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Un poderoso camión de guerra
Bernardo Kordon
En
Buenos Aires, en 1915, nació BERNARDO KORDON.
Ha
viajado por el norte del país, Brasil y Chile.
Tiene
publicadas media docena de novelas, entre las que citaremos: «Un Horizonte de
Cemento», y algunas colecciones de relatos: «La Vuelta de Rocha», «Macumba»,
«Una Región Perdida».
Dirigió
las revistas «Todo» y «Capricornio».
Tuvimos
un primer ademán, casi imperceptible, de sorpresa y de recelo. Era como si
hubiésemos preferido pasar inadvertidos. Pero debimos desechar esta fácil
solución. Hacía varios meses que no nos veíamos y nos dimos la mano en ese
vértice de la recova de Plaza Once. En un instante, pude observar
detalladamente a Alejandro Aguilera. Se veía pálido bajo las poderosas luces.
Torcía ligeramente la boca al hablar. Y yo no podía escucharle bien. Pensaba en
nuestra amistad. A veces dejamos que se rompan los lazos de una vieja amistad,
y éste es el síntoma seguro de que comenzamos a renegar de nosotros mismos.
Nunca faltan los pretextos. En este caso fueron determinadas y enconadas
discusiones políticas. Una forma como cualquier otra de comprobar nuestra
debilidad. Dejamos de vernos.
Y
allí estaba otra vez con mi viejo amigo Alejandro. Reaccioné para captar el
sentido de su conversación. Contaba cosas de su vida, respondiendo, quizá, a
alguna pregunta convencional que le formulé.
—…
también puedo decir que estoy de paso, ya que en mi nuevo oficio…
—¿Tenés
una nueva ocupación? —le interrumpí, con el doble fin de mostrar interés y de
afirmarme en la conversación.
—Sí.
Una vez más cambié de oficio.
—¿Y
ahora cuál es? ¿Con mangas de lustrina o de hormiga del intelecto, como ser
monaguillo del Libro Mayor o corrector de pruebas?
—Nada
de eso. El uniforme es el que sigue: cuello duro, traje bien cortado, pero
empolvado por el camino; el gesto despreocupado; y la risa y la charla fáciles.
Esta sociedad que algunos insensatos pretenden trastornar, está tan
extraordinariamente organizada, que anoto pedidos y cobro mis comisiones con
sólo llevar en mi carpeta etiquetas de vino y envases vacíos de yerba. No es
necesario que el comerciante observe la yerba ni pruebe el vino: es suficiente
que contemple los colores firmes y vivos de las etiquetas. ¿No es esto un real
avance en la marcha de los siglos, un evidente premio al ciego empecinamiento
humano? Recorro una provincia y una gobernación. Después las vuelvo a
atravesar. Los pueblos son parecidos, sus calles llevan los mismos nombres.
Únicamente varían los hoteles: los hay regulares y pésimos. ¿Valía la pena que
corriese tanta sangre para convertir un hermoso desierto en una llanura tan
progresista y apagada?
—¿Y
qué dice la gente por allá?
—Hablan
de cotizaciones y barajan posibilidades de hacer dinero. Sueñan con la ciudad.
¿Qué otra cosa pueden hacer? Lo mismo hago yo cuando me encuentro en el campo.
Se
detuvo un instante. Parecía medir algo. Entonces, dominado no sé por qué
impulso, le dije—: Cuando hablabas de viajar y viajar, ¿te acordás?, tenías la
seguridad de llegar a ser un trotamundos. Y te encuentro ahora convertido en un
trota-provincias.
—Hago
lo que puedo —me respondió tristemente—. Además, ahora todo me da lo mismo.
Esa
tristeza contradecía la suficiencia que barruntaba en sus palabras anteriores.
Me sentí conmovido. ¡Y yo, que comenzaba a enrostrarle su fracaso, con esa
crueldad que sólo puede gastar otro fracasado!
—¿Por
qué no buscamos un lugar tranquilo para seguir charlando? —propuse. Echamos a
andar por la avenida Pueyrredón, pero nos molestaba esa avalancha humana que
trotaba para hundirse en las entradas del ferrocarril subterráneo. Doblamos por
Cangallo. Los oscuros y silenciosos depósitos del Ferrocarril Oeste parecían
fortalezas abandonadas. Como un poderoso fantasma ululó una invisible
locomotora. Alejandro consultó su reloj.
—Faltan
tres minutos para que parta «El Pampero», el nocturno a Santa Rosa —fue el
comentario del viajante de comercio—. Un hermoso rápido. Generalmente duermo de
un tirón hasta Pehuajó. Allí me despierta la sensación de que el tren se ha
detenido, el estrépito de los topes que chocan en alguna maniobra y ese
vibrante frío que anuncia el amanecer. Y yo agonizo mientras espero que el
rápido prosiga su carrera. Entonces es cuando me domina el miedo. En cualquier
momento espero escuchar el ruido del motor del camión…
—¿Pero
de qué camión estás hablando? —le interrumpí alarmado. Volví a contemplarlo. La
culpa no era de los tubos de luces fluorescentes. Aquí, en los flancos mal
iluminados de la estación ferroviaria, lo seguía viendo pálido. Y como no me
contestara pronto, y quizá temiendo que lo hiciera, le pregunté:
—¿No
te sentís bien?
—Lo
que se dice muy bien, no estoy. Ya te explicaré. Con decirte que me encontraba
en Plaza Once para tomar ese tren. Y ya ves: lo dejo partir. ¿Hice bien? Creo
que sí. Pero ya escuchaste cómo se desesperó recién esa maldita locomotora. Era
como un llamado, ¿verdad? ¡Pero no pongas esa cara de asombro, que ya voy a
explicarte todo esto!
Nos
instalamos en una modesta fonda de la calle Anchorena, en los alrededores del
mercado de Abasto. Pinchábamos en un plato repleto de pequeñas aceitunas
cubiertas de ají molido, que ayudaban a apurar el vino grueso y áspero de tres
barricas alineadas en la entrada, servido en jarras de descascarada loza. Y ese
vino chispeaba ahora en los ojos de Alejandro Aguilera y teñía levemente sus
demacradas mejillas.
—Cuando
se ha vivido en distintas ciudades —comenzó a decir—, algo se aprende: muchas
verdades inconstantes y pocas otras inconmovibles. Una de estas últimas es que
toda ciudad conserva, protegida con el halo de verdura descompuesta de sus
grandes mercados, cierta zona aun más profunda que la portuaria, con algunas
calles de apariencia rural y otras del medioevo, donde alternan el caballo
cansado y las tumefactas coliflores, el changador borracho y el delicado fruto
que baja del trópico. Si hubieses sido ciclista —como lo he sido yo— tendrías
en el cuerpo el recuerdo de algún golpe, por pasar por el mercado de Abasto.
Sobre esos pavimentos viscosos, donde patinaba mi bicicleta, merodea
firmemente, en cambio, la Aventura, atraída por el olor de especias. ¿Qué puede
hacer la Aventura en las calles de una gran ciudad como Buenos Aires? ¡Hace el
ridículo y nada más! Entonces viene hacia estos lados (como vienen algunos
noctámbulos hastiados), porque es el rincón donde la vida —aunque sólo sea la
del vegetal— conoce esa desnuda intensidad de vivir, apetecer y pudrirse al
mismo tiempo. Por eso es necesario buscar los grandes mercados. En sus
alrededores te darán de comer bien y beberás un vino, si no fino, al menos
extraño, y en todo caso barato. Cuando el mercado no te reserve emoción alguna,
y sus fondas te mezquinen la novedad de un plato y un pasable vino de barrica,
entonces querrá decir, querido amigo, que todo anda definitivamente mal.
Volcó
en su vaso el resto del vino de la jarra (la segunda que le servían) y lo apuró
como si repentinamente le quemase la sed.
—Es
lamentable necesitar a veces la ayuda del alcohol, pero mayor desgracia es no
sentir nunca lo inefable y desconocer la aventura de contemplar el mundo con
los ojos limpios y sorprendidos de un niño. Aquí estoy en esta fonda del
mercado, y para mí este momento compensa el tiempo perdido en un mes de trabajo
productivo. Sí, en mi cochina y tediosa lucha por la vida irrumpe una poderosa
y luminosa ráfaga de magia.
Recorrió
con la vista las paredes decoradas con botellas polvorientas y jamones
colgantes y ristras de salamines a modo de guirnaldas, antes de proseguir:
—Generalmente
me domina la sensación de moverme de un lado hacia otro, vacío y perdido como
un sonámbulo. Pero he aquí que despierto: he tomado el noble vino y nuevamente
estoy instalado frente a la vida, contemplando un espectáculo tan viejo como el
mundo y tan nuevo que no hay escenas repetidas. Así estaba hace una semana en
ese pueblo de Choele, con un codo apoyado en la mesa y el otro en la tapa de un
viejo piano. Encima del piano (a mi espalda), una sucia pantalla
cinematográfica ocupa una pared. Enfrente, la casita del operador, de madera
verde oscura, y con doble ventanilla para el paso de la luz. ¿Cuándo y qué tipo
desusado de cine se pasa en este hotelucho de Choele-Choel? Un antiquísimo
aparador de trabajada madera, alto hasta el techo, y cuadros de frutas y aves
que sobrevivieron varias guerras. Aquí estoy, en un viscoso y profundo agujero,
bajo el limpísimo cielo de Choele-Choel, en una cueva a orillas del Río Negro.
»Sobre
la sufrida valija del muestrario diviso el sufrido e inacabable talonario de
pedidos, donde asoman, lastimosamente arrugadas, como viejas orejas de
elefantes, los papeles carbónicos de copia. En ese mal juego de los adultos, a
mí me toca tomar mi valija y recorrer los desiertos y las praderas, ofreciendo
tanta cosa que se considera necesaria para la vida: yerba, bombachas, licores.
En un rincón come el mozo que me termina de servir. Sobre la sopa, muerde la
galleta de campo y también él toma largos sorbos de un vinillo casero, turbio y
espeso, con un, sorprendente gusto a uva. Y después llegan paisanos de tez
terrosa, apagados y lastimosos como sus ponchos. Contemplan el juego en la mesa
de billar, donde se lucen dos vecinos hijos de las islas de Choele-Choel. El
muchacho que come, revuelve la sopa con la cuchara, hace balancear el líquido
de su vaso y después da vuelta al bife en el plato, con evidente satisfacción.
Es el gesto de quien asegura: “He aquí mi vino. Y ahora comeré esa sopa y este
bife”. Y yo me embriagaba lentamente con ese vino joven y rústico, hasta que se
me revela que todo entra, en un clima mágico… Ahí estamos reunidos un grupo de
vencidas criaturas, en la fonda del aplastado caserío. Yo con mi talonario de pedidos
de yerba y ese muchacho encantado de su sopa y maravillado del vino. Y esos
sufridos peones que juegan al billar. Me entran ganas de abrazar a todos y
ponerme a llorar, pero no tanto de tristeza como de simple ternura y piedad,
hacia ellos y hacia mí mismo. Cuando viene el muchacho a retirarme el cubierto,
le pido otra botellita de ese extraño vino. Vuelvo a llenar el vaso y entonces
pregunto por un amigo, el flaco Muñiz, que trabaja en Vialidad, en la
construcción de los puentes que atravesarán él Río Negro por esas islas. El
muchacho sacude el mantel: “Uno delgadito, que viste siempre de negro, ¿verdad?
Sí, señor, solía comer aquí. Primero paraba en Choele, después venía del
campamento de la isla Lamarque, y finalmente pasó a Pomona”. “¿Queda lejos?”,
le pregunté. “Unas cinco leguas. Y desde entonces no lo veo más”, me responde.
Y el rostro, del muchacho adquiere esa extraña inmovilidad de piedra encantada
de algunas estatuas. El recuerdo le suaviza la expresión y sus ojos parecen
traspasar esos muros y perforar la aplastadora noche del desierto.
»“¿Buen
muchacho, eh?”, digo por decir algo, recordando la suave timidez de artista del
flaco Muñiz. Pero el otro ya ha penetrado en la zona del encanto y dice
lentamente: “Tocaba el piano. Sabía tocar muy bien”. Tengo el codo apoyado en
el piano y lo retiro. Ahí está el lustroso y silencioso mueble olvidado, y ese
mozo que parece perforar la noche con el recuerdo confuso de algunos sones que
llegaran al alma. Finalmente sacude la cabeza como si espantase una mosca.
Después dobla el maltratado mantel y se retira. Pero allí queda la presencia
del flaco Muñiz, porque hay evocaciones suficientemente plásticas como para
cristalizar imágenes ya esfumadas. Entonces veo entrar al flaco Muñiz. Pasa
inadvertido entre esos criollos, cetrinos, flacos y callados como él. Uno de
los que tiraban carambolas lo saludó sin dejar de pasarle tiza al taco. El
flaco se sienta al piano. Y repentinamente algo extraño sacude a esos impávidos
y vencidos campesinos, como si un poderoso viento llegado de muy lejos los
arrancase de su antiguo sopor. El mozo limpiaba copas en un tacho de cinc,
detrás del mostrador, y clavaba la vista hacia un punto tan lejano como el
origen de ese extraño viento. Pero eso sólo duraba un instante. Los sones del
piano mueren y la fonda retorna a su normalidad. El muchacho llena un vaso de
caña para un nuevo parroquiano y todos vuelven a atender las fallidas
carambolas de los improvisados billaristas. El flaco se incorpora y cierra
cuidadosamente la tapa del piano y tal vez no sepa que un hálito inefable se ha
prendido durante un breve instante en esa cueva aplastada por la noche del
desierto…
Alejandro
se detuvo nuevamente, como si necesitase orientar su relato y tomar aliento
antes de proseguir. Además, aprovechó la pausa para pedir otra jarra de vino.
Era evidente que se disponía a contarme lo más importante.
—Entonces
me dominó el deseo de ir a visitar al flaco en el campamento de Pomona.
Abandoné la mesa para averiguar la salida del colectivo rural a Pomona. «Mañana
a las nueve sale uno», me informó el mozo. Y señalándome a un jugador de
billar, agregó: «Ese muchacho trabaja en el campamento de Lamarque; quizá pueda
informarle mejor». El tal muchacho vino a nuestro lado al sentirse indicado.
»—¿Conoce
usted a Muñiz? —le pregunté—.
»—Claro
que sí. Trabajaba en la oficina de Personal. Pero pasó a Pomona, de camionero.
»—¿De
camionero?
»—Así
es. Se produjo una vacante de camionero y Muñiz se ofreció. Ahí anda manejando
un poderoso International. Ahora que me acuerdo, la última vez que lo vi en
Lamarque, con su camión, me dijo que en estos días tendría carga para traer de
Choele-Choel. A lo mejor, aparece mañana, quizá esta misma noche…
Un
extraño frío me recorrió el cuerpo.
—No,
no me mirés así, que no divago. A las dos de la madrugada tomé el tren que me
devolvió a Buenos Aires. Claro que te sorprendés… Pero te voy a contar. Sé que
un buen día voy a encontrarme con el camionero. Un camión conducido por una
persona que me va a resultar conocida. ¿Quién no conoce el rostro de la Muerte?
Y la Muerte anda ahora sobre un poderoso camión. Ya ves: iba a visitar a Muñiz
en Pomona. Me llamaba, creándome ese impulso loco. Una sirena no lo haría
mejor. ¡Y me esperaba con «el camión»! ¿Te das cuenta?.
—¿Y
qué te pasó esta noche?
—¡Ah,
esta noche! Tenía que salir para iniciar mi jira por el circuito Santa Rosa,
General Acha y Bahía Blanca. Dejé mi equipaje en el depósito de la estación
Once. Repentinamente me dominó la angustia y temí realizar el viaje. Eché a
andar por la iluminada recova de Plaza Once y entonces te encontré. Ahora estoy
aquí tomando y alegrándome.
Y
Alejandro se reía como si terminase de engañar al mismo demonio.
Fue
entonces cuando en la fonda del mercado entró el hombre de la casaca de cuero.
En el mercado de Abasto convergen diariamente cientos y quizá miles de
camiones, y la entrada de un camionero no hubiese llamado nunca mi atención,
especialmente en este momento, que me dominaba la penosa impresión de comprobar
el evidente desequilibrio de mi amigo. Pero no pude dejar de contemplarlo
detenidamente, pues su presencia tuvo la virtud de hacer palidecer a Alejandro
hasta convertirlo en un verdadero espectro.
El
camionero avanzó hacia el mostrador. Su gesto denotaba agotamiento físico, lo
que podía explicarse, ya que son muchos los conductores que deben aguantar
jornadas abrumadoras para traer sus cargas al mercado. Cierto que la máscara
sudada y crispada del camionero de gastada casaca de cuero mostraba la misma
palidez de mi amigo, pero Alejandro no clavaba su mirada en el recién llegado,
sino que no la separaba de la puerta, por donde se veía la parte trasera de un
poderoso camión de color verde oliva. Se trataba de uno de esos imponentes y
maltratados armatostes que después de servir en la última guerra transitan en
las calles de Buenos Aires en trabajos de paz.
En
la mesa teníamos tres jarras de vino vacías. Y yo pregunté:
—¿Qué
pasa en ese camión?
Alejandro
balbuceaba, ya en pleno delirio—: Pude verlo antes que se estacionase. Estaba
lleno de muertos. Parecen soldados. Algunos van destrozados. A otros les
cuelgan los brazos, como si quisiesen aferrarse al suelo para no seguir viaje.
Yo
tampoco me encontraba del todo bien, pues comencé a admitir:
—No
cabe duda que ese camión llevó miles de soldados y cargó toneladas de
cadáveres, Alejandro. Y esas imágenes no se pueden borrar así no más. Ahí
quedan, junto con esa pintura color de campo martirizado y las abolladuras
producidas por alguna explosión. ¿Pero querés ir a ver lo que lleva ahora?
Seguramente un cargamento de zapallos rojizos, o de fresquísima lechuga…
Alejandro
movió obstinadamente la cabeza con el gesto temeroso y angustiado de un niño
que se niega a cumplir un castigo.
Yo
giré la cabeza para divisar al camionero. Terminaba de tomar una copa en el
mostrador de cinc y abandonaba el local. Pasó al lado de nuestra mesa, detrás
de mí. No pude ver si el hombre hizo un gesto, pero lo cierto es que Alejandro
se incorporó y con pasos de alucinado salió detrás del camionero de la casaca
de cuero.
Cuando
sentí arrancar el poderoso motor pude reaccionar. Atiné a dejar un par de
billetes en la mesa, entre las jarras vacías, y llegué hasta la puerta. El
camión y Alejandro habían desaparecido. Tenía frente a mí esa extraordinaria
bóveda de cemento, con imponencia y belleza de catedral, de nuestro mercado
central. Filas interminables de camiones entraban lentamente por sus puertas de
ciudadela. Sentí miedo y eché a andar con paso rápido hacia las luces del
centro de la ciudad.
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