viernes, 27 de abril de 2018

JAIME TORRES BODET. NARRATIVA COMPLETA. TOMO I

 
  Los «Contemporáneos», esencialmente poetas y ensayistas, dejaron muy escasa producción narrativa. De entre ellos, sólo Jaime Torres Bodet (1902-1974) publicó siete volúmenes de novelas cortas y relatos. Cuatro de estos libros («La educación sentimental»,1929, «Proserpina rescatada», 1931, «Estrella de día», 1933 y «Primero de enero», 1935) fueron editadas en Madrid, por Espasa-Calpe, con tiradas que no pasaban de los mil ejemplares. No han sido leídos en México prácticamente. Los otros tres («Margarita de niebla» 1927, «Sombras», 1937, y «Nacimiento de Venus y otros relatos», 1941), editados limitadamente por «Cvltvra», en México, también sufrieron de mínima difusión, quizá porque tuvieron que pelear por el espacio en los escaparates de las librerías contra la vigorosa narrativa de la Revolución, que modelaba el gusto literario en esa época.
Como se aleja lo barroco de lo clásico, o el pavoreal del águila, así esta prosa decantada se apartó del arrojado estilo prevaleciente entonces. Ahora, a medio siglo de distancia, puede ser leída con el detenimiento y el gusto que pide y sabe prodigar.
El escritor Rafael Solana, amigo y compañero fiel del poeta en su amplia labor educativa y cultural, condimenta con un reminiscente prólogo estos dos volúmenes de su narrativa completa, que pretenden hacer «justicia editorial» a una obra importante.
Fuente:  NN Y Dr: Enrico Pugliatti.
Prólogo 

Como prólogo del prólogo, para información de quienes se acercan a él por primera vez, vaya una corta nota biográfica sobre Jaime Torres Bodet, tan escueta como las líneas que le dedicaría un diccionario enciclopédico abreviado: nació en la ciudad de México, en la esquina de las calles de Donceles y Allende, el 17 de abril de 1902; recibió en su propia casa, de su madre, la educación elemental, de la que pasó a la escuela preparatoria (no existía la secundaria), y posteriormente a la Facultad de Altos Estudios, en la que ya a los diecinueve años era profesor de literatura francesa. Antes de ser ciudadano, calidad que en aquel tiempo se adquiría a los veintiún años, fue también secretario particular del ministro José Vasconcelos y jefe de Bibliotecas, las que promovió y fundó masivamente, en la Secretaría de Educación. A la edad de dieciséis había iniciado su actividad literaria con la publicación de Fervor, un libro de versos al que siguieron otros siete, editados en México o en Madrid; a la de licenciado, que seguían muchos, y en la que nunca se recibió, prefirió la carrera diplomática, para la cual fue admitido con máximas calificaciones; debutó en París, y en Madrid; en Buenos Aires, de ocupar puestos modestos fue ascendiendo por escalafón hasta llegar a ser jefe del Departamento Diplomático y subsecretario de Relaciones Exteriores, de donde pasó a ministro de Educación Pública, por nombramiento del presidente Avila Camacho. Allí promovió una gran campaña de alfabetización, fundó el Instituto de Capacitación del Magisterio, el Comité Administrador del Programa le deral de Construcción de Escuelas y otras muchas creaciones suyas. El presidente Alemán lo hizo regresar a Relaciones, ya como ministro; y, en ese tiempo, colaboró en la fundación de las Naciones Unidas, de la Organización de los Estados Americanos y la Organización de las Naciones Unidas para la Ciencia, de la Educación y la Cultura (la ONU, la OEA y la UNESCO), institución, esta última, de la que poco después fue nombrado director general, y que rigió en París durante tres años. Más tarde fue embajador de México en Francia y coronó su vida de servicios administrativos ocupando nuevamente, el cargo de secretario de Educación, cuando el régimen del presidente López Mateos; esta vez instituyó el libro de texto gratuito; formuló el Plan Nacional para el Mejoramiento y la Expansión de la Educación Primaria en México; dio nuevo impulso a la alfabetización y, en cinco días consecutivos de septiembre del último año de sus funciones, entregó al pueblo los museos de Antropología e Historia, de Arte Moderno, Virreinal, el Anahuacalli y el de la Lucha del Mexicano por la Libertad, en Chapultepec; también creó la secundaria técnica y echó las bases de la enseñanza por radio y televisión. Escribió trece libros de versos (espigados más tarde en varios de carácter antológico); siete de relatos (que en estos volúmenes por primera vez se recogen); seis de autobiografía; trece de ensayos de crítica literaria o pictórica; y además en muchos volúmenes fueron agrupados —por fechas o por temas— sus discursos, de los que existe una selección copiosa en un solo tomo. Eue académico, miembro de El Colegio Nacional; recibió la medalla «Belisario Domínguez», y cincuenta y dos más de diversos países, también ocho doctorados honoris causa, de otras tantas universidades. Murió por propio designio el 13 de mayo de 1976, y fue sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres. 
Reduzcámonos ahora a su obra como autor de relatos (novelas y cuentos) que es el motivo de estos volúmenes. La más antigua de estas narraciones, Margarita de niebla, data de 1927, y su gestación es asunto del capítulo XXXIV de Tiempo de arena (el primero de los libros autobiográficos de Torres Bodet): «Comprendí entonces —dice de la prosa— qué recursos ofrece hasta para la poesía», y agrega: «El prosista, para afinarse, debe acudir a una magia más invisible que la del versificador. Frente a determinados párrafos de Quevedo, o de Cervantes, la malicia misma de un Góngora resulta a veces demasiado ostensible». Leía entonces, además de a estos clásicos castellanos que cita, a Proust, a Giraudoux, a los hermanos Goncourt, «con su amor por la frase súbita e imprevista». Es posible que también —pues era una intensa moda en ese tiempo— a Anatole France, que no es maestro indigno de tan ilustre discípulo. Dice más adelante —y es conveniente que al leer estos libros nos fijemos en ello—: «Mi interés por la prosa, como ejercicio, me hizo estudiar de nuevo a algunos de nuestros grandes escritores: Vasconcelos, Reyes, Guzmán… Azuela y Díaz Dufoo Jr.» Ya veremos, en cuanto nos sumerjamos en la lectura de este libro, cómo, en vez de seguirlos, se diría que reacciona contra la mayor parte de ellos, excepto en su preocupación por la limpieza, la elegancia, y la pureza de su prosa, que puede compararse con la cristalina de don Alfonso, con la diafana de don Martín Luis, y supera, si no en fuerza sí en rigor, a la de don José y la de don Mariano. 
Él mismo ha invocado, y nos autoriza con ello a usarla, la palabra en que pensábamos para explicar estos relatos: «ejercicio». Son exhibiciones, floreos de prosa, gimnástica y vencimiento de dificultades, más que relaciones dejadas fluir, como serían las de los enormes autores, gigantes, a quienes admiró, estudió y explicó en libros y en conferencias —Balzac, Tolstoi, Proust, Galdós, Dostoievski, Stendhal—, pero que no imitó; novelistas torrenciales, no todos ellos pulcros o refinados. Es curioso observar que don Jaime nunca dedicó un libro ni una cátedra a Goethe, a quien sí se parece por momentos, en su vida y en su obra; como el autor de Fausto, de quien tomó el epígrafe para su primera novela, Torres Bodet posa como un sabelotodo, que en sus comparaciones y sus metáforas peca a veces de cientificismo y deja transparentar conocimientos tan variados como recientemente adquiridos, y no nos cuesta ningún trabajo imaginar, en este sabio que cuatro veces fue ministro (si tomamos en cuenta que fue ministro mundial de educación en la UNESCO), un trasunto del majestuoso consejero áulico de la corte de Weimar, a quien tan pocas veces nos representamos sonriente. 
Habría que leer juntos, porque en nuestra historia literaria aparecen como dos botones en el mismo tallo, Margarita de niebla y Dama de corazones, de Xavier Villaurrutia, libros hijos del mismo momento, de sensibilidades muy parecidas y tal vez de lecturas idénticas. Son ellos dos, si dejamos aparte, como cosa muy diferente, los espléndidos Ensayos de Novo, lo más auténtico y lo más característico de la elegante, fina y algo rebuscada prosa de la generación que florecía en México a mediados de la tercera década de la centuria; un estilo ornamentado y con más crema de Chantilly literaria que temática novelística; no será sino en Sombras, el último en fecha de los libros narrativos de Torres Bodet, donde veremos tomar un poco más de cuerpo a la materia narrativa, en un esbozo, un tanto taquigráfico, de la vida de una familia, que nos hará pensar en que ya para entonces leía el autor a Los Rougon Macquart de Zolá a Los Buddenbrook de Mann. 
Al surgir la generación de «Contemporáneos», a la que Jaime Torres Bodet dio nombre —mismo que lleva uno de sus libros de crítica— y contribuyó preponderantemente a caracterizar, varias corrientes literarias parecían orientar a los escritores mexicanos: la más valiente vanguardia, que duró poco en su agresiva actitud y tuvo escasos seguidores, se inclinaba hacia el estridentismo, y no dio prácticamente sino un prosista, y él una sola obra: Arqueles Vela y El café de nadie; otros hacían el hallazgo de la época virreinal, como los románticos, cien años antes, habían descubierto la Edad Media, que no tuvimos nosotros; entre ellos es posible citara Genaro Estrada, a Julio Jiménez Rueda, a Ermilo Abreu Gómez, a Manuel Horta y, sobre todo, a don Artemio de Valle-Arizpe, persistente y obstinado autor de muchísimos libros; este hombre que, ha dicho alguien, escribía en un idioma que jamás habló nadie, pues mezclaba los que fueron neologismos en el siglo XVIII con voces de centurias anteriores que ya en ese tiempo habían dejado de usarse; que bordaba su prosa con vocablos obsoletos, extraños, de museo, y escogía como temas episodios, personajes y leyendas (o los inventaba) de los tres siglos de la Colonia; otros, en fin, iniciaban algo que fue más duradero y tuvo más vigoroso carácter: la novela de la Revolución: por entonces circuló la de Mariano Azuela, Los de abajo, y leyó el público otras del mismo o de varios autores, en las que se narraba, a veces con el carácter de memorias, un abigarrado conjunto de lances de la lucha armada de diez años antes, y se presentaba a sus principales personajes, con descripciones rancheras, lenguaje popular y agrario, anhelos sociales y todo un material de construcción que, con el refuerzo de la música, serviría también, más tarde, para alimentar un cine nacional que, por aquel momento, todavía no se anunciaba. Contra todas estas modas reaccionaron los hombres de la promoción de Torres Bodet, en la poesía y en la prosa, al escapar de los límites muy cerrados y abrir ventanas hacia otras culturas, y al imitar, a veces con franqueza que se podía llamar descaro, a nuevos autores, vástagos de la posguerra europea, especialmente franceses, aunque no sólo ellos; recordemos que Torres Bodet había conocido la lengua francesa simultáneamente con la española (su madre era francesa y su padre catalán); en La educación sentimental, título tomado de Flaubert, evoca, con un adjetivo poco usual para el caso, «la caricia, pedagógica siempre, de mi madre». Fueron las de Torres Bodet, y las muy pocas de sus compañeros, novelas, por su brevedad, de muy corto aliento, y corresponden más al género nouvelle que a la clasificación román; don Jaime, el más consistente de todos ellos, alcanzó a publicar, dentro de este tipo, siete libros breves; los otros se cansaron pronto, o no les alcanzó para mucho el resuello; Xavier Villaurrutia nunca pasó de Dama de corazones, se desvió hacia el teatro y el breve ensayo, además de seguir cultivando la poesía lírica; Salvador Novo sólo publicó El joven, que consta de pocas páginas, si bien en algún momento dijo estar preparando una novela, Lota de loco, de la que nunca más nada se supo; Gilberto Owen dejó una Novela como nube, de muy escasa consistencia en páginas. Torres Bodet comenzó con Margarita de niebla y, poco después, La educación sentimental; una serie que llegó a tener cinco miembros más. Lo curioso es que, al seleccionar él mismo, en 1961, sus Obras escogidas, para la colección «letras mexicanas» del Fondo de Cultura Económica, no las contempló, y otorgó la preferencia a sus versos, a sus ensayos y a sus discursos. 
¿Fue injusto? Por lo menos, fue drástico. Por fortuna, la edición que hoy, en sólo dos, rescata del olvido estos siete volúmenes, les hace justicia, y los pone en el lugar que les corresponde, dentro de la obra completa del escritor, y en el panorama de la literatura mexicana, en el que cobran, por derecho, su sitio, y les augura, por la amplitud de su tiraje, un número de nuevos lectores que no tuvieron, ni en México ni en España, ni aun los libros de versos del poeta. 
Por supuesto, como en la producción de todo escritor, desde el segundo que en la humanidad haya existido (concedamos la posibilidad de una originalidad químicamente pura sólo al primero, al que inventó la literatura, quien quiera que haya sido… aunque es seguro que ya Homero contó con la de leyendas, narradas de boca en boca, y antes no escritas) hay influencias en las obras de Torres Bodet: las de otros autores, anteriores a él o de su mismo tiempo; y, desde luego, la de sus propias creaciones, que hasta el momento habían sido únicamente poéticas; la prosa en que estos libros de relatos están escritos es la de un poeta, que se solaza en sus hallazgos, en sus comparaciones; la abundancia de la palabra «como» —para establecer un solo ejemplo— ya expresa, ya eludida, es tan notoria que podría ser tachada de imperfección; hay páginas que la contienen cuatro o cinco veces, como no tardarán ustedes en percibir en la lectura de estos volúmenes; al igual que López Velarde, a quien admiraba, Torres Bodet suele usar el adjetivo más inesperado (véase más arriba mi cita a la suya de los Goncourt) o varios de ellos, pues acumula en ocasiones hasta cuatro: «Melancólico, pintoresco, inofensivo y cotidiano como un crepúsculo», dice de uno de sus personajes en la página 14 de la edición original de La educación sentimental; empeño particular pone en buscar sinestesias, al mezclar en una sola sensación los datos de varios sentidos: «brota sobre la mesa la llamarada opaca del teléfono»; «dos vasos de limonada, esmerilados hasta los bordes por la frescura de una deliciosa acidez» (el adjetivo, más que participio, «esmerilado» aparece desde la segunda página de Margarita de niebla y lo veremos repetirse después, a lo largo de varios libros, casi como si fuera un leit motiv). Quien se propusiera hacerlo podría seguir en los primeros de estos libros de relatos escenas que corresponden a otras del primer tomo autobiográfico, Tiempo de arena; por ejemplo, el viaje a Cuautla, y algunos recuerdos de sus primeros tratos con jovencitas de su misma temprana edad. En cuanto a lecturas, exteriores a sus propias experiencias vividas, ¿no es verdad que los primeros relatos bodetianos nos hacen pensar en libros que en Europa alcanzaban fama por aquella misma época en que éstos iban siendo escritos? ¿En El estudiante Törless, en Fermina Márquez, en Retrato del artista adolescente, para no mencionar únicamente a los escritos en francés? ¿No encontramos alguna reminiscencia del melancólico relato de Jacques de Lacretelle La belle journée? Cada lector puede formarse con sus propios recuerdos un mapa de estas afluencias, muchas de las cuales Torres Bodet no se esfuerza en ocultar, sino que procura llamar la atención hacia ellas; la de Flaubert, desde luego. 
Estrella de día ya tiene más asunto, más cuerpo, más carne que los dos primeros libros de prosa; pero se percibe aún que no trata el autor, principalmente, de contar algo, sino de vigilar el estilo con que lo cuenta. Recuerdo vivamente la forma en que nos impresionó a los jóvenes de entonces, que los bebíamos como de una fuente nutricia, uno de los «como», desde la primera página, el segundo renglón, la tercera palabra: «De su risa, como de sus trajes, Piedad salía de pronto, silenciosamente desnuda»; así no escribían Azuela, ni Valle-Arizpe, ni Arqueles Vela, ni, aquí, nadie; tal vez, en España, Jarnés o Gómez de la Serna, y, en Francia, Larbaud o Giraudoux, o quizá Cocteau; pero estos últimos nos eran desconocidos; otro «como», también de la primera página: «el júbilo la envolvía con mil olanes alegres, suaves, profusos, como un vestido de época». Y todo tan bien medido, tan vigilado, a mil leguas del descuido y la espontaneidad con que escribían, digamos, el general Urquizo, o Rafael F. Muñoz, o, en España, Pereda, o don Benito; pero a otras mil del relamido y rebuscado vocabulario de Roberto Núñez y Domínguez, o, en España, de Gabriel Miró; que la prosa fluyese; pero espejeante, imprevisible, ágil. 
El asunto era lo de menos, como en los pintores impresionistas, para los que tenían mayor importancia una cesta de manzanas o un charco con nenúfares que la muerte de Sardanápalo o Napoléon en el puente de Arcole; no era posible extraer de estas páginas un argumento cinematográfico, ni valía la pena hacer a partir de ellas una síntesis; porque lo bueno no estaba en el conjunto, en el armazón, ni en las perspectivas, sino en el detalle de cada párrafo, en la miniatura de cada línea. En vez de una rectitud, tal vez chata, de la unidad, y a pesar de los posibles atractivos de la disyuntiva —la opción o la simetría de la dualidad— el escritor prefiere las tríadas, que vendrían a ser como el estilo corintio de la prosa: ejemplos: «su estilo, como su sonrisa, como su corbata…»; en Estrella de día: «La pobreza le había enseñado a no comprar sino trajes hechos, a no leer sino libros clásicos, a no obsequiar sino cosas útiles…» 
Además del generoso deleite que producirá —en quienes sepan saborearlo— el estilo de estos libros y del conocimiento que éstos proporcionan acerca de una de las grandes figuras literarias de nuestro país, y del tiempo inmediatamente anterior al nuestro, puede señalarse una utilidad más a estos libros: la enseñanza que deja el trato con un artista: queda de la ingestión de esta prosa rica y pulcra, como de la audición de una buena música o de la contemplación de la mejor pintura, un sedimento, una saludable contaminación; de la misma manera que el contacto con lo vulgar ensucia y degrada, la frecuentación de lo noble enaltece; y esta prosa es noble; aunque no se tome conciencia de ello, queda en el lector, como un residuo, el gusto por la frase bien medida y bien pensada, acentuada correctamente y de variado colorido; igual que ocurre con los versos heterotónicos de Díaz Mirón, con su música interior; o con las sinfonías de Mozart, que agradan hasta a quien no es capaz de detenerse a examinarlas. 
Sin embargo, quizá un crítico minucioso podría apuntar algunas imperfecciones; a ciertas páginas de Estrella de día pudieran tachárseles de parecer inundadas por un diluvio de comas; las frases fragmentadas y minimizadas no con puntos, como en Azorín, sino con comas, que las desangran y las contienen; falta esbeltez, soltura, vuelo, a las sentencias, de sobra canalizadas en las divagaciones parentéticas que son los entrecomados, con lo que acaba por disiparse el blanco hacia el que la flecha de la frase fundamental se dirige; llegan a tener algunas, muy ramificadas, en vez del salto de la gacela, el fragmentado paso de una minuciosa marcha de hormigas; la verdad es que esto fue una moda, y ha de tomarse como una característica de su época. Escritos hace sesenta años, estos libros ya dejan ver, aunque en ningún momento fue tal su propósito, un México muy diferente del actual, y no únicamente en lo churrigueresco del estilo; observemos, y establezcamos las comparaciones que todo ello sugiere, algunos toques de sabor: el viaje a Cuautla, por ferrocarril, tarda un día; el dólar cuesta dos pesos mexicanos; dos criados despiertan al señor, para preguntarle uno si tomará café o toronja en el desayuno, y otro para correr la cortina; las señoras llevan pieles de zorro con cabeza y todo; cuellos postizos; zapatos (masculinos) de seis botones; cine silencioso… Tal vez hoy el gusto literario, como en una especie de «simplificación administrativa» —por la prisa— de la prosa, nos ha vuelto a la llaneza de un Valera, a la casi rusticidad de un Caldos, que es también la frescura de Luis G. Inclán y la sencilleza de Payno (para citar solamente a escritores de nuestro propio idioma). Por delante de Cervantes puso Torres Bodet a Quevedo en una cita más arriba; hoy, muy probablemente, el gusto general nos llevaría a utilizar el orden contrario. 
Ahora, ante este literato ciento por ciento, que pudo creer que las había conocido todas, va a abrirse una nueva aventura editorial, una experiencia virgen para él, que no afrontó nunca: la de una edición «masiva». De la misma manera que cuando fue ministro de Educación por segunda vez, y se le comparaba con otro educador ilustre, don Justo Sierra (a quien tan ferviente homenaje rindió en el cincuentenario de su muerte), cabía la consideración de que don Justo había cargado con la responsabilidad de la enseñanza para cien mil niños (no era federal su jurisdicción) y en la de don Jaime caían muchos millones de ellos, así podemos calcular que la primera vez que vieron la luz estas narraciones en México, o en Madrid, salían en busca sólo de un millar de lectores, y ahora lo hacen en pos de decenas de miles; se conformaba hace sesenta años un escritor con que le leyesen mil personas (aquí una anécdota: preguntó don Jaime en Madrid, en la librería de don Saturnino Calleja, cómo era que se le rendían cuentas de escasa venta de alguno de sus libros, y se le respondió con otra pregunta: «¿A cuál de los escritores que nosotros editamos admira usted?» Él contestó: «A Juan Ramón Jiménez». Entonces, silenciosamente, se le condujo a una bodega y se le mostró un hacinamiento de cientos de ejemplares de los Sonetos espirituales, cuya edición de mil sólo muy lentamente iba saliendo). Hoy emprende Torres Bodet la experiencia nueva de salir «a los campos de Montiel» en busca de dos decenas de miles de lectores con libros que afrontaron antes solamente a unos centenares; aquellos lectores de hace sesenta años han desaparecido, ya casi todos, de manera que sólo habrá unos cuantos relectores que recordarán la primera vez que leyeron estos relatos, cuando su estilo era novedad, como lo es hoy otra vez, pues las cosas antiguas reverdecen en cada primavera de la historia. Escribía don Jaime para sus amigos, para sus iguales, para sus afines de otros países; personas que estaban en el secreto. Hoy, como un torero en la puerta de cuadrillas, podría atisbar el autor hacia los tendidos de una plaza enorme, con miles de espectadores que no le conocen, y, de vivir, tal vez se preguntaría con sobresalto cómo irían a recibirlo. En 1927 escribía (en Margarita de niebla): «… mi semblante, que parecía hasta hace media hora el retrato de Daudet por Carrière, se ha enrojecido en los pómulos y se ha limitado con un óvalo de sombra hasta adquirir semejanza con El Americano de Grigoriew». ¿Sabrán los lectores de hoy quién es Carrière, quién Grigoriew… ni siquiera quién es Daudet? Y en Sombras (1937): «Para no defraudar a su público, Felipe —en el acompañamiento de Las princesas del dólar— deslizaba entonces algunos compases del Vals en mi natural de Chopin, o, en la Pastoral variada de Mozart, incluía un inexplicable fragmento de la romanza de Micaela». Contaba con que sus lectores entenderían muy bien estas alusiones musicales y aquellas pictóricas. De seguro se daba el caso en algunos de los que compartían su cultura; pero, ¿en qué medida puede esperarse eso ahora, en la multitud de nuevos clientes que van a pasar sus ojos sobre estas líneas? 
Y al revés: ahora entenderán muchos lo que hace medio siglo no pudo adivinar nadie. «A toro pasado», pueden hoy hacer pensar los párrafos que dedica el escritor al suicidio, en Primero de enero, en si era ya en él, desde su juventud, una idea subterránea la de quitarse la vida, idea que ni siquiera pasó por nuestra mente cuando leimos, fresca la tinta, estas páginas; también hoy reconocemos en su descripción de Piedad, la «estrella de día», aunque la pinta rubia y de ojos azules, «como violetas cristalizadas» a Dolores del Río, identificable por pluralidad de datos que nos fueron conocidos más tarde, pero no nos lo eran en la época de la aparición del libro. 
Las cinco o seis erratas (digo cinco o seis porque una de ellas aparece dos veces) de la edición original de Estrella de día —seiscientos ejemplares, Madrid, Espasa-Calpe, 1933— (ojalá ninguna se conserve en la presente edición) hubiera yo pensado que fuesen las últimas en la carrera literaria de Torres Bodet (pero en Nacimiento de Venus todavía iba a encontrarme veinticuatro, y tres en Proserpina rescatada) y sus frases entrecortadas por una invasión de comas pululantes, las postreras que pudieran atraer sobre sí el rayo de un lápiz rojo que las fulminase; en Primero de enero —también Espasa-Calpe, Madrid; pero esta vez 1935— las erratas son inencontrables, y casi también en Sombras —editorial «Cvltvra», México— lo que hace suponer que personalmente corrigió las pruebas el autor, cuyo estilo ha alcanzado la pureza química, la perfección marmórea; podría adivinarse en la serie de los siete libros la fecha en que la palabra «tennis» perdió una ene, y se convirtió en «tenis» en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, al verla aparecer, ya así abreviada, en Proserpina rescatada, y es un lujo tipográfico conservar la duplicidad de esta grafía, que nos da la hora exacta en que el anglicismo se volvió anticuado. 
Seis años, día por día, viví al lado de don Jaime, sin dejar de verlo ni los domingos —sólo en algún viaje de él, o algunas cortas vacaciones mías, de un mes, un año sí y otro no— y en cada jornada fui testigo de su implacable rigor; el texto que aparece grabado en el mármol a la entrada del Museo de Antropología, que él mandó hacer, lo pulió sobre su mesa más que los marmolistas en su taller; cada día meditaba, sobre el cambio de una palabra, para mejorar la acentuación de la frase, en hacerla más concisa y más ciceroniana con la supresión de una sílaba. Gastaba las sentencias, las iba achicando como los prestamistas de la Edad Media recortaban o raspaban las monedas; las apretaba, las iba haciendo más directas, para ganar minutos, siquiera segundos, en los discursos, páginas, por lo menos renglones, en los impresos; aborreció los vericuetos; en cada uno de sus libros de prosa el estilo se ve más acendrado, pasado por más finos cedazos, y el mejor es el de sus discursos más tardíos, el del sesquicentenario de la Independencia, pronunciado al pie de la columna en septiembre de 1960, por ejemplo; para el día del Maestro tuvo que pronunciar discursos en nueve quinces de mayo, y se cuidó de que siempre fuesen distintos, de que no se repitiese en ellos ni una sola idea; pero esa prosa impecable se incubó en estos juveniles libros de relatos, que parecen no haber tenido otro fin que la talla del idioma, y en que es perceptible que lo importante no es tanto lo que se quiere decir, sino cómo se dice, lo que ya no sería el caso en las exposiciones de doctrina cívica, educativa, política o diplomática; a cada nuevo libro se pudo percibir cómo iba burilando las frases, apoderándose de la materia lingüística, del modo con que un sabio contrapuntista desarrolla una fuga. Recordemos que, a la muerte de don Alfonso Reyes, un tercer orfebre del idioma, Martín Luis Guzmán, visitó a don Jaime para rogarle que aceptase la presidencia de la Academia, honor que el señor Torres Bodet declinó por encontrarlo incompatible con su puesto ministerial. La verdad es que era reconocido por muchos (pensé decir «por todos» pero acepto la posibilidad de que hubiese algún disidente) que nadie, en México —y en el resto del mundo de habla española pocos—, escribía el castellano con la elegancia ni con la pureza suyas; especialmente se defendía de incurrir en galicismos, peligro al que le orillaba el haber aprendido el francés en su infancia, y residido en París por varios años; dos personas le acompañábamos todos los domingos en su biblioteca, exactamente de once a una y media, para oírle leer las nuevas páginas con que iba avanzando en la redacción de sus memorias; el otro de esos testigos era el historiador Arturo Arnáiz y Freg, que alguna vez precisaba una fecha; pero lo normal era que no abriésemos la boca, pues ya al llegar el momento de juzgarla digna de ser oída, don Jaime había lavado y repulido cada página. Y sin embargo de este proceso de pesado en balanza de boticario, y de este bruñido de batihoja, su prosa nunca está ahogada, no la inhibe la asepsia; cierta vez le oí decir, a propósito de una traducción de sus versos al inglés: «El pájaro está bien disecado… pero no canta». La prosa de Torres Bodet cantó siempre, afinada y bien cuadrada (nunca a gritos, como a veces la de Vasconcelos). Y es en estos relatos donde se la ve formarse y romper el cascarón de su huevo. 
Rafael Solana, julio de 1985

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