viernes, 14 de octubre de 2022

EL MARTILLO DE DIOS Gilbert K. Chesterton


 

EL MARTILLO DE DIOS

Gilbert K. Chesterton

El pequeño pueblo de Bohun Beacon estaba encaramado sobre una colina tan escarpada, que la alta aguja de su iglesia semejaba la cumbre de una montaña diminuta. Al pie de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojecida por el fuego y llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a esta, en el cruce de dos calles empedradas, se alzaba «El Jabalí Azul», la única posada del pueblo. En esa bocacalle, al romper el alba —un alba plateada y plomiza—, dos hermanos acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno de ellos empezaba la jornada; el otro, la acababa. El reverendo y honorable Wilfred Bohun era un hombre muy devoto, y se dirigía, con la aurora, hacia algún austero ejercicio de oración o contemplación. El honorable coronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era piadoso ni mucho menos, y, en traje de etiqueta, se hallaba sentado en el banco que se encuentra junto a la puerta de «El Jabalí Azul», apurando lo que un observador filosófico podría sin reparo considerar como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era un hombre sin escrúpulos.

Los Bohun eran una de las contadas familias aristocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su estandarte había flotado en Palestina. Pero es un gran error suponer que estas familias mantienen una tradición caballeresca; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido bribones bajo la reina Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al igual que muchas antiguas familias, durante estos últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y lechuguinos perversos, hasta que, según se murmuraba, se produjeron en la familia ciertos síntomas de locura. Realmente había algo de inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio. Era un animal alto y hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de un rubio magnífico. Podría haber sido simplemente un hombre blondo y leonino, pero sus ojos azules, muy unidos en sus cuencas, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Poseía unos grandes bigotes amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas, se le marcaban unos pliegues o surcos, de suerte que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre su traje llevaba un raro gabán amarillo pálido, tan ligero que parecía una bala, y echado sobre la nuca, un sombrero de alas anchas color verde claro, sin duda una curiosidad oriental comprada al azar. Estaba orgulloso de su atuendo incongruente, porque se jactaba de hacerlo parecer congruente.

Su hermano el cura tenía también los cabellos amarillos y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abrochados todos los botones, completamente afeitado; era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que, más que amor de Dios, era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la

iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, más puro sin duda, de la misma enfermiza sed de belleza que arrojaba al otro hermano tras las mujeres y el vino. Este cargo no parecía justo: la piedad práctica del sacerdote era innegable. En verdad, la acusación provenía principalmente de una mala interpretación de su amor a la soledad y al secreto de la oración, y se fundaba sólo en que solían encontrarlo arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías, y hasta en el campanario.

El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por el patio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernosos ojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni por un solo momento se le ocurrió que el coronel estuviera interesado en la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua; y aunque el herrero, como puritano, no pertenecía a su rebaño, Wilfred Bohun había oído hablar de ciertos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró el cobertizo de la fragua con desconfianza, y el coronel se levantó, riendo, para hablar con él.

—Buenos días, Wilfred —dijo—. Aquí estoy, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.

Wilfred, con la mirada fija en el suelo, contestó:

—El herrero está ausente. Ha ido a Greenford.

—Lo sé —dijo el otro riendo entre dientes—. Por eso, precisamente, vengo a buscarlo.

—Norman —dijo el clérigo, sin levantar la vista de las piedras de la calle—, ¿no has temido nunca que te alcance un rayo?

—¿Qué quieres decir? —preguntó el coronel—. ¿Te ha dado ahora la chifladura de la meteorología?

—Quiero decir —contestó Wilfred, sin mirarlo— que si no has temido nunca que Dios te castigue en mitad de la calle.

—¡Ah, perdona! —dijo el coronel—. Ahora me doy cuenta de que tu manía es el folklore.

—Y la tuya es la blasfemia —repuso el religioso, herido en lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, no te faltarán motivos para temer a los hombres.

El coronel arqueó las cejas cortésmente.

—¿Temer a los hombres? —dijo.

—Barnes, el herrero —dijo el clérigo ásperamente—, es el hombre más robusto y fuerte en cuarenta millas a la redonda. Sé que tú no eres cobarde ni endeble, pero él podría arrojarte por encima de esa pared.

Como esto era verdad, causó su efecto: en el rostro de su hermano, la línea de las fosas nasales a la mandíbula se hizo más profunda y negra. La mueca burlona duró un instante, pero pronto el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y rió, mostrando bajo sus bigotes amarillos dos hileras de dientes caninos.

—En tal caso, mi querido Wilfred —dijo casi con indiferencia—, será prudente que el último de los Bohun se revista con parte de su armadura.

Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizo ver que estaba forrado de acero. Wilfred reconoció en el forro un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba los muros del salón familiar.

—Es el primer sombrero que encontré a mano —explicó su hermano alegremente—. Siempre tomo el sombrero que tengo más cerca, y lo mismo hago con las mujeres.

—El herrero salió para Greenford —dijo Wilfred gravemente—. No se sabe cuándo volverá.

Y dicho esto siguió su camino hacia la iglesia, con la cabeza inclinada, santiguándose, como quien desea libertarse de un mal espíritu.

Estaba ansioso de olvidar las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba escrito que aquella mañana el ciclo de sus ejercicios religiosos había de ser interrumpido constantemente por pequeños incidentes. Al entrar en la iglesia, que siempre estaba desierta a estas horas, vio que una figurilla arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta por donde entraba ya la luz del día. El cura, al verla, quedó muy sorprendido, porque aquel feligrés madrugador era nada menos que el idiota del pueblo, un sobrino del herrero, un infeliz incapaz de preocuparse de la iglesia ni de nada. Le llamaban Pepe Loco, y parece que no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargado de hombros, con una cara pálida, cabellos negros e híspidos y una boca siempre abierta. Al pasar junto al sacerdote, su cara bobalicona no dejó adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta entonces nadie lo había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podían salir de sus labios?

Wilfred Bohun se quedó como clavado en el suelo durante un rato, contemplando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su disoluto hermano, que lo llamó, al verlo venir, con una familiaridad alegre de tío que se dirige a un sobrino. Por último, vio que su hermano lanzaba piezas de a penique a la boca abierta de Pepe Loco, como quien seriamente tira al blanco.

Aquel horrible cuadro de la estupidez y la crueldad de la tierra hizo que el asceta se apresurara a consagrarse a sus oraciones, para purificarse y mudar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajo una vidriera de colores que tenía la virtud de calmar su ánimo. Era una vidriera azul donde había un ángel con un ramo de lirios. Allí, el sacerdote empezó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de pez. Fue pensando cada vez menos en su perverso hermano, león hambriento que anda en busca de presa. Cada vez se sumergió más en las suaves y dulces tonos de zafiro y flores de plata del cielo de la vidriera.

Allí lo encontró Gibbs, el zapatero del pueblo, media hora más tarde, que venía a buscarlo muy apresurado. El sacerdote se levantó al instante, comprendiendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarlo en aquel sitio. El remendón, en efecto, como ocurre en muchos pueblos, era ateo, y su aparición en la iglesia resultaba todavía más extraña que la de Pepe Loco. Aquella era una mañana de enigmas teológicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Wilfred Bohun con cierta sequedad, pero cogiendo el sombrero con mano temblorosa.

El ateo contestó con una voz que, para ser suya, era extraordinariamente respetuosa y delataba una cierta simpatía.

—Perdóneme usted, señor —dijo—, pero nos ha parecido indebido que no lo supiera usted de una vez. Ha ocurrido algo horrible. El caso es que su hermano…

Wilfred juntó sus flacas manos y, sin poderse reprimir, exclamó:

—¿Qué nueva barbaridad ha hecho?

—No, señor —dijo el zapatero, tosiendo—. Mucho me temo que ya no puede, ni podrá, hacer nada. Ya ha terminado. Lo mejor es que venga usted y lo vea.

El cura siguió al zapatero. Bajaron por una escalerilla de caracol y llegaron a una puerta que estaba a un nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciar al primer vistazo la tragedia. En el patio de la fragua, había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el médico, el

ministro presbiteriano, el sacerdote católico, en cuya feligresía se contaba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba aparte con esta, en voz baja. Ella, una magnífica mujer de cabellos de oro viejo, sollozaba sentada en un banco. Entre los dos grupos, junto a un montón de martillos y mazos, yacía un hombre vestido de etiqueta, abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo. Wilfred, desde su altura, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y vio en su mano los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo no era más que una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.

Wilfred Bohun no hizo más que mirar aquello y bajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, que era el médico de la familia, acudió a saludarlo, pero Wilfred no se dio cuenta. Sólo pudo balbucear:

—¡Mi hermano está muerto! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué horrible misterio es este?

Se produjo un siniestro silencio. Al fin, el remendón, que era el más atrevido de los presentes, dijo:

—Sí señor: algo horrible, pero misterio, no hay ninguno.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, pálido, el sacerdote.

—La cosa es clara —contestó Gibbs—. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de asestar un golpe como este, y precisamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.

—No debemos prejuzgar nada —dijo nerviosamente el médico, que era un hombre alto, de barba negra—. Pero me corresponde confirmar las palabras de mister Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmente un golpe increíble. Mister Gibbs dice que sólo hay un hombre en nuestro distrito capaz de haberlo dado. Yo diría que no hay ninguno.

Por el desmedrado cuerpo del cura pasó un estremecimiento de horror supersticioso.

—Apenas entiendo —dijo.

—Mister Bohun —continuó el médico en voz baja—, me faltan imágenes para explicarlo. Decir que el cráneo ha sido aplastado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han

entrado en el suelo, como entrarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.

Calló un instante. Tras las gafas, sus ojos brillaban tristemente. Después prosiguió:

—Esto tiene por lo menos la ventaja de que deja libre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo, o cualquiera persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, se nos dejaría en libertad enseguida, como se pondría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.

—Eso es lo que yo digo —repitió, obstinado, el remendón—. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, que es también el que puede haberlo hecho. ¿Dónde está Simeón Barnes, el herrero?

—En Greenford —tartamudeó el cura.

—O tal vez en Francia —rezongó el zapatero.

—No, ni en uno ni en otro sitio —dijo una vocecita descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo—. En realidad, ahora viene por el camino.

El sacerdote no era un hombre de aspecto interesante. Tenía unos ásperos cabellos castaños y una cara redonda y vulgar. Pero ni que hubiese sido tan bello como Apolo, nadie habría vuelto la cabeza para mirarlo. Todos la volvieron hacia el camino que atravesaba el llano. En efecto, por allá se acercaba, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, Simeón, el herrero. Era un hombre huesudo y gigantesco, de ojos profundos, negros, siniestros, y barba negra. Venía acompañado de dos hombres, con los cuales charlaba tranquilamente, y aunque no era de índole alegre, parecía contento.

—¡Dios mío! —exclamó el ateo remendón—. ¡Y trae el martillo asesino!

—No —dijo el inspector, hombre al parecer cuerdo, que usaba un bigote pardo y hablaba ahora por vez primera—. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Tanto el cadáver tomo el martillo no han sido tocados.

Todos buscaron el martillo con la mirada. El sacerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar el instrumento de acero. Era uno tic los martillos más ligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro podía verse una mancha de sangre y un mechón de cabellos rubios.

Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzar los ojos, empezó a hablar, con voz algo opaca:

—No tenía razón mister Gibbs en asegurar que aquí no hay misterio. Porque, cuando menos, queda el misterio de cómo ese hombre tan fuerte pudo emplear para semejante golpe un martillo tan pequeño.

—¡Qué importa eso! —dijo Gibbs, febril—. ¿Qué hacemos con Simeón Barnes?

—Dejémoslo tranquilo —dijo el sacerdote con calma—. Él viene hacia aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford, que vienen a la capilla presbiteriana.

Mientras el sacerdote católico hablaba, el robusto herrero dobló la esquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, quedó inmóvil y el martillo cayó de su mano. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, salió a su encuentro.

—Yo no le pregunto, mister Barnes —dijo—, si sabe usted lo que ha sucedido aquí. No está usted obligado a decirlo. Espero y deseo que lo ignore usted, y que pueda probar su inocencia. Pero me veo en la obligación de proceder a su arresto en nombre del rey por la muerte del coronel Norman Bohun.

—No está usted obligado a confesar nada —dijo el zapatero con oficiosa diligencia—. A ellos toca probar. Todavía no está demostrado que ese cuerpo con la cabeza machacada sea el del coronel Bohun.

—Sobre eso no hay la menor duda —dijo el médico, aparte, al sacerdote—. En este asunto no entran para nada las historias detectivescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco el cuerpo de este hombre mejor que lo conocía él mismo. Tenía hermosas manos, pero con una singularidad: que los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de que este es el coronel.

Echó una mirada al cadáver, que fue seguida por los ojos de hierro del inmóvil herrero y fueron a dar también al cadáver.

—¿Ha muerto el coronel Bohun? —dijo el herrero tranquilamente—. Entonces debe encontrarse ya en el infierno.

—¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! —gritó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés. Porque no hay legalistas como los descreídos.

El herrero volvió hacia él un rostro augusto de fanático.

—A vosotros, los infieles, os cuadra escurriros como zorras cuando las leyes del mundo os favorecen —dijo—. Pero Dios protege a su rebaño, como podréis comprobar hoy mismo.

Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:

—¿Cuándo murió este perro pecador?

—Modere usted su lenguaje —dijo el médico.

—Que modere la Biblia el suyo, y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?

—A las seis de la mañana todavía estaba vivo —balbuceó Wilfred Bohun.

—Dios es bueno —dijo el herrero—. Señor inspector: no tengo el menor inconveniente en dejarme arrestar; es usted quien puede tenerlos en hacerlo. Poco me importa salir del juicio limpio de mancha. Pero a usted le sabrá mal, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.

Por primera vez, el robusto inspector miró al herrero con ojos iracundos. Lo mismo hicieron los demás, menos el singular y pequeño sacerdote, que seguía contemplando el martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.

—A la puerta de la fragua hay dos hombres —continuó diciendo el herrero con grave lucidez—. Son unos honrados comerciantes de Greenford, a quienes todos conocen. Ellos jurarán que me han visto desde antes de medianoche hasta el amanecer, y aun mucho después, en la sala de sesiones de nuestra Misión, que ha trabajado toda la noche en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que pueden jurar lo mismo. Si yo fuera un pagano, señor inspector, la dejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cristiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación y preguntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coartada aquí o en el tribunal.

El inspector, algo desconcertado por primera vez, repuso:

—Naturalmente, preferiría que fuese ahora mismo.

El herrero cruzó el patio de la fragua a grandes zancadas y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que, en efecto, eran también amigos de casi todos los presentes. Ambos dijeron unas cuantas palabras que nadie pensó siquiera en poner en duda.

Cuando hubieron declarado, la inocencia de Simeón quedó establecida para todos tan sólidamente como la misma iglesia que servía de fondo cuadro.

Y entonces se produjo uno de esos silencios más extraños y angustiosos que todas las palabras. El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:

—Parece usted muy interesado en el martillo, padre Brown.

—Así es —contestó este—. ¿Por qué es tan pequeño el instrumento del crimen?

El médico volvió la cabeza.

—¡Cierto, por San Jorge! —exclamó—. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a mano tantos martillos pesados y fuertes?

Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:

—Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez para levantar pesos en los músculos de los hombres. Una mujer audaz puede cometer cien asesinatos con un martillo ligero y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.

Wilfred Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror, mientras que el padre Brown escuchaba muy atentamente, con la cabeza inclinada a un lado. El médico continuó explicándose con más énfasis:

—¿Por qué suponen esos idiotas que la única persona que odia al amante de una mujer es el marido de ésta? Nueve veces, de cada diez, quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolencias o traiciones habrá descubierto el amante a los ojos de ella…? Miren ustedes eso.

Y con un ademán, señaló a la mujer rubia, que seguía sentada en el banco. Finalmente había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermosas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijeza que tenía algo de idiotismo.

El reverendo Wilfred Bohun hizo un vago gesto, como dando a entender que renunciaba a averiguar nada. Pero el padre Brown, sacudiéndose de la manga algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle, dijo con su característico tono indiferente:

—A usted le pasa lo que a muchos médicos. Su ciencia mental es estupenda, pero su ciencia física es completamente imposible. Estoy de acuerdo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los pudiera tener el mismo injuriado y también convengo en que una mujer prefiera un martillo ligero a uno pesado. Pero aquí nos encontramos ante una imposibilidad física absoluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.

Y, tras una pausa reflexiva, continuó:

—Esa gente no se ha dado cuenta del caso. El coronel llevaba un casco de hierro debajo del sombrero; el golpe lo ha destrozado como si fuese de vidrio. Observe usted a esta mujer: vea usted sus brazos.

Hubo un nuevo silencio. De pronto, el médico dijo, malhumorado:

—Bueno, tal vez me engañe. Todo puede ser objetado. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a su alcance estos martillos, pudo escoger el más ligero.

Al oír esto, Wilfred Bohun se llevó a la cabeza las flacas y temblorosas manos, como si quisiera arrancarse los ralos y amarillos cabellos. Después, dejándolas caer de nuevo, dijo:

—Esa es la palabra que me hacía falta. Usted la ha pronunciado.

Y, dominándose, continuó:

—Usted ha dicho bien: «Sólo un idiota».

—Sí. ¿Y qué?

—En efecto, esto sólo un idiota lo ha hecho —concluyó el sacerdote.

Los otros lo miraron con ojos llenos de sorpresa, mientras él proseguía con una agitación femenina y febril:

—Yo soy sacerdote, y un sacerdote no puede derramar sangre, no puede llevar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo claramente quién es el criminal, y es un criminal que no puede ser llevado a la horca.

—¿No lo denunciará? —preguntó el médico.

—Aunque lo denunciara no lo colgarían —contestó Wilfred con una sonrisa llena de extraña alegría—. Esta mañana, al venir a, la iglesia, me encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Pepe Loco, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado, pero no es inverosímil suponer que sus oraciones debieron ser muy enmarañadas. Es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando vi por última vez al pobre Pepe, este estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.

—¡Caramba! —exclamó el médico—. ¡Al fin se aclara el asunto! Pero, ¿cómo puede usted explicar…?

El reverendo Wilfred Bohun casi temblaba al sentirse tan cerca de la verdad.

—¿No ve usted, no ve usted —dijo— que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe, pero no hubiera empleado ese martillo. Su mujer pudo emplear el martillo, pero nunca asestar semejante golpe. Pero un loco pudo hacer ambas cosas. El martillo era pequeño, sí… No olvidemos que se trata de un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. En cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en su arrebato, tiene la fuerza de diez hombres?

El médico, lanzando un profundo suspiro, dijo:

—¡Diablo! Creo que ha dado usted en el clavo.

El padre Brown había estado contemplando a Bohun con tanta atención como si quisiera demostrarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando se hizo el silencio, dijo con el mayor respeto:

—Mister Bohun, la teoría que usted acaba de exponer es la única que tiene validez y es inatacable. Creo, por lo tanto, que, fundado en mi conocimiento de los hechos, he de manifestarle que es completamente falsa.

Dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.

—Este individuo parece saber más de lo que le convendría saber —murmuró el malhumorado médico al oído de Bohun—. Esos sacerdotes papistas son unos taimados.

—No, no —contestó Bohun con expresión de fatiga—. Fue el loco, fue el loco.

El grupo formado por el médico y los dos clérigos se había quedado aparte del grupo oficial en que figuraban el inspector y el herrero. Pero al disolverse, oyeron las voces de los otros. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquilamente al oír al herrero que decía en voz alta:

—Creo que lo he convencido a usted, señor inspector. Como usted afirma, soy hombre bastante fuerte, pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para venir volando sobre setos y campos.

El inspector rió amistosamente y dijo:

—No, usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, verdaderamente, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le pido que nos ayude a encontrar otro hombre tan robusto y fuerte como usted. ¡Por San Jorge! Usted podrá sernos muy útil, aunque sólo sea para agarrar al criminal. ¿No sospecha de nadie?

—Sí, tengo una sospecha, pero no de un hombre —dijo, pálido, el herrero. Y viendo que todos los ojos, asustados, se dirigían hacia el banco en que estaba su mujer, puso sobre el hombro de esta su robusta mano, y añadió—: Tampoco de una mujer.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el inspector, risueño—. ¿Supongo que no creerá usted que las vacas son capaces de manejar un martillo?

—Creo que ningún ser de carne y hueso ha movido este martillo —contestó el herrero con voz ahogada—. Hablando en términos humanos, creo que ese hombre ha muerto solo.

Wilfred hizo un movimiento hacia adelante y miró al herrero con ojos ardientes.

—¿Quiere usted decir, entonces, Barnes —intervino el zapatero con voz áspera—, que el martillo pudo saltar solo y le aplastó la cabeza?

—¡Oh, caballeros! —exclamó Simeón—. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que todos los domingos nos cuentan cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que, invisible, ronda todas las casas quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al seductor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillo no es más que la fuerza de los terremotos.

Wilfred, con una voz indescriptible, dijo entonces:

—Yo mismo dije a Norman que temiera el rayo de Dios.

—Ese agente queda fuera de nuestra jurisdicción —dijo el inspector, con una leve sonrisa.

—Pero usted no queda fuera de la de Dios —repuso el herrero—. No lo olvide.

Y volviendo su ancha espalda, entró en su casa.

El padre Brown, con aquella su amable y fácil manera, alejó de allí al conmovido Bohun.

—Vámonos de este terrible lugar, mister Bohun —le dijo—. ¿Puedo ver un poco de su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Nosotros nos interesamos mucho por las antiguas iglesias de Inglaterra.

Wilfred Bohun no pudo sonreír porque el humorismo no era su fuerte; pero asintió con un movimiento de cabeza, sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el remendón anticlerical.

—Naturalmente —dijo—. Entremos por este lado.

Y lo condujo a la entrada lateral, donde sea abría la puerta con escalones que daba al patio. El padre Brown subía el primer peldaño, cuando sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbelta del médico, cuyo rostro estaba también negro de sospechas.

—Señor —dijo el médico ásperamente—, usted parece conocer algunos secretos de este feo asunto. ¿Puedo preguntarle por qué quiere guardárselos para sí?

—¡Cómo, doctor! —contestó el sacerdote sonriendo plácidamente—. Hay una buena razón para que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas, y es lo acostumbrado que está a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si le parece que he sido reticente hasta la descortesía con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar a usted dos indicios.

—Lo escucho, señor —dijo el médico, sombríamente.

—Primero —dijo el padre Brown tranquilamente—, algo que le atañe a usted: es un punto de ciencia física. El herrero se equivoca, no quizás en asegurar que se trata de un

acto divino, sino en imaginarse que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, si no es que el hombre mismo, dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheroico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza bien conocida de los hombres de ciencia, una de las leyes de la Naturaleza más frecuentemente discutidas.

El médico, que lo contemplaba con torva atención, preguntó simplemente:

—¿Y el otro indicio?

—El otro indicio es este —contestó el sacerdote—. ¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en el milagro, hablaba con burla de la fantasía de que su martillo tuviera alas y hubiese venido volando por el campo desde una distancia de media milla?

—Sí —dijo el médico—; lo recuerdo.

—Bueno —añadió el padre Brown con una sonrisa llena de sencillez—. Pues esa fantástica suposición es la más cercana a la verdad de cuantas se han propuesto.

Dicho esto, subió las gradas para reunirse con el cura.

El reverendo Wilfred lo había estado esperando, pálido, como si esta ligera tardanza agotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo directamente a su rincón favorito, a aquella parte de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. El pequeño sacerdote católico lo vio y admiró todo, hablando alegremente, aunque en voz queda. Cuando, en el curso de sus exploraciones, dio con la salida lateral y la escalera de caracol por donde Wilfred bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en vez de bajar, trepó con la agilidad de un mono y, desde arriba, se dejó oír su clara voz:

—Suba usted, mister Bohun. El aire le sentará a usted bien. Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la ilimitada llanura donde se alzaba la colina del pueblo, cubierta de bosques hasta el término rojizo del horizonte y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Bajo ellos, como un pequeño cuadrado blanco, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas y el cadáver yacía semejante a una mosca aplastada.

—Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad? —observó el padre Brown.

—Sí —dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza.

Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se hundían en el vacío con una rapidez vertiginosa y mortal. En la arquitectura de la Edad Media hay una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la considere, siempre parece despeñarse, precipitarse como un caballo furioso. Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y silenciosa, barbada de musgo y manchada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía elevarse hasta las estrellas como una fuente; y cuando, como ahora, se la contemplaba desde arriba, caía como una catarata en un abismo mudo. Aquellos dos hombres se encontraban solos frente al aspecto más terrible del gótico: la contracción y desproporción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las pequeñas cosas y la pequeñez de las grandes; un torbellino de piedra en mitad del aire. Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, parecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado en un ángulo se convertía en un dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera era embriagadora y peligrosa, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas vibradoras de un genio colosal. La vieja iglesia, enorme y rica como una catedral, parecía asentarse sobre aquellos campos asoleados como un aguacero.

—Creo que andar por estas alturas, aunque sea para rezar, es peligroso —dijo el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir entonces que uno puede caer? —preguntó Wilfred.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, puede caer el alma —contestó el padre Brown.

—No comprendo lo que dice —contestó Bohun en voz baja.

—Piense usted, por ejemplo, en el herrero, —continuó el padre Brown—. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, inflexible. Su religión escocesa nació de los hombres que rezaban en lo alto de las montañas y riscos, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo.

La humildad es la madre de los gigantes. Se ven grandes cosas desde los valles. Pero desde la cumbre todo se ve pequeño.

—Pero él…, él no lo hizo —dijo Bohun, temblando.

—No —contestó el otro con un acento singular—. Bien sabemos que no fue él.

Después de unos instantes, contemplando tranquilamente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó:

—Conocí a un hombre que empezó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos, de los campanarios y chapiteles. Una vez en estos altos lugares, donde el mundo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también empezó a girar, y se figuraba ser Dios.

Y así, aunque ese hombre era bueno, cometió un gran crimen.

Wilfred tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sus huesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azulosas.

—Ese hombre creyó que le era dado juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido pensar tal cosa si hubiese tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos. Y distinguió a uno, justamente debajo de él, faroleando muy orgulloso, y que llevaba sombrero verde… ¡Era un insecto ponzoñoso!

Las cornejas graznaban por los rincones del campanario, pero no se oyó ningún otro ruido hasta que el padre Brown continuó:

—También le tentó otra cosa, a saber: el hecho de tener a su alcance uno de los instrumentos más terribles de la Naturaleza; quiero decir, la ley de gravedad, esa energía loca y vertiginosa en la cual todas las criaturas de la naturaleza vuelan hacia el corazón de la tierra al ser soltadas. Mire usted: el inspector pasea ahora precisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le arrojara una piedrecita desde este punto, en el momento en que lo alcanzase llevaría la fuerza de una bala. Si le dejara caer un martillo, aunque fuese un martillo pequeño…

Wilfred Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, pero el padre Brown lo agarró por el cuello.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos llenos de espanto.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —gritó—. ¿Es usted el diablo?

—Soy un hombre —contestó gravemente el padre Brown—. Por consiguiente, todos los diablos se hallan dentro de mi corazón. Escúcheme usted… —Y, tras una corta pausa, prosiguió:

—Sé lo que usted ha hecho, o, por lo menos, adivino una buena parte de ello. Cuando se separó de su hermano, estaba poseído de una ira no injustificada, al extremo que cogió usted al pasar un martillito, presa del deseo sordo de matarlo en el mismo sitio del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levita abotonada y entró en la iglesia. Estuvo rezando en varios lugares, sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel, en la plataforma de arriba, en otra de más arriba, desde donde podía usted ver el sombrero oriental del coronel como el verde dorso de un escarabajo. Algo estalló entonces dentro de su alma, y dejó usted caer el rayo de Dios.

Wilfred se llevó una de sus delgadas manos a la cabeza y preguntó con voz ahogada:

—¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía un escarabajo verde?

—¡Oh, eso es una cosa de sentido común! —contestó el otro con una leve sonrisa—. Pero sígame usted escuchando. He dicho que sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. El próximo paso es usted quien tiene que darlo; yo no daré ni uno más: sello esto con el sello de la confesión. Si me pregunta usted por qué, le contestaré que me sobran razones, pero sólo hay una que le concierne a usted. Lo dejo en libertad de obrar, porque no está usted aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted no permitió que se acusara del crimen al herrero, cuando era la cosa más fácil, ni a su mujer, que también era fácil. Usted trató de echar la culpa al idiota, porque sabía que este no podría sufrir el castigo. Tengo por oficio propio encontrar tales vislumbres de salvación en los asesinos. Y ahora, baje usted a la aldea, y haga usted lo que quiera, puesto que es más libre que el viento. Yo ya he dicho mi última palabra.

Bajaron por la escalera de caracol en el mayor silencio, y salieron frente a la fragua, a la luz del sol Wilfred Bohun levantó cuidadosamente la aldaba de la puerta de madera del patio y, dirigiéndose al inspector, dijo:

—Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.

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