martes, 31 de octubre de 2023

MI “PENSADOR MEXICANO” por XAVIER VILLAURRUTIA EN OBRAS COMPLETAS. EDITORIAL FONDO DE CULTURA MEXICANA

 



MI “PENSADOR MEXICANO”

DE CUANDO en cuando soplan en México huracanes de nacionalismo. Se alaba

desmesuradamente lo nuestro, se reduce lo nuestro a elementos decorativos. A veces,

afortunadamente, también se estudia lo nuestro. Ayer fueron los jóvenes del Ateneo. Ahora

somos nosotros, los jóvenes, ¿de dónde? Digamos del “grupo sin grupo”.

Bernardo Ortiz de Montellano aborda el conocimiento de nuestra literatura para en ella

buscar las raíces donde anudar su obra, pero en su incursión lleva gemelos de teatro. Así, una

vez, ve lejanos y disminuidos los defectos; así, otra vez, acerca y aumenta las cualidades.

Cuando escucha reparos, finge no oírlos, desdeñando toda crítica que no tenga a la vista las

mil actividades en que nuestros precursores se disolvieron.

En el fondo, bien sabe que su juicio en estas materias más está hecho de amor que de

justicia.

También Salvador Novo, con esa curiosidad insaciable que tanto le favorece y que tanto le

difunde, se ha asomado al paisaje impresionista de nuestras letras iniciales, llegando a caer,

insólito, hasta en los terrenos precortesianos. Tratando estos asuntos —Nezahualcóyotl, rey, y

poeta traducido del inglés—, me produce el mismo efecto que a los chichimecas les habría

producido el aterrizaje de un avión en sus tiempos y en sus dominios. Hay algo de

modernísimo en el “genio y figura” de Salvador Novo que le impide aparecer natural en tales

incursiones. Hablando de Fernández de Lizardi, acierta en su manera de justificarlo,

humanizándolo. En cambio, se aprovecha para lanzar los dardos de su humorismo insinuando

que “de haber vivido en estos tiempos sería el jefe de la campaña contra el analfabetismo”, sin

recordar que, además de jefe, por momentos, Lizardi merecería formar parte de su propio

ejército.

Mi intromisión quiere ser, si más modesta, más severa. Examinando lo que hay en el

platillo de la crítica apasionada, lo que hay en el platillo que reconoce valores y fija

contornos, sólo quiero decidirme por este útimo, advirtiendo que, si mi actitud pesara un poco,

ayudaría a inclinar la balanza del lado que han contribuido a llenar Reyes y Urbina.

Tiene otro objeto más, que consiste en señalar el peligro de la incultura —título de una

prédica próxima y necesaria—; el peligro de la incultura hasta en un escritor de amables

dones.

No he puesto frases en mi comentario. Apenas si confieso que, a cada momento, me

asaltaban deseos de terminarlo con una “moraleja”. (La fábula sería: El escritor que habiendo

salido desnudo, en noche de tormenta, llevando los vestidos al brazo, murió de pulmonía. Los

vestidos eran, naturalmente, la cultura.) Sólo que de este modo se incurría en uno de los

defectos que más perjudican la obra de Lizardi: la preocupación moralizante.

JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LlZARDI

Nació en la ciudad de México por 1774 y murió el 21 de junio de 1827. Hijo de su tiempo, no

es posible juzgarlo en un aislamiento al que no se entregó nunca. Su vida azarosa y su

temprana orfandad hicieron de su carrera algo incompleto, sujeto siempre a las vicisitudes de

la época de transición política que le tocó en suerte observar y sufrir. Como escritor tuvo,

pues, quizá a pesar suyo, siempre para poca fortuna nuestra, que pertenecer a la clase de

“luchadores que usan de su pluma como de algo vivo y cotidiano”, como de algo útil aunque

inartístico.

Su cultura, a pesar de sus tronchados estudios de latín, filosofía y teosofía, de su

bachillerato, fue bastante insegura y estrecha.

¿Escribió Fernández de Lizardi en el Diario de México, de don Jacobo de Villaurrutia y

de don Carlos María de Bustamante? Con los brotes primeros de la emancipación política —

principios del siglo XIX—, crecían en la publicación aludida los deseos primeros de

emancipación literaria. Por ello, y teniendo en cuenta las simpatías que hacia la causa

insurgente demostrara, no es aventurado contestar afirmativamente. Lo cierto es que, apenas

autorizada la libertad de imprenta por la Constitución de Cádiz, funda su célebre periódico El

Pensador Mexicano, donde desahoga su fecundidad en “polémicas tenaces”, en “ironías

sencillas”. La popularidad circundó a su publicación; las persecuciones de que fue objeto su

persona por parte del virrey Venegas fueron útiles para su suerte de apostolado; y, por último,

su seudónimo acabó por convertirse, en los cerebros de quienes lo admiran sin conocerle, en

su calificativo.

Sus dotes de observador lo lanzaron a la novela. Su obra mejor conocida, El Periquillo

Sarniento, publicóse incompleta y por primera vez en 1816. El virrey Apodaca prohibió que

saliera a luz el último tomo, que contenía un ataque a la esclavitud. La edición completa —la

tercera— sólo apareció después de la muerte de Lizardi, entre los años de 1830-1831.

Con motivo de El Periquillo, ha recibido los más opuestos calificativos. Beristáin,

Pimentel, Terán, Ramírez, Prieto, González Obregón, con sus reparos o sus elogios

desmedidos cuando no injustos, han contribuido a hacer de la figura de este precursor de

nuestras letras una mancha difusa. Luis G. Urbina, con humano buen sentido, y Alfonso Reyes,

con afilada percepción, han formulado con serenidad y justicia juicios que empiezan a aclarar

y fijar los contornos de la obra de Lizardi.

Hijo lejano de la novela picaresca española, El Periquillo Sarniento contiene realzados

los defectos y las excelencias de su autor. En él culminan sus virtudes de observador paciente,

“exacto hasta la grosería”; su importancia de folclorista, trasladando a su obra el lenguaje del

pueblo con curiosidad y verdad, pero sin arte, sin depuración y sin gusto; sus dotes de

costumbrista excelente.

El moralista, el satírico, hicieron daño al novelista. Lizardi hizo de su novela un medio de

enderezar y aderezar sermones dirigidos contra la viciada vida de la Colonia. Noble

preocupación ésta, que si corre pareja con los impulsos mejores de la independencia de

Nueva España, redunda en perjuicio de su obra que resulta alimentada por preocupaciones

políticas en vez de estarlo por preocupaciones de belleza.

Escribió para el pueblo, sí, pero sin pretender elevar su pobre condición estética,

descendiendo él, por el contrario, y sacrificando sus aptitudes artísticas en una tarea que su

incompleta cultura le dictaba como imprescindible.

Concluyamos. El mérito de Fernández de Lizardi descansa en su valiente aportación de

realismo y verdad al medio literario insustancial de su tiempo; en el valor que para el

folclorista representa su exacto traslado de los tipos, ambiente, costumbres y lenguaje del

pueblo; en la importancia que para el filólogo ofrecen sus documentos vivos en el estudio de

la lengua vulgar.

Su obra es copiosa y diversa; su fecundidad, asombrosa. Poeta lírico y dramático,

costumbrista, periodista y novelista. Escribió folletos, libros, periódicos. Entre sus obras —la

lista completa, detallada, amenazaría interminable— descuellan Alacena de frioleras, Ratos

entretenidos, El conductor eléctrico, el ya mencionado Periquillo Sarniento, La Quijotita y

su prima, Noches tristes y días alegres y El negro sensible.

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