinas cambiaron de
manos.
Aquellas cien libras, junto con
la conciencia de su poder, bastaron para satisfacer a Dunn el primer año.
Después se celebró una segunda entrevista. Thwaite había obtenido un aumento de
sueldo y la señora Thwaite había llevado dinero al matrimonio. Dunn regresó a
su casa con doscientas cincuenta libras en la cartera.
El asunto había continuado de
aquel modo durante cinco años. Las exigencias de Dunn aumentaban continuamente
y nada hacía suponer que alguna vez fueran a cesar; nada, excepto una cosa: el
remedio a que Thwaite se disponía ahora a recurrir.
Al principio había pensado en el
procedimiento más lógico para escapar.
—Supongo que no se le habrá
ocurrido pensar que está usted conmigo en el mismo barco, Dunn —le dijo—. Usted
ha tenido conocimiento del delito y ha guardado silencio. Es un cómplice. Si me
envía a la cárcel, usted será arrastrado conmigo.
Pero Dunn no había hecho sino
sonreír con malicia.
—Vamos, señor Thwaite —le había
dicho—, no me hace usted justicia.
Thwaite recordaba, como si
hubiera sido ayer, la mezcla de burla y astucia que contenía la expresión de
los ojos de aquel hombre.
—Yo acabaría de descubrirlo el
día que presentara el informe. ¿Comprende? Lo había sospechado desde el
principio, pero no había podido probarlo. Les diré que este mismo día había
estado revisando los libros antiguos y, por primera vez, había encontrado la
prueba. En eso no hay ninguna complicidad, señor Thwaite. No hay más que un
pobre empleado que cumple un deber desagradable por el bien de la compañía.
Thwaite había lanzado una
maldición… y había pagado. Y ahora la realidad era que, después de cuatro años
de matrimonio, no le llegaba el dinero. Cierto que su mujer había aportado
algo, pero no tanto como se rumoreaba. Y, además, sostenía que era deber de su
marido traer dinero. Exigía una casa cara, un coche caro, criados caros,
fiestas, cenas y teatros en la ciudad. Thwaite, por otro lado, tenía que
mantenerse a la altura de su propia posición y no podía hacerlo con el continuo
gasto que Dunn representaba. Suprimido Dunn, podría arreglárselas.
—Ayer fui a Penborough y eché un
vistazo a la exposición de Sirius —le había dicho su mujer dos noches antes—.
Es un buen coche, Dunstan. No sé por qué no podemos comprarlo ahora. Si
verdaderamente estás tan mal de dinero como pretendes, podemos adquirirlo a
plazos.
—No quiero esperar con plazos
—respondió Thwaite—, porque nunca se sabe lo que es de uno ni la situación en
que está.
—Es posible que no quieras tú
—había dicho su esposa con acritud—, pero ¿y yo? ¿Te parece bien que vaya por
ahí con un «Austin» del año de la nana mientras todas mis amigas exhiben
«Singers», «Daimlers» y «Lincolns»? Mira a Myra Turner, con su «Rolls Royce»
nuevo. Te digo que es irritante, y, lo que es más, no pienso consentirlo.
—Ya lo sé, Hilda —contestó
Thwaite con cansancio—. Sé que tienes derecho a ello y será tuyo con el tiempo.
Pero tendremos que esperar. Créeme, no tengo el dinero necesario.
El rostro de su esposa asumió una
expresión de frialdad que él conocía y temía. Habían tenido ya muchas
discusiones similares.
—No quiero inmiscuirme en tus
secretos —le dijo con voz dura y cortante—. Aunque estés manteniendo a otra
mujer, no te haré preguntas. Pero una cosa te aseguro: es que si tú no encargas
este automóvil, lo haré yo. No sé por qué hay que tener en cuenta tus gustos y
no los míos. Supongo que, al menos, podrás pagar el primer plazo, ¿no?
Thwaite suspiró. Sus labios
estaban sellados, porque sabía que su esposa tenía toda la razón. No había sido
la escasez de dinero o la imposibilidad de comprar automóviles caros lo que
había convertido a una camarada leal en una extraña y a su feliz matrimonio en
una pesadilla, sino la falta de confianza de ella en él: el saber que había
varios cientos de libras al año, de cuyo uso su marido no podía responder.
Hilda Thwaite no era tonta, y los primeros intentos de su marido de echarle
tierra a los ojos no habían hecho sino confirmar sus sospechas. Sin embargo, él
estaba convencido que de no ser por los problemas monetarios, podrían reanudar
sus antiguas y felices relaciones. Aquí era donde aparecía John Dunn.
¡Cielo santo, cómo odiaba a aquel
hombre! El recuerdo del paso a nivel volvió a su imaginación. La idea no era
nueva. Semanas antes se había imaginado, con pavorosos detalles, lo que allí
podía ocurrir. Su plan había tomado vida cuando el médico le recetó los
somníferos, y lo primero que se le ocurrió fue dar a su enemigo una dosis
concentrada. Pero luego pensó que aquello era demasiado arriesgado y que había
un procedimiento más sutil. Teniendo a mano el paso a nivel, sólo necesitaría
darle una pequeña dosis de la droga.
Thwaite permitió a su imaginación
repasar el plan completo y, con algo parecido al horror, se sintió arrastrado
por fuerzas que podían más que su voluntad. Como el personaje que creó Allan
Poe, le pareció que las paredes de su cámara se cerraban sobre él.
A la mañana siguiente, Thwaite titubeaba
aún, pero había sido el propio Dunn quien había decidido la situación. Los dos
hombres se hallaban en el despacho particular de Thwaite hablando de negocios.
—Siento molestarle, señor Thwaite
—dijo Dunn con voz sibilante, una vez tratados los asuntos de la compañía—,
pero de nuevo estoy en un apuro a causa de mi hijo, que se ha metido en un lío
y tiene que pagar quinientas libras si no quiere que le arresten. He pensado
que tal vez pueda usted ayudarme.
Por razones sólo de él conocidas,
las exigencias de Dunn siempre tomaban la forma de ayuda para un hijo
imaginario. En la primera ocasión, cuando Thwaite le había señalado la evidente
inexactitud de sus palabras, Dunn la había admitido de buena gana, pero con
cínica insolencia había formulado en los mismos términos sus subsiguientes
peticiones.
—¡Al diablo su hijo! —respondió
Thwaite en voz baja, pues a pesar de que la estancia era amplia debía de tener
cuidado de no ser oído—. ¿Es que no puede decir sin rodeos lo que quiere?
—Pues sin rodeo, señor Thwaite
—accedió amistosamente su subordinado—, quinientas libras. No es mucho entre
caballeros.
Thwaite sintió deseos de
arrojarse al cuello de aquel tipejo y, lentamente, acabar con su miserable
vida.
—¿Quinientas? —repitió—. ¿No
querrá la luna por casualidad? Porque tantas probabilidades tiene de conseguir
una cosa como la otra.
Dunn hizo ademán de lavarse las
manos.
—Vamos, vamos, señor Thwaite
—silbó—. Vamos, señor. ¡Qué cosa más absurda! Para un caballero como usted,
quinientas libras no son nada. ¿No irá usted a poner dificultades por una
minucia semejante?
—No piense que las va a conseguir
de mí —dijo Thwaite con firmeza—. Y le diré por qué. Porque no las tengo.
Podría darle una pequeña cantidad, pero no quinientas libras. Ya puede dejar de
contar con ellas.
Dunn sonrió malignamente. Éste
era el estado de cosas que más le divertía.
—Quinientas, señor Thwaite
—murmuró—. No será usted capaz de privar a un pobre hombre del dinero que le
pertenece, ¿verdad?
Thwaite lo miró con fijeza.
—No sea idiota —le aconsejó—. En
los últimos cinco años le he pagado unas tres mil libras y ya estoy harto. No
vaya demasiado lejos.
El rostro de Dunn asumió una
expresión de inocencia ultrajada.
—¿Demasiado lejos, señor Thwaite?
Por nada del mundo quisiera ponerle en un apuro. No hubiera mencionado esta
pequeñez de no saber que puede usted contar con esta cantidad sin dificultades.
Me ofende usted, señor.
—Sin dificultades, ¿eh? Puesto
que sabe tanto, dígame cómo.
Dunn sonrió con malicia.
—Nunca me hubiera atrevido a
sugerirle nada, señor Thwaite, pero puesto que me pide su opinión, la cosa
cambia. Ya que me pregunta, ¿qué le parece dejar para otra vez la compra del
«Sirios»? El «Austin» es todavía un buen coche. Mucha gente daría cualquier
cosa por tener un «Austin» de hace cinco años.
Thwaite lanzó un juramento.
—¿Cómo diablos está enterado de
esto? —gruñó.
—No tiene nada de particular
—repuso Dunn con suavidad—. Todo el mundo sabe que la señora Thwaite ha estado
probando el nuevo coche y no es difícil adivinar la razón.
En aquel momento fue cuando
Thwaite decidió llevar a cabo su plan. Fingió reflexionar y se revolvió
nerviosamente en el asiento.
—Bueno, no hablemos de ello aquí.
Haré lo que pueda —dijo—. Venga mañana por la noche y estudiaremos el asunto.
«A la noche siguiente su mujer
iba a hacer una visita a la ciudad», reflexionó Thwaite.
—Y, oiga usted —añadió—, tráigase
esas cifras de Maxwell. Más vale que exista una razón oficial para su visita.
Hasta aquí todo iba bien y
Thwaite comprobó que Dunn no sospechaba nada. Naturalmente, no tenía por qué
sospechar. No era la primera vez que iba a casa de Thwaite con un fin parecido.
A la tarde siguiente, Thwaite
hizo los sencillos preparativos que eran necesarios. Ya se había guardado en el
bolsillo billetes de cincuenta libras, y ahora se aseguró de que su libro de
cheques, fechado al día, estaba en su caja fuerte. A continuación escribió una
carta a su agente de Bolsa, archivó la copia al carbón y quemó el original.
Después llenó el frasco de whisky con
cantidad suficiente para dos vasos y echó en él la mitad de uno de sus
somníferos. Se ocupó de que hubiera a mano una botella de whisky sin abrir, un sifón, agua y dos vasos. En el bolsillo
exterior derecho de su abrigo, colgado en el pasillo junto a la puerta, puso un
martillo y en el izquierdo una linterna eléctrica. Por último, adelantó diez
minutos el reloj de pared y el suyo de pulsera. Después se sentó a esperar.
Era necesario tomar toda clase de
precauciones. Naturalmente, se originarían sospechas y sus actos tenían que
estar a prueba de cualquier investigación de la policía. Thwaite sabía que en
la oficina existía el convencimiento de que Dunn ejercía un misterioso poder
sobre él. A Dunn se le permitían cosas que a ningún otro empleado le serían
toleradas. Pero Thwaite tendría una buena coartada, porque podría demostrar que
no había salido de su casa.
Pasada la necesidad de actuar,
descubrió que apenas podía soportar el peso del horror que lentamente se iba
apoderando de él. Como casi todo el mundo, había leído casos de asesinatos y se
había maravillado ante los errores que cometen los asesinos para su propia
perdición. Ahora, aunque el crimen sólo existía en su imaginación, comprendía
perfectamente esos errores. Bajo la presión de semejantes emociones, era
difícil pensar. Le pareció ver a Dunn ante él, sano y salvo, sin que el menor
pensamiento de la muerte cruzara por su mente. Le pareció verse a sí mismo
levantar el brazo, le pareció oír el ruido sordo del martillo al caer sobre el
cráneo de su víctima, contemplar la caída del cuerpo, y por último, su
inmovilidad. ¡El cadáver de Dunn! Todo su cuerpo muerto, excepto sus ojos. En
la imaginación de Thwaite, los ojos permanecían con vida, mirándole con
reproche, siguiéndole allá donde fuera. Se estremeció. ¡Cielos! Sí cometía aquel
acto, ¿volvería alguna vez a tener paz?
Sacó la botella de whisky, se sirvió una buena dosis y la
bebió casi de un trago. Inmediatamente, las cosas volvieron a adquirir su
perspectiva normal. Se había dejado dominar por los nervios, Él no era de los
que se acobardan por nada. Un poco de valor, diez minutos desagradables, y
luego… ¡la seguridad, el final de todas sus preocupaciones, la felicidad de su
hogar, la confianza en el futuro! Cuando media hora después llamaron a la
puerta y hacía pasar a Dunn, Thwaite era, una vez más, dueño de sí mismo.
Con el objeto de que lo oyera la
criada, saludó a su visitante con cordialidad.
—Se trata de esas cifras de
Maxwell, ¿verdad? Las resolveremos en seguida. —Después, con la puerta ya
cerrada, prosiguió—: Sáquelas y les pondré el visto bueno, Dunn. Es inútil
tomar precauciones a medias. Oficialmente, usted ha venido a trabajar en ellas
y así lo haremos.
Los dos hombres se pusieron a
trabajar como si se encontraran en el despacho de Thwaite en la fábrica. Quince
minutos después habían terminado y Dunn volvió a introducirse los papeles en el
bolsillo. Thwaite se apoyó en el respaldo de su silla.
—Y ahora tratemos del otro asunto
—dijo lentamente mientras los ojos de Dunn brillaban con avaricia—. Por cierto
—añadió levantándose como si hubiera olvidado algo—, ¿quiere beber algo? Aunque
hayamos de tener una discusión desagradable, no hay por qué pelear.
En los astutos ojos de su
enemigo, la desconfianza luchó con el deseo.
—No quiero beber nada esta noche
—dijo vacilante.
—No sea estúpido —dijo Thwaite
con rudeza—. ¿De qué tiene miedo? ¿Cree que le voy a envenenar? —añadió
pasándole el frasco y los vasos desde el otro extremo de la mesa—. Sirva lo
mismo para los dos. Añada usted mismo el sifón y no sea más necio de lo que acostumbra
ser.
Triunfó el deseo, como Thwaite
sabía que triunfaría. Él bebió primero y luego Dunn; sus recelos se calmaron
ante aquella demostración de buena fe. La dosis era pequeña, la cuarta parte de
lo normal para cada uno, pero cumpliría con su cometido. En Thwaite, por estar
acostumbrado, no produciría ningún efecto. A Dunn le produciría sueño. Su
anfitrión no deseaba dormirlo, sino sólo que quedara abotagado y dejara de
estar en guardia.
Thwaite comprobó con satisfacción
que las primeras medidas marchaban bien. Ahora tenía que preocuparse con que ni
la menor noción de lo que pensaba hacer cruzara por la mente de aquel hombre.
Se inclinó hacia delante en tono confidencial.
—Escúcheme, Dunn —le dijo en el
tono que un hombre de mundo adoptaría para hablar con un igual—. Es
completamente inútil que insista usted en recibir quinientas libras. No las
tengo y no hay más que hablar. Eso ya se lo he dicho. Pero de todas formas,
quiero ayudarlo. ¿Le basta con esto?
Sacó el fajo de billetes de su
bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Después se dirigió al archivo y extrajo de él
la copia de la carta que había dirigido a su agente de Bolsa. Dunn se apoderó
de los billetes y muy despacio, acariciándolos como si su simple contacto le
proporcionara placer, comenzó a contar.
—¿Cincuenta? —articuló
secamente—. Usted siempre con sus bromas.
—Lea esta carta —dijo Thwaite con
impaciencia.
Dunn lo hizo muy lentamente.
Después, muy lentamente también, terminó de beber su vaso de whisky y habló.
—¿Una venta de acciones por valor
de doscientas cincuenta libras? Está usted de muy buen humor esta noche, señor
Thwaite.
—¡Trescientas, Dunn! Trescientas
libras. Seis veces este fajo de billetes. ¡Medítelo, amigo! Y no le digo que
necesariamente sea lo último que le doy —añadió—. No sea tonto, Dunn. Acepte
trescientas para ir tirando y dé las gracias.
Los labios de Dunn dibujaron su
maligna sonrisa.
—Quinientas, señor Thwaite
—repitió—. Mi hijo.
Thwaite se puso en pie de un
salto y comenzó a recorrer de un extremo a otro la habitación.
—Pero, ¡maldita sea!, ¿no le he
dicho que no las tengo? ¿Es que no me cree? Mire —sacó sus llaves y
dirigiéndose a la caja fuerte empotrada en un rincón de la habitación, sacó su
libro de cheques del interior y lo lanzó con gesto dramático sobre la mesa—;
compruébelo usted mismo, está completamente al día.
Una vez más Dunn habló con voz
sibilante.
—¿Un libro, señor Thwaite? Me
sorprende usted, señor. Un hombre con su habilidad para manejar los libros no
debería pretender que un amigo creyera lo que hay escrito en uno de ellos.
Thwaite experimentó un ligero
alivio. El muy estúpido le estaba facilitando la tarea. Por lo tanto no hizo
caso del sarcasmo.
—Bien, ya le he hecho mi oferta
—dijo—. Cincuenta libras en efectivo ahora y doscientas cincuenta más en cuanto
mi agente consiga vender. ¿Lo toma o lo deja? Le advierto, sin embargo, que si
no acepta no conseguirá nada. He llegado al límite de mi paciencia y voy a
poner fin a este asunto.
—¿Me permite preguntarle cómo?
—Pues sí, Dunn. Le voy a permitir
que revele lo que sabe. De aquello hace ya cinco años y yo he servido bien a la
compañía desde entonces. Les he ahorrado bastante más de mil libras. Venderé
esta casa y devolveré el dinero con el interés que se haya acumulado. Cumpliré
mi condena, que no será muy grave en estas circunstancias, y después me iré al
extranjero con otro nombre y empezaré de nuevo.
—¿Y su esposa, señor?
—¿A usted qué demonios le
importa? —exclamó Thwaite colérico volviéndose hacia su invitado. En seguida
añadió con más calma—: Ya que le interesa saberlo, mi esposa saldrá antes que
yo del país. Me estará esperando cuando yo termine mi condena. Me esperará dos
o tres años, no puede ser más. Eso es lo que ocurrirá. Puede usted llevarse sus
trescientas libras. Le daré trescientas libras al año. O puede elegir la otra
alternativa.
Dunn permaneció sentado mirándole
con expresión abotagada. La droga comenzaba a surtir efecto. Thwaite
experimentó por un momento el temor de haberle administrado demasiada cantidad.
—Bueno —dijo con rudeza mirando
al reloj; era ya casi la hora—. ¿Qué decide? ¿Lo toma o lo deja?
—Quinientas —persistió Dunn con
voz ronca—. Quiero quinientas. Ni un penique menos.
—De acuerdo —repuso
inmediatamente Thwaite—. Punto final. Ahora puede irse y hacer lo que quiera.
He terminado con usted.
Dunn lo miró con ojos
inexpresivos y se echó a reír con descaro.
—No hay miedo, no ha terminado
conmigo, señor Thwaite —murmuró—. Nada de eso. Usted no es tan idiota. Vamos,
pague. —Lentamente extendió una mano temblorosa—. Quinientas.
Thwaite lo miró seriamente,
preocupado ya.
—¿No se encuentra bien, Dunn?
¿Quiere un poco más de whisky?
Sin esperar respuesta, abrió la
botella nueva y le sirvió una segunda dosis. Su subordinado vació el vaso de un
trago y pareció reponerse un poco.
—Es extraño, señor Thwaite
—dijo—, pero, efectivamente, he sentido un ligero mareo. Ya estoy mejor.
Indigestión, supongo.
—Supongo que sí. Bueno, si va
usted a volver en este tren, ya es hora de que se vaya. Reflexione sobre el
asunto y comuníqueme mañana lo que haya decidido. Llévese las cincuenta libras
de todos modos.
Dunn titubeó, pero no pudo
resistir a los billetes y los introdujo lentamente en uno de sus bolsillos.
Luego consultó su reloj y después miró el de pared.
—Su reloj está adelantado
—declaró—. Todavía tenemos diez minutos.
—¿Adelantado? Me parece que no.
—Thwaite miró su reloj de pulsera—. No, debe usted estar atrasado. Mire.
Dunn pareció quedar desconcertado
y se puso en pie, tambaleándose ligeramente. Thwaite se felicitó. Aquél era el
estado de cosas que había esperado conseguir.
—Todavía no está usted bien del
todo —dijo—. Lo acompañaré a la estación. Espéreme mientras voy a ponerme el
abrigo.
Ahora que había llegado el
momento, Thwaite se sentía despejado y sereno, dueño de sus nervios y de la
situación. Al ponerse el abrigo palpó el martillo que había introducido en él.
—Vamos. Saldremos por aquí. Deme
el brazo.
El despacho en que se hallaban
daba a un pasillo, que conducía desde el vestíbulo principal a una puerta
lateral que abría al jardín. Ésta fue la puerta que abrió Thwaite, y cuando
hubieron salido la cerró silenciosamente a su espalda. Cuando volviera, lo
haría con el mismo silencio, alteraría la hora de los dos relojes, se dirigiría
haciendo ruido a la puerta principal, daría las buenas noches a alguien
invisible y cerraría de un portazo. Inmediatamente llamaría al timbre, con la
excusa de que se disponía a trabajar hasta muy tarde y quería más café, y
cuando entrara la criada le haría reparar en la hora, cuando quería que se lo
sirviera. Todo esto dejaría bien claro, primero, que él no había abandonado la
casa, y segundo, que su víctima había abandonado la casa con la hora justa para
coger el tren. Admitidos estos dos hechos, su inocencia quedaría establecida
sin ningún género de duda.
Los dos hombres avanzaron
lentamente cogidos del brazo. Ahora estaban en medio de la oscuridad de los
arbustos. Thwaite conocía cada metro de terreno y sólo para caso de emergencia
había llevado consigo la linterna. Una ligera y cortada brisa se abrió paso,
gimiendo, entre los pinos y les dio en el rostro. Entre los arbustos hubo un
ligero movimiento. Un conejo, quizás. O un gato… El corazón de Thwaite comenzó
a latir aceleradamente.
Era una noche serena, pero de una
intensa oscuridad. Cuando abandonaron la casa, un tren de mercancías avanzaba
despacio por la vía. Thwaite se regocijó. ¡Su aliado! A aquella hora esos
trenes pasaban continuamente y él había contado con uno de ellos para borrar
las huellas de su crimen. Un golpe en la cabeza con el martillo —por llevar sombrero
su enemigo no habría derramamiento de sangre— y después sólo sería necesario
colocar su cuerpo sobre las vías, cerca del paso a nivel, y el tren haría el
resto. Unos cuantos minutos de angustia, y luego… ¡La seguridad!
Ahora avanzaban por el camino lateral
hasta la puerta. Ahora llegaban a ésta, la dejaban atrás, llegaban a la
pradera. A menos de veinte metros estaba el paso a nivel.
Mientras recorrían aquellos
veinte metros, le pareció a Thwaite que había perdido su personalidad. Desde
fuera, él, el verdadero Thwaite, observaba a aquel autómata que era su misma
imagen. Su cerebro estaba en blanco. Aquel autómata tenía que haber algo, algo
terrible y con él contemplaba su actuación con desapasionado interés. Llegaron
al cruce y se detuvieron junto al postigo. Sólo el gemido del viento y el ruido
del motor de un automóvil rompían la quietud de la noche. Thwaite empuñó el
martillo. Había llegado el momento.
Y entonces tuvo un sobresalto.
Por su mente cruzó una idea espantosa que lo aturdió como si hubiera recibido
un golpe. ¡No podía hacerlo! Había cometido un error. Se había traicionado. Al
menos por aquella noche, Dunn estaba tan seguro como si estuviese rodeado de
una legión de ángeles armados con espadas flamígeras.
¡Sus llaves! Se las había dejado
en la caja fuerte. Sin ellas no podía entrar en casa. Tendría que llamar. Y si
había salido, nadie creería que no había llegado al menos hasta el cruce.
Estaba demasiado cerca de la casa. Thwaite se apoyó en el postigo, recordando
amargamente el vanidoso convencimiento que había sentido de su superioridad al
recordar los errores cometidos por los asesinos.
Pero en seguida lo invadió una
oleada de alivio, con intensidad casi dolorosa. ¿Y si no lo hubiera recordado?
Un minuto más y hubiera sido un asesino que huía de la justicia. Estaría con la
cuerda al cuello. Nada hubiera podido salvarlo.
Su reacción ante tal cúmulo de
sensaciones fue de completo anonadamiento y comprendió que no podía soportar un
segundo más la proximidad de Dunn. Con voz insegura le deseó buenas noches y,
dando media vuelta, atravesó, tambaleándose, la pradera. Paseó de arriba abajo
por espacio de diez minutos hasta conseguir tranquilizarse y, luego, pulsó el
timbre.
—Gracias, Jane —dijo
automáticamente, como quien obra en sueños—. He ido a acompañar al señor Dunn
hasta el cruce y me he dejado olvidadas las llaves.
El alivio que sintió por haberse
librado de cometer un error, había sido instantáneo. Ahora, con gran sorpresa
suya, sentía surgir en su interior otro alivio más profundo. ¡No era un
asesino! Ahora comenzaba a comprender en toda su magnitud el horror del crimen.
Sintió que su visión contenía la verdad. Si hubiera hecho lo que se proponía,
nunca se hubiera visto libre de los ojos de Dunn. ¿Paz, seguridad, felicidad?
¡Nunca las hubiera conocido! Hubiera cambiado su situación presente por una
esclavitud diez veces mayor.
Con el corazón gozoso y lleno de
gratitud, se acostó. Y gozoso y lleno de gratitud, se levantó al día siguiente.
Pondría fin a toda aquella espantosa pesadilla. Aquel mismo día se confiaría al
director, aceptaría el castigo y volvería a tener paz.
Pero, durante el desayuno, la
tragedia descendió sobre él. Jane entró en la habitación con los ojos
desorbitados.
—¿Se ha enterado de la noticia,
señor? —exclamó—. Acaba de decírmelo el lechero. El señor Dunn murió anoche,
¡lo atropellaron en el cruce! Los peones lo encontraron esta mañana,
horriblemente mutilado.
Lentamente, el rostro de Thwaite
adquirió un color ceniciento. ¿Qué fue lo que la noche anterior había dicho a
la sirvienta? Ya empezaba a mirarlo con curiosidad. ¿Qué estaría pensando?
Con un esfuerzo sobrehumano,
consiguió reponerse.
—¡Cielo santo! —exclamó con tono
de horror levantándose de la mesa—. ¡Dunn muerto! ¡Por Dios, Jane, qué cosa más
horrible! Me acercaré allí.
Así lo hizo, para descubrir que
el cadáver había sido conducido a una casilla de peones camineros cercana y que
la policía se había hecho cargo de la situación. Cuando apareció Thwaite, el
sargento lo saludó.
—Un lamentable asunto, señor
Thwaite —dijo—. Usted conocía al muerto, ¿verdad, señor?
—¿Qué si lo conocía? —repuso
Thwaite—. Claro que lo conocía. Trabajaba en mi oficina. Anoche mismo vino a
verme para tratar de cosas de negocios. Esto debió sucederle inmediatamente
después de despedirse de mí. ¡Espantoso! Para mí ha sido un gran golpe.
—Lo comprendo —dijo amablemente
el sargento—. Pero los accidentes no se pueden prever, señor.
—Ya lo sé, sargento. Sin embargo,
me ha impresionado porque me siento un poco responsable. Había bebido una copa
de más. Yo le ofrecí algo de beber, pero era evidente que no estaba
acostumbrado al alcohol. Desde luego, le afectó muy poco, pero me pareció mejor
acompañarlo y dejarlo en la estación.
Los ojos del sargento cambiaron
de expresión.
—¡Ah! ¿Salió usted con él? ¿Y lo acompañó
hasta la estación?
—No. Me pareció que el aire
fresco le hacía reaccionar y lo dejé antes de llegar al cruce.
¿Era aquélla la mirada normal del
sargento, o era que… ya…?
Aquel día le interrogaron. Fueron
a verlo a la oficina y es de suponer que se entrevistaron con la servidumbre.
Thwaite dijo la verdad: que había ido con Dunn hasta el postigo y que allí lo
había dejado. Tomaron notas y se fueron.
Al día siguiente volvieron.
Durante el juicio la defensa hizo
hincapié en el hecho de que Thwaite había ido, abiertamente, al cruce y de que
no había intentado ocultar su acción, ni a la criada ni a la policía. Pero la
defensa no logró explicar por qué se encontró una droga en los residuos del
frasco de whisky y en el estómago del
muerto; ni el hecho de que el reloj del estudio hubiera adelantado diez minutos
desde la cena, cuando Jane había advertido que estaba en hora. No logró tampoco
ocultar el significado de una hoja, manuscrita, que se halló en un sobre
sellado en casa de Dunn, en la que habían sido anotadas cifras de dinero
recibidas. Ni de las cantidades que, en ciertas fechas, habían desaparecido de
la cuenta corriente de Thwaite para aparecer, días después, en la de Dunn. Por
último, la defensa no consiguió ofrecer una explicación convincente a dos
puntos: primero, a que —como se deducía por unas manchas oscuras aparecidas en
cierta máquina— la tragedia se hubiera producido siete minutos antes de que
Thwaite llamara al timbre de su casa; segundo, a que el martillo, con las
huellas dactilares de Thwaite, se encontrara en el bolsillo del abrigo que
llevaba puesto aquella noche.
Durante la última mañana de su
vida, Thwaite dijo al capellán toda la verdad. Después dio muestras del valor
que se esperaba de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario