MI “PENSADOR MEXICANO”
DE CUANDO en cuando soplan en México huracanes de nacionalismo. Se alaba
desmesuradamente lo nuestro, se reduce lo nuestro a elementos decorativos. A veces,
afortunadamente, también se estudia lo nuestro. Ayer fueron los jóvenes del Ateneo. Ahora
somos nosotros, los jóvenes, ¿de dónde? Digamos del “grupo sin grupo”.
Bernardo Ortiz de Montellano aborda el conocimiento de nuestra literatura para en ella
buscar las raíces donde anudar su obra, pero en su incursión lleva gemelos de teatro. Así, una
vez, ve lejanos y disminuidos los defectos; así, otra vez, acerca y aumenta las cualidades.
Cuando escucha reparos, finge no oírlos, desdeñando toda crítica que no tenga a la vista las
mil actividades en que nuestros precursores se disolvieron.
En el fondo, bien sabe que su juicio en estas materias más está hecho de amor que de
justicia.
También Salvador Novo, con esa curiosidad insaciable que tanto le favorece y que tanto le
difunde, se ha asomado al paisaje impresionista de nuestras letras iniciales, llegando a caer,
insólito, hasta en los terrenos precortesianos. Tratando estos asuntos —Nezahualcóyotl, rey, y
poeta traducido del inglés—, me produce el mismo efecto que a los chichimecas les habría
producido el aterrizaje de un avión en sus tiempos y en sus dominios. Hay algo de
modernísimo en el “genio y figura” de Salvador Novo que le impide aparecer natural en tales
incursiones. Hablando de Fernández de Lizardi, acierta en su manera de justificarlo,
humanizándolo. En cambio, se aprovecha para lanzar los dardos de su humorismo insinuando
que “de haber vivido en estos tiempos sería el jefe de la campaña contra el analfabetismo”, sin
recordar que, además de jefe, por momentos, Lizardi merecería formar parte de su propio
ejército.
Mi intromisión quiere ser, si más modesta, más severa. Examinando lo que hay en el
platillo de la crítica apasionada, lo que hay en el platillo que reconoce valores y fija
contornos, sólo quiero decidirme por este útimo, advirtiendo que, si mi actitud pesara un poco,
ayudaría a inclinar la balanza del lado que han contribuido a llenar Reyes y Urbina.
Tiene otro objeto más, que consiste en señalar el peligro de la incultura —título de una
prédica próxima y necesaria—; el peligro de la incultura hasta en un escritor de amables
dones.
No he puesto frases en mi comentario. Apenas si confieso que, a cada momento, me
asaltaban deseos de terminarlo con una “moraleja”. (La fábula sería: El escritor que habiendo
salido desnudo, en noche de tormenta, llevando los vestidos al brazo, murió de pulmonía. Los
vestidos eran, naturalmente, la cultura.) Sólo que de este modo se incurría en uno de los
defectos que más perjudican la obra de Lizardi: la preocupación moralizante.
JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LlZARDI
Nació en la ciudad de México por 1774 y murió el 21 de junio de 1827. Hijo de su tiempo, no
es posible juzgarlo en un aislamiento al que no se entregó nunca. Su vida azarosa y su
temprana orfandad hicieron de su carrera algo incompleto, sujeto siempre a las vicisitudes de
la época de transición política que le tocó en suerte observar y sufrir. Como escritor tuvo,
pues, quizá a pesar suyo, siempre para poca fortuna nuestra, que pertenecer a la clase de
“luchadores que usan de su pluma como de algo vivo y cotidiano”, como de algo útil aunque
inartístico.
Su cultura, a pesar de sus tronchados estudios de latín, filosofía y teosofía, de su
bachillerato, fue bastante insegura y estrecha.
¿Escribió Fernández de Lizardi en el Diario de México, de don Jacobo de Villaurrutia y
de don Carlos María de Bustamante? Con los brotes primeros de la emancipación política —
principios del siglo XIX—, crecían en la publicación aludida los deseos primeros de
emancipación literaria. Por ello, y teniendo en cuenta las simpatías que hacia la causa
insurgente demostrara, no es aventurado contestar afirmativamente. Lo cierto es que, apenas
autorizada la libertad de imprenta por la Constitución de Cádiz, funda su célebre periódico El
Pensador Mexicano, donde desahoga su fecundidad en “polémicas tenaces”, en “ironías
sencillas”. La popularidad circundó a su publicación; las persecuciones de que fue objeto su
persona por parte del virrey Venegas fueron útiles para su suerte de apostolado; y, por último,
su seudónimo acabó por convertirse, en los cerebros de quienes lo admiran sin conocerle, en
su calificativo.
Sus dotes de observador lo lanzaron a la novela. Su obra mejor conocida, El Periquillo
Sarniento, publicóse incompleta y por primera vez en 1816. El virrey Apodaca prohibió que
saliera a luz el último tomo, que contenía un ataque a la esclavitud. La edición completa —la
tercera— sólo apareció después de la muerte de Lizardi, entre los años de 1830-1831.
Con motivo de El Periquillo, ha recibido los más opuestos calificativos. Beristáin,
Pimentel, Terán, Ramírez, Prieto, González Obregón, con sus reparos o sus elogios
desmedidos cuando no injustos, han contribuido a hacer de la figura de este precursor de
nuestras letras una mancha difusa. Luis G. Urbina, con humano buen sentido, y Alfonso Reyes,
con afilada percepción, han formulado con serenidad y justicia juicios que empiezan a aclarar
y fijar los contornos de la obra de Lizardi.
Hijo lejano de la novela picaresca española, El Periquillo Sarniento contiene realzados
los defectos y las excelencias de su autor. En él culminan sus virtudes de observador paciente,
“exacto hasta la grosería”; su importancia de folclorista, trasladando a su obra el lenguaje del
pueblo con curiosidad y verdad, pero sin arte, sin depuración y sin gusto; sus dotes de
costumbrista excelente.
El moralista, el satírico, hicieron daño al novelista. Lizardi hizo de su novela un medio de
enderezar y aderezar sermones dirigidos contra la viciada vida de la Colonia. Noble
preocupación ésta, que si corre pareja con los impulsos mejores de la independencia de
Nueva España, redunda en perjuicio de su obra que resulta alimentada por preocupaciones
políticas en vez de estarlo por preocupaciones de belleza.
Escribió para el pueblo, sí, pero sin pretender elevar su pobre condición estética,
descendiendo él, por el contrario, y sacrificando sus aptitudes artísticas en una tarea que su
incompleta cultura le dictaba como imprescindible.
Concluyamos. El mérito de Fernández de Lizardi descansa en su valiente aportación de
realismo y verdad al medio literario insustancial de su tiempo; en el valor que para el
folclorista representa su exacto traslado de los tipos, ambiente, costumbres y lenguaje del
pueblo; en la importancia que para el filólogo ofrecen sus documentos vivos en el estudio de
la lengua vulgar.
Su obra es copiosa y diversa; su fecundidad, asombrosa. Poeta lírico y dramático,
costumbrista, periodista y novelista. Escribió folletos, libros, periódicos. Entre sus obras —la
lista completa, detallada, amenazaría interminable— descuellan Alacena de frioleras, Ratos
entretenidos, El conductor eléctrico, el ya mencionado Periquillo Sarniento, La Quijotita y
su prima, Noches tristes y días alegres y El negro sensible.
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