lunes, 21 de marzo de 2022

«IRÉ A SANTIAGO…»: POEMA DE NUEVA YORK EN EL CEREBRO DE GARCÍA LORCA[44] Luis Méndez Domínguez.

 



«IRÉ A SANTIAGO…»: POEMA DE NUEVA YORK EN EL CEREBRO DE GARCÍA LORCA[44]

Luis Méndez Domínguez

[44] Méndez Domínguez, L., «“Iré a Santiago…”. Poema de Nueva York en el cerebro de García Lorca», Blanco y Negro, n.º 2177. Madrid, 5 de marzo de 1933, s/p. Obras completas, III, 1996, pp. 401-405. Nuestro agradecimiento al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. <<

MALETAS

Como García Sanchiz, como Paul Morand, como Albert Londres, Federico García Lorca, gran poeta de España, gran romancero de Andalucía, es un enamorado de la maleta. Con una diferencia. Siendo internacional como ellos, viajero en todos los expresos, Lorca odia la Hartmann Standard y busca su maleta nacional sin etiquetas, de polos opuestos.

Lorca ama el folklore español como nadie. Las cosas andaluzas, sobre todo, le seducen. Ahora se va a filmar una cinta de costumbres regionales. Canto, aldea, tradición, espectáculo música. La casa productora quiere que Lorca hable ante el micrófono, explicando todos los planos, todas las variantes de la película. Y Lorca duda. Si el film está bien, Lorca hablará.

Y Lorca será feliz, enfrentado al folklore español. Su extraordinaria sensibilidad de poeta rozará suavemente, certeramente, el fondo de nuestras cosas clásicas, fundiéndose con la propia sensibilidad de España. Lorca, antes de comenzar nuestra charla alrededor de Nueva York, me dijo:

—La influencia de Estados Unidos en el mundo se cifra en los rascacielos, en el jazz y en los cock-tails. Eso es todo. Nada más que eso. Y en cock-tails, allá en Cuba, en nuestra América, hacen cosas mucho mejores que las yanquis. En Cuba, sí, donde precisamente cree tener más potencialidad el espíritu norteamericano.

(Lorca tiene razón.)

NUEVA YORK

Federico va dejando por todas las esquinas de la Península su poema de Nueva York. Muy recientemente, Madrid, Valladolid, San Sebastián se han estremecido ante la palabra de Lorca —palabra escrita—, que ha hecho de la armazón de los sky scrapers neoyorquinos cuerda sutil de violín bien pulsado.

Yo he querido que él —antes de su próximo libro— me explique a mí y al lector de BLANCO Y NEGRO el guión de su obra. Y el poeta ha empezado diciéndome:

—No he querido hacer una descripción por fuera de Nueva York, como no la haría de Moscú. Son dos ciudades sobre las que se vierte ahora un río de libros descriptivos. Mi observación ha de ser, pues, lírica. Arquitectura extrahumana y ritmo furioso, geometría y angustia. Sin embargo, no hay alegría, pese al ritmo. Hombre y máquina viven la esclavitud del momento. Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria. Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre.

—Delicioso…

—Nieves, lluvias y nieblas —prosigue el poeta— subrayan, mojan, tapan las inmensas torres; pero éstas, ciegas a todo juego, expresan su intención fría, enemiga de misterio, y cortan los cabellos a la lluvia o hacen visibles sus tres mil espadas a través del cisne suave de la niebla.

(Lorca me ha aupado ya a su poema. Su acento del Sur, fuerte y dulce a la vez, sugestiona y emboba. Lorca cree en Arabia. Lorca es más árabe que andaluz. Más padre que hijo.)

—Ejército de ventanas, donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o dialogar con una de las delicadas brisas que tercamente envía el mar, sin tener jamás respuesta…

—Sigue, Federico; sigue tu poema en prosa…

—Voy allá.

LEJOS DE BROADWAY

Federico respira fuerte ahora. Mira al cielo. Mira además no sé adónde.

—… ¡Pero hay que salir a la ciudad! Hay que vencerla, no se puede uno entregar a las reacciones líricas sin haberse rozado con las personas de las avenidas y con la baraja de hombres de todo el mundo. Y me lancé a la calle.

 

Federico García Lorca en el Paseo del Prado con Luis Méndez Domínguez (segundo por la izquierda), Blanco y Negro (Madrid, 5 de marzo de 1933), Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros.

(Lorca piensa; sigue mirando al cielo, tachado de jirones. Recuerda…)

—Una noche, en el agónico barrio armenio oí detrás de la pared estas voces, que esperaban un asesinato:

¿Cómo fue?

Una grieta en la mejilla.

Eso es todo.

Una uña que aprieta el tallo.

Un alfiler que busca hasta encontrar las raicillas del grito.

Y el mar deja de moverse.

¿Cómo fue?

¡Así!

¿Así?

¡Así!

—Y otro día —habla Federico— me encuentro con los negros. En Nueva York se dan cita las razas de toda la tierra; pero chinos, armenios, rusos, alemanes, siguen siendo extranjeros. Todos menos los negros. Es indudable que ellos ejercen enorme influencia en Norteamérica, y pese a quien pese, son lo más espiritual y lo más delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pereza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actuales.

—¿Negros…?

—Sí, Méndez, sí. Negros. Ni Bronx ni Brooklyn. No; los americanos rubios. Norma estética y paraíso azul no era lo que tenía delante de los ojos. Lo que yo miraba, y paseaba, y soñaba era el gran barrio negro de Harlem, la ciudad negra más importante del mundo, donde lo más lúbrico tiene un acento de inocencia que lo hace perturbador y religioso. Recelo. Recelo negro por todas partes, Méndez. Algo muy típico de esa raza. Se teme a las gentes ricas de Park Avenue. Las puertas están entornadas.

(Lorca se estremece ante el recuerdo de Harlem. Son tensas sus fibras, y es cada fibra renglón de canciones.)

—Yo quería hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario; esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas, con el perpetuo susto de que se les olvide un día encender la estufa de gas, o guiar el automóvil, o abrocharse el cuello almidonado, o clavarse el tenedor en un ojo. Porque los inventos no son suyos…

WALL STREET

(Un ramalazo en el viaje. Se ha torcido el timón por completo. Lorca se aprieta el nudo de la corbata, asoma la punta del pañuelo de crespón en el bolsillo alto de su americana —nunca tan americana—, se mira las rayas de los pantalones en el charol de sus zapatos. Se agobia a sí mismo.)

Reemprende su charla muy despacio:

—Y, sin embargo, lo verdaderamente salvaje y frenético de Nueva York no es Harlem. Hay vaho humano y gritos infantiles, y hay hogares, y hay hierbas, y hay dolor que tiene consuelo y herida que tiene dulce vendaje.

—¿Adónde vas, Federico?

—A Wall Street. Impresionante por frío y por cruel. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra, y la muerte llega con él. En ninguna parte del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu; manadas de hombres que no pueden pasar del tres, y manadas de hombres que no pueden pasar del seis; desprecio de la ciencia pura y valor demoníaco del presente. Espectáculo de suicidas, de gentes histéricas y grupos desmayados. Espectáculo terrible, pero sin grandeza.

—Horrible. Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español, y más todavía un hombre del Sur. Porque si te caes —por ejemplo— serás atropellado, y si resbalas al agua arrojarán sobre ti los papeles de sus meriendas. Ésas son las gentes de Nueva York, las multitudes que se apoyan sobre las barandillas de los embarcaderos.

(Lorca planta su diestra en la frente. Diríase que tiene fiebre. Y busca otra salida a su poema…)

PAISAJE

(Agosto. Nueva York se estrecha, aprieta, estruja y expulsa. Federico en el campo.)

—Lago verde, paisaje de abetos. Arpa judía. Miel de arce. Saludo militar ante Lincoln. Cuatro caballos ciegos. Canciones de la época heroica de Washington. Jazmines.

Federico recita al voleo, como pensando en algo:

Porque si la rueda olvida su fórmula

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos,

y si una llama quema los helados proyectos,

el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.

—Arista y ritmo, forma y angustia, se los va tragando el cielo —prosigue—. Ya no hay lucha de torre y nube, ni los enjambres de ventanas se comen más de la mitad de la noche. Peces voladores tejen húmedas guirnaldas, y el cielo, como la terrible mujerona azul de Picasso, corre con los brazos abiertos a lo largo del mar. El cielo ha triunfado del rascacielos, pero Nueva York es ahora, a lo lejos, algo fantástico. Llega a conmover como un espectáculo natural de montaña o desierto…

REGRESO

(Una sonrisa. Se va agrandando suavemente, con la sinceridad con que se agrandaba Nueva York a la vista de Federico ante la Libertad.)

—… ¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial? Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. La Habana surge entre cañaverales. Llegan, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española…

Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco.

Iré a Santiago.

Siempre he dicho que yo iría a Santiago

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Brisa y alcohol en las mechas…

ENVÍO

Federico. Tú me has entregado tu poema. Me lo contaste aquella noche, cara a la luna, sin más ruido que tu voz. Es muy largo tu poema. Yo estaría cinco, seis noches escuchándote. Las gentes que leen, también. Pero estas doscientas cincuenta páginas no son todas mías. He tenido que destrozar tu voz, dejando solamente tu acento.

Perdón, Federico. Es bastante. Igual que traspasó Nueva York sabrá tu acento prender en todas las imaginaciones. Perdón, Federico, gran poeta español…

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