(En la gráfica: Mishima y Kawabata).
Yasunari Kawabata (11 de junio de 1899 - 16 de
abril de 1972), escritor-novelista, fue el primer japonés en ganar el premio
Nobel de Literatura en 1968.
Nació en Osaka y en en 1920 ingresó en la Universidad de Tokio, donde cursó la
carrera de Literatura en Lengua Inglesa. Un año después, cambia a la de
Literatura del Japón y, aun sin haberla acabado, publica el sexto `Shinjicho`
(literalmente, la nueva tendencia del pensamiento), donde publica algunos de
sus trabajos y con lo que se abre el camino al mundo literario. En 1924 termina
la universidad y aparece el primer número de `Bungei-jidai` (`Época del Arte
Literario`), una revista de un grupo de intelectuales al que pertenecía. Esta
publicación reunía a nuevos y prometedores literatos que al escribir utilizaban
un estilo (el `Shinkankaku-ha`, la nueva escuela de las sensaciones) donde la
composición constaba en la aprehensión sensitiva de la realidad a la manera de
los intelectuales.
Debuta como escritor al publicarse `La bailarina de Izu` en 1927, alcanzando la
consagración en Japón diez años más tarde con `País de nieve`. Recibe la
medalla Goethe en Frankfurt en 1959. Gana el Nobel de literatura en 1968 y da
el discurso de nombre `Del hermoso Japón, su yo`.
Aunque las circunstancias de su muerte no están totalmente claras, se cree que
se suicida inhalando gas tres años después. Mentor del también gran escritor
Yukio Mishima, sus libros más conocidos en Occidente son `El país de la nieve`,
`La casa de las bellas durmientes` y `El maestro de Go`.
Motivaciones de la Academia Sueca para el otorgamiento del premio Nobel de
literatura: «por su maestría narrativa, que expresa con gran sensibilidad la
esencia de la mente japonesa».
***
La casa de las bellas durmientes? relata la
historia de una extraña y exclusiva posada situada en las afueras de Tokio,
adonde acuden asiduamente algunos ancianos de cierta alcurnia para -disfrutar-
o -sufrir- con la compañía de jóvenes vírgenes que permanecen a su lado,
durante toda una noche, desnudas y narcotizadas. El reglamento de la casa es
implacable: los viejos no pueden tener relaciones sexuales con las jóvenes, no
pueden pasar la noche dos veces con la misma muchacha y no deben intentar
despertarlas. A cambio, los seniles clientes sueñan y rememoran las
experiencias amorosas y sexuales de su vida y evaden el temor de tener que
mostrar sus cuerpos decadentes. El autor describe esta situación y narra la
historia de Eguchi, un viejo de sesenta y siete años
Fuente:
Recopilador. DR. ENRICO PUGLIATTI.
***
Yasunari Kawabata
La casa de las bellas durmientes
Título original: 眠れる美女 (Nemureru bijo)
Título de la edición en inglés: House
of the sleeping beauties
Yasunari Kawabata, 1961
Traducción: M. C.
Diseño de portada: Daruma
Editor digital: Daruma
Corrección de erratas: ottone
ePub base r1.0
1
No tenía que hacer nada de mal
gusto, le advirtió la mujer de la posada al anciano Eguchi. No debía poner el
dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido.
Estaban en una habitación de unos
cuatro metros cuadrados y al lado había otra, pero al parecer no había más
habitaciones en el piso superior; y como la planta baja resultaba demasiado
pequeña para alojar huéspedes, el lugar apenas podía llamarse una posada.
Probablemente porque lo que sucedía allí era un secreto, el portal no tenía
ningún letrero. Todo era silencio. Después de franquear el portal cerrado con
llave, el viejo Eguchi sólo había visto a la mujer con quien ahora estaba
hablando. Era su primera visita. Ignoraba si era la propietaria o una criada.
Era mejor no hacer preguntas.
La mujer, pequeña y de unos
cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber
cultivado especialmente una actitud calma y formal. Los labios delgados apenas
se abrían cuando hablaba. Casi no miraba a Eguchi. Algo en sus ojos oscuros
hacía que él bajara la guardia, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té
en una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la
calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión,
con el objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En el cuarto estaba colgado un
cuadro de Kawai Gyokudō, probablemente una reproducción, de una aldea en una
montaña con la calidez de las hojas otoñales. Nada sugería que en la habitación
pasaran cosas inusuales.
—Y le ruego que no intente
despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente
dormida y no se da cuenta de nada. —La mujer repitió—: Continuará dormida y no
se dará cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de quién
ha estado con ella. No debe usted preocuparse.
Eguchi no mencionó las dudas que
empezaban a rondarle.
—Es una joven muy bonita. Sólo
admito huéspedes en quienes pueda confiar.
Cuando Eguchi desvió la mirada,
la fijó en su reloj de pulsera.
—¿Qué hora es?
—Las once menos cuarto.
—Lo sabía. A los caballeros
ancianos les gusta acostarse pronto y levantarse temprano. Entonces, cuando
quiera.
La mujer se puso de pie y abrió
la cerradura de la habitación de al lado. Utilizó la mano izquierda. No había
nada fuera de lo común en este acto, pero Eguchi contuvo el aliento mientras la
observaba. Ella echó una mirada a la otra habitación. Sin duda estaba
acostumbrada a espiar por las puertas, y no había nada extraño en la espalda
que daba a Eguchi. No obstante, parecía extraña. Había un pájaro grande y raro
en el nudo de su obi. Ignoraba de qué
especie era. ¿Por qué habrían puesto ojos y patas tan reales en un pájaro
estilizado? No era que el ave fuese inquietante por sí misma, sólo que el
diseño no era bueno; pero si había que atribuir algo inquietante a la espalda
de la mujer, se encontraba allí, en el pájaro. El fondo era amarillo pálido,
casi blanco.
La habitación contigua parecía
débilmente iluminada. La mujer cerró la puerta sin dar la vuelta a la llave, y
la colocó sobre la mesa, frente a Eguchi. Nada en su actitud sugería que había
inspeccionado una habitación secreta, tampoco se notaba en el tono de su voz.
—Aquí está la llave. Espero que
duerma bien. Si le cuesta conciliar el sueño, encontrará un medicamento para
dormir junto a la almohada.
—¿Tiene algo de beber?
—No tengo alcohol.
—¿Ni siquiera puedo tomar un
trago para dormirme?
—No.
—¿Ella está en la habitación de
al lado?
—Sí, dormida y esperándolo.
—¡Oh!
Eguchi estaba un poco
sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación de al lado?
¿Desde cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para
asegurarse de que estaba durmiendo? Eguchi sabía por un viejo conocido que
frecuentaba el lugar que habría una muchacha esperándolo, dormida, y que no se
despertaría; pero ahora que se encontraba allí no lo podía creer.
—¿Dónde quiere desvestirse? —La
mujer parecía dispuesta a ayudarlo. Él se quedó en silencio—. Escuche las olas.
Y el viento.
—¿Olas?
—Buenas noches —dijo la mujer y
se retiró. Una vez solo, Eguchi contempló la habitación, desnuda y sin
artilugios. Su mirada se posó en la puerta del cuarto contiguo. Era de cedro,
de un metro de ancho. Parecía haber sido añadida después de que la construcción
de la casa hubo terminado. También la pared, si se examinaba bien, parecía un
antiguo tabique corredizo, ahora tapado para formar la cámara secreta de las
bellas durmientes. El color era igual que el de las otras paredes, pero el
cuarto parecía recién pintado.
Eguchi cogió la llave. Después de
hacerlo, debería haberse dirigido a la otra habitación, pero permaneció
sentado. Lo que le había dicho la mujer era cierto: el sonido de las olas era
violento. Era como si rompieran contra un alto acantilado, y como si la pequeña
casa estuviera en el mismo borde. El viento traía el sonido del invierno que se
aproximaba, tal vez debido a la casa misma, tal vez debido a algo que había en
el viejo Eguchi. No obstante, el calor del único brasero resultaba suficiente.
El lugar era cálido. El viento no parecía barrer las hojas. Al haber llegado
tarde, Eguchi no pudo ver en qué clase de paisaje se asentaba la casa, pero se
sentía el olor del mar. El jardín era grande en relación con el tamaño de la
casa, y tenía un número considerable de grandes pinos y arces. Las agujas de
los pinos se recortaban con fuerza contra el cielo. Probablemente la casa había
sido una villa campestre.
Con la llave todavía en la mano,
Eguchi encendió un cigarrillo. Dio una o dos chupadas y lo apagó; pero el
segundo se lo fumó hasta el final. No era tanto porque se estuviera
ridiculizando a sí mismo por su leve aprensión como por el hecho de sentir un
vacío desagradable. Solía tomar un poco de whisky antes de acostarse. Tenía un
sueño liviano, con tendencia a las pesadillas. Una poetisa muerta de cáncer en
su juventud había dicho en uno de sus poemas que para ella, en las noches de
insomnio, «la noche ofrece sapos, perros negros y cadáveres de ahogados». Era
un verso que Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo ahora se preguntó si la
muchacha dormida —no, narcotizada— de la habitación contigua podría ser como el
cadáver de un ahogado, y titubeó un poco antes de ir a su lado. No le habían
dicho cómo la sumían en el sueño. De cualquier manera, estaría en un letargo
anormal, sin conciencia de cuanto ocurriera a su alrededor, y por ello podría
tener la piel opaca y plomiza de una persona atiborrada de drogas. Podría tener
ojeras oscuras y las costillas marcadas bajo una piel reseca y marchita. O
podría estar fría, hinchada, tumefacta. Podría roncar ligeramente, con los
labios abiertos, dejando entrever unas encías violáceas. Durante sus sesenta y
siete años el viejo Eguchi había pasado noches desagradables con mujeres. De
hecho, esas noches eran las más difíciles de olvidar. Lo desagradable no tenía
nada que ver con el aspecto de las mujeres, sino con sus tragedias, sus vidas
arruinadas. A su edad, no quería añadir a su historial otro episodio semejante.
Así discurrían sus pensamientos, al borde de la aventura. Pero ¿podía haber
algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a una
muchacha narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta casa buscando el
súmmum en la fealdad de la vejez?
La mujer había hablado de
huéspedes en quienes podía confiar. Al parecer todos los que venían a esta casa
eran dignos de confianza. El hombre que le habló a Eguchi de la casa era tan
viejo que ya había dejado de ser hombre. Debió de haber pensado que Eguchi
había alcanzado el mismo grado de senilidad. La mujer de la casa, probablemente
porque estaba acostumbrada a hacer tratos sólo con hombres muy ancianos, no
había sido piadosa ni indiscreta con él. Ya que era capaz todavía de sentir
goce, aún no era un huésped digno de confianza; pero podía llegar a serlo,
debido a sus sentimientos en aquel momento, al lugar y a su compañía. La
fealdad de la vejez lo estaba persiguiendo. También para él, pensó, faltaba
poco para vivir las circunstancias deprimentes de los otros huéspedes. El hecho
de que estuviera allí ya lo indicaba. Y por eso no tenía intención de violar
las desagradables y tristes restricciones impuestas a los viejos. No tenía intención
de desobedecerlas, y no lo haría. Aunque podía llamarse un club secreto, la
cantidad de ancianos miembros parecía reducida. Eguchi no había venido a
desentrañar sus pecados ni a husmear en sus prácticas secretas. Su curiosidad
tampoco era fuerte, porque ya la tristeza de la vejez se cernía también sobre
él.
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