«IRÉ
A SANTIAGO…»: POEMA DE NUEVA YORK EN EL CEREBRO DE GARCÍA LORCA[44]
Luis
Méndez Domínguez
[44] Méndez Domínguez, L., «“Iré a Santiago…”.
Poema de Nueva York en el cerebro de García Lorca», Blanco y Negro, n.º 2177. Madrid, 5 de marzo de 1933, s/p. Obras completas, III, 1996, pp. 401-405.
Nuestro agradecimiento al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal
Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. <<
MALETAS
Como
García Sanchiz, como Paul Morand, como Albert Londres, Federico García Lorca,
gran poeta de España, gran romancero de Andalucía, es un enamorado de la
maleta. Con una diferencia. Siendo internacional como ellos, viajero en todos
los expresos, Lorca odia la Hartmann Standard y busca su maleta nacional sin
etiquetas, de polos opuestos.
Lorca
ama el folklore español como nadie. Las cosas andaluzas, sobre todo, le
seducen. Ahora se va a filmar una cinta de costumbres regionales. Canto, aldea,
tradición, espectáculo música. La casa productora quiere que Lorca hable ante
el micrófono, explicando todos los planos, todas las variantes de la película.
Y Lorca duda. Si el film está bien,
Lorca hablará.
Y
Lorca será feliz, enfrentado al folklore español. Su extraordinaria
sensibilidad de poeta rozará suavemente, certeramente, el fondo de nuestras
cosas clásicas, fundiéndose con la propia sensibilidad de España. Lorca, antes
de comenzar nuestra charla alrededor de Nueva York, me dijo:
—La
influencia de Estados Unidos en el mundo se cifra en los rascacielos, en el jazz y
en los cock-tails. Eso es todo. Nada
más que eso. Y en cock-tails, allá en
Cuba, en nuestra América, hacen cosas mucho mejores que las yanquis. En Cuba,
sí, donde precisamente cree tener más potencialidad el espíritu norteamericano.
(Lorca
tiene razón.)
NUEVA
YORK
Federico
va dejando por todas las esquinas de la Península su poema de Nueva York. Muy
recientemente, Madrid, Valladolid, San Sebastián se han estremecido ante la
palabra de Lorca —palabra escrita—, que ha hecho de la armazón de los sky scrapers neoyorquinos cuerda sutil
de violín bien pulsado.
Yo
he querido que él —antes de su próximo libro— me explique a mí y al lector de
BLANCO Y NEGRO el guión de su obra. Y el poeta ha empezado diciéndome:
—No
he querido hacer una descripción por
fuera de Nueva York, como no la haría de Moscú. Son dos ciudades sobre las
que se vierte ahora un río de libros descriptivos. Mi observación ha de ser,
pues, lírica. Arquitectura extrahumana y ritmo furioso, geometría y angustia.
Sin embargo, no hay alegría, pese al ritmo. Hombre y máquina viven la
esclavitud del momento. Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni
voluntad de gloria. Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos
con el cielo que los cubre.
—Delicioso…
—Nieves,
lluvias y nieblas —prosigue el poeta— subrayan, mojan, tapan las inmensas
torres; pero éstas, ciegas a todo juego, expresan su intención fría, enemiga de
misterio, y cortan los cabellos a la lluvia o hacen visibles sus tres mil
espadas a través del cisne suave de la niebla.
(Lorca
me ha aupado ya a su poema. Su acento del Sur, fuerte y dulce a la vez,
sugestiona y emboba. Lorca cree en Arabia. Lorca es más árabe que andaluz. Más
padre que hijo.)
—Ejército
de ventanas, donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o
dialogar con una de las delicadas brisas que tercamente envía el mar, sin tener
jamás respuesta…
—Sigue,
Federico; sigue tu poema en prosa…
—Voy
allá.
LEJOS
DE BROADWAY
Federico
respira fuerte ahora. Mira al cielo. Mira además no sé adónde.
—…
¡Pero hay que salir a la ciudad! Hay que vencerla, no se puede uno entregar a
las reacciones líricas sin haberse rozado con las personas de las avenidas y
con la baraja de hombres de todo el mundo. Y me lancé a la calle.
Federico
García Lorca en el Paseo del Prado con Luis Méndez Domínguez (segundo por la
izquierda), Blanco y Negro (Madrid, 5
de marzo de 1933), Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico
García Lorca, Fuente Vaqueros.
(Lorca
piensa; sigue mirando al cielo, tachado de jirones. Recuerda…)
—Una
noche, en el agónico barrio armenio oí detrás de la pared estas voces, que
esperaban un asesinato:
¿Cómo
fue?
Una
grieta en la mejilla.
Eso
es todo.
Una
uña que aprieta el tallo.
Un
alfiler que busca hasta encontrar las raicillas del grito.
Y
el mar deja de moverse.
¿Cómo
fue?
¡Así!
¿Así?
¡Así!
—Y
otro día —habla Federico— me encuentro con los negros. En Nueva York se dan
cita las razas de toda la tierra; pero chinos, armenios, rusos, alemanes,
siguen siendo extranjeros. Todos menos los negros. Es indudable que ellos
ejercen enorme influencia en Norteamérica, y pese a quien pese, son lo más
espiritual y lo más delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan,
porque cantan y porque tienen una exquisita pereza religiosa que los salva de
todos sus peligrosos afanes actuales.
—¿Negros…?
—Sí,
Méndez, sí. Negros. Ni Bronx ni Brooklyn. No; los americanos rubios. Norma
estética y paraíso azul no era lo que tenía delante de los ojos. Lo que yo
miraba, y paseaba, y soñaba era el gran barrio negro de Harlem, la ciudad negra
más importante del mundo, donde lo más lúbrico tiene un acento de inocencia que
lo hace perturbador y religioso. Recelo. Recelo negro por todas partes, Méndez.
Algo muy típico de esa raza. Se teme a las gentes ricas de Park Avenue. Las
puertas están entornadas.
(Lorca
se estremece ante el recuerdo de Harlem. Son tensas sus fibras, y es cada fibra
renglón de canciones.)
—Yo
quería hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que
tienen los negros de ser negros en un mundo contrario; esclavos de todos los
inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas, con el perpetuo susto de
que se les olvide un día encender la estufa de gas, o guiar el automóvil, o
abrocharse el cuello almidonado, o clavarse el tenedor en un ojo. Porque los
inventos no son suyos…
WALL
STREET
(Un
ramalazo en el viaje. Se ha torcido el timón por completo. Lorca se aprieta el
nudo de la corbata, asoma la punta del pañuelo de crespón en el bolsillo alto
de su americana —nunca tan americana—, se mira las rayas de los pantalones en
el charol de sus zapatos. Se agobia a sí mismo.)
Reemprende
su charla muy despacio:
—Y,
sin embargo, lo verdaderamente salvaje y frenético de Nueva York no es Harlem.
Hay vaho humano y gritos infantiles, y hay hogares, y hay hierbas, y hay dolor
que tiene consuelo y herida que tiene dulce vendaje.
—¿Adónde
vas, Federico?
—A
Wall Street. Impresionante por frío y por cruel. Llega el oro en ríos de todas
las partes de la tierra, y la muerte llega con él. En ninguna parte del mundo
se siente como allí la ausencia total del espíritu; manadas de hombres que no
pueden pasar del tres, y manadas de hombres que no pueden pasar del seis;
desprecio de la ciencia pura y valor demoníaco del presente. Espectáculo de
suicidas, de gentes histéricas y grupos desmayados. Espectáculo terrible, pero
sin grandeza.
—Horrible.
Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español, y más todavía
un hombre del Sur. Porque si te caes —por ejemplo— serás atropellado, y si
resbalas al agua arrojarán sobre ti los papeles de sus meriendas. Ésas son las
gentes de Nueva York, las multitudes que se apoyan sobre las barandillas de los
embarcaderos.
(Lorca
planta su diestra en la frente. Diríase que tiene fiebre. Y busca otra salida a
su poema…)
PAISAJE
(Agosto.
Nueva York se estrecha, aprieta, estruja y expulsa. Federico en el campo.)
—Lago
verde, paisaje de abetos. Arpa judía. Miel de arce. Saludo militar ante
Lincoln. Cuatro caballos ciegos. Canciones de la época heroica de Washington.
Jazmines.
Federico
recita al voleo, como pensando en algo:
Porque
si la rueda olvida su fórmula
ya
puede cantar desnuda con las manadas de caballos,
y
si una llama quema los helados proyectos,
el
cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.
—Arista
y ritmo, forma y angustia, se los va tragando el cielo —prosigue—. Ya no hay
lucha de torre y nube, ni los enjambres de ventanas se comen más de la mitad de
la noche. Peces voladores tejen húmedas guirnaldas, y el cielo, como la
terrible mujerona azul de Picasso, corre con los brazos abiertos a lo largo del
mar. El cielo ha triunfado del rascacielos,
pero Nueva York es ahora, a lo lejos, algo fantástico. Llega a conmover como un
espectáculo natural de montaña o desierto…
REGRESO
(Una
sonrisa. Se va agrandando suavemente, con la sinceridad con que se agrandaba
Nueva York a la vista de Federico ante la Libertad.)
—…
¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial? Es el
amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el
verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. La Habana surge entre
cañaverales. Llegan, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la
América de Dios, la América española…
Arpa
de troncos vivos, caimán, flor de tabaco.
Iré
a Santiago.
Siempre
he dicho que yo iría a Santiago
en
un coche de agua negra.
Iré
a Santiago.
Brisa
y alcohol en las mechas…
ENVÍO
Federico.
Tú me has entregado tu poema. Me lo contaste aquella noche, cara a la luna, sin
más ruido que tu voz. Es muy largo tu poema. Yo estaría cinco, seis noches
escuchándote. Las gentes que leen, también. Pero estas doscientas cincuenta
páginas no son todas mías. He tenido que destrozar tu voz, dejando solamente tu
acento.
Perdón,
Federico. Es bastante. Igual que traspasó Nueva York sabrá tu acento prender en
todas las imaginaciones. Perdón, Federico, gran poeta español…
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