viernes, 30 de junio de 2023

MARGUERITE DURAS EL AMANTE Traducción de Ana M.a Moix FRAGMENTO





 Marguerite Duras, hija de franceses, nace en Indochina en 1914. Su padre, profesor, muere cuando ella tiene cuatro años, y la familia vive en la estre­chez. En 1932. se traslada a París donde estudia De­recho, Matemáticas y Ciencias Políticas. En 1943 publica la primera de sus veinte novelas. A partir de entonces, no abandona ya ninguna de las vías de expresión en las que hace incursión: la escritura, el cine, el teatro. De su inagotable producción narrativa, siempre especulativa, destacamos, por ejemplo, Moderato cantabile. El vicecónsul. El arrebato de Lol V. Stein, Los ojos azules pelo negro, Emily L., Los caballitos de Tarquinia, El amor, Destruir, dice y El amante de la China del Norte (Andanzas 19. 26, 43, 45, 67, 95, 118, 147 y 153). Tras una profunda crisis psíquica marcada por el alcoholismo, tres obras maestras, en las que afina defi­nitivamente su escritura, nacida toda ella del deseo: El hombre sentado en el pasillo, El mal de la muerte (La sonrisa vertical 34 y 40) y El amante, su novela más conocida sobre la que el célebre cineasta francés Jean-Jacques Annaud se basó para realizar la película que lleva el mismo título.

 

 



El amante

 

 



Marguerite Duras,

 adolescente, en el período que ella reconstruye en este libro.

 

 

Marguerite Duras se convierte de la noche a la mañana, con El amante, en una autora solicitada por todos los públicos. Y, además, recibe poco después, en noviembre de 1984. el prestigioso Premio Goncourt. A todos emociona sin duda esta narración autobiográfica en la que la autora expresa, con la intensidad del deseo, esa historia de amor entre una adolescente de quince años y un rico comer­ciante chino de veintiséis. Esa jovencita bellísima, pero pobre, que vive en Indochina, no es otra que la propia escritora quien, hoy, recuerda las relaciones apasionadas, de intensos amor y odio, que desgarra­ron a su familia y, de pronto, grabaron prematura­mente en su rostro los implacables surcos de la ma­durez. Pocas personas —y en particular mujeres— permanecerán inmunes a la contagiosa pasión que emana de este libro.




MARGUERITE DURAS

EL AMANTE

Traducción de Ana M.a Moix

 

 TUSQUETS

EDITORES

Título original: L'amant

 

 

 

 

 

 

1.a edición: diciembre 1984

15.a edición: marzo 1992

16.a edición: abril 1992

17.a edición: mayo 1992

 

 

 

 

©   1984 by Les Editions de Minuit

 

 

 

 

Traducción de Ana M.a Moix

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

 

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A.  Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-215-8

Depósito legal: B. 16.858-1992

Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa

Libergraf, S.A. - Constitución, 19-08014 Barcelona

Impreso en España

 

Para Bruno Nuytten

Un día, ya entrada en años, en el vestí­bulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo: "La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su ju­ventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado".

 

 

 

Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la que nunca he hablado. Siempre está ahí en el mismo silencio, deslumbrante. Es la que más me gusta de mí misma, aquélla en la que me reconozco, en la que me fascino.

 

 

 

Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinti­cinco años mi rostro emprendió un cami­no imprevisto. A los dieciocho años enve­jecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiem­po que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que exis­tía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de horrorizar­me seguí la evolución de ese envejeci­miento con el interés que me hubiera to­mado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura. Sabía, también, que no me equivocaba, que un día aminoraría y em­prendería su curso normal. Quienes me conocieron a los diecisiete años, en la épo­ca de mi viaje a Francia, quedaron impre­sionados al volver a verme, dos años des­pués, a los diecinueve. He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más, por supuesto, pero relati­vamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro lacerado por arrugas se­cas, la piel resquebrajada. No se ha deshe­cho como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.

Diré más, tengo quince años y medio.

El paso de un transbordador por el Me-kong.

La imagen persiste durante toda la tra­vesía del río.

Tengo quince años y medio, en ese país las estaciones no existen, vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos ha­llamos en la larga zona cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación.

 

 

 Estoy en un pensionado estatal, en Saigón. Duermo y como ahí, en ese pensiona­do, pero voy a clase fuera, a la escuela francesa. Mi madre, maestra, desea ense­ñanza secundaria para su niña. Para ti ne­cesitaremos la enseñanza secundaria. Lo que era suficiente para ella ya no lo es para la pequeña. Enseñanza secundaria y después unas buenas oposiciones de mate­máticas. Desde mis primeros años escola­res siempre oí esa cantinela. Nunca imagi­né que pudiera escapar de las oposiciones de matemáticas, me contentaba relegán­dolas a la espera. Siempre vi a mi madre planear cada día el futuro de sus hijos y el suyo. Un día ya no fue capaz de planear grandezas para sus hijos y planeó miserias, futuros de mendrugos de pan, pero lo hizo de manera que también tales planes si­guieron cumpliendo su función, llenaban el tiempo que tenía por delante. Recuerdo las clases de contabilidad de mi hermano menor. De la escuela Universal, cada año, en todos los niveles. Hay que ponerse al corriente, decía mi madre. Duraba tres días, nunca cuatro, nunca. Nunca. Cuando cambiábamos de destino abandonábamos la escuela Universal. Volvíamos a empezar en el nuevo. Mi madre aguantó diez años. Todo era inútil. El hermano menor se con­virtió en un simple contable en Saigón. Al hecho de que la escuela Violet no existiera en la colonia debemos la marcha de mi hermano mayor a Francia. Durante algu­nos años permaneció en Francia para estu­diar en la escuela Violet. No terminó. Mi madre no debió hacerse ilusiones. Pero no podía elegir, era necesario separar a aquel hijo de los otros dos hermanos. Durante algunos años no formó parte de la familia. En su ausencia, la madre compró la conce­sión. Terrible aventura, pero para noso­tros, los niños que nos quedamos, menos terrible de lo que hubiera sido la presencia del asesino de los niños de la noche, de la noche del cazador.

 

 

 

Con frecuencia me han dicho que la causa era el sol demasiado intenso durante toda la infancia.  Pero  no  lo he  creído. También me han dicho que era el ensimis­mamiento en el que la miseria sume a los niños. Pero no, no es eso. Los niños-viejos del hambre endémica, sí, pero nosotros, no, no teníamos hambre, nosotros éramos niños blancos, nosotros teníamos vergüenza, nosotros vendíamos nuestros muebles, pero no teníamos hambre, nosotros tenía­mos un criado y comíamos, a veces, es cierto,   porquerías,   zancudas,   caimanes, pero  tales porquerías  estaban  cocinadas por un criado y servidas por él y a veces incluso no las queríamos, nos permitíamos el lujo de no querer comer. No, algo suce­dió cuando tenía dieciocho años que moti­vó que ese rostro fuera como es. Debió de suceder por la noche. Tenía miedo de mí, tenía miedo de Dios. Cuando amanecía, tenía menos miedo y menos grave parecía la muerte. Pero el miedo no me abandona­ba. Quería matar, a mi hermano mayor, quería matarle, llegar a vencerle una vez, una sola vez y verle morir. Para quitar de delante de mi madre el objeto de su amor, ese hijo, castigarla por quererle tanto, tan mal, y sobre todo para salvar a mi herma­no pequeño, mi niño, de la vida llena de vida de ese hermano mayor plantada enci­ma de la suya, de ese velo negro ocultando el día, de la ley por él representada, por él dictada, un ser humano, y que era una ley animal, y que a cada instante de cada día de la vida de ese hermano menor sembra­ba el miedo en esa vida, miedo que una vez alcanzó su corazón y lo mató.

 He escrito mucho acerca de los miem­bros de mi familia, pero mientras lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre esas cosas sin ir hasta ellas.

 

 La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni lí­nea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. Ya he escrito, más o menos, la his­toria de una reducida parte de mi juven­tud, en fin, quiero decir que la he dejado entrever, me refiero precisamente a ésta, la de la travesía del río. Con anterioridad, he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud, de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos sentimien­tos, ciertos sucesos. Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamen­te al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso: que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es, cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia, escribir no es más que publicidad. Pero por lo general no opino, sé que todos los campos están abiertos, que no surgirá ningún obs­táculo, que lo escrito ya no sabrá dónde meterse para esconderse, hacerse, leerse, que su inconveniencia fundamental ya no será respetada, pero no lo pienso de ante­mano.

 

 Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años, tenía ese ros­tro premonitorio del que se me puso lue­go con el alcohol, a la mitad de mi vida. El alcohol suplió  la función  que  no  tuvo Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa posibilidad estaba en mí, sabía que existía, como las demás, pero, curiosamente, antes de tiempo. Al igual que estaba en mí la del deseo. A los quince años tenía el rostro del placer y no conocía el placer. Ese rostro parecía muy poderoso. Incluso mi madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban. Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se an­ticipaban al tiempo, a los hechos.

 

 Quince años y medio. La travesía del río. Al llegar a Saigón, viajo, sobre todo cuando cojo el autocar. Y esa mañana cogí el autocar en Sadec donde mi madre dirige la escuela femenina. Es el final de las vaca­ciones escolares, ya no sé cuáles. Fui a pa­sarlas a la casita de funcionaría de mi madre. Y ese día regreso a Saigón, al pensio­nado. El autocar de los indígenas salió de la plaza del mercado de Sadec. Como de costumbre mi madre me acompañó y me confió al conductor, siempre me confía a los conductores de los autocares de Sai­gón, por si acaso hay un accidente, un in­cendio,  una violación,  un  asalto  pirata, una avería mortal del transbordador. Como de costumbre el conductor me colocó cer­ca de él, delante, en el lugar reservado a los viajeros blancos.

 

 Debió de ser en el transcurso de ese viaje cuando la imagen se destacó y alcan­zó su punto álgido. Pudo haber existido, pudo haberse hecho una fotografía, como otra, en otra parte, en otras circunstancias. Pero no existe. El objeto era demasiado insignificante para provocarla. ¿Quién hu­biera podido pensar en eso? Sólo hubiera podido hacerse si se hubiera podido pre­sentir la importancia de ese suceso en mi vida, esa travesía del río. Pues, mientras tenía lugar, aún se ignoraba incluso su existencia. Sólo Dios la conocía. Por eso, esa imagen, y no podría ser de otro modo, no existe. Ha sido omitida. Ha sido olvida­da. No ha destacado, no ha alcanzado su punto álgido. A esa falta de haber sido to­mada debe su virtud, la de representar un absoluto, de ser precisamente el artífice.

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