jueves, 29 de abril de 2021

Mil grullas: La ceremonia del té y sus tazones fantasma. KAWABATA. INTRODUCCIÓN.

 


Yasunari Kawabata

 

 

 

Mil grullas

 

 

 

Título original: 千羽鶴 (Senbazuru)

Yasunari Kawabata, 1952

Traducción: María Martoccia

Prólogo: Amalia Sato


Mil grullas:
La ceremonia del té y sus tazones fantasma

Figura emblemática, miembro de la Escuela de las Nuevas Sensibilidades (Shinkankaku School), guionista de un clásico del cine experimental de 1926 (Una página de locura, dirigida por Kinugasa Teinosuke), Kawabata Yasunari desde muy joven se instala activamente en el medio artístico. Su vida se había iniciado con una presencia de muerte que sólo «el inútil esfuerzo», sobre el que permanentemente vuelve, podía mitigar en parte: inútil esfuerzo por acceder a la belleza, a los conocimientos de un Occidente traspasado, inútil esfuerzo de la escritura. Perseguido por las pérdidas, la de su padre cuando era una criatura de dieciocho meses, su madre un año más tarde, su nodriza a los seis, su hermana a los diez, a los catorce su último familiar, el abuelo, en esa sucesión leyeron los estudiosos japoneses una «disposición de huérfano», que sólo encontró refugio en un mundo literario.

En una conferencia que dictó en Hawái en 1969, titulada «La existencia y el descubrimiento de la belleza», Kawabata cuenta cómo, sentado en un lujoso hotel, tiene una mañana la visión de mesas dispuestas en una terraza, con cientos de vasos colocados boca abajo brillando como diamantes bajo el sol tropical. Algo que nunca había visto y que lo deleita. Sentencia entonces que la literatura no hace sino registrar tales encuentros con la belleza.

Para Kawabata, los mejores calificados para descubrir la pura belleza son los niños pequeños, las mujeres jóvenes y los hombres moribundos. Así, las mejores sorpresas de estilo las deparan los textos escolares; así, toda su obra refleja su fascinación con un tipo de inmaculada mujer idealizada. Y por eso su ensayo clave se titula «Los ojos de un hombre moribundo».

La trama de Mil grullas (Senbazuru) gira alrededor de uno de los ritos consagrados de la cultura japonesa, la ceremonia del té, encuentro que desde el siglo XIII pacificaba a los guerreros. Para imaginar las escenas con los objetos apropiados se justificaría la consulta a una enciclopedia de arte: las grullas del pañuelo son un auspicioso símbolo de longevidad; los tazones ceremoniales de cerámicas renombradas; el Oribe oscuro con toques de blanco y diseño de helechos de la primera ceremonia; la jarra Shino de esmalte blanco y tenue rojo para la ofrenda floral fúnebre; el par de Raku, negro y rojo —tazones hombre/esposa—; el terrible Shino cilíndrico con la huella imborrable de un lápiz de labios, que será lanzado en una suerte de exorcismo pero cuyos pedazos habrá que enterrar con respeto; el Karatsu verduzco con toques de azafrán y carmesí, de asimétrica factura coreana que conformará con el anterior otra bella pareja de objetos-fantasma; las acuarelas de Sotatsu y las caligrafías del poeta Muneyuki que decoran el altar estético. Es el refinado mundo de la ciudad de Kamakura, son los entornos del templo zen Engakuji.

El recuerdo de una muchacha hermosa reaparecerá a lo largo del relato en la imagen de las mil grullas de su pañuelo, en contraste con la presencia de la madre y la hija, que serán amantes del protagonista. Desde el principio ya se dibuja un triángulo de mujeres que el protagonista ve de espaldas al ingresar en el recinto ceremonial. Se sucederán sin fin: la madre del joven Kikuji, desdibujada; Chikako, la mujer de la mancha en el pecho, amante del padre de Kikuji, manipuladora que se apropia de la ceremonia y de los objetos que han pasado de mano en mano; la señora Ota, frágil carnalidad que enlaza dos generaciones de hombres; Fumiko, evanescente y en quien se continúa el kharma amoroso de la madre, y Yukiko, la joven de quien sólo se dice que es bella pues su gusto exquisito —la elección del diseño de su pañuelo y un bordado de lirios en su cinto— la califican sin necesidad de ninguna descripción. Todas serán vértices de sucesivas combinaciones.

En la noción de estructura novelística que Kawabata trabajaba, los incidentes eran más importantes que las conclusiones, y por eso lo más rico de la novela son los diálogos. Muchos compararon sus desarrollos con los de lentas obras de teatro noh: pues su placer eran los tiempos morosos que los plazos de entrega a las revistas le permitían; como en los versos encadenados, era la serie lo que le interesaba. Sus finales suelen ser vertiginosos, como en ésta, donde Fumiko desaparece y Kikuji sospecha que se ha suicidado igual que su madre, la señora Ota.

La práctica novelística de Kawabata no coincide con sus teorizaciones sobre la estructura en tres pasos. Sus novelas podrían terminar en cualquier punto y se diría que nunca hay un final. Se percibe un crecimiento sin un plan preconcebido, influido por la técnica del fluir de la conciencia que admiraba en la narrativa de Joyce y Proust, y la tradición japonesa de una continuidad por adición, como en el Genji o El libro de la almohada. No hacía caso del concepto de argumento, una superstición heredada de la aplicación de conceptos dramáticos, que no aplicaba a sus novelas, que se iban conformando, como las redacciones infantiles, con oraciones impredecibles, libres, iluminadas. Kawabata, que dejó muchísimos escritos inconclusos, también solía practicar otro curioso ejercicio: reducía los textos extensos a lo que llamaba «relatos del tamaño de la palma de una mano», operación en la que lo consideraban maestro.

Al recibir en 1968 el Premio Nobel, para el que mucho colaboraron las espléndidas traducciones al inglés de Edward Seidensticker, Kawabata invocó el bello Japón, el Japón estético que desde el siglo XIX intriga a Occidente. Un Japón tradicional, «que se ha ido», pero que él encontraba en espacios naturales alejados de lo urbano o en los lugares donde se cumplían los viejos ritos: «el otro mundo» ajeno a la cotidianeidad, donde hay una regresión a lo maternal al dejarse dominar el hombre por el sentimiento de amae (tomar provecho de la benignidad de otro, mostrarse como un niño consentido). Aquí, la casita del jardín, donde se practica la ceremonia del té, espacio preservado donde los tazones se cargan de una emotividad que desafía el tiempo y en el cual el rito convoca a un Eros que se vierte en cada gesto, contaminando a sucesivas generaciones de amantes. Pero la experiencia espiritual y estética se convierte, en manos de Chikako, en un ejercicio de la perversión, en un momento de gran tensión, en una exhibición de poder, como en el siglo XVII lo hacía Toyotomi Hideyoshi, el jefe militar, al desplegar los objetos ceremoniales de sus predecesores.

Como esas «islas en un mar distante» que le atraían, trabaja Kawabata su estilo elusivo tan influido por su clásico favorito, el Romance de Genji. Para percibirlo en bruma hay que sostener la ilusión de una lengua donde hay un modo para los hombres y otro para las mujeres, con una entonación, desinencias verbales y vocabularios diversos, donde los adjetivos declinan con indicaciones temporales, donde hay infinidad de recursos para expresar la duda, la suposición, lo incompleto. El primer episodio de Mil grullas se publicó en 1949; en 1951 la da por terminada. En un haiku del mes de enero de 1953, prometía:

En el cielo de Año Nuevo

mil grullas vuelan

o así me parece.

Pero la breve historia que inicia entonces, con el mismo protagonista, queda inconclusa.

AMALIA SATO

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