miércoles, 28 de abril de 2021

Yasunari Kawabata La casa de las bellas durmientes . FRAGMENTO.

 

(En la gráfica: Mishima y Kawabata).

Yasunari Kawabata (11 de junio de 1899 - 16 de abril de 1972), escritor-novelista, fue el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968.

Nació en Osaka y en en 1920 ingresó en la Universidad de Tokio, donde cursó la carrera de Literatura en Lengua Inglesa. Un año después, cambia a la de Literatura del Japón y, aun sin haberla acabado, publica el sexto `Shinjicho` (literalmente, la nueva tendencia del pensamiento), donde publica algunos de sus trabajos y con lo que se abre el camino al mundo literario. En 1924 termina la universidad y aparece el primer número de `Bungei-jidai` (`Época del Arte Literario`), una revista de un grupo de intelectuales al que pertenecía. Esta publicación reunía a nuevos y prometedores literatos que al escribir utilizaban un estilo (el `Shinkankaku-ha`, la nueva escuela de las sensaciones) donde la composición constaba en la aprehensión sensitiva de la realidad a la manera de los intelectuales.

Debuta como escritor al publicarse `La bailarina de Izu` en 1927, alcanzando la consagración en Japón diez años más tarde con `País de nieve`. Recibe la medalla Goethe en Frankfurt en 1959. Gana el Nobel de literatura en 1968 y da el discurso de nombre `Del hermoso Japón, su yo`.

Aunque las circunstancias de su muerte no están totalmente claras, se cree que se suicida inhalando gas tres años después. Mentor del también gran escritor Yukio Mishima, sus libros más conocidos en Occidente son `El país de la nieve`, `La casa de las bellas durmientes` y `El maestro de Go`.

Motivaciones de la Academia Sueca para el otorgamiento del premio Nobel de literatura: «por su maestría narrativa, que expresa con gran sensibilidad la esencia de la mente japonesa».


***

La casa de las bellas durmientes? relata la historia de una extraña y exclusiva posada situada en las afueras de Tokio, adonde acuden asiduamente algunos ancianos de cierta alcurnia para -disfrutar- o -sufrir- con la compañía de jóvenes vírgenes que permanecen a su lado, durante toda una noche, desnudas y narcotizadas. El reglamento de la casa es implacable: los viejos no pueden tener relaciones sexuales con las jóvenes, no pueden pasar la noche dos veces con la misma muchacha y no deben intentar despertarlas. A cambio, los seniles clientes sueñan y rememoran las experiencias amorosas y sexuales de su vida y evaden el temor de tener que mostrar sus cuerpos decadentes. El autor describe esta situación y narra la historia de Eguchi, un viejo de sesenta y siete años

Fuente:

Recopilador. DR. ENRICO PUGLIATTI.

***

Yasunari Kawabata

 

 La casa de las bellas durmientes

 

 

 


Título original: 眠れる美女 (Nemureru bijo)

 

Título de la edición en inglés: House of the sleeping beauties

 

Yasunari Kawabata, 1961

 

Traducción: M. C.

 

Diseño de portada: Daruma

 

Editor digital: Daruma

 

Corrección de erratas: ottone

 

ePub base r1.0

 

 

 

 


 1

 

 

No tenía que hacer nada de mal gusto, le advirtió la mujer de la posada al anciano Eguchi. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido.

Estaban en una habitación de unos cuatro metros cuadrados y al lado había otra, pero al parecer no había más habitaciones en el piso superior; y como la planta baja resultaba demasiado pequeña para alojar huéspedes, el lugar apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque lo que sucedía allí era un secreto, el portal no tenía ningún letrero. Todo era silencio. Después de franquear el portal cerrado con llave, el viejo Eguchi sólo había visto a la mujer con quien ahora estaba hablando. Era su primera visita. Ignoraba si era la propietaria o una criada. Era mejor no hacer preguntas.

La mujer, pequeña y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud calma y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. Casi no miraba a Eguchi. Algo en sus ojos oscuros hacía que él bajara la guardia, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té en una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión, con el objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En el cuarto estaba colgado un cuadro de Kawai Gyokudō, probablemente una reproducción, de una aldea en una montaña con la calidez de las hojas otoñales. Nada sugería que en la habitación pasaran cosas inusuales.

—Y le ruego que no intente despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente dormida y no se da cuenta de nada. —La mujer repitió—: Continuará dormida y no se dará cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de quién ha estado con ella. No debe usted preocuparse.

Eguchi no mencionó las dudas que empezaban a rondarle.

—Es una joven muy bonita. Sólo admito huéspedes en quienes pueda confiar.

Cuando Eguchi desvió la mirada, la fijó en su reloj de pulsera.

—¿Qué hora es?

—Las once menos cuarto.

—Lo sabía. A los caballeros ancianos les gusta acostarse pronto y levantarse temprano. Entonces, cuando quiera.

La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la habitación de al lado. Utilizó la mano izquierda. No había nada fuera de lo común en este acto, pero Eguchi contuvo el aliento mientras la observaba. Ella echó una mirada a la otra habitación. Sin duda estaba acostumbrada a espiar por las puertas, y no había nada extraño en la espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía extraña. Había un pájaro grande y raro en el nudo de su obi. Ignoraba de qué especie era. ¿Por qué habrían puesto ojos y patas tan reales en un pájaro estilizado? No era que el ave fuese inquietante por sí misma, sólo que el diseño no era bueno; pero si había que atribuir algo inquietante a la espalda de la mujer, se encontraba allí, en el pájaro. El fondo era amarillo pálido, casi blanco.

La habitación contigua parecía débilmente iluminada. La mujer cerró la puerta sin dar la vuelta a la llave, y la colocó sobre la mesa, frente a Eguchi. Nada en su actitud sugería que había inspeccionado una habitación secreta, tampoco se notaba en el tono de su voz.

—Aquí está la llave. Espero que duerma bien. Si le cuesta conciliar el sueño, encontrará un medicamento para dormir junto a la almohada.

—¿Tiene algo de beber?

—No tengo alcohol.

—¿Ni siquiera puedo tomar un trago para dormirme?

—No.

—¿Ella está en la habitación de al lado?

—Sí, dormida y esperándolo.

—¡Oh!

Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación de al lado? ¿Desde cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba durmiendo? Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que habría una muchacha esperándolo, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba allí no lo podía creer.

—¿Dónde quiere desvestirse? —La mujer parecía dispuesta a ayudarlo. Él se quedó en silencio—. Escuche las olas. Y el viento.

—¿Olas?

—Buenas noches —dijo la mujer y se retiró. Una vez solo, Eguchi contempló la habitación, desnuda y sin artilugios. Su mirada se posó en la puerta del cuarto contiguo. Era de cedro, de un metro de ancho. Parecía haber sido añadida después de que la construcción de la casa hubo terminado. También la pared, si se examinaba bien, parecía un antiguo tabique corredizo, ahora tapado para formar la cámara secreta de las bellas durmientes. El color era igual que el de las otras paredes, pero el cuarto parecía recién pintado.

Eguchi cogió la llave. Después de hacerlo, debería haberse dirigido a la otra habitación, pero permaneció sentado. Lo que le había dicho la mujer era cierto: el sonido de las olas era violento. Era como si rompieran contra un alto acantilado, y como si la pequeña casa estuviera en el mismo borde. El viento traía el sonido del invierno que se aproximaba, tal vez debido a la casa misma, tal vez debido a algo que había en el viejo Eguchi. No obstante, el calor del único brasero resultaba suficiente. El lugar era cálido. El viento no parecía barrer las hojas. Al haber llegado tarde, Eguchi no pudo ver en qué clase de paisaje se asentaba la casa, pero se sentía el olor del mar. El jardín era grande en relación con el tamaño de la casa, y tenía un número considerable de grandes pinos y arces. Las agujas de los pinos se recortaban con fuerza contra el cielo. Probablemente la casa había sido una villa campestre.

Con la llave todavía en la mano, Eguchi encendió un cigarrillo. Dio una o dos chupadas y lo apagó; pero el segundo se lo fumó hasta el final. No era tanto porque se estuviera ridiculizando a sí mismo por su leve aprensión como por el hecho de sentir un vacío desagradable. Solía tomar un poco de whisky antes de acostarse. Tenía un sueño liviano, con tendencia a las pesadillas. Una poetisa muerta de cáncer en su juventud había dicho en uno de sus poemas que para ella, en las noches de insomnio, «la noche ofrece sapos, perros negros y cadáveres de ahogados». Era un verso que Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo ahora se preguntó si la muchacha dormida —no, narcotizada— de la habitación contigua podría ser como el cadáver de un ahogado, y titubeó un poco antes de ir a su lado. No le habían dicho cómo la sumían en el sueño. De cualquier manera, estaría en un letargo anormal, sin conciencia de cuanto ocurriera a su alrededor, y por ello podría tener la piel opaca y plomiza de una persona atiborrada de drogas. Podría tener ojeras oscuras y las costillas marcadas bajo una piel reseca y marchita. O podría estar fría, hinchada, tumefacta. Podría roncar ligeramente, con los labios abiertos, dejando entrever unas encías violáceas. Durante sus sesenta y siete años el viejo Eguchi había pasado noches desagradables con mujeres. De hecho, esas noches eran las más difíciles de olvidar. Lo desagradable no tenía nada que ver con el aspecto de las mujeres, sino con sus tragedias, sus vidas arruinadas. A su edad, no quería añadir a su historial otro episodio semejante. Así discurrían sus pensamientos, al borde de la aventura. Pero ¿podía haber algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a una muchacha narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta casa buscando el súmmum en la fealdad de la vejez?

La mujer había hablado de huéspedes en quienes podía confiar. Al parecer todos los que venían a esta casa eran dignos de confianza. El hombre que le habló a Eguchi de la casa era tan viejo que ya había dejado de ser hombre. Debió de haber pensado que Eguchi había alcanzado el mismo grado de senilidad. La mujer de la casa, probablemente porque estaba acostumbrada a hacer tratos sólo con hombres muy ancianos, no había sido piadosa ni indiscreta con él. Ya que era capaz todavía de sentir goce, aún no era un huésped digno de confianza; pero podía llegar a serlo, debido a sus sentimientos en aquel momento, al lugar y a su compañía. La fealdad de la vejez lo estaba persiguiendo. También para él, pensó, faltaba poco para vivir las circunstancias deprimentes de los otros huéspedes. El hecho de que estuviera allí ya lo indicaba. Y por eso no tenía intención de violar las desagradables y tristes restricciones impuestas a los viejos. No tenía intención de desobedecerlas, y no lo haría. Aunque podía llamarse un club secreto, la cantidad de ancianos miembros parecía reducida. Eguchi no había venido a desentrañar sus pecados ni a husmear en sus prácticas secretas. Su curiosidad tampoco era fuerte, porque ya la tristeza de la vejez se cernía también sobre él.

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