Harold
Bloom
Cleopatra
Soy fuego y aire
Traducción
de Ángel-Luis Pujante
Agradecimientos Quisiera dar
las gracias a mi ayudante de investigación, Alice Kenney, y a mi editora, Nan
Graham. Como siempre, estoy en deuda con mis agentes literarios, Glen Hartley y
Lynn Chu. Tengo una deuda especial con Glen Hartley, el primero en proponer
esta serie de cinco libros breves sobre personalidades de Shakespeare.
(H.B.)
Nota del traductor Los pasajes de Antonio y Cleopatra citados en este volumen proceden de mi
traducción de esta obra, publicada por la Editorial Espasa en sus ediciones de
la colección Austral, de Teatro Selecto y de Teatro Completo (tomo I, Tragedias
) de William Shakespeare. Las citas de Macbeth (edición
revisada), Hamlet, Medida por medida, El rey Lear y El cuento de invierno también son de mis traducciones de
estas obras, publicadas en las mencionadas ediciones. La de Los
dos nobles parientes –obra colaborativa de Shakespeare y John Fletcher
traducida por mí en colaboración con Salvador Oliva– figura sólo en las
mencionadas ediciones de Teatro Selecto y Teatro Completo (tomo II, Comedias y
tragicomedias ).
La traducción del soneto 135 de
Shakespeare procede de Shakespeare. Sonetos completos,
de Miguel Ángel Montezanti (Buenos Aires, 2004), y la del 136, de su Sólo vos sos vos. Los Sonetos de Shakespeare en traducción
rioplatense (Mar del Plata, 2011).
Las traducciones de W.B. Yeats
son de Manuel Soto («Lapis lazuli», «Una mujer joven y vieja. Despedida»,
Madrid, 1991) y de Antonio Rivero Taravillo («La mosca zanquilarga», Valencia,
2010).
Las de la Biblia, de la
traducción de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602)
y otros (1862, 1909 y 1960), y editada por las Sociedades Bíblicas Unidas
(México, 1960).
Las traducciones de los versos
de D.H. Lawrence y del pasaje de Shelley son mías.
Para evitar la discrepancia
entre puntos de estas traducciones y del texto de este libro, en algunos casos
ha sido conveniente efectuar ajustes verbales. Asimismo, y para aclararle al
lector algunos detalles lingüísticos o referencias literarias y culturales, he
añadido al final del libro notas breves explicativas.
(A.L.P.)
Enfriar los ardores de una
egipcia En 1974 me enamoré de la Cleopatra de Janet Suzman, la actriz
sudafricana que entonces tenía treinta y cinco años. Cuarenta y tres años
después su imagen pervive en mí cada vez que releo Antonio y
Cleopatra. Ágil, sinuosa, grácil y exuberante, la Cleopatra de Suzman
permanece inigualable en mis largos años de asistir a representaciones en los
Estados Unidos y en Gran Bretaña. La fiereza de la mujer más seductora de todo
Shakespeare quedó captada en un retrato atlético cuyos cambios de humor
reflejaban la fuerza propulsora de una sexualidad llevada a su apogeo.
Antonio
y Cleopatra
fue estrenada en 1607, un año después de la llegada de Macbeth.
La historia de Antonio narrada por Plutarco entró en la mente de Shakespeare
cuando recordó que el temor de Macbeth a Banquo se equiparaba al ensombrecimiento
de Marco Antonio por Octavio César: Ser rey no es nada sin estar a salvo.
Mi temor a Banquo se me
clava hondo; lo que reina en su temple soberano hay que temerlo. Es muy
decidido y, además de ese ánimo intrépido, la prudencia le guía su valor para
obrar sobre seguro. No hay nadie más que él a quien yo tema, y bajo él mi
espíritu se siente coartado, como dicen que lo estaba el de Antonio por César.
(Macbeth,
acto 3, escena 1)
El amplio espectro de Antonio y Cleopatra abarca
bastante más que una relación sexual. Con todo, sin la fiera sexualidad que
Cleopatra encarna y estimula en otros no habría obra.
Cleopatra y sus naves huyen en
la batalla de Accio, y Antonio la sigue. La consecuencia es el desastre casi
total. La escuadra de Antonio queda destruida y muchos de sus capitanes se
pasan al bando de Octavio César. En su vergüenza y furor Antonio culpa a
Cleopatra y exagera su carrera erótica: Te encontré como un resto ya pasado en
el plato de Julio César; fuiste las sobras de Gneo Pompeyo, más cuantas horas
ardientes escogiera tu lascivia y al rumor del pueblo no le constan. Pues, sin
duda, aunque adivinas lo que sea la continencia, tú no la conoces.
(acto 3, escena 3) Shakespeare
intensifica la cruel visión de Cleopatra como plato egipcio. Como bien sabía,
ella nunca fue amante de Pompeyo el Grande, que fue asesinado a su llegada a
Egipto por orden de Ptolomeo XIII, uno de los hermanos de Cleopatra. Cuando
Julio César llegó a Egipto, Ptolomeo XIII le presentó la cabeza de Pompeyo el
Grande. César, indignado por tal afrenta a la dignidad de Roma, ejecutó a los
asesinos. Shakespeare, captando una indirecta de Plutarco, hace que Antonio
añada a Gneo Pompeyo, hijo de Pompeyo el Grande, que había estado en Egipto
pero no llegó a gozar del lecho electrizante de Cleopatra.
Es importante observar que la
dinastía ptolemaica, con Cleopatra como su última reina, era una familia
grecomacedonia descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno.
Cleopatra fue la primera y única soberana ptolemaica que hablaba egipcio y
griego. Se veía a sí misma como la encarnación de la diosa Isis.
Tras su corregencia con su
padre Ptolomeo XII y después con sus hermanos Ptolomeo XIII y XIV, con quienes
se casó, Cleopatra se enfrentó a ellos y se convirtió en la única reina,
consolidando su puesto mediante su aventura con Julio César. Marco Antonio fue
el sucesor de éste y llegó a ser la mayor pasión de Cleopatra, un amor tan
vivificante como mutuamente destructivo.
Estos hechos esenciales son
sorprendentemente engañosos cuando nos enfrentamos a dos de las personalidades
más exuberantes de Shakespeare, Cleopatra y su Antonio. Siempre una urraca,
Shakespeare recogió materiales de fuentes como Plutarco y tal vez de La tragedia de Cleopatra, de Samuel Daniel. Los
historiadores modernos sospechan que Octavio César pudo haber ejecutado a
Cleopatra o, al menos, haberla inducido al suicidio, lo que habría malogrado e
incluso anulado el Antonio y Cleopatra de Shakespeare,
ya que la exaltada apoteosis de Cleopatra perdería su fuerza imaginativa.
Octavio ejecutó a Cesarión, hijo de Cleopatra y Julio César, y a Antilo, hijo
de Antonio y Fulvia. Sin embargo, perdonó a los demás hijos de Antonio y
Cleopatra.
Para empezar a comprender a
Cleopatra y Antonio hay que entender que ellos fueron las primeras celebridades
en nuestro depreciado sentido actual. Carismáticos, estos amantes confieren
retazos de su gloria tanto a sus seguidores como a sus enemigos. Su largueza es
infinita. Antonio es generoso, Cleopatra es otra cosa. Lo que da deja hambriento
a quien lo toma. Hechiza y destruye.
Shakespeare sigue a Plutarco al
mostrarnos a un Antonio de cincuenta y cuatro años y a una Cleopatra de treinta
nueve cuando se conocen. Antonio decae en el curso de la acción, mientras que
Cleopatra aumenta su intensidad y al final alcanza la grandeza suicidándose. El
pobre Antonio yerra y tropieza. Su mayor parodia llega cuando, moribundo, es
alzado al mausoleo donde Cleopatra se ha encerrado para que no la aprese
Octavio.
Apartándose un tanto de
Plutarco, Shakespeare hace que el genio o daimon de Antonio sea Hércules en vez
de Baco o Dioniso. La identificación de Cleopatra con la diosa Isis, cuyo
nombre significaba «trono», es esencial para entender los aspectos míticos de
su personalidad. Isis recogió los restos de su hermano y esposo, Osiris, y de
este modo facilitó su resurrección. La subida anual del Nilo se atribuía a las
lágrimas de Isis al llorar a Osiris.
Cleopatra se identifica con el
Nilo y con la tierra de Egipto. En su éxtasis final proclama que es aire y
fuego, y ya no agua o tierra. La espaciosa imaginación de Shakespeare deja
entrever que Cleopatra como Isis se casa con Antonio como Osiris y le da apoyo
hasta que éste se suicida. Cada vez que releo y enseño Antonio
y Cleopatra me encuentro musitando dos versos del poema «Don Juan», de
D.H. Lawrence: Es el misterio Isis quien se habrá enamorado de mí.
Mucho de la Cleopatra
de Shakespeare seguirá siendo un misterio. Como Falstaff, ella representa
perennemente su propio papel. La teatralidad es tan intensa en Antonio y Cleopatra como en la primera parte de Enrique IV y en Hamlet. Cleopatra
no quiere compartir la escena con nadie. Su precursor es el Mercucio de Romeo y Julieta. Shakespeare tiene que matarlo antes de que
se arrogue el protagonismo. No es posible matar a Cleopatra ni a Falstaff
porque sus obras morirían con ellos.
Por muy ambiguo que fuera
Shakespeare en cuanto a la sexualidad femenina, especialmente en sus sonetos a
la Dama Morena y en general en todas sus obras, su Cleopatra es inmortal porque
es la fecundidad incesantemente renovadora de la pasión de una mujer en el acto
del amor. Shakespeare juega con «will» –que, además de ser su nombre, connotaba
deseo sexual e incluso los órganos sexuales masculino y femenino– cuando se
dirige a su Cleopatra en la Dama Morena: Todas desean, tú tienes deseo, deseo
de ganar, y demasiado, bien a las claras tu fastidio veo cuando a tu voluntad
voy agregado.
¿No admitirás con tu
deseo espacioso que alguna vez se oculte el mío en el tuyo?
¿En otros el deseo es
gracioso y nunca el mío aceptará tu orgullo?
El mar, que es agua,
acepta agua del cielo que a su propia abundancia da grandeza; siendo rica en
anhelo, da a tu anhelo alguno mío por lograr riqueza.
No mate al suplicante
tu «no» hostil; piensa tan sólo en uno: yo soy Will.
(Soneto 135) Si al acercarme tu
alma te reprende, júrale a tu alma ciega que soy Will, y tu alma sabe bien que
a Will se atiende: cumple mi ruego, no me seas hostil.
Will colmará el tesoro
de tu amor, lo llenará de Wills, mi will es uno.
Cuando la cantidad es
muy mayor al uno se le tiene por ninguno.
Que en tu cuenta total
yo sea cero, aunque debo ser uno en el conjunto; que yo sea nada, aunque
placentero, y que esa nada agrade ya a tu asunto.
Mi nombre sea tu amor
al mil por mil; entonces me amarás: me llamo Will.
(Soneto 136) 1
Shakespeare bien podría
estar dirigiéndose a esa matriz sexual, su Cleopatra. Aunque ella tiene
ingenio, agudeza, sagacidad política y astucia infinita, su principal atributo
es su asombroso poder sexual. Tal vez esta Cleopatra fuera Isis para el Osiris
de Shakespeare. En ninguna otra obra, salvo quizá en sus sonetos, se entrega
tan plenamente a una fascinación que, sin embargo, le asusta. Recuerdo una vez
más mi reacción ante la Cleopatra de Janet Suzman, en la que me debatía entre
el deseo y la aversión.
En Shakespeare, la
personalidad, más que desplegarse, se desarrolla. Cleopatra nos desconcierta
porque es más astuta de lo que pueda imaginar un hombre. Puede ser tan
ingeniosa como Falstaff, tan artera como Yago, y tiene la capacidad implícita
de Hamlet para sugerir anhelos trascendentes. Y es irresistible.
Nada
permanece, todo fluye Antonio y Cleopatra es una
procesión tragicómica. Desfila por todo el Mediterráneo desde Roma hasta Egipto
y Partia, y abarca asombrosamente una década. Una desconcertante profusión de
escenas breves acentúa el perspectivismo de Shakespeare, la noción de que lo
que creemos ver depende de nuestros puntos de vista. El perspectivismo
occidental empieza con el Protágoras de Platón, en el
que argumentan Sócrates y el sofista Protágoras, y cada uno acaba en la
posición que tomó inicialmente el otro. Emerson y Nietzsche perfeccionan el
perspectivismo, pero siguen siendo inevitablemente platónicos.
En Antonio y
Cleopatra, cómo vemos es quiénes somos. Si creemos que Antonio es un
bruto en declive y Cleopatra una golfa ajada, sabemos mejor cómo percibimos,
pero la grandeza nos elude. Si vemos en Antonio al héroe hercúleo, aún
espléndido en su ocaso, y en Cleopatra lo sublime de la madurez erótica,
ardiendo hasta su última llama, estaremos más cerca de sumarnos a la
celebración de una comedia triste pero maravillosa.
Shakespeare emprendió la
composición de Antonio y Cleopatra en la fase final de
catorce meses extraordinarios en los que escribió El rey Lear,
lo revisó, y entonces descendió al mundo nocturno de Macbeth.
En ella se retrajo de la aterradora interioridad de El rey
Lear y Macbeth, como si el propio Shakespeare
necesitara emerger del corazón de las tinieblas a un mundo de luz y color. Les
insto a releer El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra en este orden, si pueden en tres o
cuatro días seguidos. Será un viaje del Infierno al Purgatorio.
Nadie más en Shakespeare es tan
metamórfico como Cleopatra. Se desborda como el Nilo. Flujo, reflujo y reinicio
es su ciclo de fecundidad y renovación. Dando apoyo a toda vida, y
especialmente a Antonio, nunca agota su euforia. El ardor de Cleopatra,
sumamente sexual, transfigura su perspicacia política. Seduce a conquistadores
de mundos porque es su gusto, pero también su plan de salvar a Egipto y a su
propia dinastía. La envuelve un aura. Contemplarla es elevarse a una gloria
terrenal y celestial. En ella Antonio encuentra apoyo y destrucción cuando su
espíritu en declive no llega a sostener el esplendor vigorizante de Cleopatra.
Lo que aflige a Antonio es que el fulgor de su extraordinaria personalidad se
reducirá a la mera luz del día.
La más grandiosa escena de Antonio y Cleopatra es la seductora epifanía de Cleopatra
cuando navega hacia su encuentro con Antonio. Siguiendo a Plutarco, Enobarbo,
el más fiel y más sardónico oficial de Antonio, describe así el hechizo de la
reina: Enobarbo Todo fue conocer a Marco Antonio y robarle el corazón en el río
Cidno.
Agripa Allí se mostró a lo
grande, salvo que mi informante lo soñara.
Enobarbo Yo te lo cuento.
El bajel que la traía,
cual trono relumbrante, ardía sobre el agua: la popa, oro batido; las velas,
púrpura, tan perfumadas que el viento se enamoraba de ellas; los remos, de
plata, golpeando al ritmo de las flautas, hacían que las olas los siguieran más
veloces, prendadas de sus caricias. Respecto a ella, toda descripción es pobre:
tendida en su pabellón, cendal recamado en oro, superaba a una Venus pintada
aún más bella que la diosa. A los lados, cual Cupidos sonrientes con hoyuelos,
preciosos niños hacían aire con abanicos de colores, y su brisa parecía
encender ese rostro delicado, haciendo lo que deshacían.
Agripa Ah, qué esplendor para
Antonio!
Enobarbo Sus damas, a modo de
nereidas, de innúmeras sirenas, la servían haciendo de sus gestos bellas galas.
La del timón parece una sirena. El velamen de seda se hincha al sentir las
manos, suaves como flores, que gráciles laboran. De la nave, invisible, un
perfume inusitado embriaga las orillas. La ciudad se despuebla para verla, y
Antonio, entronizado, se queda solo en la plaza silbando al aire, que, por no
dejar un hueco, también habría volado a admirar a Cleopatra, creando un vacío
en la naturaleza.
(acto 2, escena 2) En la
producción de Trevor Nunn, tan realzada por Janet Suzman, Patrick Stewart era
un Enobarbo extraordinario. Se contagió del talento para el espectáculo con el
que la reina egipcia se aseguraba de que su gloria se apreciara y difundiera.
Agripa ¡Asombrosa egipcia!
Enobarbo Cuando desembarca, la
invita a cenar un enviado de Antonio. Ella contesta que prefiere –lo suplica–
que sea él su convidado. El galante Antonio, a quien nunca oyó mujer decir que
no, va al festín rasurado y recompuesto y su corazón paga la cuenta de lo que
comen sus ojos.
Agripa ¡Regia moza! Por ella el
gran César llevó al lecho su espada; él la surcó y ella dio fruto.
Enobarbo La vi una vez andar a
saltos por la calle; perdió el aliento, pero hablaba y jadeaba de suerte que al
defecto daba perfección y, sin aliento, alentaba poderío.
(acto 2, escena 2) El
homenaje es soberbio. Hábilmente, Enobarbo expresa el arte de Cleopatra para
perfeccionar un aparente declive y transformar su falta de aliento en poder
amatorio.
Mecenas Y ahora Antonio ha de dejarla totalmente.
Enobarbo ¡Jamás! Nunca lo hará.
La edad no la marchita,
ni la costumbre agota su infinita variedad. Otras son empalagosas, pero ella,
cuando más sacia, da más hambre. A lo más vil le presta tal encanto que hasta
los sacerdotes, cuando está ardiente, la bendicen.
(acto 2, escena 2) Metiéndose
al instante en el bolsillo el corazón de Antonio, Cleopatra dirige y representa
un espectáculo erótico en el que su nave se convierte en un trono relumbrante
que arde sobre el agua. Púrpura, oro y plata brillan vívidos y las velas
perfumadas embriagan el viento hasta hacer que se enamoren. Las sensuales
melodías de las flautas golpean amorosas sobre el agua operando como
afrodisíacos. Cual Venus de seda y oro, la propia Cleopatra se reclina
tentadora, rodeada de Cupidos con abanicos de colores que refrescan, mas
dejando incandescentes las mejillas de la lúbrica reina.
A modo de sirenas y atentas a
cada mirada de su señora, sus damas se inclinan ante ella con finura voluptuosa.
Rendido de deseo, Agripa, que es seguidor de Octavio César, la aclama como moza
soberana que se acostó con Julio César y dio a luz a su hijo Cesarión. Enobarbo
es maravilloso en sus respuestas. Saltando por las calles de Alejandría, la no
tan joven Cleopatra hace de su jadeo otra señal de dinamismo sexual.
El mayor homenaje de Enobarbo
es el famoso: «La edad no la marchita, ni la costumbre / agota su infinita
variedad». Radiante a sus treinta y nueve años, Cleopatra ofrece una
realización sexual que cambia con cada acoplamiento. Si otras sacian el placer
de sus amantes, sólo Cleopatra satisface y estimula más deseo. Y lo más
escandaloso y exultante: los sacerdotes de Isis la bendicen cuando arde de
lujuria. Hasta los actos más viles le cuadran si son suyos, pues en ella lo más
vil se vuelve encanto. La idea de hacerse, de llegar a ser, es el estribillo de
este gran espectáculo. En Antonio y Cleopatra hay
diecisiete casos de esta idea y sus variaciones. Recuerdo un solo caso de ella
en Hamlet, que es un drama de ser y dejar de ser. La
obra de Cleopatra se centra en devenir.
¿Cómo llamar al mutuo amor de
Cleopatra y Antonio? En primer y último lugar, es sexual. Cada uno de estos
supremos narcisistas se contempla más radiante a los ojos del otro. Con todo,
no son iguales. Antonio se somete incesantemente, pero Cleopatra no se rinde al
flujo del tiempo. Shakespeare insinúa que Antonio se afirma en ella buscando
apoyo para su alma vacilante. Sin embargo, ni la vitalidad imparablemente
floreciente de Cleopatra logra impedir su caída.
Shakespeare era un maestro de
la elipsis, de omitir cosas con el fin de despertar nuestra curiosidad por sus
orígenes. Salvo en una escena fugaz en la que Antonio maldice la traición de
Cleopatra, 2 nunca los vemos juntos a solas.
Cuando no se acoplan, ¿cómo se relacionan? Cleopatra menciona una ocasión en
que hubo intercambio de género. Ella lo vistió con su ropa y se puso su
armadura para empuñar su espada favorita, Filipos, con la que él derrotó a
Casio y Bruto.
Es difícil visualizar la mutua
soledad de estas dos fieras individualidades. Dependen de la admiración de sus
seguidores. En ellos Shakespeare inventó una nueva clase de ser carismático en
la que la adulación hace posible la dicha de la supremacía.
Desborda
el límite Antonio y Cleopatra empieza con Filón, uno
de los oficiales de Antonio, que se queja a otro del insensato enamoramiento de
su jefe: Sí, pero este loco amor de nuestro general desborda el límite. Esos ojos
risueños, que sobre filas guerreras llameaban como Marte acorazado, dirigen el
servicio y devoción de su mirar hacia una tez morena. Su aguerrido pecho, que
en la furia del combate reventaba las hebillas de su cota, reniega de su temple
y es ahora el fuelle y abanico que enfría los ardores de una egipcia.
Mira, ahí vienen.
Presta atención y verás al tercer pilar del mundo transformado en juguete de
una golfa. Fíjate bien.
(acto 1, escena 1) Todo en esta
gran obra «desborda el límite». Sube el Nilo, inunda sus orillas, trae
abundancia a la tierra egipcia. Las gigantescas personalidades de Antonio y
Cleopatra rompen todos los límites: Cleopatra Si de veras es amor, dime cuánto.
Antonio Mezquino es el amor que
se calcula.
Cleopatra Mediré la distancia
de tu amor.
Antonio Entonces busca cielo
nuevo y tierra nueva.
Coqueteando, Cleopatra
provoca a Antonio amenazándolo con fijar una frontera a su pasión. En el tono
del Apocalipsis, Antonio se jacta de que la encantadora a la que llama «mi
serpiente del Nilo» tendrá que descubrir un nuevo cielo y una nueva tierra.
Negándose a atender a los emisarios de Roma, exclama: ¡Disuélvase Roma en el
Tíber y caiga el ancho arco del imperio! Mi sitio es éste.
Los reinos son barro, y
la tierra con su estiércol mantiene a bestias y a hombres. Lo grandioso de la
vida es hacer esto, cuando una pareja tan unida puede hacerlo. Por lo cual,
¡bajo castigo reconozca el mundo entero que somos inigualables!
Podríamos llamar a esto
la epifanía de su pasión y de su orgullo. Antonio lo dice y no lo dice en
serio. Él ambiciona Roma y Egipto. Quiere el mundo entero. La grandeza de su
historia culmina en el fiero abrazo con Cleopatra. Explícitamente, celebra la
fusión sexual de sí mismo como Hércules y de Cleopatra como Isis. Ambos forman
una pareja inigualable sobre la cual el mundo debe emitir veredicto de
unicidad.
El orgullo por su proeza
compartida –política, militar, erótica– es uno de los grandes ingredientes de
su gloria. Este orgullo es semejante al gozo de Falstaff en su lenguaje y a la
confianza de Hamlet en el alcance de su consciencia.
Podría decirse que el mundo es
la tercera mayor personalidad de Antonio y Cleopatra.
Octavio César, el futuro Augusto y primer emperador, palidece en presencia de
Cleopatra, su Antonio y el ancho mundo. Octavio destruirá a Cleopatra y a
Antonio y se convertirá en el señor universal que imponga una paz romana. Y sin
embargo, tanto él como el mundo se convierten en público de los amantes
imperiales que acaparan la escena y se la apropian.
Cleopatra ¡Admirable engaño!
¿Se ha casado con
Fulvia y no la quiere?
No soy la boba que
parezco, y Antonio no va a cambiar.
Antonio...si no lo excita
Cleopatra.
Por amor del Amor y sus
tiernas horas, no perdamos el tiempo con disputas.
Que no corra un minuto
más de vida sin algún placer. ¿Qué diversión hay esta noche?
Cleopatra Atiende a los
embajadores.
Antonio ¡Quita allá,
discutidora!
A ti todo te cuadra:
reñir, reír, llorar; en ti toda emoción pugna por hacerse bella y admirada.
¡Nada de mensajeros!
Los dos solos pasearemos esta noche por las calles observando a las gentes.
¡Vamos, reina mía!
Anoche lo deseabas. [Al mensajero ] ¡No me hables!
Burlándose de su
amante, Cleopatra le recuerda su agresiva esposa, a la que él no quiere. Se
encoge de hombros y dice que prefiere creerle cuando él sólo habla de placeres,
aunque ella sabe lo que hay. La insensata respuesta de Antonio depende de la
rica palabra «excita», en la que se combinan la excitación sexual, la locura y
el estímulo para las nobles hazañas. «A ti todo te cuadra: reñir, reír, /
llorar». Cuadrarle todo esto suena como si se nos recordase el flujo y reflujo
de Cleopatra, como su Nilo. Antonio opta por la prolongación de los placeres,
incitado por presagios de un final próximo. Hábilmente, Cleopatra evita a
Antonio y le exige que escuche a los embajadores.
Hay aquí una huida hacia la
brillante destrucción cuando Antonio admira la pasión de su Isis.
Inconscientemente, habla como Osiris, ciego a su propia dispersión y hechizado
por una diosa cuyas lágrimas y risas realzan su belleza por igual.
Flujo y reflujo, el ritmo del
río del tiempo, pronto hacen que el romano Antonio oiga la resonancia de lo
opuesto: Enobarbo ¡Chss...! Aquí viene Antonio.
[Entra
Cleopatra.]
Carmia Él no, la reina.
Cleopatra ¿Habéis visto a mi
señor?
Enobarbo No, señora.
Cleopatra ¿No estaba aquí?
Carmia No, señora.
Cleopatra Estaba de ánimo
alegre, y de pronto le da por pensar en Roma. ¡Enobarbo!
(acto 1, escena 2) Cleopatra
intuye sagazmente que «pensar en Roma» alejará de ella a Antonio. La política y
la pasión se funden al darse cuenta de ello.
Enobarbo ¿Señora?
Cleopatra ¡Búscalo y tráelo
aquí! ¿Dónde está Alexas?
Alexas Aquí, a tu servicio.
–Ahí llega mi señor.
Cleopatra No quiero verlo.
Venid conmigo.
Su desdén es tan
auténtico como táctico y nos recuerda que, mientras ella representa
continuamente su propio papel, es consciente de los límites de su histrionismo.
Los mensajeros informan de que la mujer de Antonio, Fulvia, y su hermano Lucio
fueron derrotados por Octavio. Las malas noticias se multiplican. Los de Partia
han atravesado las líneas romanas. Fulvia ha muerto. Antonio, que no la quería,
la alaba como una gran alma «que nos deja». Una nueva percepción le avisa de
que debe romper sus cadenas egipcias y abandonar a la «reina hechicera»:
Antonio ¡Enobarbo!
Enobarbo ¿Qué deseas, señor?
Antonio Debo irme de aquí
pronto.
Enobarbo Mataremos a las
mujeres. Ya sabemos lo mortal que es para ellas un desaire. Padecer nuestra
ausencia será su muerte.
Antonio Tengo que irme.
Enobarbo En caso de necesidad,
que se mueran las mujeres.
Sería una pena
abandonarlas por nada, pero si hay una causa importante, que no cuenten. Como
tenga la menor noticia de esto, Cleopatra se nos va en el acto.
Por mucho menos la he
visto yo irse veinte veces. Será porque en ello hay un ardor que la hace
amorosa: se va con mucha rapidez.
Enobarbo es meticuloso
al describir el ardiente talento de Cleopatra para fingir sus muertes, un arma
decisiva en su arsenal.
Antonio Es más lista de lo que pensamos.
Enobarbo ¡Ah, no, señor! Sus
emociones están hechas de la flor del amor puro. No podemos llamar vientos y
lluvias a sus suspiros y sus lágrimas: son tempestades y tormentas mayores que
las que anuncia el almanaque.
Eso no es ser lista. Si
lo es, ella trae la lluvia igual de bien que Júpiter.
Antonio ¡Ojalá no la hubiera
visto nunca!
Enobarbo Entonces te habrías
quedado sin ver una gran obra maestra, y sin esta suerte menguaría tu fama de
viajero.
El lenguaje es
admirable y cómico, y nos dice una vez más que Antonio y Cleopatra no pueden
subsumirse en géneros o categorías. El pobre Antonio, embelesado por ella,
admira su arte y a la vez es reducido a desear que se termine. La lengua de
Enobarbo brilla cuando es un eco de Hamlet: ¡Qué obra maestra es el hombre!
¡Qué noble en su raciocinio! ¡Qué infinito en sus potencias! ¡Qué perfecto y
admirable en forma y movimiento! ¡Cuán parecido a un ángel en sus actos y a un
dios en su entendimiento!
(Hamlet,
acto 2, escena 2)
Cleopatra es una obra maestra que es maravillosa de otra forma: erótica y a la
vez, trascendente.
Antonio Fulvia ha muerto.
Enobarbo ¿Señor?
Antonio Fulvia ha muerto.
Enobarbo ¿Fulvia?
Antonio Ha muerto.
Enobarbo Entonces ofrece a los
dioses un sacrificio de gratitud.
Cuando place a sus
divinidades quitarle la mujer a un hombre, nos enseñan quiénes son los sastres
de este mundo. Y en ello está el consuelo de que, cuando un traje está gastado,
los del oficio hacen otro. Si no hubiera más mujeres que Fulvia, ¡triste
asunto! Tu pesar culmina en la consolación: el camisón viejo trae la enagua
nueva, y en la cebolla hay lágrimas que bañarán tu dolor.
(acto 1, escena 2) Esto es
fascinante, como si a Enobarbo lo hubiera contagiado el gozoso ingenio de
Falstaff, y me hace desear que Shakespeare hubiera agrandado su papel: Antonio
El asunto que ella ha abierto en el Estado no soporta más mi ausencia.
Enobarbo Y el asunto que tú has
abierto aquí te necesita, especialmente el de Cleopatra, que exige enteramente
tu presencia.
Antonio Basta de frivolidad.
Anuncia mi intención a mis oficiales. Yo haré saber a la reina la causa de este
apremio, y me dará licencia de partir.
[... ]
Anuncia a mis oficiales
mi deseo de que partamos en seguida.
Enobarbo A tus órdenes.
Esta secuencia es
esencial para aprehender la renovada subida del dinamismo de Antonio. De pronto
es romano y desea hechos, no ilusiones. Sus hercúleos y potentes vientos se
elevan y, a fin de corregirse, acepta que le digan sus defectos como arando
para arrancarle sus errores y devolverle su sentido del terreno de su gloria.
La rueda de la fortuna y del
tiempo que se hunde le avisa a Antonio de que su placer le llevará a la
pesadumbre. Enobarbo, el riente cínico, juega con la idea de una mujer que
muere al alcanzar su orgasmo. Cleopatra suele fingir la muerte, desmayándose
dramáticamente cuando le conviene, de modo que sus muertes implican un aumento
de vigor o exuberancia sexual. Enobarbo nos agrada por su abierta franqueza, su
lealtad a Antonio y su ingenio escabroso. Pero Antonio vuelve a ser un general
político romano y no hace caso a esas respuestas livianas. Su espíritu marcial
desborda el límite y él reasume su hercúlea estatura.
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