lunes, 21 de marzo de 2022

"De regreso en Argentina, tuve la segunda o tercera oportunidad..." FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS.




 De regreso en Argentina, tuve la segunda o tercera oportunidad de conocer a Borges, Adolfo Bioy Casares y Sábato. A Manuel Mujica ya lo conocía, pero no tuve una gran amistad con él, puesto que solo una vez lo vería en Argentina –más adelante contaré la anécdota con “Manucho”, como cariñosamente se le decía a Mujica–. Los cuatro me fascinaron desde mis años de juventud y, ahora que estaba en mi época de madurez literaria y volvía a analizar sus obras, confieso sin tapujos que me embargaba un sentimiento de éxtasis, respeto y hasta de envidia por el Cuarteto de la Plata.

A Borges, en uno de mis viajes a Argentina, había tenido la oportunidad de conocerlo, pero los Arimanes, con sabiduría, me dijeron en aquel entonces que no me le acercara, que no llegara a saludarlo. Aquel incidente

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había sucedido en el barrio Palermo, en un restaurante de clase media. La justificación de que los Arimanes me aconsejaran no presentarme ante Borges como un escritor promisorio, un escritor en ascenso, fue que eclipsaría mi imagen o, peor aun, me quemaría con su fuego literario. Pero, aquella situación cambiaría con el pasar de los años, pues yo llegaría a ser un escritor muy reconocido.

Borges, Bioy Casares, Sábato y Mujica se conocían desde la juventud; pero, a diferencia de La Prima Donna, donde todo se celebraba con bombos y platillos a la luz de los flashes en París o en Barcelona, el cuarteto argentino era más reticente a lo frívolo y al oropel literario. Los cuatro de La Plata mantenían su amistad alejada de los brillos y lo fatuo. Mantenían una amistad –luego me enteré– subterránea, una amistad muy a la inglesa, de esas amistades que siempre están ahí, pero no salen a la superficie, sino que su fuerza reside en la discreción.

De Borges, admiraba la perfección de sus cuentos; no sobraba ni faltaba nada a esas pequeñas obras, esas joyas en miniatura. Tenía en común con Belfegor su fino humor y la ironía; Belfegor afirmaba que Borges era el mejor escritor en lengua castellana, junto con Cervantes y Quevedo. A Belfegor y yo nos agradaba discutir los temas filosóficos que Borges siempre plasmaba en sus cuentos y su amor desmedido por el gordo de Chesterton.

De Adolfo Bioy Casares, siempre admiré su novela La invención de Morel, una novela difícil, con una ambientación exquisita y un lenguaje depurado hasta el frenesí. También admiraba esa pulcritud, tanto en su forma de hablar al comportarse en público, y sus bellos trajes enteros. Adolfo era un hombre de voz pausada, de esas personas que meditan, que trituran el pensamiento antes de que cruce el cerco de sus dientes. Sus reflexiones acertadas en literatura y su fino humor e ironía lo hacían un segundo Borges argentino.

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A Sabato le tenía cariño y aprecio por su melancólica y hasta pesimista visión del ser humano en su magnífica obra literaria. Ya había publicado sus novelas El túnel y Sobre héroes y tumbas; en 1974, publicaría Abbadón el exterminador. Es curioso que a estas maravillosas obras no les den un carácter de trilogía. De sus ensayos, siempre comenté con Belfegor “El escritor y sus fantasmas” y “Uno y el universo”. Contrario a una visión pesimista que siempre tuvo Sabato en sus novelas, en los ensayos parecía dar una oportunidad al ser humano, pues, al final del camino y de la oscuridad, podía vislumbrarse un pequeñísimo haz de luz. Belfegor y yo concluímos que, aunque Sabato aparentaba un total abandono de fe en la humanidad, muy en el fondo fue siempre una ficción, porque el humano superaba cualquier mezquindad.

Belfegor criticaba con dureza las mezquindades del ser humano y yo le anteponía no solo lo comentado por Sabato en sus ensayos, sino también la frase de Blaise Pascal: “el hombre supera infinitamente al hombre”.

Recuerdo una noche, cuando necesitábamos hacer las revisiones sobre una temática de mi última novela que pronto saldría publicada en Emecé; Belfegor y yo discutimos sobre la novelística de Sabato y su carácter eminentemente humanista.

—Sire, ya lo hemos comentado: la literatura de Sabato no es una literatura de personajes, sino de tramas, de posiciones filosóficas —decía Belfegor.

—Es puro pensamiento filosófico... —dije.

—Cierto. Muchas personas buscan identidades físicas y, en verdad, lo fundamental está en sus temas; los personajes son meros peones en las disertaciones y los planteamientos filosóficos —dijo Belfegor, riendo.

Después, continuamos trabajando en mis novelas.

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Ese tipo de comentarios informales con Belfegor me agradaban sobremanera; no existía un orden de planteamiento en ellos, pero siempre resultaban muy beneficiosos.

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