jueves, 20 de octubre de 2022

EL TEMPLO H. P. Lovecraft



 EL TEMPLO

H. P. Lovecraft

Hoy, 20 de agosto de 1917, yo, Karl Heinrich, conde de Alberg Ehrenstein, comandante del submarino U.29 de la Marina Imperial Alemana, deposito esta botella con mi último informe, en un lugar para mí desconocido, pero cuya posición aproximada es 20 grados de latitud norte y 35 grados de longitud oeste. Mi nave ha naufragado y está en el fondo del océano.

No sobreviviré muy probablemente, pues las circunstancias son amenazadoras; mi submarino, el U.29, se encuentra fuera de combate y mi voluntad de hierro alemana está también destruida. Como dijimos en nuestro mensaje al sumergible U.61 que iba a Kiel, torpedeamos el barco de carga inglés Victory, que había salido de Nueva York con destino a Liverpool, a los 45 grados 16 de latitud norte y 28 grados de longitud oeste. Permitimos que la tripulación abandonase el navío en los botes de salvamento, con el propósito de obtener una buena película para los archivos del Almirantazgo.

El barco se hundió de una manera muy pintoresca. La cámara funcionó bien y lamento que esta bobina no pueda llegar nunca a Berlín. Luego hundimos los botes y nos sumergimos. Cuando volvimos a la superficie, al ponerse el sol, encontramos en el puente el cuerpo de un marinero, aferrado de un modo extraño a la barandilla. El muchacho era joven, de tez oscura y muy hermoso. Un italiano o un griego, probablemente, perteneciente sin duda alguna a la tripulación del Victory. Había tratado de refugiarse en la misma nave que se había visto obligado a destruir la suya: una víctima más de la injusta guerra de agresión librada por los ingleses. Nuestros hombres lo registraron y le encontraron en un bolsillo una curiosa estatuita de marfil: una cabeza de hombre coronada de laurel. Mi segundo, el teniente Klenze, se guardó el objeto, pues pensaba que era antiguo y de gran valor.

Dos incidentes provocaron cierto desorden. Arrojaron al muerto por la borda, y en ese momento se le abrieron los ojos. Muchos marineros creyeron que se habían fijado con expresión de burla en Schmitt y Zimmer, inclinados sobre el cadáver. Luego, el jorobado Müller, hombre viejo que debería ser razonable pero es un cochino alsaciano supersticioso, se excitó y juró que había visto al difunto alejarse a nado hacia el sur, bajo el agua. Klenze y yo no aprobamos esas exhibiciones de superstición campesina y abofeteamos severamente a Müller. Algunos muchachos enfermaron al día siguiente. El largo viaje les había afectado los nervios. Muchos estaban completamente embrutecidos. Después de comprobar que no simulaban, los eximí de su trabajo. Como el mar estaba agitado, descendimos a una profundidad donde las olas nos molestaban menos. Sólo nos inquietaba una corriente oceánica desconcertante que iba hacia el sur y no estaba indicada en las cartas. Los gemidos de los enfermos eran irritantes, pero, como no parecían desmoralizar al resto de la tripulación, no aplicamos medidas

extremas. Nuestro plan consistía en mantenemos en el lugar e interceptar al transatlántico Dacia, del que nos habían informado los agentes de Nueva York.

Volvimos a la superficie al anochecer y encontramos el mar más tranquilo. En el horizonte del norte se veía el humo de un buque de guerra. Los discursos de Müller eran cada vez más extraños y molestos a medida que llegaba la noche. Había descendido a un nivel infantil detestable. Creía ver cadáveres a través de los tragaluces. Eran cuerpos que lo miraban intensamente y se parecían a las víctimas de nuestras hazañas victoriosas. Y añadía que eran conducidos por el joven que habíamos arrojado al mar. Hice encadenar a Müller después de azotarlo, y rechazamos una delegación encabezada por el marinero Zimmer que pedía que tirásemos al agua la figura de marfil.

El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmitt, que se habían sentido enfermos el día anterior, enloquecieron violentamente.

Lamenté no tener un médico a bordo. Las divagaciones constantes de los dos hombres perturbaban la disciplina, y tomé una decisión definitiva. La tripulación la aceptó con acritud y Müller se calmó. Lo puse en libertad por la tarde y volvió silenciosamente al trabajo. Todos estuvimos muy nerviosos durante la semana siguiente esperando al Dada. Agravó la tensión la desaparición de Müller y Zimmer, quienes sin duda se arrojaron al agua. A mí me alegró en realidad haberme librado de Müller. Todos callaban ahora. Los enfermos eran numerosos. El teniente Klenze soportaba mal la presión y cualquier cosa lo exasperaba, sobre todo los delfines que se reunían alrededor del U.29 en número creciente, y la intensidad cada vez mayor de las corrientes que nos empujaban hacia el sur.

Por fin, fue evidente que el Dada se nos había escapado. Tales fracasos no son raros y este nos tranquilizó de algún modo, pues podíamos volver a Wilhelmshaven.

El 28 de junio, al mediodía, pusimos la proa hacia el nordeste. A pesar de algunas colisiones bastante cómicas con las masas poco habituales de delfines estuvimos pronto en camino. La explosión de la sala de máquinas a las dos de la mañana fue una sorpresa total. El teniente Klenze acudió precipitadamente y encontró el depósito de combustible y la mayor parte de los aparatos totalmente destruidos.

Los mecánicos Raabe y Schneider habían muerto en el accidente. Nuestra situación se había hecho grave de pronto. Era cierto que el regenerador químico estaba intacto y podíamos utilizar las reservas de aire comprimido y las acumuladores para sumergimos y volver a subir, pero no podíamos guiar el U.29 ni hacerlo navegar. Huir en las bates

de salvamento significaba caer en las manos de enemigos que odian irracionalmente a nuestra nación.

Desde el accidente hasta el 2 de julio, fuimos a la deriva hacia el sur sin encontrar ningún buque. Cosa notable, a pesar de la distancia recorrida, los delfines seguían dando vueltas a nuestro alrededor. Al amanecer del 2 de julio, vimos un buque de guerra con la bandera de los Estados Unidos y la tripulación exigió enfáticamente que nos entregáramos. El teniente Klenze tuvo finalmente que matar al marinero Traübe que propiciaba ese acto contrario al honor. Los ánimos se calmaron y pudimos sumergirnos.

En la tarde del día siguiente, unas aves marinas, en bandada compacta, volaron sobre nosotros y el mar se enfureció. Cerramos las escotillas y esperamos los acontecimientos. Pronto se hizo evidente que teníamos que sumergirnos de nuevo. Esto agotaba nuestras escasas reservas de aire comprimido y de electricidad, pero no teníamos otra alternativa. Descendimos y luego, observando que el mar se calmaba, decidí volver a la superficie. El mecanismo de ascensión se negó a funcionar. Los tripulantes se asustaron; los hicimos trabajar para distraerlos.

Klenze y yo dormimos por turno. Mientras yo dormía, alrededor de las cinco, en la mañana del 4 de julio, estalló el motín. Los seis marineros que nos quedaban, pensando que todo estaba perdido, sufrieron una crisis de furia. El teniente Klenze estaba paralizado; estos renanos son mujeres. Maté a los seis hombres. Expulsamos los cadáveres por la doble esclusa y nos quedamos solos en el U.29. Klenze parecía muy nervioso y bebía mucho. Habíamos decidido seguir vivos el mayor tiempo posible. Nuestras brújulas y todos los otros aparatos delicados estaban destruidos. No podíamos fijar nuestra posición sino de una manera aproximada. Por suerte, contábamos con reservas de electricidad en nuestro acumulador, tanto para la iluminación interior como para los proyectores.

Los delfines que nos acompañaban me interesaban en el plano científico: observé a uno de ellos durante dos horas y no subió a la superficie. Ahora bien, el delfín es un mamífero cetáceo, incapaz de subsistir sin aire.

A medida que pasaba el tiempo, Klenze calculó que seguíamos derivando hacia el sur mientras nos hundíamos. Habíamos tomado notas sobre la flora y la fauna marinas. No puedo dejar de señalar la insuficiencia científica de mi compañero. No tenía una mentalidad prusiana y caía en arrobamientos. La proximidad de nuestra muerte lo impresionaba y expresaba con frecuencia remordimientos por los hombres, las mujeres y los niños que habíamos enviado al fondo del mar. Al cabo de cierto tiempo se

desequilibró claramente; contemplaba durante horas la figurita de marfil y relataba historias acerca de cosas perdidas y olvidadas bajo el océano.

Como experimento, yo escuchaba a veces sus citas poéticas y sus interminables divagaciones. Lo sentía por él, pues me desagrada ver sufrir a un alemán. Pero no era un hombre con el que me convenía morir.

El 9 de agosto, vimos por primera vez el fondo, al que dirijimos inmediatamente un potente proyector. Era una vasta llanura ondulante, cubierta de algas y conchas. Había objetos de formas extrañas con moluscos incrustados, y que, según Klenze, eran barcos hundidos en un pasado remoto. Una cosa lo sorprendió sin embargo: un sólido picacho de más de metro y medio de altura y de unos 75 centímetros de diámetro, con los lados lisos y las superficies superiores unidas en un ángulo muy obtuso. Yo opinaba que era una roca, pero Klenze pretendía haber visto bajorrelieves. Se puso a temblar al cabo de un momento y me dijo que las vastas tinieblas y el antiguo misterio de estos abismos lo angustiaban profundamente. Observé enseguida dos cosas: el U.29 soportaba muy bien la presión y los extraños delfines seguían a nuestro alrededor, a una profundidad en que la existencia de organismos evolucionados es considerada imposible por los naturalistas.

El pobre Klenze se volvió loco a las tres y cuarto de la mañana del 12 de agosto. Había ido a la torre para manejar el proyector. Lo vi irrumpir en mi compartimiento con el rostro alterado. Tomó la figurita de marfil que estaba sobre la mesa, se la metió en el bolsillo y, asiéndome por el brazo, trató de arrastrarme al puente. Comprendí inmediatamente que quería abrir la esclusa. Se puso violento y traté de calmarlo. Klenze decía: «Venga ahora, no espere, es mejor arrepentirse y obtener el perdón que desconfiar y ser condenado». Le dije entonces que estaba loco. Eso no le impresionó y exclamó: «¡Me he vuelto loco porque han tenido piedad de mí! ¡Que los dioses se compadezcan del hombre que, en la sequedad de su corazón, sigue cuerdo hasta el fin espantoso! ¡Venga y enloquezca, mientras él lo llama todavía con piedad!». Era, por supuesto, un alemán, pero solamente renano, y además un loco. Satisfice su deseo, pero reclamé la figurita de marfil. Estalló en una risa tan rara que no pude insistir. Le pregunté si tenía algo que dejarme para su familia en el caso de que yo me salvara, pero volvió a reír. Subió la escalera y yo manipulé las palancas que lo enviaron a la muerte. Después de comprobar que ya no estaba en la nave, recorrí el agua con el proyector. Quería saber si la presión lo había aplastado o si resistiría como aquel delfín extraordinario. No conseguí verlo, pues los delfines habían formado una masa densa.

Lamenté esa noche no haberlo obligado a entregarme la figurita de marfil. Sin ser artista, recordaba aquel rostro joven rodeado de laurel. Al día siguiente utilicé otra vez

el proyector. La deriva del U.29 era menos rápida. Advertí que el submarino había dejado de descender y ajusté el proyector para dirigir el haz de luz verticalmente, hacia abajo. Una conexión se rompió y durante muchos minutos tuve que dedicarme a repararla. Luego la luz salió de nuevo e inundó el valle debajo de mí.

No me permito emociones de ninguna clase, pero mi asombro fue grande. Había allí gran número de edificios en ruinas —casi todos de mármol— de una magnífica arquitectura. Eran los restos de una gran ciudad en el fondo de un valle estrecho, con templos aislados y quintas en las pendientes. Los techos habían caído y las columnas estaban rotas, pero la escena tenía de algún modo un esplendor antiguo, muy antiguo. ¿Cómo decirlo? Un esplendor inmemorial.

En mi entusiasmo, me volví casi tan idiota y sentimental como el pobre Klenze y pasé mucho tiempo observando que las corrientes hacia el sur habían cesado por fin y que el U.29 se posaba lentamente en la ciudad sumergida.

Noté también que los extraños delfines habían desaparecido.

Dos horas después, mi nave descansaba en una plaza pavimentada, cerca de la muralla rocosa del valle. Por un lado, podía ver la ciudad entera, que descendía desde la plaza hacia el lecho de un antiguo río. En el otro lado, se alzaba la fachada ornamentada e intacta de un gran edificio, un templo tallado en la roca.

Esa fachada inmensa oculta evidentemente un edificio profundo, pues las ventanas son numerosas y muy separadas. Una gran puerta se abre en el centro. Se llega a ella por una majestuosa escalinata y está rodeada por bajorrelieves delicados con figuras de bacantes. Entre las grandes columnas hay frescos y muchas estatuas: escenas pastorales idealizadas, procesiones de sacerdotes y sacerdotisas que llevan extraños instrumentos ceremoniales para la adoración de un dios.

Es un arte de una antigüedad profunda, y ni el tiempo ni la sumersión han corrompido la grandeza de este templo formidable en la oscuridad y el silencio del abismo.

Aunque la muerte estaba próxima, yo no perdía la curiosidad y paseaba por todas partes el haz de luz del proyector. Ese haz de luz me reveló muchos detalles, pero no cruzaba la puerta abierta del templo. Entonces decidí explorar aquella incógnita. Me puse una escafandra de sumersión profunda, provista con una lámpara portátil y un regenerador de aire. Tuve dificultades para manejar yo solo la doble esclusa, pero lo conseguí.

Fue el 16 de agosto cuando salí por primera vez del U.29. Fui hasta el lecho del río. No encontré esqueletos ni otros restos humanos, pero recogí estatuitas y monedas. No puedo hablar de ellas en este momento, pero de todos modos desearía manifestar mi sorpresa respetuosa e inquieta ante estos vestigios de una cultura que estaba en su gloria cuando los hombres de las cavernas eran los únicos que frecuentaban la superficie de la tierra. Que otros, guiados por este manuscrito (¡si se lo encuentra alguna vez!), aclaren el misterio. Volví a mi navío porque la pila se agotaba. El 17, experimenté una decepción. Los materiales necesarios para volver a cargar la lámpara portátil habían sido destruidos durante el amotinamiento de junio. Mi ira fue grande, pero mi razón alemana me impedía arriesgarme en las tinieblas. Lo único que podía hacer era dirigir hacia la puerta del templo el proyector declinante del U.29. No pude ver gran cosa, ni siquiera el techo interior del templo. Por primera vez en mi vida sentí miedo. El templo me atraía, pero temía aquellos abismos del agua.

Al volver al submarino, apagué las luces y me puse a reflexionar. A los dos días comprobé que las baterías no funcionaban. Después de malgastar algunos fósforos, me senté tranquilamente en la oscuridad. Como consideraba inevitable el fin, mi mente concibió una idea que habría estremecido a un hombre más débil o más supersticioso. El rostro del dios en las esculturas del templo es el mismo que el de la figurita de marfil encontrada en el marinero muerto y que el pobre Klenze se había llevado.

Me dejó aturdido esta coincidencia. Sólo un pensador de calidad inferior se apresuraría a aclarar lo que es extraño y complejo mediante el cortocircuito primitivo de lo sobrenatural. Tomé un calmante para dormirme. Mi estado nervioso se reflejó sin duda en mis sueños, pues me pareció oír gritos de hombres y ver rostros muertos que se apretaban contra los tragaluces. Entre esos rostros muertos pasaba el rostro vivo y burlón del joven de la figurita de marfil. Tengo que tener cuidado al redactar estas notas, y no confundir las alucinaciones con los hechos. Mi caso es muy interesante en el plano psicológico, y es lamentable que no lo pueda observar una autoridad alemana competente.

Cuando me desperté, sentí un fuerte deseo de ir al templo. Era un deseo que aumentaba a cada instante, pero que yo trataba de resistir apoyándome en mi propio temor. Luego tuve la sensación de que veía una luz entre las tinieblas: una especie de fosforescencia en el agua, intensa sobre todo en el lado del tragaluz que daba al templo. Pero luego tuve otra sensación que me hizo dudar. Era una ilusión acústica, como si un canto magnífico pudiera llegarme de afuera, a través del casco completamente hermético del U.29. Me serví una fuerte dosis de bromuro de sodio. Pero la fosforescencia se extendía, iluminando los objetos de alrededor, incluyendo al vaso

vacío que había contenido el calmante. Toqué ese vaso; estaba allí. O bien la luz era real, o bien pertenecía a una alucinación tan fija que sería imposible disiparla.

Abandonando toda resistencia, subí a la torre en busca de la fuente de la luz. ¿Era quizás un submarino que me buscaba?

El lector no debe aceptar como una verdad objetiva lo que vaya escribir. Puesto que estos acontecimientos superan las leyes naturales, son necesariamente creaciones de mi mente anonadada. Al subir a la torre vi que el mar no era luminoso, sino que toda aquella claridad salía por la puerta y las ventanas del templo, como si en su interior ardiese una llama enorme ante un inmenso altar.

Lo que siguió es puro caos. Tuve las visiones más extravagantes, tan extravagantes que no las relataré detalladamente. Me pareció percibir objetos en ese templo, objetos a la vez móviles e inmóviles, y mis pensamientos y temores se fijaron en el recuerdo del joven llegado del mar y en la figurita de marfil cuya imagen reaparecía en los frisos y las columnas.

Lo demás es muy sencillo. La fuerza que me impulsa a entrar en el templo se ha convertido en una orden imperiosa e irresistible.

Mi voluntad alemana no domina ya mis actos y no se ejerce mas que en cosas sin importancia.

Fue una locura semejante la que impulsó mi teniente a arrojarse de cabeza al mar.

Pero yo soy prusiano y un hombre razonable. He preparado mi escafandra y confiaré esta crónica a una botella. Nada temo. No estoy seguro de haber visto lo que he descrito y voy a la muerte. La luz en el templo es una ilusión pura. La risa que oigo no viene sino de mi cráneo.

De todos modos, me pondré la escafandra con cuidado.

Subiré lentamente las escaleras.

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