Marguerite Duras, hija de franceses, nace en Indochina en 1914. Su padre,
profesor, muere cuando ella tiene cuatro años, y la familia vive en la
estrechez.
En 1932. se traslada a París donde estudia Derecho, Matemáticas y Ciencias
Políticas. En 1943 publica la primera de sus veinte novelas. A partir de entonces, no abandona ya
ninguna de las vías de expresión
en las que hace incursión: la escritura, el cine,
el teatro. De su inagotable producción narrativa, siempre especulativa, destacamos, por ejemplo, Moderato
cantabile. El vicecónsul. El arrebato de Lol
V. Stein, Los ojos azules pelo negro, Emily
L., Los caballitos de Tarquinia, El amor, Destruir, dice y El amante de la China del Norte (Andanzas 19. 26, 43, 45, 67, 95, 118, 147 y 153).
Tras una profunda crisis psíquica
marcada por el alcoholismo, tres
obras maestras, en las que afina definitivamente
su escritura, nacida toda ella del deseo: El hombre sentado en el
pasillo, El mal de la muerte (La sonrisa vertical 34 y 40) y El amante, su
novela más conocida sobre la que el célebre cineasta francés Jean-Jacques Annaud se basó
para realizar la película que lleva el mismo título.
El amante
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Marguerite Duras,
adolescente, en el período que ella
reconstruye en este libro.
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Marguerite Duras se convierte de la noche a la mañana, con El
amante, en una autora solicitada por todos los públicos. Y, además, recibe
poco después, en noviembre de
1984. el prestigioso Premio Goncourt. A todos emociona sin duda esta
narración autobiográfica en la que la autora expresa, con la intensidad del
deseo, esa historia de amor entre una adolescente de quince años y un rico
comerciante
chino de veintiséis. Esa jovencita bellísima, pero pobre, que vive en Indochina,
no es otra que la propia escritora quien, hoy, recuerda las relaciones apasionadas, de
intensos amor y odio, que desgarraron a su familia y, de pronto, grabaron
prematuramente en su rostro los implacables surcos de la madurez. Pocas personas —y en particular mujeres— permanecerán inmunes a la
contagiosa pasión que emana de este libro.
MARGUERITE DURAS
EL AMANTE
Traducción de Ana M.a Moix
TUSQUETS
EDITORES
Título original: L'amant
1.a edición: diciembre 1984
15.a edición: marzo 1992
16.a edición: abril 1992
17.a edición: mayo 1992
© 1984 by Les
Editions de Minuit
Traducción de Ana M.a Moix
Diseño de la colección: Guillemot-Navares
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona
ISBN: 84-7223-215-8
Depósito legal: B. 16.858-1992
Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A.
- Guipúzcoa
Libergraf, S.A. - Constitución, 19-08014 Barcelona
Impreso en España
Para Bruno Nuytten
Un día, ya entrada en años, en el
vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y
me dijo: "La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era
usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más
hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos
que el de ahora, devastado".
Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la
que nunca he hablado. Siempre está ahí en el mismo silencio, deslumbrante. Es
la que más me gusta de mí misma, aquélla en la que me reconozco, en la que me
fascino.
Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era
demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro
emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. No sé si a
todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han
hablado de ese empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los
años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi
cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía
entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca
más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de
horrorizarme seguí la evolución de ese envejecimiento con el interés que me
hubiera tomado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura. Sabía, también,
que no me equivocaba, que un día aminoraría y emprendería su curso normal.
Quienes me conocieron a los diecisiete años, en la época de mi viaje a
Francia, quedaron impresionados al volver a verme, dos años después, a los
diecinueve. He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro. Ha envejecido
más, por supuesto, pero relativamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un
rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho
como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero
la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.
Diré más, tengo quince años y medio.
El paso de un transbordador por el Me-kong.
La imagen persiste durante toda la travesía del río.
Tengo quince años y medio, en ese país las estaciones no existen,
vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos hallamos en la larga zona
cálida de la tierra, no hay primavera, no hay renovación.
Estoy en un pensionado estatal, en Saigón. Duermo y como ahí, en ese
pensionado, pero voy a clase fuera, a la escuela francesa. Mi madre, maestra,
desea enseñanza secundaria para su niña. Para ti necesitaremos la enseñanza
secundaria. Lo que era suficiente para ella ya no lo es para la pequeña.
Enseñanza secundaria y después unas buenas oposiciones de matemáticas. Desde
mis primeros años escolares siempre oí esa cantinela. Nunca imaginé que
pudiera escapar de las oposiciones de matemáticas, me contentaba relegándolas
a la espera. Siempre vi a mi madre planear cada día el futuro de sus hijos y el
suyo. Un día ya no fue capaz de planear grandezas para sus hijos y planeó miserias,
futuros de mendrugos de pan, pero lo hizo de manera que también tales planes siguieron
cumpliendo su función, llenaban el tiempo que tenía por delante. Recuerdo las
clases de contabilidad de mi hermano menor. De la escuela Universal, cada año,
en todos los niveles. Hay que ponerse al corriente, decía mi madre. Duraba tres
días, nunca cuatro, nunca. Nunca. Cuando cambiábamos de destino abandonábamos
la escuela Universal. Volvíamos a empezar en el nuevo. Mi madre aguantó diez
años. Todo era inútil. El hermano menor se convirtió en un simple contable en
Saigón. Al hecho de que la escuela Violet no existiera en la colonia debemos la
marcha de mi hermano mayor a Francia. Durante algunos años permaneció en
Francia para estudiar en la escuela Violet. No terminó. Mi madre no debió
hacerse ilusiones. Pero no podía elegir, era necesario separar a aquel hijo de
los otros dos hermanos. Durante algunos años no formó parte de la familia. En
su ausencia, la madre compró la concesión. Terrible aventura, pero para nosotros,
los niños que nos quedamos, menos terrible de lo que hubiera sido la presencia
del asesino de los niños de la noche, de la noche del cazador.
Con frecuencia me han dicho que la causa era el sol demasiado intenso
durante toda la infancia. Pero no lo
he creído. También me han dicho que era
el ensimismamiento en el que la miseria sume a los niños. Pero no, no es eso.
Los niños-viejos del hambre endémica, sí, pero nosotros, no, no teníamos
hambre, nosotros éramos niños blancos, nosotros teníamos vergüenza, nosotros
vendíamos nuestros muebles, pero no teníamos hambre, nosotros teníamos un
criado y comíamos, a veces, es cierto,
porquerías, zancudas, caimanes, pero tales porquerías estaban
cocinadas por un criado y servidas por él y a veces incluso no las
queríamos, nos permitíamos el lujo de no querer comer. No, algo sucedió cuando
tenía dieciocho años que motivó que ese rostro fuera como es. Debió de suceder
por la noche. Tenía miedo de mí, tenía miedo de Dios. Cuando amanecía, tenía
menos miedo y menos grave parecía la muerte. Pero el miedo no me abandonaba.
Quería matar, a mi hermano mayor, quería matarle, llegar a vencerle una vez,
una sola vez y verle morir. Para quitar de delante de mi madre el objeto de su
amor, ese hijo, castigarla por quererle tanto, tan mal,
y sobre todo para salvar a mi hermano pequeño, mi niño, de la vida llena de
vida de ese hermano mayor plantada encima de la suya, de ese velo negro
ocultando el día, de la ley por él representada, por él dictada, un ser humano,
y que era una ley animal, y que a cada instante de cada día de la vida de ese
hermano menor sembraba el miedo en esa vida, miedo que una vez alcanzó su
corazón y lo mató.
He escrito mucho acerca de los miembros de mi familia, pero mientras
lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre
esas cosas sin ir hasta ellas.
La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni
camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es
cierto, no hubo nadie. Ya he escrito, más o menos, la historia de una reducida
parte de mi juventud, en fin, quiero decir que la he dejado entrever, me
refiero precisamente a ésta, la de la travesía del río. Con anterioridad, he
hablado de los períodos claros, de los que
estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud,
de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos
sentimientos, ciertos sucesos. Empecé a escribir en un medio que predisponía
exageradamente al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir,
ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso:
que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la
vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es,
cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia,
escribir no es más que publicidad. Pero por lo general no opino, sé que todos
los campos están abiertos, que no surgirá ningún obstáculo, que lo escrito ya
no sabrá dónde meterse para esconderse, hacerse, leerse, que su inconveniencia
fundamental ya no será respetada, pero no lo pienso de antemano.
Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años,
tenía ese rostro premonitorio del que se me puso luego con el alcohol, a la
mitad de mi vida. El alcohol suplió la
función que no
tuvo
Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese
rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa
posibilidad estaba en mí, sabía que existía, como las demás, pero,
curiosamente, antes de tiempo. Al igual que estaba en mí la del deseo. A los
quince años tenía el rostro del placer y no conocía el placer. Ese rostro
parecía muy poderoso. Incluso mi madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban.
Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se
anticipaban al tiempo, a los hechos.
Quince años y medio. La travesía del río. Al llegar a Saigón, viajo,
sobre todo cuando cojo el autocar. Y esa mañana cogí el autocar en Sadec donde
mi madre dirige la escuela femenina. Es el final de las vacaciones escolares,
ya no sé cuáles. Fui a pasarlas a la casita de funcionaría de mi madre. Y ese
día regreso a Saigón, al pensionado. El autocar de los indígenas salió de la
plaza del mercado de Sadec. Como de costumbre mi madre me acompañó y me confió
al conductor, siempre me confía a los conductores de los autocares de Saigón,
por si acaso hay un accidente, un incendio,
una violación, un asalto pirata, una
avería mortal del transbordador. Como de costumbre el conductor me colocó cerca
de él, delante, en el lugar reservado a los viajeros blancos.
Debió de ser en el transcurso de ese viaje cuando la imagen se destacó
y alcanzó su punto álgido. Pudo haber existido, pudo haberse hecho una
fotografía, como otra, en otra parte, en otras circunstancias. Pero no existe.
El objeto era demasiado insignificante para provocarla. ¿Quién hubiera podido
pensar en eso? Sólo hubiera podido hacerse si se hubiera podido presentir la
importancia de ese suceso en mi vida, esa travesía del río. Pues, mientras
tenía lugar, aún se ignoraba incluso su existencia. Sólo Dios la conocía. Por
eso, esa imagen, y no podría ser de otro modo, no existe. Ha sido omitida. Ha
sido olvidada. No ha destacado, no ha alcanzado su punto álgido. A esa falta
de haber sido tomada debe su virtud, la de representar un absoluto, de ser
precisamente el artífice.
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