JERZY KOSINSKI
EL PÁJARO PINTADO
Traducción de Eduardo Goligorsky
Ediciones Nacionales,
Círculo de Lectores.
Bogotá, 1979.
A la memoria de mi esposa Mary Hayward Weir, sin
la cual incluso el pasado perdería su sentido.
y sólo Dios,
en verdad omnipotente,
supo que eran mamíferos
de otra especie.
Maiakovski
A POSTERIORI
Esta nueva edición de El pájaro pintado
incorpora algunos materiales que no aparecieron en la primera.
En la primavera de 1963, visité Suiza con
Mary, mi esposa de nacionalidad norteamericana. En otras oportunidades habíamos
pasado nuestras vacaciones en ese país, pero ahora estábamos allí por otra
razón: hacía meses que ella se debatía contra una enfermedad presuntamente
incurable y viajamos a Suiza para consultar a otro grupo de especialistas.
Puesto que proyectábamos quedarnos bastante tiempo, nos instalamos en una suite
de un hotel palaciego que dominaba el litoral lacustre de un antiguo y refinado
centro turístico.
Entre los clientes estables del hotel había
una camarilla de opulentos europeos occidentales que habían llegado a la ciudad
inmediatamente antes de que estallara
Ocasionalmente conversaba con algunos de estos
exiliados voluntarios, pero cada vez que aludía a los años de guerra en Europa
Central u Oriental, tenían la precaución de recordarme que, como habían llegado
a Suiza antes de que estallara el conflicto, sólo lo conocían por referencias
vagas, a través de informaciones de prensa y radio. Hablando de un país donde
se habían levantado la mayoría de los campos de exterminio, señalé que sólo
entre 1939 y 1945 habían muerto un millón de personas como consecuencia de las
acciones militares directas, en tanto que los invasores habían matado a cinco
millones y medio. Más de tres millones de víctimas fueron judíos, y la tercera
parte de éstos tenían menos de dieciséis años. La proporción de muertos
ascendía a doscientos veinte por cada mil habitantes, y sería imposible
calcular el número de los que habían resultado mutilados, traumatizados,
lesionados física o espiritualmente. Mis interlocutores asintieron amablemente,
y confesaron que siempre habían pensado que los periodistas, apremiados por el
exceso de tareas, habían exagerado mucho las informaciones acerca de los campos
de concentración y las cámaras de gas. Les aseguré que, en razón de haber
pasado mi infancia y adolescencia en Europa Oriental durante los años de la
guerra y la posguerra, sabía que la realidad había sido mucho más brutal que
las fantasías más extravagantes.
Durante los días que mi esposa permanecía en
la clínica, para someterse al tratamiento, yo alquilaba un automóvil y viajaba
sin rumbo fijo. Rodaba por las carreteras suizas pulcramente cuidadas, que
discurrían sinuosamente entre campos erizados de trampas antitanques, chatas,
de acero y hormigón, implantadas durante la guerra para impedir el avance de
los grandes carros blindados. Continuaban allí, como barreras ruinosas contra
una invasión que jamás se había producido, tan superfluas e inútiles como los
anacrónicos exiliados del hotel.
Muchas tardes, alquilaba un bote y bogaba sin
rumbo por el lago. En esos momentos experimentaba intensamente mi soledad: mi
esposa, el nexo emocional que me unía a mi vida en los Estados Unidos, estaba
agonizando. Sólo podía comunicarme con lo que quedaba de mi familia en Europa
Oriental mediante cartas esporádicas, crípticas, que siempre debían pasar por
manos del censor.
Mientras navegaba a la deriva por el lago, me
sentía hostigado por la desesperanza. No sólo por la soledad, ni por el miedo a
la muerte de mi esposa, sino por una angustia que derivaba directamente de la
vacuidad de las vidas de los exiliados y de la inutilidad de las conferencias
de paz de posguerra. Cuando pensaba en las placas que adornaban los muros del
hotel, ponía en duda que los autores de los tratados de paz los hubieran
firmado de buena fe. Los hechos que habían seguido a las conferencias
justificaban, desde luego, mis dudas. Sin embargo, los ancianos expatriados que
residían en el hotel seguían convencidos de que la guerra había constituido una
aberración inexplicable en un mundo de políticos bienintencionados cuyo
humanitarismo estaba fuera de toda discusión. No podían admitir que
determinados garantes de la paz se habían convertido posteriormente en los
iniciadores de la guerra. Por obra de esta ingenuidad, millones de seres, como
mis padres, y como yo mismo, que no tuvimos la oportunidad de escapar, nos
vimos obligados a participar en episodios mucho más atroces que aquellos que
los tratados habían prohibido con tanta grandilocuencia.
La marcada discrepancia entre los hechos tal
como yo los conocía, y la cosmovisión nebulosa, poco realista, de los exiliados
y los diplomáticos, me preocupaba profundamente. Empecé a revisar mi pasado y
de los estudios de ciencias sociales pasé ala ficción. Sabía que ésta podía
mostrar la vida tal como la vivimos auténticamente, a diferencia de la
política, que sólo ofrece promesas extravagantes de un futuro utópico.
Cuando llegué a los Estados Unidos, seis años
antes de realizar aquel viaje a Suiza, estaba resuelto a no volver jamás al
país donde había pasado los años de la guerra. Sólo había sobrevivido por
casualidad, y siempre había tenido la conciencia acuciante de que otros
centenares de miles de niños habían sido sentenciados a muerte. Pero aunque me
indignaba esta injusticia, no me veía como un traficante de culpas personales y
reminiscencias íntimas, ni como un cronista del desastre que asoló a mi pueblo
y mi generación, sino simplemente como un narrador.
«...la verdad es lo único en que la gente no
difiere. Todo el mundo está subconscientemente dominado por el anhelo
espiritual de vivir, por la inspiración de vivir a cualquier precio; queremos
vivir porque vivimos, porque todo el mundo...», escribió un judío internado en
un campo de concentración poco antes de morir en la cámara de gas. «Henos aquí
en compañía de la muerte - escribió otro internado -. Tatúan a los recién
llegados. A cada cual le corresponde un número. A partir de ese momento pierdes
tu personalidad y te transformas en un número. No eres lo que eras antes, sino
un número ambulante desprovisto de valor... Nos aproximamos a nuestras nuevas
tumbas... aquí en el campo de la muerte impera una disciplina de hierro.
Nuestro cerebro se ha embotado, los pensamientos están numerados: no es posible
asimilar este nuevo lenguaje...»
El objetivo que perseguía al escribir una
novela fue el de examinar «este nuevo lenguaje» de la brutalidad con su
consiguiente contralenguaje de angustia y desesperación. Escribiría el libro en
inglés, idioma en el que ya había escrito dos obras de psicología social,
porque había renunciado a mi lengua materna al abandonar mi patria. Además,
como el inglés aún era nuevo para mí, podría escribir desapasionadamente, libre
de la connotación emocional que siempre tiene la lengua nativa.
A medida que empezó a desarrollarse la trama,
comprendí que deseaba ampliar ciertos temas, modulándolos a lo largo de una
serie de cinco novelas. Este ciclo de cinco libros presentaría aspectos
arquetípicos de la relación entre el individuo y la sociedad. El primero de
ellos abordaría la más universalmente accesible de estas metáforas sociales:
describiría al hombre en su estado más vulnerable, como un niño, y a la
sociedad en su forma más mortífera, en estado de guerra. Mi idea básica
consistía en que la confrontación entre el individuo indefenso y la sociedad
aplastante, entre el niño y la guerra, simbolizara la condición antihumana
esencial.
Pensaba, además, que las novelas sobre la
infancia exigen el acto más sustancial de compromiso imaginativo. Puesto que no
tenemos acceso directo a ese período excepcionalmente sensible y temprano de
nuestra vida, debemos recrearlo antes de poder enjuiciar nuestra personalidad
actual. Aunque todas las novelas nos obligan a practicar este acto de
transferencia, porque hacen que nos experimentemos como seres distintos,
generalmente es más difícil imaginarnos como niños que como adultos.
Cuando empecé a escribir, recordé Los pájaros, la comedia satírica de
Aristófanes. Sus protagonistas, inspirados en ciudadanos importantes de
El empleo simbólico de los pájaros, que le
permitía tratar hechos y personajes concretos sin las restricciones que impone
la circunstancia de escribir tratados de Historia, me pareció especialmente apropiado,
porque lo asocié con una costumbre campesina que había observado durante mi
infancia. El entretenimiento favorito de uno de los aldeanos consistía en
atrapar aves, pintarles las plumas, y soltarlas luego para que se reunieran con
sus bandadas. Cuando dichos pájaros de refulgentes colores buscaban la
protección de sus semejantes, éstos que los veían como intrusos amenazadores,
atacaban a los descastados y los picoteaban hasta matarlos. Resolví enmarcar yo
también mi obra en un territorio mítico, en el presente ficticio intemporal,
libre de las ataduras de la geografía y la historia. Mi novela se titularía El pájaro pintado.
Dado que me veía sólo como narrador, la
primera edición de El pájaro pintado
incluía un mínimo de información acerca de mi persona, y me negué a conceder
entrevistas. Pero esta misma actitud me colocó en una situación conflictiva.
Escritores, críticos y lectores bienintencionados buscaron datos para
fundamentar sus asertos de que la novela era autobiográfica. Querían endilgarme
el papel de portavoz de mi generación, y especialmente de quienes habían
sobrevivido a la guerra. Pero a mi juicio, la supervivencia era un acto
individual que sólo le otorgaba al sobreviviente el derecho a hablar en nombre
de sí mismo. Pensaba que los hechos de mi vida y mis orígenes no debían servir
para afirmar la autenticidad del libro, ni tampoco para incitar al público a
leer El pájaro pintado.
Además, opinaba entonces, como opino ahora,
que la ficción y la autobiografía son dos géneros muy distintos. La
autobiografía pone énfasis en una sola vida: invita al lector a contemplar la
existencia de otro hombre, y le alienta a comparar su propia vida con la del
protagonista. En cambio, la vida ficticia obliga al lector a participar: no se
limita a comparar, sino que realmente asume un papel ficticio, expandiéndolo en
el contexto de su propia experiencia, de sus propias facultades creativas e
imaginativas.
Seguía resuelto a que la vida de la novela
fuera independiente de la mía. Protesté cuando muchos editores extranjeros se
negaron a publicar El pájaro pintado sin incluir, a manera de prefacio o de
epílogo, fragmentos de mi correspondencia personal con uno de mis primeros
editores de lengua extranjera. Esperaban que estos fragmentos amortiguaran el
impacto del libro. Yo había escrito dichas cartas para explicar, y no para
mitigar, la visión de la novela. Si se las situaba entre el libro y sus
lectores, violarían la integridad de la novela e impondrían mi presencia
inmediata en una obra destinada a valer por sí misma. La edición en rústica de
El pájaro pintado, que apareció un año después del original, no contenía
ninguna información biográfica. Quizá fue por esto que en muchas bibliografías
no se incluía a Kosinski entre los escritores contemporáneos, sino entre los
difuntos.
Después de la aparición de El pájaro pintado en los Estados Unidos
y Europa Occidental (nunca se publicó en mi patria, ni se permitió su
introducción), algunos diarios y revistas de Europa Oriental emprendieron una
campaña contra la obra. No obstante sus diferencias ideológicas, muchos
periódicos atacaron los mismos pasajes de la novela (que citaban generalmente
fuera de contexto) y alteraron secuencias para fundamentar sus acusaciones.
Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado
denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir El pájaro pintado con fines políticos
ocultos. Estas publicaciones, ostensiblemente ajenas al hecho de que todo libro
editado en los Estados Unidos debe estar registrado en
La mayoría de los ataques de
La campaña contra el libro, que había sido
generada en la capital del país, no tardó en difundirse por toda la nación. En
el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud
de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie,
«Sobre los pasos de El pájaro pintado», con entrevistas a personas que
supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los
años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y
luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje
ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos
por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía
despotricar coléricamente contra el libro y su autor.
Uno de los mejores y más respetados autores de
Europa Oriental leyó la versión francesa de El
pájaro pintado y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la
presión gubernamental le obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y
luego la complementó con una «Carta abierta a Jerzy Kosinski» que apareció en
la revista literaria que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como
otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un
idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días
suicidándome en un sórdido hotel de
Cuando se publicó El pájaro pintado, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo
sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer.
Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal
diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaba de ser la madre
de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las
multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se
presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer
de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores
de la justicia.
Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a
Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el
apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses
mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los
cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los
funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las
organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las
autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció
allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se
trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude
mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.
Aunque la mayor parte de su familia había sido
exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a emigrar, e
insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en la tierra
donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando falleció,
su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus amigos. Las
autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la simple
noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del entierro.
En los Estados Unidos, las informaciones
periodísticas sobre estos ataques en el extranjero desencadenaron un aluvión de
cartas amenazadoras anónimas escritas por europeos orientales naturalizados,
quienes pensaban que yo había calumniado a sus compatriotas y denigrado su
linaje étnico. Casi ninguno de los corresponsales anónimos parecía haber leído
verdaderamente El pájaro pintado: la
mayoría de ellos se limitaban a repetir los denuestos formulados en
Un día, cuando estaba solo en mi apartamento
de Manhattan, sonó el timbre. Abrí inmediatamente la puerta, pensando que era
un envío que había pedido. Dos hombres robustos, vestidos con gruesas
gabardinas, me empujaron al interior de la habitación y cerraron la puerta
violentamente a sus espaldas. Me acorralaron contra la pared y me escudriñaron
con detenimiento. Uno de ellos, aparentemente desorientado, sacó del bolsillo
un recorte periodístico. Se trataba del artículo del New York Times sobre los ataques contra El pájaro pintado, y contenía una reproducción borrosa de una vieja
foto mía. Mientras vociferaban algo acerca de la novela, mis agresores
empezaron a amenazarme con fragmentos de tubos de acero envueltos en
periódicos, que habían extraído del interior de sus mangas, haciendo ademán de
pegarme. Argumenté que yo no era el autor. El hombre de la fotografía, dije,
era un primo con el que me confundían a menudo. Agregué que acababa de salir
pero que volvería de un momento a otro.
Cuando los hombres se sentaron en el sofá para
esperarlo, sin soltar sus armas, les pregunté qué deseaban. Uno de ellos
respondió que habían venido a castigar a Kosinski por El pájaro pintado, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba
a sus habitantes. Aunque ellos vivían en los Estados Unidos, me aseguraron,
eran auténticos patriotas. Pronto se le sumó su compañero, denigrando a
Kosinski y utilizando el dialecto rural que yo recordaba tan bien. Permanecí
callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus
gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las
chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénagas y de los
arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había
conocido. Parecían haber salido de las páginas de El pájaro pintado, y por un instante me sentí muy dueño de ambos.
Si en verdad eran mis personajes, me parecía muy natural que me visitaran, y en
consecuencia les ofrecí cordialmente vodka que, después de una vacilación inicial,
aceptaron ávidamente. Mientras bebían, empecé a ordenar algunos papeles de mi
biblioteca y luego extraje con la mayor naturalidad un pequeño revólver que
estaba oculto detrás del
Dictionary
of Americanisms en dos volúmenes, en el extremo de un estante. Les ordené a los hombres
que dejaran caer sus armas y alzaran las manos, y apenas obedecieron cogí mi
cámara. Con el revólver en una mano y la cámara en la otra, les tomé
rápidamente media docena de fotos. Anuncié que esas instantáneas demostrarían la
identidad de ambos si alguna vez resolvía denunciarlos por violación de
domicilio e intento de agresión. Me suplicaron que los perdonara. Al fin y al
cabo, alegaron, no nos habían hecho daño ni a mí ni a Kosinski. Fingí
reflexionar, y después de un rato respondí que, como había registrado sus
imágenes, no tenía motivos para detenerles en carne y hueso.
Ese no fue el único incidente en el que sentí
las repercusiones de la campaña de difamación europea oriental. En varias
oportunidades me interpelaron fuera de mi casa o en mi garaje. Tres o cuatro
veces unos desconocidos me identificaron en la calle y me espetaron comentarios
hostiles o adjetivos injuriosos. En un concierto que se celebró en honor de un
pianista nacido en mi país, un batallón de ancianas patriotas me acometió con
sus paraguas, en tanto chillaban insultos ridículamente anacrónicos. Aun ahora,
diez años después de la publicación de El
pájaro pintado, los ciudadanos de mi antiguo país, donde la novela todavía
está prohibida, siguen acusándome de traición, trágicamente ajenos al hecho de
que al engañarlos premeditadamente, el Gobierno continúa alimentando sus
prejuicios, convirtiéndolos en víctimas de las mismas fuerzas de las que mi
protagonista, el niño, se salvó por un pelo.
Aproximadamente un año después de la aparición
de El pájaro pintado, el PEN Club,
una asociación literaria internacional, se comunicó conmigo respecto de una
joven poetisa de mi país. Había viajado a los Estados Unidos para someterse a
una complicada operación cardíaca que, lamentablemente, no había respondido a
las expectativas de los médicos. No hablaba inglés y el PEN me informó que
necesitaría ayuda durante los primeros meses posteriores a la intervención. Aún
frisaba en los veinte, pero ya había publicado varios volúmenes de poesías y
estaba catalogada como una de las jóvenes escritoras más prometedoras del país.
Hacía varios años que yo conocía y admiraba su obra, y me complació la
perspectiva de encontrarme con ella.
Durante las semanas que duró su recuperación
en Nueva York, paseamos por la ciudad. La fotografié a menudo, utilizando como
fondo el parque y los rascacielos de Manhattan. Nos convertimos en buenos
amigos y ella solicitó la ampliación de su visado, pero el consulado se negó a
renovarlo. Como se resistía a abandonar definitivamente su lengua y su familia,
no le quedó otra alternativa que volver a la patria. Más tarde me envió una
carta, por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión
nacional de escritores había descubierto nuestra estrecha amistad y le exigía
que escribiera un cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el
autor de El pájaro pintado. En la
historia yo aparecería como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que
había jurado denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se
había negado a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído
la novela, y que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas
siguieron recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación
y le pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como
era una poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los
jóvenes, tenía el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por
escrito, al hombre que había traicionado a su país.
Unos amigos me enviaron la revista literaria
semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté comunicarme
con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle saber que
comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero nunca
contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis
cardíaca que había producido su muerte.
Tanto cuando las reseñas elogiaban la novela,
como cuando la vituperaban, los comentarios occidentales sobre El pájaro pintado siempre encerraban un
substrato de desasosiego. La mayoría de los críticos norteamericanos y
británicos objetaron mis descripciones de las experiencias del niño, alegando
que ponían demasiado énfasis en la crueldad. Muchos tendían a menospreciar al
autor, junto con la novela, afirmando que había explotado los horrores de la
guerra para satisfacer mi propia imaginación. Con ocasión de la celebración del
vigésimo quinto aniversario de la creación de los National Book Awards, un
respetado novelista norteamericano contemporáneo escribió que libros como El pájaro pintado, con su terrible
brutalidad, no auguraban nada bueno para el futuro de la novela en lengua
inglesa. Otros críticos argumentaron que sólo se trataba de un libro de
reminiscencias personales, e insistieron en que, en
En verdad, casi ninguno de los que afirmaron
que el libro era una novela histórica se molestaron en consultar los auténticos
documentos originales. Mis críticos desconocían los relatos personales de los
sobrevivientes y los informes oficiales sobre la guerra, o no les concedían
importancia. Ninguno de ellos se molestó en dedicar un poco de su tiempo a la
lectura de testimonios muy accesibles, como el de una sobreviviente de
diecinueve años que describió el castigo aplicado a una aldea de Europa
Oriental que había concedido asilo a un enemigo del Reich: «Vi cómo los
alemanes llegaban junto con los calmucos para pacificar la aldea - escribió la
joven -. Fue una escena pavorosa, que perdurará en mi memoria hasta que muera.
Después de rodear la aldea, empezaron a violar a las mujeres, y luego dieron la
orden de quemarla junto con todos sus habitantes. Fuera de sí, aquellos
salvajes acercaron teas a las casas, y quienes huían eran acribillados a tiros
o arrojados nuevamente a las llamas. Les arrebataban los hijos a las madres y
los lanzaban al fuego. Y cuando las mujeres desconsoladas corrían para salvar a
sus hijos, les pegaban un tiro primero en una pierna y luego en la otra. Sólo
las mataban cuando consideraban que ya habían sufrido bastante. Esa orgía duró
todo el día. Al anochecer, cuando los alemanes se fueron, los aldeanos
regresaron lentamente para rescatar los despojos. Lo que vimos fue horrible:
los maderos humeantes y los restos de los incinerados en las proximidades de
las cabañas. Detrás de la aldea, los campos estaban cubiertos de cadáveres;
aquí, una madre con su hijo en brazos y con la cara salpicada por los sesos de
la criatura; más allá, un niño de diez años con su libro de lectura en la mano.
Los muertos fueron sepultados en cinco fosas comunes.» Todas las aldeas de
Europa Oriental conocieron episodios de esa naturaleza, y centenares de
comunidades corrieron una suerte parecida.
En otros documentos, el comandante de un campo
de concentración admitió sin vacilar que «la norma era matar inmediatamente a
los niños porque eran demasiado jóvenes para trabajar». Otro comandante declaró
que en cuarenta y siete días preparó un envío a Alemania de casi cien mil
prendas de vestir de niños judíos que habían sido exterminados con gas. El
diario de un judío que trabajaba en la cámara de gas explica que «de un total
de cien gitanos que morían diariamente en el campo, más de la mitad eran
niños». Y otro trabajador judío describió cómo los guardias de las SS
manoseaban despreocupadamente los órganos sexuales de todas las adolescentes
que pasaban rumbo a las cámaras de gas.
Tal vez la mejor prueba de que no exageré la
brutalidad y la crueldad que caracterizaron a los años de guerra en Europa
Oriental, la constituye el hecho de que algunos de mis antiguos compañeros de
escuela, que consiguieron ejemplares clandestinos de El pájaro pintado,
escribieron luego que la novela era un relato bucólico cuando se la comparaba
con las experiencias que tantos de ellos y sus familias padecieron durante la
conflagración. Me acusaron de diluir la verdad histórica y de complacer
servilmente la sensibilidad de los anglosajones, cuya única experiencia de un
cataclismo nacional se había registrado un siglo atrás, durante
Me resultó difícil impugnar críticas de esta
naturaleza. En 1938, aproximadamente sesenta miembros de mi familia
concurrieron a una de nuestras últimas reuniones anuales. Entre ellos había
destacados estudiosos, filántropos, médicos, abogados y financieros. Sólo tres
sobrevivieron a la guerra. Además, mi madre y mi padre habían presenciado
Durante todo el curso de
Por tanto, fue pensando sobre todo en ellos y
en personas como ellos que quise escribir una ficción que reflejara, y quizás
exorcizara, los horrores que les habían parecido tan indescriptibles.
Después de la muerte de mi padre, mi madre me
entregó los centenares de libretas de apuntes que él había llenado durante la
guerra. Incluso mientras huía, me contó mi madre, cuando nunca estaba realmente
convencido de que podría salvarse, mi padre se las apañaba de alguna manera
para redactar extensas notas sobre sus estudios de especialista en matemáticas,
con una grafía delicada y minúscula. Era fundamentalmente un filólogo y
clasicista, pero durante la guerra únicamente las matemáticas le permitían
evadirse de la realidad cotidiana. Sólo cuando se sumergía en el ámbito de la
lógica pura, cuando se abstraía del mundo de las letras con su comentario
implícito sobre los asuntos humanos, mi padre podía trascender la brutalidad y
la infamia que le circundaban diariamente.
Cuando murió mi padre, mi madre buscó en mí
algún reflejo de sus características y su temperamento. Sobre todo le
inquietaba que, a diferencia de mi padre, yo hubiera optado por expresarme
públicamente mediante la palabra escrita. Durante toda su vida mi padre se
había negado consecuentemente a hablar en público, a dictar conferencias, a
escribir libros o artículos, llevado de su creencia en la naturaleza sagrada de
la intimidad. A su juicio, la existencia más satisfactoria era la que pasaba
inadvertida al mundo. Estaba convencido de que el individuo creativo, cuyo arte
le convierte en centro de atención, paga el éxito de su obra con su propia dicha
y la de sus seres queridos.
El anhelo de anonimato que alimentaba mi padre
formaba parte de un constante esfuerzo por construir su propio sistema
filosófico, al que nadie más tendría acceso. A la inversa, yo, que desde mi
infancia había convivido diariamente con la exclusión y el anonimato, me sentía
impulsado a crear un mundo de ficción que estuviera al alcance de todos.
No obstante su desconfianza por la palabra
escrita, mi padre fue el primero que me estimuló, involuntariamente, a escribir
en inglés. Después de mi llegada a los Estados Unidos, con la misma paciencia y
precisión con que había redactado sus libretas de apuntes, empezó a enviarme
una serie de cartas diarias que contenían explicaciones minuciosamente
detalladas sobre los puntos críticos de la gramática y la lengua inglesas.
Estas lecciones, mecanografiadas sobre papel cebolla con puntillosidad de
filólogo, no contenían noticias personales ni locales. Probablemente era poco
lo que la vida no me había enseñada ya, argüía mi padre, y no tenía nuevos
secretos para transmitirme.
En esa época mi padre había sufrido varias
crisis cardíacas y el debilitamiento de sus ojos había reducido su campo visual
a una superficie de aproximadamente una cuartilla tamaño folio. Sabía que se le
estaba terminando la vida y debió de pensar que la única herencia que podía
legarme era su propio conocimiento de la lengua inglesa, perfeccionado y
enriquecido por una existencia consagrada al estudio.
Sólo cuando supe que nunca volvería a verle
comprendí hasta qué punto me había conocido y cuánto me había amado. Puso un
gran empeño en enunciar cada lección adaptándola a mi idiosincrasia particular.
Los ejemplos de uso del idioma inglés que seleccionaba procedían siempre de los
poetas y escritores que yo admiraba, y abordaban indefectiblemente temas e
ideas que me interesaban particularmente.
Mi padre falleció antes de que apareciera El
pájaro pintado, sin ver jamás el libro al que había hecho tantas aportaciones.
Ahora, al releer sus cartas, comprendo la inmensa sabiduría de mi padre: quiso
legarme una voz que me guiara por un nuevo país. Seguramente pensó que esta
herencia me daría los medios necesarios para participar cabalmente en la vida
del país donde había decidido construir mi futuro.
A fines de la década de 1960, los Estados
Unidos asistieron a un debilitamiento de las restricciones sociales y
artísticas, y los colegas y las escuelas empezaron a adoptar El pájaro pintado como material
suplementario de lectura en los cursos de literatura moderna. Los alumnos y
profesores me escribían con frecuencia, y recibía copias de los exámenes y
ensayos que versaban sobre el libro. Muchos jóvenes lectores encontraban
analogías entre los personajes y episodios de la obra, y personas y situaciones
de su propia vida. Además, la obra suministraba una topografía para quienes
veían el mundo como una batalla entre los cazadores de pájaros y estos últimos.
Dichos lectores, y sobre todo los miembros de las minorías étnicas y quienes se
sentían en inferioridad de condiciones sociales, descubrían ciertos elementos
de su propia situación en la contienda del niño, e interpretaban El pájaro pintado como un reflejo de su
propia lucha por la supervivencia intelectual, emocional o física. Veían que
las penurias del niño en las marismas y los bosques se prolongaban en los
ghettos y ciudades de otro continente donde el color, el idioma y la educación
marcaban inexorablemente a los «extraños», a los peregrinos de espíritu
emancipado, a quienes los «autóctonos», la mayoría poderosa, temían, segregaban
y atacaban. Otro grupo de lectores abordaba la novela con la esperanza de que
expandiera su visión y les abriera las puertas de un paisaje ultraterreno,
semejante al de El Bosco.
Hoy, muchos años después de la creación de El pájaro pintado, me siento inseguro en
su presencia. La década pasada me ha permitido enfocar la novela con la
objetividad de un crítico; pero la controversia generada por el libro y los cambios
que provocó en mi propia vida y en las de los seres próximos a mí, me inducen a
poner en tela de juicio la decisión inicial de escribirlo.
No había previsto que la novela asumiría una
existencia propia, ni que, en lugar de ser un desafío literario, se convertiría
en una amenaza para la vida de los míos. Desde el punto de vista de los
gobernantes de mi país, a la novela, como al ave, había que expulsarla de la
bandada. Después de atrapar el pájaro, pintarle las plumas y soltarlo, me
limité a hacerme a un lado y observar cómo producía sus estragos. Si hubiera
sospechado cuál sería su destino, quizá no lo habría escrito. Pero el libro,
como el niño, ha soportado los ataques. El ansia de sobrevivir se desencadena
por razones intrínsecas. ¿Acaso es posible mantener más prisionera a la
imaginación que al niño?
Jerzy Kosinski, Ciudad de Nueva York, 1976
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