Introducción
El trabajo atravesaría la pericia de Pedro C. Rojo, excelente investigador, profesor de IES en Madrid y de nuestro Título Propio (Recuperación e investigación del Patrimonio Literario), de los más veteranos en la BNE, en donde es jefe de investigación; recibiría los cuidados dramáticos de Delia Gavela, ahora en la Universidad de la Rioja,recientemente doctorada con una tesis sobre Lope de Vega; y sería revisado por ElenaVarela, doctorada también recientemente, y muy cualificada correctora de estilo; yasí, mientras Pedro C. Rojo coordinaba las entradas de autores u obras «en prosa»,Delia Gavela lo haría sobre las teatrales, me reservaba yo las poéticas y dejábamos albuen hacer de Elena Varela las de retórica y lengua. De esa manera hemos ido cumpliendo la tarea, aunque la doctora Varela me ha pedido no figurar en cabeza de autoría porque juzga que la extensión de sus trabajos es menor que la de los restantescoordinadores. Y así lo he hecho. En aquellos momentos, claro está, no se había redactado ni una sola línea, ni se habían asentado las normas, los plazos, el formato final…; pero yo tenía varias listas que había ido intercambiando con Jesús Sepúlveda, con las sugerencias de los especialistas que, en cada caso, entre uno y otro, habíamos pensado que podrían redactar las diversas entradas, una vez que nos decidimos por el orden alfabético, ya que la opción temática —que también barajamos— nos llevaba de bruces a una historia más de la Literatura Española, y de eso queríamos huir, pues se trataba de suministrar una herramienta de trabajo, un instrumento para acceder a las bases de las obras y autores capitales de nuestra historia literaria clásica, el primer paso para aventuras críticas y posteriores panoramas históricos.
La tarea luego ha sido ardua, compleja, a veces desbordante. Una obra con más de trescientos autores es difícil de llevar a buen puerto sin grandes dosis de entusiasmo, de paciencia, de humildad, de ayuda. De todo ha habido hasta culminarla; pero nada que no sea explicable, razonable o superable; de manera que no haré inventario de las deserciones de última hora, de los enfados por las correcciones, de los cambios de criterio…; insisto, todo, debidamente situado en su contexto, habrá tenido su explicación. Vaya aquí, como remate, mi solicitud de perdón para todos aquellos colegas que hayan podido sufrir por alguna gestión que les haya parecido inadecuada, y por los inconvenientes de un trabajo colectivo desinteresado, aparentemente poco grato. Por si les sirve de justificación, a todos y a cada uno de ellos les he acompañado en su tarea, he sido su primer lector. Por el contrario, sí que citaré los entusiasmos y las ayudas, porque han venido en nuestro socorro muchas veces cuando no veíamos de qué manera podríamos cubrir un hueco o solucionar un problema. Este Diccionario, al margen del trabajo profundo de sus cuatro redactores, ya mentado, debe bastante a otros tres pilares: primeramente, y sobre todo en lo que concierne al volumen del siglo XVI, al de José H. Labrador y Ralph Di Franco, expertos investigadores, como todos sabemos de la poesía, áurea; han redactado como solo ellos podrían hacerlo unas cuantas entradas excelentes, además de respaldar con el BIPA las de algunos de mis colegas más jóvenes, lo que es un modo de aupar a los investigadores que empiezan a trabajar. En segundo lugar a José Lara Garrrido, que se echó sobre sus competentes espaldas la responsabilidad de muchas entradas, y me aconsejó sobre otras tantas que sembró entre sus colaboradores y discípulos. En tercer lugar, al grupo de colaboradores de la BNE, quienes muchas veces de manera anónima han suplido carencias, corregido huecos, redactado entradas, etc. según nos venían las cosas; de entre todos ellos, tendría que volver a destacar a los que me acompañan en la cabecera de la obra, Pedro C. Rojo y Delia Gavela, mientras Pedro centralizaba las entradas de «prosa», Delia llevó el control de todas las entradas teatrales hasta casi el final del Diccionario, cuando tuvo que compartir su quehacer con otro infinitamente más hermoso, la del nacimiento de Julia, su hija, a quien vamos a dar entrada simpática en este prólogo, porque la Filología, querido lector, no vive en el aire, sino en lugares y circunstancias de nuestra existencia. Finalmente, entre los restantes, no puedo olvidar las correcciones y entradas de David López del Castillo y de Javier Machón, así como las tres artículos que ha redactado Pablo Moíño (Alonso Alcalá, Juan de Salinas, San Juan de la Cruz), sobre cuya valía no mepronuncio: basta con remitir a ellas. Elena Varela ha querido, como siempre, no aparecer por ningún lado, aunque muchísimas son las veces que ha corregido, establecido criterios y señalado competencias, además de redactar las entradas de los Avisos de Barrionuevo y de Carlos García.
En momentos de desconcierto acudieron a nuestra llamada muchos investigadores, a quienes agobié con plazos finales y redacciones bajo presión: no quiero olvidar los casos de Jaime Moll (que tampoco quiso figurar como firmante en algunas entradas más), María José Alonso, Antonio Castro Díaz, Barry Ife, José María Ferri Coll, Rafael Malpartida, Belén Molina Huete, Inmaculada Osuna, Eva Belén Carro Carbajal, Javier Fernández, María Casas del Álamo… Posiblemente me esté olvidando de otros tantos, por lo que dejo de hilvanar nombres: el índice los recoge. Creo que entre todos hemos hecho una excelente labor, que nos va a proporcionar un precioso instrumento de trabajo y va a situar, en muchos aspectos, a la Literatura Clásica española en un lugar de privilegio para ser leída, estudiada, propagada.
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De las muchas decisiones que siempre habrán de resultar relativamente arbitrarias mencionaré la del corpus de autores, la de su distribución entre los dos siglos dorados y la referida a la estructura y contenido de cada entrada. Vino el corpus determinado por algo que ahora se ha puesto de moda denominar «el canon», que procedía —como debe ser— de la tradición cultural española. Nadie nos va a discutir que se incluyan en este volumen Garcilaso, Guevara o el romancero; pero cuando nos acercamos a obras, géneros y autores menos encumbrados por la tradición, por los lectores, siempre cabrá discutir que la nómina de los escritores espirituales, de los poetas de tercera fila, de las obras anónimas, etc. podría haberse ampliado o acortado. Así es. Siempre he creído que Bloom erraba; no lo voy a hacer yo en páginas eruditas que no van a ser afanosamente publicadas en los suplementos culturales del ramo. Querido lector, estimado colega, entrañable amigo: hemos afinado lo mejor posible para que tuvieras en un solo volumen el corpus fundamental de nuestra historia literaria áurea. Mucho más arbitrario podrá parecer, en algunos casos, el dejarse llevar hacia el siglo XVI o hacia el siglo XVII. Cervantes lo hemos alejado al s. XVI y compartiremos las protestas de quienes piensen que edita las más de sus obras durante el reinado de Felipe III; pero también nos sumaremos a los parabienes de quienes lo consideren la última voz renacentista, como una bocanada que proviene del siglo del Emperador. Y así con Cristóbal de Mesa, Arguijo, Rengifo, Lope y todos los que cruzaron de un siglo a otro y en ambos dejaron huella de su creación. Algunos párrafos se merecen la cuestión de la armonización. Pronto me di cuenta de que era imposible la uniformidad absoluta, y no solo porque se tratase de trescientos colaboradores, sino porque incluso cada autor exigía un tratamiento ligeramente distinto, que dependía de sus circunstancias biográficas, del modo de difusión de susobras, de su antigüedad, incluso del modo en que había sido abordado por la crítica. Algunas entradas me llegaban con estructura propia y comprensible, muy autorizadas, y hubiera sido un desastre intentar imponer una plantilla general a tan excelentes trabajos. Por esas razones y por algunas más que no hace falta desgranar, intenté conservar la unidad de cada entrada, por un lado, y una cierta coherencia del conjunto por otro, en difícil equilibrio, que siempre salvará la inteligencia del lector. De manera que quien se acerque a capítulos como los de Tirso de Molina, Calderón, Garcilaso, Quevedo, fray Luis de León, Cervantes, Gil Vicente, etc. entenderá que sean distintos entre sí, pero perfectamente comprensibles uno a uno y desde luego para los lectores que consulten la obra. Hemos sacrificado aquella unidad pedagógica para salvaguardar la identidad de cada entrada y el perfil que a veces los estudiosos han querido suministrarnos de cada uno de ellos. Tampoco he querido tocar entradas a mi modo de ver demasiado ligeras para obras, géneros y autores importantes cuando ha sido el especialista el que —aun habiéndole advertido de cierto desnivel— ha mantenido su redacción.
Y en fin, hemos abordado «de oficio» varias entradas con las que nadie se atrevía, para exponer sencillamente lo que estaba al alcance de las primeras investigaciones en cada caso; en esa tesitura aparecerán nada menos que Villamediana, Barrios, los manuscritos poéticos de Lope, Francisco de la Torre...; es decir: autores o aspectos fundamentales de nuestra historia literaria. Va siendo hábito en España terminar introducciones y prólogos reprochando a la universidad en donde uno intenta trabajar carencias, trabas, disuasiones, pesares, etc. No se salva este prólogo de párrafo semejante. Ojalá la Universidad Autónoma de Madrid, en donde intento trabajar, alcance algún día a merecer su nombre y sirva de acicate y ayuda a quienes intentan, a pesar de todo, cumplir con sus tareas de investigación y docencia. Mucho habrá de cambiar. No se usa echar alabanzas en los prólogos de una obra a la editorial y las gentes que se han encargado de la producción y edición del libro. Yo no he dicho, sin embargo, que este prólogo vaya a discurrir por las pautas al uso, sino más bien lo contrario, sobre todo para cometer la justicia del halago extenso y cariñoso a quienes, en Castalia, han hecho posible esta empresa agotadora, que también habrá sido para ellos un reto, vencido, querido lector, si tienes el libro ahora en las manos y te sirve como herramienta para la gozosa aventura de ir a los textos.
PABLO JAURALDE POU
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