Posmodernismo
y frivolidad
En una excelente y polémica
colección de ensayos titulada Mirando el
abismo (On Looking into the Abyss,
New York, Alfred A. Knopf, 1994), la historiadora Gertrude Himmelfarb arremete
contra la cultura posmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel
Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes
de pensamiento que le parecen frívolas y artificiales comparadas con las
escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.
Su libro es también un homenaje a
Lionel Trilling, el autor de La
imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que
tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en
Estados Unidos y Europa y al que hoy día pocos recuerdan y ya casi nadie lee.
Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien
tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la
virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la
justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del
progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la
vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.
Para un «posmoderno» estas creencias
resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de
que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb
muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel
Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo
infranqueable entre aquel, convencido de que la historia humana era una sola,
el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la
literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y
proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y
de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las
culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando aquella
en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse
jamás con la experiencia humana.
Aunque no comparto del todo la
devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los
sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo en sus teorías
sobre las supuestas «estructuras de poder» implícitas en todo lenguaje (el que,
según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que
privilegian a los grupos sociales hegemónicos), hay que reconocerle el haber
contribuido como pocos a dar a ciertas experiencias marginales (de la
sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la
vida cultural, sus críticas a los estragos que la deconstrucción ha causado en
el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los
deconstruccionistas debemos, por ejemplo, el que en nuestros días sea ya poco
menos que inconcebible hablar de humanidades, un síntoma de apolillamiento
intelectual o de ceguera científica.
Cada vez que me he enfrentado a
la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de
Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No
porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil —si es divertido o
estimulante me basta— sino porque si la literatura es lo que él supone —una
sucesión o archipiélago de «textos» autónomos, impermeabilizados, sin contacto
posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a
toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento
individual— ¿cuál es la razón de deconstruirlos? ¿Para qué esos laboriosos
esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías
lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas
artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados? Hay
una incongruencia absoluta entre una tarea crítica que comienza por proclamar
la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser
influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a
la problemática humana y que, al mismo tiempo, se vuelca tan afanosamente a
desmenuzar —a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión— esos
monumentos de palabras inútiles. Cuando los teólogos medievales discutían sobre
el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta
cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la
salvación o la condena eternas. Pero, desmontar unos objetos verbales cuyo
ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal,
una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella
misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria una masturbación.
No es de extrañar que, luego de
la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades
occidentales (y, de manera especial, aquí, en Estados Unidos), los
departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se
filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no
especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar
con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones
legañosos, entre manuales de yudo y kárate u horóscopos chinos).
Para la generación de Lionel
Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones
centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio
por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen
funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que
explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la
vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el
título de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la
literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar y empobrecer el
objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: «Les he pedido a
mis estudiantes que «miren el abismo» (las obras de un Eliot, un Yeats, un
Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego
comentado: muy interesante ¿no?». En otras palabras, la academia congelaba,
superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad
contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza
vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora
Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel
Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio
la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre
ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la
crítica literaria para deconstruir el Holocausto, en una operación intelectual
no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el
exterminio de seis millones de judíos por los nazis.
Ese ensayo de Lionel Trilling
sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo
cuando, como ahora en Washington, por unos meses, me toca hacer de profesor. Es
verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición
pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal —y a deberes
escolares que, para colmo, hay que calificar— unas obras de imaginación que
nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas
inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde
la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la
lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen
en la vida privada del lector.
Yo no recuerdo que alguno de mis
profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al
abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos
literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de
Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció este sobre
la profesora Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor
de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que estos ayudaban a
vivir. Me refiero a Edmond Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la
evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet
descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en
mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano, pensar,
imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y
de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las
grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban
visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las
ficciones literarias.
Edmond Wilson no tuvo el dilema
pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca
quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerció un magisterio mucho más
amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artículos y reseñas se
publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico deconstruccionista
consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus
mejores libros —como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar
Muerto— fueron reportajes para The New
Yorker. Pero el escribir para el público profano no le restó rigor ni
osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e
inteligible a la hora de escribir.
Responsabilidad e inteligibilidad
van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el
convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia
humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por
lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta
del fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en
busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de
desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece
excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de
la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio
especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas
proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en
el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos,
entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla
expresiva.
Washington D. C., marzo de 1994
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