GARCÍA
LORCA, EL PÚBLICO, LA CRÍTICA Y MARIANA PINEDA[27]
Juan
González Olmedilla
[27]
J. G. O., «Los autores después del estreno. García Lorca, el público, la
crítica y “Mariana Pineda”», Heraldo de
Madrid, Madrid, 15 de octubre de 1927, p. 6. Obras completas, III, 1996, pp. 360-363. <<
En
esta serie de visitas de tornabodas que me he impuesto, y que si unas veces son
obra de misericordia —la de visitar a los enfermos del fracaso— otras tienen el
inconfundible carácter de una reiteración de mi pleitesía al triunfador de la
víspera, he podido observar que los autores que, de buenas a primeras, menos
tienen que decir, o más quieren callar sobre las vicisitudes de su obra frente
al público y la crítica, suelen ser los que, a la postre, se muestran más
explícitos. Así Vives, los Quintero, Guerrero… Ninguno, sin embargo, de una
locuacidad más alegre, de mayor jovialidad y desenfado para afrontar mis
preguntas y responderlas ampliamente que este «novel» teatral, este desbordante
gran muchacho granadino, tan mesurado, no obstante; tan conciso, tan
concentrado, en su intensa y reducida obra de gran poeta. Federico García Lorca
sale al paso de mis tres interrogantes con sendos participios escuetos:
«Encantado» (del público), «agradecido» (a la crítica) y «descontento» (de la
propia obra, escrita hace seis años y ajada ya, mustia en su corazón fresco y
prolífico de creador joven).
Luego,
para justificar ante el amigo esta parquedad frente al periodista, me dice:
—Para
mí escribir, lo mismo teatro que libros, es un juego, un entretenimiento que me
divierte. Yo busco la alegría y no las preocupaciones, naturalmente, en este
deporte. Por eso no quiero decirle a usted nada en serio, ni complicarme, ni
crearme conflictos con autores, críticos, amigos y enemigos, que para el caso
de divertirnos es lo mismo.
Pero
yo, que hago reportaje con igual espíritu deportivo que él poesía lírica o
dramática, y que también busco en esta clase de juegos, en estos matches de la
interviú, un divertimiento mío —y si es posible, de mis lectores—, no me
conformo, claro está, con evasivas. Y menos con ocasión del estreno de «Mariana
Pineda», suceso teatral que tan viva controversia ha suscitado en todas partes.
(Eludo, por no restar espacio a las confesiones del autor, la exposición de los
recursos de contumacia inquisitiva de que he de valerme para que García Lorca
hable. Al fin lo he logrado. Bien que sin arrancarle por completo lo más
sincero de sus impresiones, pues el poeta se me encastilla en un delicioso
dandysmo literario, sirte más peligrosa para el periodista que interrogue de
buena fe que la del silencio, el titubeo o el efugio…).
—Puede
usted decir respecto al público —declara mi internuncio— que no me emocioné con
sus ovaciones. Por eso salí tan tranquilo a saludarlo. Y mientras aplaudían,
usted lo ha visto, todos pudieron comprobarlo, yo me dedicaba a buscar las
caras conocidas en palcos y butacas. Y esto fue así porque yo estaba «alegre y
confiado». Ahora, en vista de que el buen éxito persiste, estoy por confesar,
como cualquier autor veterano de los que, desencantados de todo, sólo se
remiten a la reacción inmediata del auditorio frente a su obra, que lo
interesante es que el público aplauda. Bueno; ya sabe usted que, para mí,
interesante equivale a divertido. Y nada lo es tanto como ver que el público se
entusiasma con un juego mío; con una obra que escribí, como todas, por juego.
En
cuanto a la crítica, empiezo por reconocer que hay mil Marianas de Pineda
distintas. La Mariana heroica, la Mariana madre, la Mariana enamorada, la
Mariana bordadora; hasta la Mariana vulgar que cose y lava los pañales de sus
hijos o condimenta un guiso para sus invitados. Pero yo no las iba a «hacer»
todas. Puesto a elegir, me interesó más la Mariana amante. Y estas escenas —tan
declamatorias, tan eficaces teatralmente— que echan de menos algunos, en las
que Mariana Pineda se despide, con patéticos acentos, de sus hijos, existen
desde luego. Existen como otras muchas escenas; pero yo las he eludido. Cada
espectador puede, así, colaborar a mi tarea, imaginando todas esas escenas que
faltan en mi drama. ¿Ausencia de amor maternal? No la hay en él. Lo que hay es
que mi protagonista obedece a otro amor más fuerte en ella; mejor dicho, a que
siendo Mariana la libertad en sí misma, y no el amor a la libertad, ni su
mártir, no supedita a un sentimiento inferior este gran sentimiento, este
«sentirse ella la libertad inviolable e invencible». Que ama a sus hijos,
dentro de aquella norma suprema, ya está dicho en estos versos suyos, al negarse
a delatar a los conspiradores liberales:
No
quiero que mis hijos me desprecien. Mis hijos
tendrán
un nombre claro como la luna llena.
Mis
hijos llevarán resplandor en el rostro
que
no podrán borrar los años ni los aires.
Si
delato, por todas las calles de Granada
este
nombre sería pronunciado con miedo…
¿Que
en mi obra queda empequeñecida la Mariana liberal? Es una opinión. Yo creo que
no, sin embargo. Cuando la detiene Pedrosa —que no es Scarpia, sino Pedrosa—,
mi Mariana exclama, herida en lo más puro de su ser, en su sentimiento de la
libertad:
Estoy
presa, Clavela, estoy presa.
¡Hora
empiezo a morir!
Aparte
de que yo no creo en el mito de la Mariana Pineda liberal tal como la han
inventado los constitucionales. ¿No comprobó Anatole France la inexistencia de
muchos santos bizantinos? ¿No sabemos todos que el teniente Ruiz no ha existido
como tal héroe, sino que fue un mito adobado por los infantes para que hiciera
«pendant» con los nombres gloriosos de Velarde y Daoiz, héroes auténticos de
nuestra Artillería? Además, mi Mariana Pineda la concebí más próxima a Julieta
que a Judith, más para el idilio de la libertad que para la oda de la libertad.
¿Que
hay tópicos y trucos? ¡Claro! Como que componen bien en mi técnica de estampas
escénicas. He utilizado algunos —no todos los que quisiera— que le iban al
ambiente de la obra a su carácter romántico, poco ironizado… También convenía a
mi obra algún anacronismo, y no vacilé en situar el fusilamiento de Torrijos
antes que la ejecución de Mariana Pineda. Creo que el anacronismo es uno de los
efectos más bellos en el teatro, sobre todo cuando no se quiere hacer una obra
histórica, sino poética. El anacronismo, bien elegido es condensación de una
época. A mi drama quizá le falte ambiente por no tener demasiados anacronismos…
¿Que unos pasajes son eruditos de expresión y otros populares? ¡Claro, también!
De ese desequilibrio surge el contraste, otro bello efecto teatral. ¿Que las
escenas finales son largas? ¡Como que he querido infundirle toda la angustia de
una agonía del amor, de la libertad y de la vida…! También es larga, y hasta
inoportuna, según la común medida, la apoteosis con que termina la muerte de
«Cleopatra». Bueno, en esto, le ruego cuidado y lealtad: no vaya a entenderse
que me comparo con Shakespeare. Es que le tomo como autoridad y como modelo.
Tampoco es vanidad ridícula, sino consciencia de lo que uno pretende hacer, el
decirle que la línea dramática de mi obra busca el sentido clásico a lo Lope, y
la poética, el sentido clásico —en sus dos direcciones: culta y popular— a lo
Góngora. Por eso, aunque sea obra romántica, no sigue a nuestros clásicos del
romanticismo, y nada tiene que ver con García Gutiérrez, Hartzenbusch ni
Zorrilla. ¡Ah! Y diga que, admirando el movimiento ultraísta, ya pasado, yo no
lo he sido nunca. Ni vanguardista.
Finalmente,
le confieso respecto a mi obra que no tengo hoy un juicio claro sobre ella, por
lo lejana que está ya en mi producción. Si la volviese a escribir, lo haría de
otro modo, en uno de los mil modos posibles. Por eso creo sinceramente que
todos los críticos pueden tener razón al juzgarla, cada uno desde su punto de
vista.
Al
despedirnos, Federico García Lorca me dice en un aparte:
—Las
interviús, según la teoría más moderna, se cobran. Yo espero que usted me pague
todo lo que le he dicho, agregando que Margarita Xirgu interpreta a maravilla
mi obra. Y que la admiro también mucho por haberse atrevido a representarla,
después de habérmela rechazado todas las compañías que en España se precian de
artísticas.
Yo
respondo:
—Nada
de eso hay que decirlo en pago de su amabilidad, sino graciosamente, porque es
verdad y es justo.
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