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El caballito de madera
D. H. Lawrence
DAVID
HERBERT LAWRENCE, el discutido novelista inglés, nació en 1885, murió en 1930.
Se casó en 1914 con Frieda von Richthofen, hermana del célebre as de la
aviación alemana. En «El Pavo Real Blanco», «Hijos y Amantes», «La Serpiente
Emplumada», «El Amante de Lady Chatterley» (novelas) y en «Psicoanálisis del
Inconsciente», «Fantasía del Inconsciente» (ensayos), se ocupó de temas
sexuales, psicológicos y religiosos, suscitando apasionadas adhesiones y enérgicos
rechazos. «El Caballito de Madera» es sin duda uno de los relatos más bellos de
la literatura fantástica inglesa.
Era
una mujer hermosa, que había empezado con todas las ventajas que puede deparar
la vida, y que, sin embargo, no tuvo suerte. Se casó por amor, y el amor se
redujo a polvo. Tuvo hermosos hijos, pero llegó a creer que le habían sido
impuestos, y no pudo amarlos. Ellos la miraban con frialdad, como si la
encontraran culpable. Y bien pronto ella sintió que debía ocultar alguna falta.
Sin embargo, nunca supo cuál era esa culpa que debía ocultar. Pero cuando sus
hijos estaban presentes, sentía endurecérsele el centro del corazón. Esto la
inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y solícita con
ellos, como si los quisiera mucho. Sólo ella sabía que en el centro de su
corazón había un lugarcito duro que no podía sentir amor, que no podía amar a
nadie. Todos decían: «Es una buena madre. Adora a sus hijos». Sólo ella y sus
mismos hijos sabían que no era así. Leían la verdad en sus miradas.
Tenía
un varón y dos niñas. Vivían en una casa agradable, con jardín, con criados
discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos.
Pero,
aunque guardaban las apariencias, reinaba siempre en la casa cierta ansiedad.
El dinero nunca era suficiente. La madre tenía una pequeña renta, y el padre
tenía una pequeña renta, mas no bastaban para conservar la posición social que
debían mantener. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía buenas
perspectivas, pero esas perspectivas nunca se materializaban. Y aunque
conservaran las apariencias, persistía siempre la punzante sensación de la
escasez de dinero.
Por
fin dijo la madre:
—Veré
si yo puedo hacer algo.
Pero
no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin
encontrar nada eficaz. El fracaso grabó profundos surcos en su rostro. Sus
hijos crecían, pronto tendrían que ir a la escuela. Hacía falta dinero, más
dinero. Parecía que el padre, siempre muy elegante y dispendioso en la
satisfacción de sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la
madre, que tenía mucha fe en sí misma, no logró mejores resultados y además era
tan derrochadora como el padre.
Y
así fue como penetró en la casa aquella frase tácita: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace
falta más dinero!». Los niños la oían permanentemente, aunque nadie la
pronunciaba en alta voz. La oían en la Navidad, cuando los costosos y
espléndidos juguetes llenaban su cuarto. Detrás del reluciente caballito de
madera, detrás de la elegante casa de muñecas, una voz, de pronto, empezaba a
susurrar: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!». Y los niños se
interrumpían en sus juegos, para escuchar la voz. Se miraban a los ojos, para
comprobar si todos la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros dos
que también habían oído. «¡Hace falta más
dinero! ¡Hace falta más dinero!».
Las
palabras brotaban en un susurro de los resortes del caballito de madera, que
aún no había dejado de mecerse, y también el caballo las oía, bajando la cabeza
de madera. Y la muñeca grande, tan rosada y presumida en su cochecito nuevo, la
oía con toda claridad, y al oírla parecía acentuar su sonrisa de afectación. Y
aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar del oso de paño, tenía ahora una
expresión tan extraordinaria de bobería por la sola razón de que acababa de oír
el secreto murmullo que inundaba la casa: «¡Hace
falta más dinero!».
Sin
embargo, nadie lo decía en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo
tanto nadie lo formulaba abiertamente, así como nadie dice: «Estamos
respirando», a pesar de que lo hacemos sin cesar.
—Mamá
—dijo el niño Paul un día—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué
usamos siempre el de tío, o un taxi?
—Porque
somos los parientes pobres —dijo la madre.
—¿Y
por qué somos los parientes pobres, mamá?
—Bueno…
—dijo la madre con lentitud y amargura—, supongo que es porque tu padre no
tiene suerte.
El
niño estuvo un rato silencioso.
—¿La
suerte es dinero, mamá? —preguntó al fin con cierta timidez.
—¡No,
Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga
dinero.
—¡Oh!
—dijo Paul vagamente—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía «sucio lucro» quería
decir dinero.
—Lucro
quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro, y no suerte.
—¡Oh!
—exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá?
—Es
lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes
dinero. Por eso es mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, puedes
perder tu dinero. Pero si tienes suerte, siempre ganarás más dinero.
—¡Oh!
¿De veras? ¿Y papá no tiene suerte?
—
No, para nada —respondió ella amargamente.
El
niño la miró con expresión vacilante.
—¿Por
qué? —preguntó.
—No
sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no.
—¿No?
¿Nadie sabe? ¿No hay nadie que sepa?
—¡Quizá
lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice.
—Oh,
pero debería decirlo. ¿Y tú tampoco tienes suerte, mamá?
—No
puedo tenerla, porque estoy casada con un hombre sin suerte.
—¿Pero
tú misma, no tienes suerte?
—Solía
creer que sí, antes de casarme. Pero ahora veo que soy muy desafortunada.
—¿Por
qué?
—¡Bueno,
basta de preguntas! Quizá no sea desafortunada en realidad…
El
niño la miró para ver si lo decía en serio. Pero vio, por la expresión de su
boca, que estaba tratando de ocultarle algo.
—Bueno,
de todas maneras —dijo con obstinación—, yo soy una persona de suerte.
—¿Por
qué?— preguntó su madre echándose a reír. Él la miró. Ni siquiera sabía por qué
había afirmado eso.
—Me
lo dijo Dios —repuso, no queriendo dar el brazo a torcer.
—¡Ojalá
sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, pero con cierto
resentimiento.
—¡Es
cierto, mamá!
—¡Excelente!
—dijo la madre, recurriendo a una de las exclamaciones favoritas de su marido.
El
niño vio que no le creía; o más bien, que no hacía caso de sus afirmaciones.
Esto lo irritó. Deseó poder obligarla a que le prestara atención.
Se
marchó, solo, vaga la expresión, pueril el andar, buscando la clave de la
suerte. Absorto, sin reparar en los demás, iba y venía con una especie de
cautela, buscando interiormente la suerte. Quería encontrar la suerte, quería
encontrarla. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en el cuarto de
juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una
acometida salvaje, con tal frenesí que sus hermanas lo espiaban con inquietud.
Impetuoso galopaba el caballo, tremolaban los cabellos oscuros y ondulados del
niño y había en sus ojos un extraño fulgor. Las chiquillas no se atrevían a
hablarle.
Cuando
llegaba al término de su alocado viaje, echaba pie a tierra y se plantaba ante
el caballo de madera, contemplando fijamente su cabeza gacha. La boca roja del
animal estaba levemente abierta, y sus grandes ojos tenían un resplandor
vidrioso.
—¡Vamos!
—ordenaba quedamente al fogoso corcel—. ¡Llévame a donde está la suerte! ¡Anda,
llévame!
Y
azotaba al caballo en el pescuezo con la fusta que le había pedido al tío
Oscar. Sabía que el animal, si él lo obligaba, lo llevaría a donde estaba la
suerte. Montaba entonces de nuevo y reanudaba su furioso galope, con el deseo y
la certeza de llegar, por fin, a donde estaba la suerte.
—¡Romperás
el caballo, Paul! —decía la institutriz.
—¡Siempre
cabalga así! —añadía Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se queda tranquilo?
Pero
él se limitaba a mirarlas con furia y en silencio. La institutriz desistió de
corregirlo. Imposible sacar nada de él. Y al fin y al cabo, ya se estaba
poniendo demasiado grande para que ella lo cuidara.
Un
día su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus furiosos galopes.
El chico no les dirigió la palabra.
—¡Hola,
mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera?
—¿No
eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura
—dijo su madre. Pero Paul se contentó con mirarla, irritado, con sus ojos
azules, grandes y más bien hundidos. No quería hablar con nadie cuando estaba
en plena carrera. Su madre lo observó con expresión ansiosa. Por fin,
bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y se
deslizó a tierra—. ¡Bueno, llegué! —anunció impetuosamente, con los ojos azules
todavía relucientes, bien separadas las piernas largas y robustas.
—¿Adónde
llegaste? —preguntó su madre—. A donde quería llegar —replicó.
—Muy
bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse antes de llegar a la
meta. ¿Cómo se llama el caballo?
—No
tiene nombre.
—¿Se
las arregla sin un nombre? —preguntó el tío.
—Bueno,
tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba «Sansovino».
—«Sansovino»,
¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo conocías su nombre?
—Siempre
habla de carreras de caballos con Bassett —dijo Joan.
El
tío se quedó encantado al descubrir que su sobrinito estaba al tanto de todas
las noticias referentes a las carreras. Bassett, el joven jardinero —que había
sido herido en un pie durante la guerra y había obtenido su actual empleo por
recomendación de Oscar Cresswell, su antiguo patrón— era un verdadero perito en
cosas del «turf». Vivía en la
atmósfera de las carreras, y el niño con él.
Oscar
Cresswell lo supo todo por medio de Bassett.
—El
niño Paul viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor
—dijo Bassett con expresión terriblemente seria, como si hablara de temas
religiosos.
—¿Y
alguna vez apuesta algo al caballo que se le ha ocurrido?
—Bueno…
yo no quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada,
señor. Preferiría que se lo preguntase usted mismo. En cierto modo le produce
placer nuestro secreto y (con perdón de usted) quizá pensaría que yo lo he
traicionado.
Bassett
estaba tan serio que parecía en misa.
El
tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil.
—Dime,
Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apuestas algo a un caballo?
El
niño observó atentamente a su tío.
—¿Por
qué? ¿Crees que no debería hacerlo? —replicó, poniéndose en guardia.
—¡No,
nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías darme un «dato» para el
Lincoln.
El
automóvil se internaba en la campiña, en dirección a la casa que tenía en
Hampshire el tío Oscar.
—¿De
veras? —preguntó el sobrino.
—¡De
veras, hijo! —replicó el tío.
—Bueno,
entonces, juégale a «Daffodil».
—¡«Daffodil»!
No creo que gane. ¿Qué me dices de «Mirza»?
—Sólo
sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será «Daffodil».
—¿«Daffodil»,
eh?
Hubo
una pausa. «Daffodil» era un caballo relativamente mediocre.
—¡Tío!
—¿Sí,
hijo?
—No
lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett.
—¡Al
diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto?
—¡Somos
socios! ¡Hemos sido socios desde el primer momento! Tío, él me prestó los
primeros cinco chelines, y los perdí. Y yo le prometí, bajo palabra de honor,
que esto quedaría entre nosotros. Pero entonces tú me diste ese billete de diez
chelines, con el que empecé a ganar, y pensé que tú tenías suerte. Pero no lo
dirás a nadie, ¿verdad?
El
niño miró a su tío con aquellos ojos enormes, ardientes, azules, que parecían
demasiado juntos. El tío se encogió de hombros y se echó a reír, incómodo.
—¡Quédate
tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿«Daffodil», eh? ¿Cuánto piensas
apostarle?
—Todo
menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva.
El
tío pensó que era un buen chiste.
—¿Así
que mantienes veinte libras en reserva, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas?
—Trescientas
—dijo gravemente el chico—. Pero esto queda entre tú y yo, tío Oscar. ¿Palabra
de honor?
El
tío lanzó una carcajada.
—Pierde
cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin cesar de reír—, te guardaré el
secreto. ¿Pero dónde están tus trescientas libras?
—Las
tiene Bassett. Somos socios.
—¡Ah,
ya veo! ¿Y cuánto apostará Bassett a «Daffodil»?
—No
creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta quizá.
—¿Ciento
cincuenta peniques? —dijo el tío en son de broma.
—No,
ciento cincuenta libras —repuso el muchacho mirando a su tío con sorpresa—.
Bassett se queda con una reserva más grande que yo.
Entre
divertido e intrigado, el tío Oscar guardó silencio. No volvió sobre el tema,
pero decidió llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln.
—Bueno,
muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a «Mirza», y cinco para ti al
caballo que elijas. ¿Cuál te gusta?
—¡«Daffodil»,
tío!
—¡No,
no te pierdas esas cinco libras apostándolas a «Daffodil»!
—Es
lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño.
—¡Bien!
¡Bien! ¡Razón tienes! Diez libras a «Daffodil», cinco para ti y cinco para mí.
El
niño nunca había visto carreras. Sus ojos eran llamitas azules. Su boca estaba
tensa. Delante de él había un francés que había apostado a «Lancelot».
Frenético, subía y bajaba los brazos, gritando con su acento francés:
«¡“Lancelot”! ¡“Lancelot”!».
«Daffodil»
llegó primero, «Lancelot» segundo, «Mirza» tercero. El niño, a pesar de su
sonrojo y sus ojos incandescentes, estaba extrañamente sereno. Su tío le trajo
cinco billetes de cinco libras. El caballo había pagado a razón de cuatro a
uno.
—¿Qué
hago con ellos? —preguntó, agitándolos ante los ojos del muchacho.
—Creo
que tendremos que hablar con Bassett —repuso el chico—. Si no me equivoco,
ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte.
Su
tío lo observó unos instantes.
—¡Vamos,
muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett tiene mil quinientas
libras tuyas?
—
Sí, es en serio. ¡Pero no lo digas a nadie! ¿Palabra de honor?
—¡Palabra
de honor, sí, amiguito! Pero debo hablar con Bassett.
—Si
quieres, tío, puedes ser nuestro socio. Pero deberás prometer, bajo palabra de
honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también
debes tenerla, porque fue con tus diez chelines que empecé a ganar…
El
tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí
conversaron.
—Yo
le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. Al niño Paul le gustaba hacerme hablar
de carreras, contarle anécdotas… en fin, señor, usted sabe lo que son esas
cosas. Y siempre tenía interés por saber si yo había ganado o perdido. Hará un
año, me pidió que le apostara cinco chelines a «Blush of Dawn»; y perdimos.
Después, con esos diez chelines que le regaló usted, se nos dio vuelta la
suerte y en general nos ha sido bastante favorable. ¿Qué piensa usted, niño
Paul?
—Todo
va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todo
seguros, solemos perder.
—Sí,
pero entonces tenemos cuidado —dijo Bassett.
—¿Y
cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar.
—Es
el niño Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si
recibiera un aviso del cielo. Ya vio usted lo que pasó con «Daffodil». Ése era
cien por cien seguro.
—¿Tú
apostaste a «Daffodil»? —preguntó Oscar Cresswell.
—Sí,
señor. Hice mi ganancia.
—¿Y
mi sobrino?
Bassett
miró a Paul y guardó obstinado silencio.
—Yo
gané mil doscientas libras, ¿verdad, Bassett? Le dije a tío que había apostado
trescientas a «Daffodil».
—Eso
es —asintió Bassett.
—Pero
¿dónde está el dinero? —preguntó el tío.
—Lo
tengo yo, señor, bien guardado. El niño Paul puede pedírmelo cuando quiera.
—¿Mil
quinientas libras?
—¡Mil
quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó
en el hipódromo.
—¡Es
asombroso! —dijo el tío.
—Si
el niño Paul le ofrece entrar en la sociedad, señor, yo en su lugar aceptaría; con
perdón de usted.
Oscar
Cresswell reflexionó.
—Quiero
ver el dinero —dijo.
Los
condujo a la casa, y poco después Bassett regresaba al invernadero —donde lo
esperaba Oscar Cresswell— trayendo mil quinientas libras en billetes. Las
veinte libras restantes las había dejado a Joe Glee, en el depósito de la
comisión de carreras.
—Ya
ves, tío —dijo el niño—, que todo marcha muy bien cuando yo estoy seguro.
Entonces jugamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett?
—Así
es, niño.
—¿Y
cuándo estás seguro? —preguntó el tío, echándose a reír.
—Oh,
bueno, a veces estoy absolutamente seguro, como en el caso de «Daffodil» —dijo
el niño—, y a veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es
verdad, Bassett? Entonces tenemos cuidado, porque la mayoría de las veces
perdemos.
—¡Oh,
ya veo! Y cuando estás seguro, como en el caso de «Daffodil», ¿por qué estás
tan seguro, hijo mío?
—Oh,
bueno, no lo sé —respondió el niño, turbado—. Estoy seguro, tío, pero eso es
todo.
—Es
como si recibiera un aviso divino, señor —reiteró Bassett.
—¿Será
posible? —dijo el tío.
Pero
ingresó en la sociedad. Y cuando se acercaba el premio Leger, Paul se sintió
«seguro» de que ganaría «Lively Spark», caballo de escasos antecedentes. Paul
insistió en apostarle mil libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cresswell
doscientas. «Lively Spark» ganó y pagó a razón de diez a uno. Paul había ganado
diez mil libras.
—Ya
ves —dijo—, yo estaba absolutamente seguro.
El
mismo Oscar Cresswell había ganado dos mil libras.
—Mira,
muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me ponen un poco nervioso.
—¿Por
qué, tío? Quizá no volveré a estar «seguro» durante mucho tiempo.
—Pero
¿qué vas a hacer con el dinero?
—Empecé
a jugar por causa de mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerte,
porque papá no la tenía, y entonces pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría
de susurrar.
—¿Quién
dejaría de susurrar?
—¡Nuestra
casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de susurrar.
—¿Qué
susurra?
—Bueno…
pues… —vaciló el chico—… a decir verdad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío,
que siempre falta dinero.
—Lo
sé, hijo, lo sé.
—¿Y
sabes, tío, que mamá siempre tiene algún vencimiento, verdad?
—Me
temo que sí.
—Y
entonces la casa empieza a susurrar, y parece que hubiera alguien que se ríe de
nosotros a espaldas de nosotros. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte…
—¿Podrías
terminar con eso, verdad? —concluyó el tío.
El
niño lo miró con sus grandes ojos azules, que traslucían un fuego frío y
misterioso, pero no dijo nada.
—¡Bueno!
—dijo el tío—. ¿Qué hacemos?
—No
quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico.
—¿Por
qué no?
—Porque
no me lo permitiría.
—Me
parece que te equivocas.
—¡Oh!
—exclamó el chico, agitándose extrañamente—. No quiero que ella lo sepa, tío.
—¡Está
bien, hijo! Lo arreglaremos todo de manera que ella no lo sepa.
Y
en efecto, lo arreglaron con suma facilidad. Paul, a sugerencia de su tío, le
entregó cinco mil libras; éste las puso en manos del abogado de la familia,
quien debía informar a la madre de Paul que un pariente suyo le había entregado
ese dinero, con la orden de pagarle mil libras anuales, el día de su
cumpleaños, durante los cinco años subsiguientes.
—De
ese modo —dijo el tío Oscar— ella recibirá un regalo de cumpleaños de mil
libras durante los cinco años próximos. Espero que eso no le haga la vida dura
después, cuando deje de recibirlas.
La
madre de Paul cumplía años en noviembre. La casa había estado «susurrando» más
que nunca en los últimos tiempos, y a pesar de su suerte, Paul no podía hacerle
frente. Estaba ansioso por ver el efecto que causaría, el día del cumpleaños de
su madre, la carta con la noticia referente a las mil libras.
Cuando
no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había sustraído a la
jurisdicción de la institutriz. Su madre iba al «centro» casi todos los días.
Había redescubierto su vieja habilidad para dibujar telas y pieles, y trabajaba
secretamente en el estudio de una amiga, que era la «artista» más destacada de
las principales modistas. Dibujaba para los anuncios periodísticos figurines de
damas ataviadas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba varios
millares de libras al año, pero la madre de Paul sólo pudo ganar unos
centenares, y nuevamente se sintió insatisfecha. Tenía tantos deseos de
sobresalir en algo, y no podía conseguirlo… ni siquiera dibujando anuncios de
modas.
La
mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul escrutó su rostro
mientras leía las cartas. Él sabía cuál era la del abogado. Advirtió que a
medida que su madre la leía, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después un
gesto frío y decidido asomó a sus labios. Ocultó la carta bajo las demás, y no
dijo nada.
—¿No
recibiste nada agradable para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul.
—Sí,
algo bastante agradable —respondió ella con su voz fría y ausente.
Y
se fue al centro sin añadir palabra.
Pero
por la tarde vino el tío Oscar. Dijo que la madre de Paul había celebrado una
larga entrevista con su abogado, preguntándole si podía adelantarle en seguida
la totalidad del dinero, pues estaba en deuda.
—¿Tú
qué piensas, tío? —dijo el chico.
—Es
cosa tuya, hijo.
—¡Oh,
entonces dale el dinero! Con lo que nos queda podemos ganar más.
—Mas
vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar.
—Oh,
pero sin duda yo sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire,
o el Derby. En alguno de ellos tengo que saber.
El
tío Oscar firmó el consentimiento y la madre de Paul cobró las cinco mil libras.
Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Las voces de la casa parecieron
enloquecer súbitamente, como una algarabía de ranas en una tarde de primavera.
Se habían comprado algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el
próximo otoño iría a Eton, el colegio donde se había educado su padre. Aun en
invierno había flores en la casa. El lujo a que había estado habituada la madre
de Paul experimentaba un resurgimiento. Y sin embargo, las voces de la casa,
detrás de los ramilletes de mimosas y flores de almendro, y debajo de las pilas
de iridiscentes almohadones, parecían aullar y desgañitarse en una especie de
éxtasis. «¡Hace falta más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra!
¡A-ho-ra hace falta más dinero! ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!».
Aquello
asustó terriblemente a Paul. Trataba de estudiar el latín y el griego con sus
preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había
corrido el Nacional; Paul no se sintió «seguro», y perdió cien libras. Vino el
verano. Mientras aguardaba la disputa del Lincoln lo consumía la impaciencia.
Pero esta vez tampoco «supo» y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió
en un chico extraño, de ojos extraviados; parecía que algo fuese a estallar en
su interior.
—¡No
te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso.
Pero
el muchacho como si no lo oyera.
—¡Tengo
que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojos
azules incendiados por una especie de locura.
Su
madre advirtió la sobreexcitación que lo dominaba.
—Será
mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en
vez de esperar? Me parece que te convendría —dijo mirándolo ansiosamente, con
el corazón extrañamente sobrecogido por causa del niño.
Pero
el chico alzó sus inquietantes ojos azules.
—¡No
puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo!
—¿Por
qué no? —preguntó ella, endureciendo la voz ante la contradicción—. ¿Por qué
no? Nadie te impedirá después ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo
que quieres. No tienes necesidad de aguardar aquí. Además, me parece que te
estás interesando demasiado por esas carreras de caballos. Es un mal síntoma.
Mi familia ha sido una familia de jugadores; sólo cuando seas grande comprenderás
el perjuicio que eso nos ha causado. Pero lo cierto es que nos ha perjudicado.
Tendré que despedir a Bassett, y pedirle a tío Oscar que no te hable de
carreras, a menos que te muestres más razonable. Ve a veranear a la playa y
olvídate de todo eso. ¡Eres un manojo de nervios!
—Haré
lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas salir antes del Derby.
—¿Salir
de dónde? ¿De esta casa?
—Sí
—dijo Paul, mirándola fijamente.
—¡Pues
mira que eres extraño! ¿A qué viene tan súbito cariño por esta casa? Jamás me
figuré que pudieras quererla.
Él
la miró sin hablar. Guardaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no
había dicho ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar.
Pero
su madre, después de permanecer unos instantes indecisa e irritada, dijo:
—¡Está
bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que
quieres. Pero prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no interesarte tanto en
las carreras de caballos y en los «programas», como tú les llamas!
—¡Oh,
no! —dijo el chico, distraído—. No pensaré mucho en eso, mamá. No te preocupes.
En tu lugar, yo no me preocuparía.
—¡Si
tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber en qué
terminaría todo!
—Pero
tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño.
—Me
gustaría saberlo —respondió ella fatigadamente.
—Oh,
bueno, puedes saberlo. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes que
preocuparte!
—¿De
veras? Bueno, ya veremos.
El
secreto máximo de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que
se emancipó de institutrices y gobernantas, lo hizo llevar a su dormitorio, en
el piso alto.
—¡Eres
demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado su
madre.
—Oh,
mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me gusta jugar con cualquiera
—fue la extraña respuesta.
—¿Así
te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír.
—¡Oh,
sí! Es muy bueno, y siempre me hace compañía.
Y
así fue como el caballo, ya bastante maltrecho, permaneció, inmovilizado en una
cabriola, en el dormitorio del niño.
Se
acercaba el Derby, y Paul parecía cada vez más reconcentrado. Apenas escuchaba
lo que le decían, tenía un aspecto muy frágil y sus ojos eran realmente
inquietantes. Su madre experimentaba bruscos accesos de desasosiego. A veces,
por espacio de media hora o más, sentía por él una repentina ansiedad que era
casi angustia. Entonces la asaltaba el impulso de correr hacia el chico, para
comprobar que estaba a salvo.
Dos
noches antes del Derby, estando en una gran fiesta en el centro, le sobrecogió
el corazón uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue
tan intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese
sentimiento, porque era una mujer sensata. Pero fue inútil. Tuvo que dejar el
baile y bajó para telefonear a su casa. La institutriz de los niños se mostró
terriblemente sorprendida y alarmada por aquel llamado nocturno.
—¿Están
bien los niños, Miss Wilmot?
—Oh,
sí, perfectamente.
—¿Y
Paul? ¿Está bien?
—Se
acostó en seguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo?
—¡No!
—repuso la madre a pesar suyo—. No, no se moleste. Está bien. No se quede
levantada. Volveremos a casa en seguida.
No
quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo.
Era
alrededor de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba
en silencio. La madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles.
Había ordenado a la doncella que no la esperase. Oyó a su esposo, que mezclaba
un whisky con soda en la planta baja.
Y
luego, impulsada por la extraña ansiedad que sentía en el corazón, subió
furtivamente al cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del
corredor. Creyó oír un débil ruido. ¿Qué era?
Permaneció
junto a la puerta, los músculos tensos, escuchando. Se oía un ruido extraño,
pesado y al mismo tiempo poco penetrante. Su corazón se paralizó. Era un rumor
sordo, y sin embargo, impetuoso y potente. Como si algo enorme se moviera con
furtiva violencia. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? Ella debía saberlo.
Tuvo la sensación de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era.
Y
sin embargo, no podía ubicarlo. No podía nombrarlo. Y el rumor proseguía con un
ritmo de locura.
Suavemente,
paralizada de miedo y ansiedad, hizo girar el picaporte.
El
cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio algo que se
balanceaba de un lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y asombrada.
Encendió
de pronto la luz, y vio a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente
en su caballito de madera. La luz lo bañó de pronto, mientras espoleaba su
corcel, y alumbró también a la rubia mujer inmóvil en la puerta, con su pálido
vestido verde y plata.
—¡Paul!
—exclamó—. ¿Qué estás haciendo?
—¡Es
«Malabar»! —gritaba el chico con voz potente y extraña—. ¡Es «Malabar»!
Sus
ojos ardientes la miraron por espacio de un segundo, extraño e irracional,
mientras cesaba de espolear a su caballo de madera. Después cayó con estrépito
al piso, y ella, desbordante de atormentada maternidad, corrió en su auxilio.
Pero
el niño estaba inconsciente, e inconsciente permaneció, atacado de fiebre
cerebral. Hablaba y se agitaba y su madre permanecía sentada a su lado, inmóvil
como una piedra.
—¡Es
«Malabar»! ¡Es «Malabar»! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es «Malabar»! —gritaba el
niño, tratando de levantarse para espolear al caballo de madera que era la
fuente de su inspiración.
—¿Quién
es «Malabar»? —preguntó la azorada madre.
—No
sé —dijo el padre, pétreo.
—¿Quién
es «Malabar»? —insistió ella dirigiéndose a su hermano Oscar.
—Es
uno de los caballos que corren el Derby —fue la respuesta.
Y
a pesar suyo, Oscar Cresswell le habló a Bassett, y él mismo apostó un millar
de libras a «Malabar». Pagó a razón de catorce a uno.
El
tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba una reacción. El niño, con
sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba incesantemente sobre la
almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento, y sus ojos eran como piedras
azules. Y su madre, ya sin corazón, también acabó de convertirse en piedra.
Por
la noche no vino Oscar Cresswell, pero Bassett mandó preguntar si podía subir
un momento, nada más que un momento. La intromisión irritó mucho a la madre de
Paul; pero, pensándolo mejor, consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett
podría hacerle recobrar el conocimiento.
El
jardinero, un hombre bajo, de bigotito pardo y ojos también pardos, pequeños y
penetrantes, entró de puntillas en el cuarto, se llevó la mano al imaginario
sombrero a modo de saludo y después se encaminó al lecho, mirando fijamente con
sus ojillos relucientes al niño agitado y moribundo.
—¡Niño
Paul! —susurró—. ¡Niño Paul! «Malabar» entró primero, ganó de punta a punta.
Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras, sí; ha ganado
más de ochenta mil. «Malabar» llegó primero, niño Paul.
—¡«Malabar»!
¡«Malabar»! ¿Yo dije «Malabar», mamá? ¿Dije «Malabar»? ¿Crees que tengo suerte,
mamá? Sabía que ganaría «Malabar», ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es
suerte, ¿verdad, mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo
sabía? Ganó «Malabar». Si cabalgo en mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett,
yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que tengas. ¿Apostaste todo lo que
tenías, Bassett?
—Jugué
mil libras, niño Paul.
—¡Nunca
te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy
seguro… oh, absolutamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo
suerte!
—No,
nunca me lo dijiste —respondió la madre.
Pero
el niño murió esa noche.
Y
aún yacía en su lecho cuando la madre oyó la voz de su hermano, que decía:
—Dios
mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido un hijo. Pobrecito,
pobrecito, más le vale haber salido de una vida donde debía montar en su
caballito de madera para encontrar un ganador.
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