Yasunari Kawabata
Mil grullas
Título
original: 千羽鶴 (Senbazuru)
Yasunari
Kawabata, 1952
Traducción:
María Martoccia
Prólogo:
Amalia Sato
Mil grullas:
La ceremonia del té y sus tazones fantasma
Figura emblemática,
miembro de la Escuela de las Nuevas Sensibilidades (Shinkankaku School), guionista de un clásico del cine experimental
de 1926 (Una página de locura,
dirigida por Kinugasa Teinosuke), Kawabata Yasunari desde muy joven se instala
activamente en el medio artístico. Su vida se había iniciado con una presencia
de muerte que sólo «el inútil esfuerzo», sobre el que permanentemente vuelve,
podía mitigar en parte: inútil esfuerzo por acceder a la belleza, a los
conocimientos de un Occidente traspasado, inútil esfuerzo de la escritura.
Perseguido por las pérdidas, la de su padre cuando era una criatura de
dieciocho meses, su madre un año más tarde, su nodriza a los seis, su hermana a
los diez, a los catorce su último familiar, el abuelo, en esa sucesión leyeron
los estudiosos japoneses una «disposición de huérfano», que sólo encontró
refugio en un mundo literario.
En una conferencia
que dictó en Hawái en 1969, titulada «La existencia y el descubrimiento de la
belleza», Kawabata cuenta cómo, sentado en un lujoso hotel, tiene una mañana la
visión de mesas dispuestas en una terraza, con cientos de vasos colocados boca
abajo brillando como diamantes bajo el sol tropical. Algo que nunca había visto
y que lo deleita. Sentencia entonces que la literatura no hace sino registrar
tales encuentros con la belleza.
Para Kawabata, los
mejores calificados para descubrir la pura belleza son los niños pequeños, las
mujeres jóvenes y los hombres moribundos. Así, las mejores sorpresas de estilo
las deparan los textos escolares; así, toda su obra refleja su fascinación con
un tipo de inmaculada mujer idealizada. Y por eso su ensayo clave se titula
«Los ojos de un hombre moribundo».
La trama de Mil grullas (Senbazuru) gira alrededor de uno de los ritos consagrados de la
cultura japonesa, la ceremonia del té, encuentro que desde el siglo XIII
pacificaba a los guerreros. Para imaginar las escenas con los objetos
apropiados se justificaría la consulta a una enciclopedia de arte: las grullas
del pañuelo son un auspicioso símbolo de longevidad; los tazones ceremoniales
de cerámicas renombradas; el Oribe oscuro con toques de blanco y diseño de
helechos de la primera ceremonia; la jarra Shino de esmalte blanco y tenue rojo
para la ofrenda floral fúnebre; el par de Raku, negro y rojo —tazones
hombre/esposa—; el terrible Shino cilíndrico con la huella imborrable de un
lápiz de labios, que será lanzado en una suerte de exorcismo pero cuyos pedazos
habrá que enterrar con respeto; el Karatsu verduzco con toques de azafrán y
carmesí, de asimétrica factura coreana que conformará con el anterior otra
bella pareja de objetos-fantasma; las acuarelas de Sotatsu y las caligrafías
del poeta Muneyuki que decoran el altar estético. Es el refinado mundo de la
ciudad de Kamakura, son los entornos del templo zen Engakuji.
El recuerdo de una
muchacha hermosa reaparecerá a lo largo del relato en la imagen de las mil
grullas de su pañuelo, en contraste con la presencia de la madre y la hija, que
serán amantes del protagonista. Desde el principio ya se dibuja un triángulo de
mujeres que el protagonista ve de espaldas al ingresar en el recinto
ceremonial. Se sucederán sin fin: la madre del joven Kikuji, desdibujada;
Chikako, la mujer de la mancha en el pecho, amante del padre de Kikuji,
manipuladora que se apropia de la ceremonia y de los objetos que han pasado de
mano en mano; la señora Ota, frágil carnalidad que enlaza dos generaciones de
hombres; Fumiko, evanescente y en quien se continúa el kharma amoroso de la madre, y Yukiko, la joven de quien sólo se
dice que es bella pues su gusto exquisito —la elección del diseño de su pañuelo
y un bordado de lirios en su cinto— la califican sin necesidad de ninguna
descripción. Todas serán vértices de sucesivas combinaciones.
En la noción de
estructura novelística que Kawabata trabajaba, los incidentes eran más importantes
que las conclusiones, y por eso lo más rico de la novela son los diálogos.
Muchos compararon sus desarrollos con los de lentas obras de teatro noh: pues su placer eran los tiempos
morosos que los plazos de entrega a las revistas le permitían; como en los
versos encadenados, era la serie lo que le interesaba. Sus finales suelen ser
vertiginosos, como en ésta, donde Fumiko desaparece y Kikuji sospecha que se ha
suicidado igual que su madre, la señora Ota.
La práctica
novelística de Kawabata no coincide con sus teorizaciones sobre la estructura
en tres pasos. Sus novelas podrían terminar en cualquier punto y se diría que
nunca hay un final. Se percibe un crecimiento sin un plan preconcebido,
influido por la técnica del fluir de la conciencia que admiraba en la narrativa
de Joyce y Proust, y la tradición japonesa de una continuidad por adición, como
en el Genji o El libro de la almohada. No hacía caso del concepto de argumento,
una superstición heredada de la aplicación de conceptos dramáticos, que no
aplicaba a sus novelas, que se iban conformando, como las redacciones
infantiles, con oraciones impredecibles, libres, iluminadas. Kawabata, que dejó
muchísimos escritos inconclusos, también solía practicar otro curioso
ejercicio: reducía los textos extensos a lo que llamaba «relatos del tamaño de
la palma de una mano», operación en la que lo consideraban maestro.
Al recibir en 1968
el Premio Nobel, para el que mucho colaboraron las espléndidas traducciones al
inglés de Edward Seidensticker, Kawabata invocó el bello Japón, el Japón
estético que desde el siglo XIX intriga a Occidente. Un Japón tradicional, «que
se ha ido», pero que él encontraba en espacios naturales alejados de lo urbano
o en los lugares donde se cumplían los viejos ritos: «el otro mundo» ajeno a la
cotidianeidad, donde hay una regresión a lo maternal al dejarse dominar el
hombre por el sentimiento de amae
(tomar provecho de la benignidad de otro, mostrarse como un niño consentido).
Aquí, la casita del jardín, donde se practica la ceremonia del té, espacio
preservado donde los tazones se cargan de una emotividad que desafía el tiempo
y en el cual el rito convoca a un Eros que se vierte en cada gesto,
contaminando a sucesivas generaciones de amantes. Pero la experiencia
espiritual y estética se convierte, en manos de Chikako, en un ejercicio de la
perversión, en un momento de gran tensión, en una exhibición de poder, como en
el siglo XVII lo hacía Toyotomi Hideyoshi, el jefe militar, al desplegar los
objetos ceremoniales de sus predecesores.
Como esas «islas en
un mar distante» que le atraían, trabaja Kawabata su estilo elusivo tan
influido por su clásico favorito, el Romance
de Genji. Para percibirlo en bruma hay que sostener la ilusión de una
lengua donde hay un modo para los hombres y otro para las mujeres, con una
entonación, desinencias verbales y vocabularios diversos, donde los adjetivos
declinan con indicaciones temporales, donde hay infinidad de recursos para
expresar la duda, la suposición, lo incompleto. El primer episodio de Mil grullas se publicó en 1949; en 1951
la da por terminada. En un haiku del
mes de enero de 1953, prometía:
En el cielo de Año
Nuevo
mil grullas vuelan
o así me parece.
Pero la breve
historia que inicia entonces, con el mismo protagonista, queda inconclusa.
AMALIA
SATO
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