jueves, 19 de mayo de 2022

HENRY JAMES Viajes con Henry James. FRAGMENTO.

 

 

 


 

HENRY JAMES

Viajes con Henry James

Traducción de Borja Folch

 

 

 

 


 

PRÓLOGO

_______________________

HENDRIK HERTZBERG

Henry James era un arrogante freelancer de veintidós años cuando publicó, en el número del 16 de noviembre de 1865 del semanario The Nation, que llevaba cuatro meses en la calle, una de las críticas más demoledoras de la literatura estadounidense.1 En su reseña anónima de un libro —Drum-Taps, una colección de lo que rechazó como «poemas espurios»— lo consideró «una ofensa contra el arte», «burdo», «monstruoso», carente de «sentido común» y «agresivamente descuidado, falto de elegancia e ignorante». Establecidos estos preliminares, el futuro autor de Retrato de una dama, Daisy Miller, Los embajadores, La copa dorada, Otra vuelta de tuerca y mucho, mucho más, procedía a dirigirse directamente al censurable poeta, reprendiéndolo como sigue: «Ser adoptado como poeta nacional no es suficiente para descartar cualquier cosa en concreto ni para aceptar cualquier cosa en general, para acumular rudeza tras rudeza, para descargar los contenidos sin digerir de sus cuadernos sobre el regazo del público. Debe respetar al público al que se dirige; pues este tiene gusto, aunque usted no lo tenga... No basta con ser grosero, lúgubre y adusto. También debe ser serio.»

Perdonémoslo. Era joven y rebosaba energía y entusiasmo. Con el tiempo, como es natural, Henry James cambiaría de opinión acerca de Walt Whitman, tanto es así que, en 1904, él y Edith Wharton pasaban largas veladas leyendo en voz alta y con regocijo Hojas de hierba. (Mientras James leía, recordaría Wharton, «su voz llenaba la habitación silenciosa como el adagio de un órgano», y exclamaba, «¡Oh, sí, un gran genio, sin duda un grandísimo genio!».)2 Más o menos por aquel entonces, en una carta a un amigo que le había tomado el pelo sobre aquella antigua reseña, se mostró melodramáticamente contrito. Era una «vergüenza», se lamentaba, una «pequeña atrocidad» que había «perpetrado [contra Whitman] con la burda insolencia de la juventud». Y añadía: «Solo sé que llevo más de treinta años sin ver esa execrable reseña y que, si se cruzara en mi camino, nada me induciría a leerla. Disto tanto de “conservar” las abominaciones de mi primera inocencia que las destruyo cada vez que las avisto; menos mal que ocurre rara vez.»3

Menos mal que el James maduro no estaba en situación de destruir sus abominaciones de juventud, ninguna de las cuales, por cierto, era abominable. (Incluso su arrebatada demolición de Whitman crepita con una portentosa exuberancia.) Valgan de ejemplo los relatos de viajes reunidos en este volumen. Aparte de ser deliciosos por derecho propio, estas no abominaciones de juventud son importantes por lo que presagian. Se cuentan entre los primeros balbuceos de una gran carrera con pocas semejanzas entre los escritores estadounidenses y británicos —o entre los escritores de cualquier nacionalidad, si vamos al caso— del periodo entre la Guerra de Secesión y la Primera Guerra Mundial. (Para la literatura, la Edad de Oro fue de veinticuatro quilates.)

El inmortal chiste de Samuel Johnson —«Nadie más que un tarugo escribió alguna vez, excepto por dinero»— no era aplicable a Henry James. Al menos, no del todo. En sentido estricto, James no «necesitaba» dinero. Su padre, Henry James Sr., había heredado el equivalente actual a ocho millones de dólares y, por lo general, estaba dispuesto a proporcionar una carta de crédito cada vez que uno de sus hijos andaba escaso de dinero en efectivo. Henry Jr. amaba a su padre, a su madre, a sus hermanos y a su hermana, pero también amaba la independencia. Solo quería escribir y quería escribir lo que quisiera escribir, y quería ir donde quisiera ir y solo quería rendir cuentas consigo mismo. En última instancia, escribió para hacer arte. Pero también escribió para soltar lastre, para liberarse a fin de hacer arte. Escribió por escribir. Para él escribir era un propósito en sí mismo; pero no el único propósito, no cada vez que se sentaba a su escritorio.

En una época en la que pocos miembros cultivados de las clases media y media-alta podían permitirse viajar por placer, pasear de prestado era lo más parecido. Había un próspero mercado para los relatos de viajes. Aumentaban las tiradas, y las revistas estaban ansiosas por sacar provecho. Incluso una revista menor e intelectualmente elitista como The Nation —que entonces, como ahora, se consagraba a la política, con una sección de crítica cultural— quería su parte del pastel.

Con cierta modestia, James también. El dinero rara vez motiva a los escritores de la Nation actual, pero para James, en aquel entonces, ocupaba un puesto alto en la lista. Los honorarios que percibía por estos artículos —50 dólares la pieza— quizá no parezcan gran cosa, pero eran suficientes para que recorriera buena parte del camino hacia la autosuficiencia mientras deambulaba por el noreste de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa occidental durante la década de 1870, acumulando impresiones que, tarde o temprano, aparecerían en sus novelas y sus cuentos.

Henry James era, casi literalmente, un viajero nato. Apenas tenía seis meses en octubre de 1843 cuando, junto con su familia, cruzó el Atlántico por primera vez. (Los James lo hicieron a lo grande, a bordo del Great Western, un vapor de ruedas con el casco de madera, de un tamaño y un lujo sin precedentes.) Efectuó otras cuatro travesías en la adolescencia, yendo a una apabullante variedad de colegios, estudiando con una sucesión de profesores particulares y convirtiéndose en un asiduo visitante bilingüe de Londres, París y Ginebra. Pasó buena parte de la década de 1860 en Estados Unidos, mayormente en Boston y Cambridge. No regresó a Europa hasta 1869, esta vez como adulto y enfáticamente por su cuenta, para quince meses de viaje intensivo; Londres de nuevo, París de nuevo, Ginebra de nuevo y entonces, en un estado rayano en el éxtasis, Italia: Milán, Verona, Padua, Venecia, Pisa, Nápoles, Génova, Florencia y Roma.

Cuando regresó a Cambridge tenía veintisiete años. Todavía no había escrito un solo libro ni era famoso, pero sus críticas y relatos lo habían convertido en el favorito de los directores de las mejores revistas. Leon Edel, el biógrafo definitivo de James, resume el paso siguiente de su personaje, así como los motivos que hay detrás:

Apenas acababa de establecerse de nuevo en Quincy Street a principios de verano de 1870 cuando convenció a The Nation para que aceptara una serie de artículos sobre viajes de su pluma; visiones de Rhode Island, Vermont, Nueva York. Fue una oportunidad para ganar algo de dinero en efectivo; también fue una manera de convencer a The Nation de lo vivaz que podía ser como cronista de viajes, sobre todo si estuviera en Europa.

Existía, no obstante, un incentivo más profundo. Estaría «angustiado cual náufrago», dijo a [su gran amiga] Grace Norton, si regresaba a Europa con una «ingrata ignorancia y negligencia» de su tierra natal. Por consiguiente iría a «ver todo lo que pueda de América y lo restregaré con resuelto fervor». Su gira consistió en una estancia de un mes en Saratoga, donde tomó las aguas y «astutamente observaría muchas idiosincrasias de la civilización estadounidense; una semana en Lake George; quince días en Pomfret, donde sus padres estaban de vacaciones; y otros quince días en Newport».4

Al menos tres cosas resultan especialmente llamativas a este respecto. En primer lugar, el joven James se considera suficientemente extranjero en su tierra natal para sentirse obligado a emprender un trabajo de campo, un programa sistemático de estudios cuyo objetivo era familiarizarse con sus rasgos geográficos y sociales. En segundo lugar, se propone recorrer una porción extraordinariamente reducida de su país. A fin de «ver todo lo que pueda de América», traza un itinerario que consiste únicamente en prósperos centros turísticos del Noreste. En tercer lugar, además de ponerse al día sobre «América» y ganar un poco de dinero, pretende inducir a The Nation a subvencionar su viaje por Europa, el lugar donde su fervor era verdaderamente resuelto. Sus seis ensayos para The Nation sobre lugares de Estados Unidos le valen otros diecisiete sobre Inglaterra, Escocia, Francia, Alemania y, con sumo cariño, sobre Italia.

La instantánea de Edel permite vislumbrar lo que cabría llamar el genio estratégico de James en el gobierno de su carrera. Desde el principio avanzó hacia la grandeza con majestuosidad, conforme a un plan íntimo. Su ambición era inmensa, su confianza en su arte y su talento, insondable. Fue su propio maestro, su propio mentor, su propio crítico, su propio supervisor. El resultado final, al cabo del tiempo, es un conjunto de obras sin par por su afiligranada calidad, así como por su pura cantidad. (En la biblioteca del Dartmouth College encontré siete metros y medio de estantes dedicados a escritos de Henry James, y otros seis metros con libros acerca de él.) Hacia el final de la década en que fueron escritos estos ensayos, James aparecería, con treinta y siete años, convertido en la madura autoridad literaria que seguiría siendo durante la segunda mitad de su vida.

Para los lectores de estas postales jamesianas, entonces como ahora, hay un bienvenido desapego de las noticias del momento. Las tribulaciones de la guerra, la política y la revolución casi nunca importunan y, cuando lo hacen, solo son referencias hechas como de pasada. Instalado en su hotel de Lake George en 1870, relajándose con la lectura de los periódicos neoyorquinos, está «leyendo sobre las grandes hazañas de Prusia y la confusión de Francia» mientras escucha a una banda de música germano-americana. «¡Qué augurio para el futuro de Prusia!», se maravilla. «Su sencilla presencia teutónica parecía un presagio.» (No podía saber en qué medida iba a serlo.) En París en 1872, «tras un ajetreado, polvoriento y agotador día en las calles, mirando ruinas carbonizadas y encontrando en todas las cosas una vago regusto a pólvora», asiste a una comedia de Molière en el Théâtre Français. El esplendor de la actuación le induce a sentir «una especie de lánguido éxtasis de contemplación y maravilla —maravilla de que la tierna flor de la poesía y el arte florezca de nuevo sobre prendas de ropa manchadas de sangre y tumbas recién cavadas». (Está aludiendo, por descontado, a la brutal represión de la Comuna de París el año antes.) Pero en estos ensayos no estamos en un concienzudo viaje de investigación. No estamos sin blanca en París y Londres. No, estamos cómodamente retirados en Saratoga y Venecia (y en París y Londres también). Viajamos por placer, y placer es lo que James nos proporciona; placer en los lugares a los que nos lleva y, sobre todo, placer en su compañía.

Viajar con James en estas páginas es tomarse unas apacibles vacaciones con un compañero totalmente avezado, sumamente culto e inteligente en extremo. Nuestro guía es un observador curioso no solo de paisajes, calles y catedrales sino también de cuadros, obras teatrales y las características —nacionales, sociales e individuales— de las personas que encontramos a su lado. Este es un libro para ser leído despacio, a fin de asimilar mejor sus vistas y sonidos, sus perspicacias y reflexiones; un libro de paseos a pie y, de vez en cuando, esporádicos trayectos en coche de caballos, con el chacoloteo de los cascos en los adoquines. Palabra a palabra, locución a locución, las largas frases de James, deliberadamente serpenteantes, bellamente detalladas, le guiarán al tomar las curvas de una carretera rural, al subir la escalinata de un castillo desmoronado y al entrar en el silencio de una posada rústica o en el bullicio de un gran hotel. Siga el consejo de su compañero de viaje:

Ir en busca de cualquier objeto con el que uno ha soñado más o menos tiernamente; encontrar tu camino; acercarse con sigilo; ver por fin, sea iglesia o castillo, las cúspides de las torres asomar sobre olmos o hayas; seguir adelante con prisa y aparecer, y detenerse, e inhalar esa primera bocanada de aire que es el acuerdo mutuo entre tantas sensaciones; este es un placer concedido al turista incluso después de que el gran resplandor de la fotografía haya disipado tantos dulces misterios del arte de viajar.

De modo que haga el equipaje, y no olvide su reloj de bolsillo, su sombrero o gorra de cazador ni sus pasajes para la travesía. Aquí tiene su Baedeker. Bon voyage!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

FILOSOFÍA Y LITERATURA

  FILOSOFÍA Y LITERATURA. Ejemplos de Novelas Filosóficas: "El Extranjero" de Albert Camus Resumen: La historia de Meursault, un h...

Páginas