domingo, 30 de octubre de 2022

MATEO FALCONE Prosper Merimée

 




MATEO FALCONE

Prosper Merimée

Cuando uno sale de Porto Vecchio para dirigirse al noroeste, hacia el interior de la isla, se ve una elevación bastante rápida del terreno y, después de tres horas de marcha por senderos tortuosos obstruidos por grandes pedazos de roca, y cortados algunas veces por barrancos, se llega a la linde de una macchia muy extensa. La macchia es la patria de los pastores corsos y de todos quienes han tenido que ver con la justicia. Ha de saberse que el labrador corso, para ahorrarse el trabajo de estercolar sus tierras, prende fuego a cierta extensión del bosque: no importa que la llama se corra más allá de lo necesario; pase lo que pase, bay seguridad de obtener buena cosecha, sembrando en aquella tierra fertilizada por las cenizas de los árboles que sustentaba. Levantadas las espigas, y dejando la paja, que costaría trabajo recoger, las raíces que han quedado en tierra sin consumirse hacen brotar en la primavera siguiente cepedas muy espesas que, en pocos años, alcanzan una altura de siete y ocho pies. A esta especie de tallar silvestre se le da el nombre de macchia. Diversas especies de árboles y de arbustos la forman, mezclados y confundidos como Dios quiere. Sólo el hombre, hacha en mano, puede abrirse allí paso y vence macchias tan espesas y cerradas que ni siquiera los carneros montaraces pueden penetrar en ellas.

Si habéis matado a un hombre, meteos en la macchia de Porto Vecchio y podréis vivir en seguridad con una buena escopeta, pólvora y balas; no olvidéis una capa parda provista de capucha, que sirve de manta y de colchón. Los pastores os dan leche, queso y castañas, y nada tenéis que temer de la justicia o de los parientes del muerto a no ser que tengáis que bajar a la ciudad para renovar vuestras municiones.

Mateo Falcone, cuando yo estaba en Córcega en 18…, tenía su casa a media legua de macchia. Era hombre bastante rico para aquel país y vivía noblemente, es decir, sin hacer nada, del producto de los rebaños que unos pastores, especie de nómadas, apacentaban aquí y allá en las montañas. Cuando lo vi, años después del suceso que voy a contar, me pareció que tendría, no más de cincuenta. Figuraos un hombre bajo pero robusto, con cabellos crespos, negros como el azabache, nariz aguileña, labios finos, ojos grandes y vivos, y tez de color de suela. Su habilidad en el tiro de escopeta se tenía por extraordinaria, aun en su país, donde hay tantos buenos tiradores. Eso sí, Mateo no hubiera disparado jamás contra un carnero con su cría; pero a ciento veinte pasos, lo derribaba de un balazo en la cabeza o en la espaldilla, a elegir. De noche, sabía servirse de sus armas tan fácilmente como de día, y de él me han contado este rasgo de precisión que parecerá acaso increíble al que no haya viajado por Córcega. A ochenta pasos, colocaban una vela encendida detrás de un papel transparente de la anchura de un plato. Apuntaba él, apagaban la vela, y, al cabo de un minuto, en la oscuridad más completa, disparaba y taladraba el transparente, de cuatro veces, tres.

Con méritos tan notorios, Mateo Falcone había conquistado gran reputación. Pasaba por ser tan buen amigo como peligroso enemigo, era servicial, daba limosna y vivía en paz con todos en el distrito de Porto Vecchio. Pero contaban de él que en Corte, donde había ido a buscar mujer, se había desembarazado muy vigorosamente de un rival que se consideraba tan temible en la guerra como en amor: por lo menos a Mateo se atribuía cierto escopetazo que sorprendió al rival cuando estaba afeitándose delante de un espejillo colgado de su ventana. Se echó tierra al asunto. Mateo se casó. Su mujer Giuseppa le había dado primero tres hijas, a las que quería rabiosamente, y por último un hijo, que llamó Fortunato: era la esperanza de la familia, el heredero del nombre. Las hijas estaban bien casadas: su padre podía contar en caso necesario con los puñales y las escopetas de sus yernos. El hijo no tenía más que diez años, pero anunciaba ya felices disposiciones.

Cierto día de otoño, salió Mateo temprano con su mujer para ir a ver uno de sus ganados en un claro de la macchia. El chico quería acompañarle, pero el claro estaba muy lejos, y además, alguien tenía que quedarse a guardar la casa. Negóse pues el padre; ya se verá si no tuvo motivo para arrepentirse.

Unas horas llevaba ausente y el pequeño Fortunato estaba tranquilamente tendido al sol, mirando las montañas azules, y pensando que al otro domingo iría a la ciudad a comer con su tío el cabo, cuando interrumpió de pronto sus meditaciones la explosión de un arma de fuego. Se puso de pie y se volvió hacia la parte del llano donde había sonado el tiro. Otros se sucedieron, disparados a intervalos desiguales, y cada vez más próximos; por último, en el sendero que conducía desde la llanura a la casa de Mateo apareció un hombre, con el sombrero puntiagudo que llevan los montañeses, barbudo, cubierto de harapos, y arrastrándose trabajosamente con el apoyo de su escopeta. Acababa de recibir un tiro en el muslo.

Aquel hombre era un bandido que había salido de noche para ir a la ciudad en busca de pólvora y de camino cayó en una emboscada de tiradores corsos. Tras una vigorosa defensa, había conseguido hacer una retirada, vivamente perseguido y tiroteado de roca en roca. Pero les llevaba poca delantera a los soldados y su herida para su desgracia iba a impedirle llegar a la macchia antes que le alcanzasen.

Se acercó a Fortunato y le dijo:

—¿Eres tú el hijo de Mateo Falcone?

—Sí.

—Pues yo soy Gianetto Sanpiero. Los del cuello amarillo me persiguen. Escóndeme, porque no puedo ir más allá.

—¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin permiso suyo?

—Dirá que has hecho bien.

—¿Quién sabe?

—Escóndeme pronto, que vienen.

—Espera que vuelva mi padre.

—¿Qué espere? ¡Maldición! Estarán aquí dentro de cinco minutos. Ea, escóndeme, o te mato.

Fortunato le contestó con la mayor sangre fría:

—Tienes descargada la escopeta y ya no te quedan cartuchos.

—Tengo mi puñal.

—¿Pero correrás tanto como yo?

—Tú eres el hijo de Mateo Falcone. ¿Dejarás que me prendan delante de tu casa?

Aquello pareció conmover al niño.

—¿Qué me das si te escondo? —dijo acercándose.

Hurgó el bandido en una bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y sacó una moneda de cinco francos, reservada sin duda para comprar pólvora. Sonrió Fortunato al ver la moneda de plata, y apoderándose de ella dijo a Gianetto:

—No temas nada.

Hizo enseguida un agujero grande en un montón de heno colocado cerca de la casa. Acurrucóse en él Gianetto, y el niño volvió rápido a raparlo de modo que le entrara un poco de aire para respirar, sin que fuese posible empero sospechar que aquel heno

ocultaba a un hombre. Se le ocurrió, además, una treta harto ingeniosa. Fue a buscar una gata con su cría, y los puso encima del montón de heno, para dar a entender que nadie lo había tocado recientemente. Advirtiendo enseguida huellas de sangre en el sendero cerca de la casa, las cubrió de polvo cuidadosamente, y, hecho esto, volvió a tenderse al sol con la mayor tranquilidad.

Pocos minutos después, seis hombres de uniforme pardo con cuello amarillo, mandados por un ayudante, estaban ante la puerta de Mateo. Era aquel ayudante algo pariente de Falcone. (Sabido es que en Córcega los grados de parentesco se siguen hasta más lejos que en otras partes). Llamábase Tiodoro Gamba: era hombre activo, muy temido por los bandoleros de los que había ya acorralado a muchos.

—Buenos días, primito, dijo a Fortunato acercándose a él; ¡cómo has crecido! ¿Viste hace un momento pasar a un hombre?

—¡Oh! Aún no estoy tan alto como tú, primo, contestó el niño con expresión estúpida.

—Ya lo estarás. Pero, ¿no viste pasar un hombre? Di.

—¿Si he visto pasar un hombre?

—Sí, a un hombre con gorro puntiagudo de terciopelo negro y chaquetón bordado de rojo y amarillo.

—¿A un hombre con gorro puntiagudo y chaquetón bordado de rojo y amarillo?

—Sí, contesta pronto y no repitas mis preguntas.

—Esta mañana el señor cura pasó por delante de nuestra puerta en su caballo Piero. Me preguntó cómo estaba papá, y le contesté…

—¡Ah! bribón, te las echas de listo… di pronto por dónde ha pasado Gianetto, que le andamos buscando; y estoy seguro de que echó por aquel sendero.

—¿Quién sabe?

—¿Quién sabe? Yo sé que tú le has visto.

—¿Ve uno a los que pasan cuando duerme?

—Tú no estabas durmiendo pillo; los tiros te despertaron.

—¿Y crees tú, primo, que tus escopetas hacen tanto ruido? Mas suena la de mi padre.

—¡El diablo te confunda, mala pécora! Seguro estoy de que has visto aquí a Gianetto, y hasta que le hayas escondido. Ea, muchachos, entrad en la casa y mirad si no está ahí nuestro hombre. Sólo una pata le servía, y el pícaro tiene demasiado buen sentido para intentar, cojeando, llegar a la macchia. Además, hasta aquí llega el rastro de la sangre.

—¿Y qué dirá mi padre, —preguntó Fortunato en son de burla—; qué dirá si sabe que han entrado en su casa estando él fuera?

—¡Tunante! —dijo el ayudante Gamba tirándole de una oreja—. ¿Sabes que si quiero puedo hacer que cambies de nota? Tal vez con veinte sablazos de plano te decidas a hablar.

Y Fortunato seguía burlándose.

—¡Mi padre es Mateo Falcone! —dijo con énfasis.

—Ya sabes, pilluelo, que puedo llevarte a Corte o a Bastia. Haré que te tiendan en un calabozo, sobre paja, con cadenas en los pies, y te mandaré guillotinar, si no dices dónde está Gianetto Sanpiero.

El niño se echó a reír ante tan ridícula amenaza, y repitió:

—Mi padre es Mateo Falcone.

—Ayudante —dijo por lo bajo uno de los tiradores— no hay que reñir con Mateo.

Gamba, parecía evidentemente perplejo. Hablaba en voz baja con sus soldados, que habían registrado ya toda la casa. No era larga la operación, porque la cabaña de un corso no consta más que de una habitación cuadrada. El mueblaje, se compone de una mesa, unos bancos unas arcas y algunos utensilios de caza o domésticos. Entretanto Fortunato hacía caricias a la gata y parecía gozar malignamente de la confusión de los tiradores y de su primo.

Un soldado se aproximó al montón de heno, vio la gata y dio un bayonetazo en el heno con negligencia, encogiéndose de hombros, como si sintiera lo ridículo de su precaución. No hubo movimiento; y la cara del niño no delató la emoción más ligera.

El ayudante y los suyos se daban al diablo: ya miraban serios hacia el llano, como dispuestos a volverse por donde habían venido, cuando su jefe, convencido de que las amenazas no producirían impresión ninguna en el hijo de Falcone, quiso hacer un último esfuerzo y probar la fuerza de las caricias y los regalos.

—Primito —dijo— me estás pareciendo un mozo listo. Llegarás muy lejos; pero está muy feo lo que haces conmigo; y si no temiera enojar a mi primo Mateo, ¡lléveme el diablo!, te llevaba conmigo.

—¡Bah!

—Pero cuando vuelva mi primo, le contaré lo que ha pasado y por mentiroso te dará de latigazos hasta que salga sangre.

—A saber…

—Ya lo verás… pero, mira… sé bueno y te doy una cosa.

—Yo, primo, voy a darte un consejo: y es que si tardas más ya el Gianetto estará en la macchia y de allí no le sacarás tú ni otros más listos.

—Sacó el ayudante del bolsillo un reloj de plata que podría valer diez escudos; y advirtiendo el brillo de los ojos de Fortunato al mirarlo, le dijo, manteniendo el reloj colgado de su cadena de acero:

—¡Bribón! Ya querrías tener un reloj como este colgando del cuello, para pasearte por las calles de Porto Vecchio orgulloso como un pavo real y que la gente te preguntara: «¿Qué hora es?», y tu contestarías: «míralo en mi reloj».

—Cuando sea mayor, mi tío el cabo me va a regalar uno.

—Sí; pero el hijo de tu tío ya lo tiene… no tan bonito como este, por cierto… y es más chico que tú.

Suspiró el niño.

—Bueno, ¿quieres este reloj, primito?

Fortunato, mirando el reloj con el rabillo del ojo, parecía un gato al que ofrecen un pollo entero. Como se da cuenta de la burla, no se atreve a echar la zarpa, y de tiempo en tiempo desvía los ojos para no exponerse a caer en la tentación pero, se relame sin

cesar, como si le dijera a su amo: «¡Qué bromas tan crueles!». Sin embargo, el ayudante Gamba parecía ofrecerle el reloj de buena fe. Fortunato no extendió la mano, pero le dijo con amable sonrisa:

—¿Por qué te burlas de mí?

—Por Dios, no me burlo. Dime dónde está Gianetto y el reloj es tuyo.

Dejó escapar Fortunato una sonrisa de incredulidad; y, clavando los ojos negros en los del ayudante, se esforzaba por leer en ellos la fe que podía dar a sus palabras.

—Que me quede sin charreteras —exclamó el ayudante—, si no te doy el reloj con esa condición. Los muchachos son testigos, y no puedo volverme atrás.

Hablando así, seguía acercándole el reloj tanto que ya casi tocaba a la mejilla del niño. Bien mostraba éste en su cara, el combate que dentro de su alma estaba librándose, entre la codicia y el respeto debido a la hospitalidad. Su pecho descubierto se levantaba con fuerza, y parecía a punto de ahogarse. Y entre tanto, el reloj oscilaba, giraba, y a veces le rozaba la punta de la nariz.

Por fin, poco a poco, su mano derecha se alzó hasta el reloj; lo tocó con la punta de los dedos; y ya pesaba todo entero en su mano, sin que el ayudante soltara el extremo de la cadena… La esfera era de color azulado… la caja recién bruñida… al sol, parecía todo él de fuego… la tentación era demasiado fuerte.

Fortunato levantó también la mano izquierda y con el pulgar señaló, por encima del hombro, el montón de heno que tenía a sus espaldas. El ayudante, lo entendió enseguida. Soltó el extremo de la cadena; Fortunato se sintió dueño único del reloj. Púsose en pie con agilidad de un gamo y alejóse diez pasos del montón de heno que los tiradores se pusieron a revolver al punto.

No tardaron en ver agitarse el heno; y un hombre ensangrentado, puñal en mano, que salía de él; pero, como intentara levantarse, su herida enfriada no le permitió ya sostenerse. Cayó. Echóse sobre él el ayudante y le arrancó el arma. Enseguida, le amarraron fuertemente, a pesar de su resistencia.

Gianetto, tendido en el suelo y atado como un haz de leña, volvió a mirar a Fortunato que se había aproximado.

—¡Hijo de…! —le dijo, con más desprecio que cólera. Arrojóle el niño la moneda de plata que había recibido de él, sintiendo que había dejado de merecerla; pero el

proscrito, no pareció reparar en aquel movimiento. Con mucha sangre fría le dijo al ayudante:

—Querido Gamba, no puedo andar; vas a tener que llevarme al pueblo.

—Más ligero que un corso corrías hace un rato, replicó el cruel vencedor; pero puedes estar tranquilo: tan contento estoy de tenerte que te llevaría una legua a cuestas sin cansarme. Pero, compañero, vamos a hacerte una litera con unas ramas y con tu capote, y en la alquería de Créspoli encontraremos caballos.

—Bueno —dijo el preso— echa también un poco de paja en la litera para que vaya más cómodo.

Mientras los tiradores andaban ocupados, unos en hacer una especie de camilla con ramas de castaños, y otros en vendar la herida de Gianetto, Mateo Falcone y su mujer, aparecieron de pronto en la revuelta de un sendero, que conducía a la macchia. Avanzaba la mujer, encorvada penosamente al peso de un enorme saco de castañas, en tanto que el marido se pavoneaba, sin llevar más que una escopeta en la mano, y otra en bandolera porque es indigno que un hombre lleve más peso que el de sus armas.

Al ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió a Mateo fue que iban a detenerle. Pero, ¿por qué tal idea? ¿Tenía acaso Mateo alguna cuenta con la justicia? No. Gozaba de buena reputación. Era como suele decirse, «paisano de buena fama»; pero era corso y montañés, y pocos corsos montañeses hay que, si escudriñan bien en su memoria, no puedan encontrar en ella algún pecadillo, tal como unos tiros, unas puñaladas, y otras futesas. Mateo, más que otros, tenía la conciencia limpia; porque más de diez años llevaba sin haber asestado su escopeta contra un hombre; sin embargo, como era prudente, se puso en actitud de defenderse bien, si era necesario.

—Mujer —dijo a Giuseppa— tira el saco y prepárate. Obedeció ella al instante. Dióle él la escopeta que llevaba en la bandolera y que hubiera podido servirle de estorbo. Amartilló la que llevaba en la mano, y fue avanzando lentamente hacía la casa, arrimándose a los árboles que orillaban el camino, y dispuesto a la más leve demostración de hostilidad, a parapetarse tras el tronco más grueso, desde donde podría disparar a cubierto. Su mujer, pisándole los talones, le llevaba el fusil de repuesto y la cartuchera. El papel de una buena ama de casa, en trance de combate, consiste en cargar las armas de su marido.

Por otro lado, al ayudante le afligía mucho ver acercarse así a Mateo, contando los pasos, preparaba la escopeta y el dedo en el gatillo.

«Si por casualidad», pensaba, «fuese Mateo pariente de Gianetto, o amigo suyo, y quisiera defenderle la carga de sus dos escopetas llegaría a dos de nosotros, tan segura como una carta en el correo; y si me apuntara, a pesar del parentesco…».

En esta perplejidad, tomó un partido muy valeroso, y fue el de avanzar solo a donde estaba Mateo, para contarle el caso, acercándose a él, como antiguo conocido; pero el corto intervalo que le separaba de Mateo, le pareció terriblemente largo.

—¡Hola! ¡Eh!, viejo camarada —gritó—, ¿qué tal te va, valiente? Soy yo, soy Gamba, tu primo.

Mateo sin responder palabra, se había parado, y a medida que hablaba el otro iba levantando despacito el cañón de la escopeta, de suerte que en el momento en que se le acercó el ayudante, apuntaba ya al cielo.

—Buenos días, hermano —dijo el ayudante tendiéndole la mano—; hace mucho que no te he visto.

—Buenos días, hermano.

—Vine a darte los buenos días al pasar, y a mi prima Pepa. Hoy hemos hecho una caminata larguísima pero no hay que sentir cansancio, porqué tenemos una buena presa. Acabamos de agarrar a Gianetto Sanpiero.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Giuseppa—. Una cabra lechera nos robó la semana pasada.

Gamba, regocijóse al oírlo.

—¡Pobrecillo! —dijo Mateo—. Tendría hambre.

—El pícaro, se ha defendido como un león, —prosiguió el ayudante, un tanto mortificado—; me mata uno de mis tiradores y no contento con esto le rompió un brazo al cabo Chardon; pero no importa mucho, porque se trata de un francés… Luego, tan bien se había escondido, con tanta habilidad, que ni el diablo lo hubiera descubierto. A no ser por el primito Fortunato, nunca le hubiera encontrado.

—¡Fortunato! —exclamó Mateo.

—¡Fortunato! —repitió Giuseppa.

—Sí, el Gianetto se había ido a esconder en aquel montón de heno; pero el primito me hizo ver la treta. Ya se lo diré a su tío el cabo, para que le envíe un buen regalo por su trabajo. Y en el informe que mande al señor abogado general, figurarán su nombre y el tuyo.

—¡Maldición! —dijo por lo bajo Mateo.

Se habían reunido al destacamento. Gianetto, estaba ya en la litera tendido, ya punto de emprender la marcha. Cuando vio a Mateo en compañía de Gamba, sonrió con extraña sonrisa; luego, volviéndose hacia la puerta de la casa, escupió en el umbral diciendo:

—¡Casa de traidores!

Sólo un hombre decidido a morir, hubiera osado pronunciar la palabra traidor aplicándosela a Falcone. Una buena puñalada, sin necesidad de repetición, hubiera pagado inmediatamente el insulto.

Sin embargo, Mateo no hizo más ademán que el de llevarse la mano a la frente como un hombre agobiado.

Fortunato había entrado en la casa al ver llegar a su padre. Pronto volvió a salir con un cuenco de leche que ofreció a Gianetto, bajando los ojos.

—¡Lejos de mí! —le gritó el proscrito, con voz de trueno.

Y volviéndose luego a uno de los tiradores, le dijo:

—Camarada, dame de beber.

Puso el soldado entre sus manos la cantimplora y el bandido bebió el agua que le daba un hombre con quien acababa de estar batiéndose a tiros. Pidió enseguida que le ataran las manos de manera que las tuviese cruzadas sobre el pecho, y no atadas a la espalda.

«Me gusta» decía, «ir acostado cómodamente». Diéronse prisa a satisfacerle y luego el ayudante dio la señal de marcha, dio adiós a Mateo, que no le contestó, y bajó con paso acelerado hacia el llano.

Cerca de diez minutos pasaron antes de que Mateo abriese la boca. El niño, miraba con ojos inquietos ya a su madre ya a su padre, que apoyado en la escopeta, lo contemplaba con expresión de cólera reconcentrada.

—¡Bien empiezas! —dijo por fin Mateo con voz tranquila, pero espantosa para el que conociera al hombre.

—¡Padre! —exclamó el niño avanzando con las lágrimas en los ojos como para echarse a sus pies.

Pero Mateo le gritó:

—¡Apártate de mí!

Detúvose el niño, y rompió a sollozar, inmóvil, a unos pasos de su padre.

Acercóse Giuseppa. Acababa de ver la cadena brillante del reloj, uno de cuyos extremos asomaba por la camisa de Fortunato.

—¿Quién te ha regalado este reloj? —preguntó en tono severo.

—Mi primo el ayudante.

Agarró Falcone el reloj, y tirándolo con fuerza contra una piedra, lo hizo mil pedazos.

—Mujer —dijo— este hijo, ¿es mío?

Las mejillas morenas de Giuseppa, se volvieron de color rojo ladrillo.

—¿Qué dices, Mateo? ¿Sabes a quién hablas?

—Pues bueno, este niño es el primero de su raza que haya hecho traición.

Redoblaron los sollozos, y los hipos de Fortunato, y Falcone tenía fijos en él sus ojos de lince. Dio por fin un golpe en el suelo con la culata de la escopeta, y echándosela de nuevo al hombro, volvió a tomar el camino de la macchia, gritándole a Fortunato que le siguiera. Obedeció el niño.

Giuseppa, corrió detrás de Mateo y le cogió por un brazo.

—Es tu hijo —le dijo en voz temblorosa, clavando los ojos negros en los de su marido para leer lo que pasaba a su alma.

—Déjame, —respondió Mateo— soy su padre.

Dio un beso Giuseppa a su hijo, entró llorando en la cabaña, y se echó de rodillas ante una estampa de la Virgen, rezando con fervor. Entre tanto, Falcone anduvo unos doscientos pasos por el sendero, sin pararse hasta el barranco estrecho adonde bajó. Sondeó la tierra con la culata de la escopeta, y la encontró blanda y fácil de excavar. El lugar le pareció conveniente para su propósito.

—Fortunato, ponte junto a aquella piedra grande.

Hizo el niño lo que le mandaba, y se arrodilló.

—Reza tus oraciones.

—¡Padre, padre, no me mates…!

—¡Reza tus oraciones! —repitió Mateo con voz terrible.

El niño balbuceando y sollozando, rezó el padrenuestro y el credo. El padre, con voz fuerte, respondía «amén», al final de cada oración.

—¿Son esas todas las oraciones que sabes?

—Padre sé también el avemaria y la letanía, que mi tía me enseñó.

—Muy larga es, pero no importa.

Acabó el niño la letanía con voz apagada.

—¿Concluiste?

—¡Ay, padre, piedad! ¡Perdóname!, ¡no lo haré más!, se lo pediré tanto a mi primo el cabo, que perdonará a Gianetto…

Aún seguía hablando; Mateo había amartillado la escopeta y le apuntaba diciendo:

—¡Que Dios te perdone!

Hizo el niño un esfuerzo desesperado para levantarse y abrazarse a las rodillas de su padre; pero no tuvo tiempo. Disparó Mateo, y Fortunato cayó muerto en el acto.

Sin echar una ojeada al cadáver, volvió a tomar Mateo el camino de su casa, en busca de un azadón con que enterrar a su hijo. Apenas había dado unos pasos, cuando se encontró con Giuseppa, que acudía, alarmada por el disparo.

—¿Qué has hecho? —exclamó.

—Justicia.

—¿En dónde está?

—En el barranco. Voy a enterrarle. Ha muerto como cristiano; voy a mandarle cantar una misa. Que le digan a mi yerno Tiodoro Bianchi que se venga a vivir con nosotros.

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