4
Junto a las aguas de Babilonia
Stephen Vincent Benèt
Sólo
un cuentista que fuera también un poeta pudo escribir un relato como éste.
STEPHEN VINCENT BENÈT era ambas cosas. «Junto a las Aguas de Babilonia» parece
posterior a los acontecimientos producidos en el mundo en los últimos quince
años. Sin embargo, data de 1937.
A
sus méritos propios deben añadirse pues los de una profecía acaso en tren de
cumplirse. Confluyen en él, mágicamente, una visión del pasado y una visión del
futuro, igualmente hondas y penetradas de grandeza poética. Aquellos que
quieran ver en toda coincidencia una significación más profunda y hayan
advertido el acento bíblico que enaltece muchos de los cuentos de Benèt,
recordarán con gratitud que nació en un lugar de los Estados Unidos llamado
Bethelem, el año 1898.
Murió
en 1943.
***
Al
norte, al oeste y al sur hay buena caza, pero está prohibido ir hacia el este.
Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, salvo en busca de metal,
y quien busque el metal debe ser sacerdote, hijo de sacerdote. Después, tanto
el hombre como el metal deben ser purificados. Éstas son las reglas y las
leyes; están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y ver el lugar que
fué el Lugar de los Dioses; eso está rigurosamente prohibido. Ni siquiera
pronunciamos su nombre, aunque lo sabemos. Es allí donde viven espíritus y
demonios, allí donde están las cenizas del Gran Incendio. Esas cosas están prohibidas,
han estado prohibidas desde el comienzo de los tiempos.
Mi
padre es sacerdote; yo soy hijo de sacerdote. He estado, con mi padre, en los
Lugares Muertos más próximos. Al principio tuve miedo. Cuando mi padre entró en
la casa en busca del metal, me quedé junto a la puerta y sentí el corazón
pequeño y débil. Era la casa de un hombre muerto, una casa de espíritus. No
tenía el olor del hombre, aunque en un rincón había antiguos huesos. Pero no
está bien que hijo de sacerdote demuestre temor. Miré los huesos en la sombra y
acallé mi voz.
Después
salió mi padre con el metal, un trozo grande y fuerte. Me miró con ambos ojos,
pero yo no había huído. Me dio el metal para que lo tuviera en las manos. Lo
toqué y no morí. Entonces supo que yo era verdaderamente su hijo y que llegado
el momento sería sacerdote. Cuando ocurrió eso, yo era muy joven. Sin embargo,
mis hermanos no lo habrían hecho, aunque son buenos cazadores. A partir de
aquel día tuve el mejor trozo de carne y el rincón más tibio junto al fuego. Mi
padre velaba por mí, se alegraba de que fuera a ser sacerdote. Pero cuando me
vanagloriaba, o lloraba sin motivo, me castigaba con más rigor que a mis
hermanos. Era justo.
Al
cabo de un tiempo yo mismo pude entrar en las casas muertas y buscar el metal.
Así aprendí los secretos de esas casas, y ya no tenía miedo cuando veía los
huesos. Los huesos son livianos y viejos, a veces se desmenuzan en polvo cuando
uno los toca. Pero tocarlos es gran pecado.
Me
enseñaron los cánticos y los ensalmos, me enseñaron a restañar la sangre de las
heridas y otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos. Eso decía
mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas mediante cánticos
y hechizos, allá ellos, eso no les hace daño. Me enseñaron a leer los viejos
libros y a escribir las viejas escrituras: fue difícil, me llevó mucho tiempo.
Mi sabiduría me hizo feliz: era como un fuego en mi corazón. Lo que más me
gustaba era oír la historia de los Viejos Días y la historia de los dioses. Yo
mismo me dirigía muchas preguntas que no podía contestar, pero era bueno
hacérmelas. De noche solía quedarme despierto, escuchando el viento: me parecía
la voz de los dioses que atravesaban el espacio.
Nosotros
no somos ignorantes como los pueblos del bosque, nuestras mujeres hilan lana en
la rueca, nuestros sacerdotes llevan túnicas blancas. No comemos gorgojos de
los árboles, no hemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de
entender. Sin embargo, mi sabiduría y la pobreza de mi sabiduría ardían en mí:
quería aprender más. Cuando al fin fui hombre, llegué a mi padre y le dije:
—Es
venido el tiempo de iniciar mi viaje. Concédeme tu permiso.
Me
miró largamente, acariciándose la barba, y dijo por último:
—Sí.
Es tiempo.
Aquella
noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí la purificación. Me dolía el
cuerpo, pero mi espíritu era una piedra helada. Fue mi propio padre quien me
interrogó sobre mis sueños.
Me
ordenó mirar el humo del fuego y ver… Vi y conté lo que vi. Era lo que siempre
había visto: un río, y allende el río un vasto Lugar Muerto y en él caminaban
los dioses. Siempre he meditado en eso. Sus ojos eran severos cuando se lo
dije: ya no era mi padre, sino un sacerdote.
—Ése
es un sueño muy fuerte —dijo—.
—Es
mío —repliqué.
El
humo temblaba y yo sentía la cabeza liviana. En la cámara exterior cantaban el
cántico de la Estrella, y yo lo oía como un zumbido de abejas en mi cabeza.
Me
preguntó cómo estaban vestidos los dioses, le dije cómo estaban vestidos.
Nosotros sabemos, por el libro, cuáles eran sus vestiduras, pero yo los veía
como si estuviesen ante mí. Cuando hube terminado, tiró tres veces los palillos
y los observó al caer.
—Es
un sueño muy fuerte —dijo—. Puede devorarte.
—No
tengo miedo —repuse, y lo miré con ambos ojos. Mi propia voz sonó débil a mis
oídos, pero fue por causa del humo.
Me
tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas.
—Llévalas
—dijo—. Está prohibido ir hacia el este. Está prohibido cruzar el río. Está
prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas.
—Todas
esas cosas están prohibidas —dije, pero era mi voz quien hablaba y no mi
espíritu.
Él
me miró nuevamente.
—Hijo
mío —dijo—. Antaño tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes ser
un gran sacerdote. Si te devoran, siempre eres mi hijo. Ponte en camino.
Ayuné,
es ley. Me dolía el cuerpo, no el corazón. Cuando llegó el alba, había perdido
de vista la aldea. Oré, me purifiqué, aguardé una señal. La señal fue un
águila. Volaba hacia el este.
A
veces malos espíritus envían los signos. Esperé nuevamente en la roca chata,
ayunando, sin probar alimento. Me quedé muy quieto: podía sentir el cielo en lo
alto, debajo la tierra. Esperé hasta que el sol comenzó a hundirse. Entonces tres
ciervos cruzaron el valle en dirección al este. No me ventearon, no me vieron.
Con ellos iba un cervato blanco. Ése era un signo muy grande.
Los
seguí a la distancia, aguardando los acontecimientos. El deseo de ir hacia el
este inquietaba mi corazón; sin embargo, sabía que debía ir. Me zumbaba la
cabeza por el ayuno… ni siquiera vi saltar la pantera sobre el cervato blanco.
Pero antes de que yo mismo lo advirtiera, tenía el arco en la mano. Grité, y la
pantera levantó la cabeza.
No
es fácil matar una pantera con una flecha, pero la flecha le atravesó el ojo y
entró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar: giró sobre sí misma,
arañando el suelo. Entonces supe que debía ir hacia el este, que ésa era la
meta de mi viaje. Cuando llegó la noche, encendí fuego y asé la carne.
El
viaje al este dura ocho soles, y hay que pasar por muchos Lugares Muertos. Los
Pueblos del Bosque los temen, yo no. Una noche encendí fuego al borde de un
Lugar Muerto, y a la mañana siguiente, dentro de la casa muerta, encontré un
buen cuchillo, algo herrumbrado. Eso fue poco en comparación con lo que sucedió
después, pero agrandó mi corazón. Cada vez que buscaba caza, la hallaba delante
de mi flecha, y en dos oportunidades me crucé con cazadores del Pueblo del
Bosque, sin que ellos lo supieran. Y supe entonces que mi magia era fuerte y
limpio mi viaje, a pesar de la ley.
Al
atardecer del octavo sol, llegué a las márgenes de un gran río. Un día y medio
antes había abandonado el camino de los dioses: ya no usamos los caminos de los
dioses, porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, y es más
seguro atravesar el bosque. De lejos había visto el agua a través de los
árboles, pero los árboles crecían tupidos. Al fin salí a un claro en lo alto de
un acantilado. Y allá abajo estaba el gran río, como un gigante tendido al sol.
Es muy largo y muy ancho. Todos los ríos que conocemos, él podría tragarlos sin
aplacar su sed. Lo llaman Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi
tribu lo había visto, ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era magia, y oré
nuevamente.
Después
alcé los ojos y miré hacia el sur. Allá estaba el Lugar de los Dioses.
Cómo
puedo decir a qué se parecía: vosotros no sabéis. Allá estaba, bajo una luz
rojiza, demasiado grande para ser un grupo de casas. Allá estaba, cubierto de
roja luz, poderoso y en ruinas. Adiviné que un instante más tarde los dioses me
verían. Me cubrí los ojos con las manos y regresé al bosque.
Sin
duda ya era demasiada osadía haber hecho esto y sobrevivir. Sin duda era
bastante pasar la noche en el acantilado. Los mismos hombres del Pueblo del
Bosque no se acercan. Sin embargo, mientras transcurría la noche, comprendí que
debía atravesar el río y caminar en los lugares de los dioses, aunque los
dioses me devoraran. Mi magia ya no servía, pero en mis entrañas ardía un
fuego, en mi espíritu ardía un fuego. Al salir el sol, pensé: «Mi viaje ha sido
limpio. Ahora volveré a mi casa». Mas en el preciso instante en que lo pensaba,
comprendí que no podría hacerlo. Si yo iba al lugar de los dioses, moriría sin
duda, pero si no iba, nunca quedaría en paz con mi espíritu. Cuando se es
sacerdote, hijo de sacerdote, es mejor perder la vida que el espíritu.
Aun
así, las lágrimas brotaban de mis ojos mientras construía la balsa. Si los
Hombres del Bosque me hubieran acometido, habrían podido matarme sin lucha,
pero no se acercaron. Cuando construí la balsa, dije las oraciones de los
muertos, y me pinté para la muerte. Mi corazón estaba frío como un sapo y mis
rodillas flojas como el agua, mas la llama que ardía en mi cerebro no me dejaba
paz. Al botar la batea en la orilla, entoné mi cántico de la muerte. Tenía
derecho a hacerlo, y era un hermoso canto:
Yo
soy Juan, hijo de Juan. Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas.
Ellos
son los hombres.
Yo
voy a los Lugares Muertos, y no me aniquilan.
Recojo
el metal de los Lugares Muertos, y no soy fulminado.
Fatigo
los caminos de los dioses y no tengo miedo. ¡E-yah! ¡He matado la pantera, he
matado el cervato!
¡E-yah!
He llegado al gran río. Ningún hombre llegó antes.
Está
prohibido ir al este: yo lo hago; prohibido atravesar el río: estoy en él.
Abrid
vuestros corazones, oh espíritus, y escuchad mi cántico.
Ahora
voy al lugar de los dioses, no volveré.
¡Mi
cuerpo está pintado para la muerte, mi carne es débil, mi corazón es grande
mientras voy al lugar de los dioses!
Pero
cuando llegué al Lugar de los Dioses tuve miedo, miedo. La corriente del gran
río era muy fuerte, con sus manos aferró mi balsa. Eso era magia, porque el río
en sí es ancho y calmo. En la mañana luminosa, sentía a mi alrededor espíritus
malignos; sentía su aliento en la nuca, mientras era llevado corriente abajo.
Nunca he estado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, y la vi semejante a
montón de bellotas invernales recogidas por una ardilla. Ya no había fuerza en
mi sabiduría, me sentí pequeño y desnudo como un pájaro recién salido del
cascarón, solo en el gran río, siervo de los dioses.
Pero
luego mis ojos fueron abiertos y vi. Vi ambas márgenes del río, advertí que
antaño lo habían cruzado los caminos de los dioses, aunque ahora estaban rotos
y caídos como rotas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosos y rotos:
rotos en el tiempo del Gran Incendio, cuando el fuego cayó del cielo. Y cada
vez la corriente me acercaba más al Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas
se alzaban ante mis ojos.
No
sé las costumbres de los ríos, pertenezco al Pueblo de las Colinas. Traté de
guiar mi balsa con la pértiga pero la balsa giraba sobre sí misma. Pensé que el
río quería llevarme más allá del Lugar de los Dioses, hacia el Agua Amarga de
las leyendas. Entonces me encolericé y mi corazón se fortificó. Exclamé en alta
voz:
—¡Soy
sacerdote, hijo de sacerdote!
Los
dioses me oyeron: los dioses me enseñaron a manejar la pértiga a un costado de
la balsa. La corriente cambió. Me acerqué al Lugar de los Dioses.
Cuando
estaba muy cerca, la balsa encalló y se dio vuelta. He aprendido a nadar en
nuestros lagos. Nadé hacía la costa. Una gran espiga de metal herrumbrado se
internaba en el río. Me encaramé a ella y permanecí sentado, jadeante. Había
salvado mi arco y dos flechas, y el cuchillo que encontré en el Lugar Muerto,
pero nada más. Mi balsa bajaba remolineando la corriente, en dirección al Agua
Amarga. La seguía con la vista y pensé que si me hubiera ahogado bajo sus
leños, por lo menos estaría a salvo y muerto. Pero cuando hube secado y
reajustado la cuerda de mi arco, eché a andar hacia el Lugar de los Dioses.
La
tierra que pisaban mis pies era como toda tierra. No quemaba. No es cierto lo
que dicen algunas leyendas, que en ese lugar la tierra arde eternamente. Lo sé
porque he estado. Es cierto que aquí y allá, sobre las ruinas, se veían los
signos y las manchas del Gran Incendio. Pero eran signos viejos, viejas
manchas. Tampoco es cierto lo que dicen algunos de nuestros sacerdotes, que es
una isla cubierta de niebla y encantamientos. No. Es un gran Lugar Muerto, el
más grande de todos los que conocemos. Lo cruzan por doquier los caminos de los
dioses, aunque la mayoría están resquebrajados y rotos. Y por doquier se
extienden las ruinas de las grandes torres de los dioses.
¿Cómo
decir lo que vi? Marchaba cautelosamente, el arco tenso en la mano, la piel
advertida para el peligro. Esperaba oír gemidos de espíritus, aullidos de
demonios, mas no los oí. El sitio donde había desembarcado era muy silencioso y
soleado; el viento y la lluvia y los pájaros que llevan semillas habían
consumado su obra: la hierba crecía entre las grietas de la piedra rota. Es una
hermosa isla, no asombra que los dioses hayan edificado en ella. Si yo hubiera
sido un dios, también habría edificado ahí.
¿Cómo
decir lo que vi? No todas las torres están desmoronadas, alguna que otra
permanece erguida, como un gran árbol en un bosque, y los pájaros anidan en lo
alto. Pero las torres parecen ciegas, porque los dioses se han ido. Vi un
martín pescador pescando en el río. Vi una danza de mariposas blancas sobre un
gran montón de piedras y columnas derruidas. Me acerqué y miré alrededor. Vi
una piedra labrada, con letras inscriptas, partida en dos. Sé leer las letras,
mas aquéllas no pude entenderlas. Decían UBTREAS. También descubrí la
despedazada imagen de un hombre o un dios. Estaba tallada en piedra blanca, y
tenía los cabellos atados a la nuca, como una mujer. En un trozo de piedra leí
su nombre: ASHING. Me pareció prudente orar ante ASHING, aunque no conozco a
ese dios.
¿Cómo
decir lo que vi? En metal y piedra no quedaba olor de hombres. Tampoco crecían
muchos árboles en aquel desierto de piedra. En cambio hay muchas palomas, que
anidan en las torres: los dioses debieron amarlas, o quizá las ofrendaban en
los sacrificios. Hay gatos salvajes, de ojos verdes, que merodean por los
caminos de los dioses, y no temen al hombre. Por la noche gimen como demonios,
pero no son demonios. Les perros cimarrones son más peligrosos, porque cazan en
jaurías, pero sólo los encontré más tarde. Por todas partes hay piedras
labradas, inscriptas con palabras y números mágicos.
Me
dirigí hacia el norte, sin tratar de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me
viera, entonces yo moriría, pero entretanto no tenía miedo. El hambre de saber
ardía en mí: había tantas cosas que no alcanzaba a comprender… Transcurrido un
tiempo, mi estómago tuvo hambre. Pude cazar en procura de carne, mas no lo
hice. Es sabido que los dioses no cazaban como nosotros: obtenían sus alimentos
de cajas y vasos mágicos. Aún es posible encontrarlos en los Lugares Muertos.
Una vez, cuando era niño, y necio, abrí uno de esos vasos, probé el alimento y
lo encontré dulce. Pero mi padre lo supo y me castigó severamente, porque a
menudo ese alimento es la muerte. Ahora, sin embargo, había ido más allá de lo
prohibido; entré en las torres más bellas, en busca del alimento de los dioses.
Lo
encontré por fin en las ruinas de un gran templo, en el centro de la ciudad.
Había sido, sin duda, un templo imponente, porque, aunque los colores estaban
desvanecidos, advertí que el techo se hallaba pintado como el cielo nocturno
con sus estrellas.
El
templo se dilataba hacia abajo en grandes cuevas y túneles. Quizá allí habían
encerrado a sus esclavos. Pero cuando empecé a bajar, oí chillidos de ratas y
me detuve: las ratas son sucias, y a juzgar por los chillidos eran numerosas
sus tribus. Pero en las proximidades, en el corazón de una ruina, detrás de una
puerta que aún se abría, encontré alimentos. Comí sólo las frutas contenidas en
las vasijas. Tenían un gusto muy dulce. También había bebida en botellas de
vidrio: la bebida de los dioses era fuerte, me nubló la cabeza. Después de
comer y beber, dormí sobre una piedra, con el arco a un costado.
Cuando
desperté, el sol se ponía. Mirando hacia abajo, vi un perro sentado sobre sus
cuartos traseros. Le colgaba la lengua de la boca, parecía reírse. Era un perro
grande, de pelaje gris-pardo, grande como un lobo. Me levanté de un salto y le
grité, pero no se movió: permaneció allí, y parecía reírse. Eso no me gustó.
Cuando busqué una piedra para lanzársela, se apartó rápidamente del camino de
la piedra. No me tenía miedo; me miraba como si yo fuese carne. Sin duda habría
podido matarlo con una flecha, pero quizá hubiera otros. Además, caía la noche.
Miré
a mi alrededor. A corta distancia pasaba uno de los grandes y derruidos caminos
de los dioses. Llevaba hacia el norte. En aquella dirección las torres no eran
tan altas, y aunque algunas de las casas muertas estaban desmoronadas, otras
permanecían en pie. Me dirigí hacia aquel camino, por los montículos más altos
de las ruinas, seguido por el perro. Al llegar al camino, advertí que tras él
venían otros. Si hubiera dormido más, me habrían destrozado la garganta en
mitad del sueño. Aun así, parecían seguros de su presa, no se apresuraban.
Guando entré en la casa muerta, se quedaron vigilando a la entrada. Sin duda
pensaron que gozarían de una emocionante cacería. Pero un perro no puede abrir
una puerta, y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gusta vivir
sobre el suelo, sino en lo alto.
Acababa
de encontrar una puerta que podía abrir, cuando los perros se decidieron a
acometer. ¡Ah! Se quedaron sorprendidos cuando les cerré la puerta en las
narices. Era una buena puerta, de metal fuerte. Yo podía oír sus estúpidos
gruñidos, pero no me detuve a responderles. Estaba en la oscuridad; encontré
una escalera y subí. Había muchas escaleras, que giraban y giraban hasta que
sentí vértigos. En lo alto había otra puerta; encontré el picaporte y entré. Me
hallé en el interior de una cámara pequeña y alargada. A un costado había una
puerta de bronce que no podía ser abierta, porque no tenía picaporte. Quizá
existía una palabra mágica para abrirla, mas yo no conocía la palabra. Me
encaminé a otra puerta, situada en el extremo opuesto de la pared. La cerradura
estaba rota. Abrí la puerta y entré.
Adentro
descubrí un lugar de grandes riquezas.
El
dios que había vivido allí debía ser un dios poderoso. La primera habitación
era una pequeña antesala. Me detuve unos instantes para decir a los espíritus
del lugar que venía en son de paz y no como un ladrón. Cuando creí que habían
tenido tiempo de escucharme, seguí adelante. ¡Ah, qué riquezas! Todo estaba
como había sido: y aun pocas de las ventanas habían sido rotas. Las grandes
ventanas que daban a la ciudad estaban enteras, aunque cubiertas de polvo y
sucias de muchos años. En los pisos había tapices de colores no desvanecidos, y
las sillas eran blandas y mullidas. En las paredes vi cuadros, muy extraños,
muy maravillosos. Recuerdo uno que representaba un ramillete de flores en un
vaso: si uno se acercaba, no veía más que fragmentos de color, pero si lo
miraba de lejos, parecía que las flores hubieran sido cortadas ayer. Sentí algo
extraño en el corazón al mirar este cuadro y al ver sobre la mesa la figura de
un pájaro, modelado en arcilla dura y tan semejante a nuestros pájaros. Por
doquier había libros y escritos, muchos en lenguas que yo no conocía. El dios
que habitó ese lugar debió ser un dios prudente y lleno de sabiduría. Sentí que
yo tenía derecho a estar allí, porque yo también buscaba la sabiduría.
Sin
embargo, era extraño. Había un lavatorio, pero no había agua. Quizá los dioses
se lavaban con aire. Había un lugar para cocinar, pero no había leña y aunque
vi una máquina para cocer los alimentos, no encontré un lugar para encender
fuego. Tampoco velas ni pimparas: había cosas que parecían lámparas, pero no
tenían mecha ni aceite. Todas esas cosas eran mágicas. Sin embargo, yo las
toqué y viví. Habían perdido su magia. Por ejemplo, en el lavatorio había una
cosa que decía «Caliente», y no era caliente al tacto; otra cosa decía «Fría»,
y no era fría. Ésa debió ser una magia muy fuerte, pero la magia había
desaparecido. No comprendo. Ellos poseían secretos. Ojalá los conociera.
Aquella
casa de los dioses era sofocante, seca y polvorienta. Dije que la magia había desaparecido,
pero no es cierto: había desaparecido de las cosas mágicas, no del lugar. Sentí
espíritus que me rodeaban y que pesaban en mí. Nunca había dormido en un Lugar
Muerto, pero esta noche debía dormir aquí. Cuando lo pensé, sentí la lengua
seca en la garganta, a pesar de mis deseos de saber. Estuve a punto de salir
para enfrentarme con los perros, mas no lo hice.
No
había recorrido todas las habitaciones cuando oscureció del todo. Entonces
volví a la gran sala que da a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para
encender fuego y un cajón con leña, aunque no creo que cocinaran allí. Me
envolví en una alfombra y me quedé dormido junto al fuego. Estaba muy cansado.
Ahora
diré lo que es magia fuerte. Desperté en mitad de la noche. El fuego se había
apagado; sentí frío. Creí escuchar a mi alrededor voces y murmullos. Cerré los
ojos para ahuyentarlos. Algunos dirán que volví a quedarme dormido, pero no lo
creo. Sentí que los espíritus sacaban mi alma de mi cuerpo como un pez al
extremo de una línea de pescar.
¿Por
qué habría de mentir? Soy sacerdote, soy hijo de sacerdote. Si hay espíritus,
como dicen, en los pequeños Lugares Muertos próximos a nosotros, ¿cómo no ha de
haberlos en aquel gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no querrían hablar?
¿Después de tantos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez por el sedal.
Había salido de mi cuerpo: podía ver mi cuerpo dormido ante el fuego apagado,
pero ese cuerpo no era yo. Yo era arrastrado a contemplar la ciudad de los
dioses.
Todo
debía estar oscuro, porque era de noche, y sin embargo no estaba oscuro. Por
doquier había luces: hileras de luces, círculos y manchas de luz. Diez mil
antorchas encendidas no habrían dado tanta luz. El mismo cielo estaba
iluminado. El resplandor del cielo apenas dejaba ver las estrellas. Pensé para
mis adentros: «Ésta es magia muy fuerte», y temblé. Llegaba a mis oídos un
estruendo semejante al de impetuosos ríos. Después mis ojos se acostumbraron a
la luz y mis oídos se acostumbraron al ruido. Comprendí que estaba viendo la
ciudad tal como había sido cuando vivían los dioses.
Era
un espectáculo maravilloso, sin duda. No habría podido verlo con mi cuerpo,
porque mi cuerpo habría muerto. Por doquier iban los dioses, a pie y en
carrozas; innumerables dioses, y sus carrozas obstruían las calles. Habían
convertido la noche en día para su placer, no dormían con el sol. El ruido de
sus idas y venidas era el ruido de muchas aguas. Era magia lo que podían hacer,
era magia lo que hacían.
Me
asomé a otra ventana y vi que las grandes enredaderas de sus puentes estaban
intactas y que los caminos de los dioses se extendían hacia el este y hacia el
oeste. Incansables, incansables eran los dioses, nunca se detenían. Perforaban
túneles bajo los ríos, volaban por el aire. Con herramientas nunca vistas
construían obras gigantescas. Ningún lugar de la tierra estaba a salvo de
ellos. Si querían una cosa, mandaban buscarla al otro extremo del mundo. Y
siempre, cuando trabajaban y cuando descansaban, cuando celebraban y cuando
hacían el amor, resonaba en sus oídos, como un tambor, el pulso de la ciudad
colosal, latido tras latido, semejante al corazón de un hombre.
¿Eran
felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos,
eran magníficos, eran terribles. Al verlos, al ver su magia, me sentí como un
niño. Me pareció que, de proponérselo, podrían arrancar la luna del cielo. Los
vi avanzar de conocimiento en conocimiento, de ciencia en ciencia. Y sin
embargo, no todo lo que hacían estaba bien hecho —aun yo podía advertirlo—, y
sin embargo su ciencia no podía menos de crecer hasta que todo quedara en paz.
Después
vi su destino abatirse sobre ellos, y eso fue más terrible de lo que se puede
expresar en palabras. El destino cayó sobre ellos mientras caminaban por las
calles de su ciudad. Yo he estado en los combates con los Pueblos del Bosque,
he visto morir los hombres. Pero esto era distinto. Cuando los dioses guerrean
con los dioses, utilizan armas que nosotros no conocemos. Era como un fuego que
cayese del cielo, y una niebla que envenenaba. Fue el tiempo de la Destrucción
y del Gran Incendio. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad… ¡pobres
dioses, pobres dioses! Después empezaron a caer las torres. Unos pocos
escaparon… sí, unos pocos. Lo dicen las leyendas. Pero aun después que la
ciudad se convirtió en un Lugar Muerto, el veneno permaneció en el suelo
durante muchos años. Yo lo vi ocurrir, yo vi morir los últimos dioses. La
ciudad destrozada quedó a oscuras, y rompí a llorar.
Todo
esto vi. Como lo cuento lo vi, aunque no con el cuerpo. Cuando desperté, por la
mañana, tenía hambre, aunque lo primero en que pensé no fue mi hambre, porque
sentía el corazón confuso y perplejo. Ahora sabía por qué existían los Lugares
Muertos, mas no sabía por qué había ocurrido aquello. Me parecía imposible que
hubiese ocurrido, con toda la magia que ellos tenían. Recorrí la casa buscando
una respuesta. Había en ella tantas cosas que no podía comprender, aunque soy
sacerdote y mi padre fue sacerdote. Era como estar a la orilla de un gran río,
de noche, y sin luz para ver el camino.
Entonces
vi al dios muerto. Estaba sentado en su silla, junto a la ventana, en una
habitación donde yo no había entrado antes, y en el primer momento pensé que
estaba vivo. Después vi la piel del dorso de su mano: era como un cuero seco.
La pieza estaba cerrada, seca y caliente. Por eso, sin duda, se había
conservado así. Al principio tuve miedo de acercarme, después el temor me
abandonó. Estaba sentado, con la vista clavada en la ciudad. Vestía las ropas
de los dioses. No era joven ni viejo, yo no habría sabido calcular su edad.
Pero había sabiduría en su semblante, y una gran tristeza. Era evidente que él
no había querido huir. Se había sentado ante la ventana, viendo morir su
ciudad; después él mismo había muerto. Pero es mejor perder la vida que el
espíritu, y era seguro, a juzgar por el rostro, que su espíritu no se había
perdido. Comprendí que si lo tocaba caería desmenuzado en polvo, y no obstante
había algo inconquistado en su rostro.
Éste
es el fin de mi historia, porque entonces supe que era un hombre: supe que no
habían sido dioses ni demonios los habitantes de la ciudad, sino hombres. Es
mucho saber, difícil de contar y de creer. Eran hombres: habían recorrido un
camino oscuro, pero eran hombres. Después de eso ya no tuve miedo: no tuve
miedo mientras regresaba a mi país, aunque dos veces luché con los perros
cimarrones y en otra oportunidad me persiguieron durante dos días los Hombres
del Bosque. Cuando vi nuevamente a mi padre, oré y fui purificado. Él me tocó
los labios y el pecho, y dijo:
—Cuando
te fuiste eras un niño. Ahora vuelves hecho un hombre y un sacerdote.
—Padre
—repuse—, ¡eran hombres! ¡He estado en el Lugar de los Dioses, lo he visto!
Ahora mátame, si ésa es la ley… pero aun así, eran hombres.
Él
me miró con ambos ojos.
—La
ley no es siempre la misma —dijo—. Tú has hecho lo que has hecho. En mis días
yo no lo habría hecho, pero tú has venido después que yo. ¡Habla!
Conté
mi historia y él la escuchó. Después quise decirla a todos, pero él me
disuadió. Dijo:
—La
verdad es un ciervo difícil de cazar. Si comes demasiada verdad de una sola
vez, puedes morir de la verdad. No en vano nuestros padres vedaron los Lugares
Muertos.
Tenía
razón: es mejor que la verdad nos llegue poco a poco. Yo lo he aprendido, a
fuer de sacerdote. Quizá en los viejos tiempos los hombres devoraron la verdad
con demasiada prisa.
Sin
embargo, estamos en el comienzo. Ya no vamos a los Lugares Muertos sólo en
busca de metal. También buscamos los libros y las escrituras. Son difíciles de
aprender. Y las herramientas mágicas están rotas. Pero podemos mirarlas y
maravillarnos. Podemos empezar. Y cuando yo sea sumo sacerdote, atravesaremos
el gran río. Iremos al Lugar de los Dioses —el lugar newyork— y no seremos un
solo hombre, sino muchos. Buscaremos las imágenes de los dioses y encontraremos
el dios ASHING y los otros dioses —los dioses Lincoln y Biltmore y Moisés. Pero
fueron hombres los que construyeron la ciudad, no dioses ni demonios. Fueron
hombres. Recuerdo la cara del hombre muerto. Fueron hombres los que estuvieron
aquí antes que nosotros. Debemos construir de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario