Henry James
Novelistas
Notas sobre novelistas
Traducción de Amelia Pérez de Villar
Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevenson tuvo la
inmensa suerte de crear, en mayor medida que cualquier hombre de su oficio en
nuestros días, un corpus de lectores inspirados por unos sentimientos que
nosotros, mayoritariamente, ponemos sólo al servicio de aquellos a los que
profesamos un afecto personal. No hay nadie, podemos afirmar con total
seguridad, de cuantos conocieron al hombre, que no fuese también devoto del
escritor, confirmándose así una regla general (si es que existe tal cosa) que
nos ofrece muchas excepciones; pero como es natural y no necesariamente
inconveniente no todos los devotos del escritor tuvieron la posibilidad de
llegar hasta el hombre. La cuestión fue que, de algún modo, el hombre sí llegó
hasta ellos y leerle –me refiero a leerle en toda la magnitud de su atractivo–
llegó a significar para mucha gente casi tanto como conocerle en persona. Fue
como si se escribiera a sí mismo de la forma más categórica y completa y
saliera directamente a la superficie de su prosa, o aún más, a la superficie
del más afortunado de sus versos; de modo que todo esto irradiaba, además de
muchas otras cosas, su propio aspecto, sus gestos y su voz, sugería su vida y
sus maneras, todo lo que allí había de él, sin exceptuar sus «tremendos
secretos». Enseguida conseguimos poseerle entero, y el ejemplo es de lo más
curioso y bello si tenemos en cuenta que nunca hizo de la confesión un negocio
ni cultivó casi ninguna de esas formas que sirven para hacer brillar el ego.
Sus grandes éxitos fueron historias inventadas de personas muy diferentes a él
y el objetivo, como hemos aprendido a llamarlo, fue el ideal al que se entregó
en sacrificio la mayoría de las veces.
No obstante, esto tuvo tal
repercusión que sus Cartas nos han
proporcionado el placer de dar el empujón definitivo a una puerta que ya estaba
entreabierta y que franqueamos con extraordinaria ausencia de todo sentimiento
de intrusión. Porque tenemos la sensación de vivir allí con él, pero entonces
surge la pregunta: ¿qué hemos estado haciendo hasta ahora? En todas sus Cartas brilla el ego, sin duda, y de qué
formidable manera: a fin de cuentas, brillar es lo mejor que puede hacer el ego
en cualquier carta. Hasta las Cartas de
Vailima, publicadas por el señor Sidney Colvin en 1895 ya habían logrado
dos cosas: afianzar cuanto acabamos de decir y aplacar nuestra inseguridad: «El
otro día se me ocurrió de pronto que este diario mío que te escribo puede ser
un buen bocado cuando me muera: cualquiera podría convertirlo sin grandes
dificultades en un libro de algún tipo. Así que, por amor de Dios, no lo
pierdas».
Ya que estamos en estos términos
con nuestro autor, y nos sentimos como si siempre lo hubiéramos estado, vamos a
aprovecharnos de esas libertades que no parecen sino la consagración de esa
intimidad. Porque no sólo no tenemos sensación de intrusión: estamos además tan
dispuestos a penetrar más que, cuando lleguemos al límite, nos sentiremos como
si se hubiera mutilado la historia y nuestro ejemplar no estuviera completo.
Ahí está justamente lo que captamos como el secreto de nuestro vínculo: claro
que era personal, si no ¿qué relación iba a propiciar, más que la de la convivencia?
Habíamos convivido con él en La isla del
tesoro, en Secuestrado y en Catriona, de la misma manera que lo
hacemos, a la luz de estos volúmenes póstumos, en los Mares del Sur y en
Vailima; y nuestra actual confianza proviene de una continuidad real,
especialmente atrayente. No es que estas novelas fuesen «subjetivas»: es que su
vida fue romántica y, en el mismo grado que su propia concepción, su
presentación de ese elemento nos toca y nos conmueve. Si queremos saber más es
porque siempre estamos dentro de esa historia, por todas partes.
A esta dimensión tan fascinante
del relato contribuyen de hermosa manera los dos volúmenes de correspondencia
editados ahora por el señor Sidney Colvin. El anaquel de nuestra biblioteca que
alberga mis epistolarios predilectos está bastante bien provisto, pero no
abarrotado: su gloria no es tanta como para negar un hueco a Stevenson entre
los primeros. Porque él no figurará entre los escritores –aquellos que merecen
disfrutar de los primeros puestos de esta fila– a los que sólo les ocurren
cosas insignificantes y que nos engatusan sacando a esas cosas el máximo
partido, no: él pertenece a esa clase que tiene el material y las maneras, la
sustancia y el espíritu, esos a quienes la vida lleva sin sobresaltos, y que a su
paso envían señales y se comunican, por no decir que gesticulan notoriamente.
Él vivió hasta el último pulso, y lo más grave que le podía haber pasado
hubiera sido verse en una situación de la que no tenía nada que contar. De
cuantas palabras pueda haber pronunciado en determinadas ocasiones, es
inevitable, no tenemos noticia ahora mismo: un hecho perverso que, como ya he
sugerido antes, nos afecta como un inexcusable vacío en la historia. Pero nunca
le faltó aquello por lo que nos gustan sus cartas: la expresión completa del
momento y el estado de ánimo, lo bueno, lo malo y lo regular que hubiera en su
cabeza, en su corazón o en su casa.
Colvin nos ofrece una admirable
«Introducción»: una caracterización de su amigo fundada en el conocimiento y en
el juicio hasta tal punto que toda la esencia del hombre nos golpea como si se
hubiera extraído y expuesto directamente en ese texto. Aclara lo relativo a
cada grupo y cada período con notas que no dejan nada que desear; y nada me
queda a mí tampoco por agradecerle, salvo la sospecha de que buscaremos otro
volumen que nos ayudará a liberarnos de esa sensación de misterio que nos
provoca el autor: deberemos aceptarlo, insisto, con la misma ausencia de
escrúpulos. No hay nada que defina tan bien nuestro tiempo como esa cuestión de
lo inviolable, el derecho de intimidad y la justicia de nuestro clamor para
protegernos de los editores y otros intermediarios y escondernos tras la
máscara de un personaje eminente o desafiante; y el nudo que así se presenta
es, desde luego, difícil de deshacer. No obstante, podemos considerarlo como
una cuestión sobre la que publicaciones como la del señor Colvin tienen mucho
que decir.
No hay intimidad absoluta salvo,
claro está, que el sujeto expuesto deseara o se entregara activamente a procurarla;
cuanto es sagrado en exceso no suele no ser, en otros sentidos, superlativo.
Podemos sostener que hay personas –tal vez, especialmente los artistas– que
están bien aconsejadas si el consejo es que borren sus huellas; y nuestro andar
tras ellos, o nuestro permanecer en pie ante ellos, en algunos casos, es
cuestión sin importancia si se compara con el hecho de que hemos aumentado
nuestro valor. Una vida como la que ahora nos ocupa puede, naturalmente, no ser
más que el reverso de una estrategia disuasoria para el que insiste en
preguntar, y un ejemplo sobremanera acertado porque conlleva el riesgo de la
indiscreción. Stevenson nunca borró sus huellas, y esas huellas han resultado
ser, seguramente, nuestro mejor compañero. Las hemos seguido hasta aquí, de año
en año, de estadio en estadio, con la misma sensación de encantamiento con la
que él nos hizo seguir a algún héroe acorralado entre el brezo. Vida y destino,
y alguna catástrofe temprana, le pisaron siempre los talones y cuando al final
cayó de rodillas, luchando en un acto de pura valentía, se nos ofrece ese
«final feliz» como lo llama en algunas de sus cartas: esencial, aunque
precipitado y nada convencional.
Sus antecesores y sus orígenes
contribuyen a un retrato que, me parece a mí, no podría haber tenido mejor
comienzo –dado que hablamos de «finales»– aunque lo hubiera preparado. Pero,
claro está, sin unos preparativos adecuados, no fue más que una maraña de
palabras desperdiciadas sobre él, una de esas innumerables cuestiones de
«efecto», escocés o no, que contribuyeron a poblar su conciencia romántica. En
primer lugar, Edimburgo, la ciudad romántica, que además de su ciudad fue la
del gran precursor al que en Weir de
Hermiston, y en cualquier otra obra, exprime tanto a pesar incluso de la ausencia
continua, en virtud de sus constantes referencias imaginativas y de un bagaje
intelectual inmenso. El trasfondo inmediato, constituido por la actividad a la
que se dedicaba su familia –se encargaban de encender el alumbrado público en
las costas del norte– fue el escenario en el que mejor pudo ver cuál sería su
camino; no fue menos oportuno el hecho de que estuviera solo en casa de su
padre, máxime cuando el padre –de manera admirable celebrado por el hijo y
ensalzado según su estilo– fuera un hombre a la antigua, lleno de vigor y el
hijo, un genio en ciernes y de constitución frágil, fuera (en palabras de la
encantadora anécdota de una dama de Edimburgo, recogida en uno de estos
volúmenes) si no exactamente lo que podríamos llamar «huesudo», sí «pálido,
penetrante e interesante». Desde el principio se imponía aplacar al poeta que
había en él: naturalmente, esto sólo duró un tiempo, durante el cual vivió con
lo justo, como suele suceder con los poetas. Así que, representando su papel
con fricción y tensión, y con la relación filial perturbada al modo clásico,
rompiendo la tradición y perdiendo la fe de cuando en cuando, con excursiones
inquietas y regresos sombríos, con el amor de su vida mezclándose en su
corazón, en gran medida, con todo tipo de muestras piadosas y de pasión, y con
el artista injustificado fermentando y ganando terreno al ingeniero díscolo,
con todo ello gozó Stevenson del mejor comienzo posible para llegar a ser el
personaje al que se acabaría aferrando.
Obviamente, todo esto es lo que
la historia –que luego acabaría por aceptarse de manera generalizada– pretendía
ofrecer como meros pecadillos juveniles de una inteligencia algo misteriosa.
Pero la vida tuvo luego la divina habilidad de llevarle por un curso normal y
coronarle, tras un par de aventuras para pasar el rato, con una boda temprana y
una gran responsabilidad cívica. En otras palabras: la historia real iba a
trascender a la historia aceptada, pues se trataba del caso de un héroe que
había pasado enormes dificultades y había salido bastante bien parado. No había
ningún problema respecto a la disciplina de Alan Fairford, pero el joven era, a
fin de cuentas, un fénix. Cuando vio que la cuestión era justificarse por
haberse desviado del camino –como sucede en las encantadoras historias Viaje tierra adentro y Viajes en burro– ¿cómo iba a dejar pasar
la ocasión de hacerlo con total felicidad? La fascinación que hay en él, desde
el principio, es la de la mezcla, y el extraordinario atractivo de sus cartas
es que todas sin excepción contienen esa mezcla. Además, sus proporciones
resultan admirables: todas ellas difieren de lo que él decidió, tanto en
relación con el resto de componentes como con el todo. Una vida libre hubiera
sido su sueño, si gran parte de ella no hubiera estado ocupada por ese amor a
las letras, la expresión y la forma: otro modo de nombrar a una vida de
entrega. Las palabras que mejor le definen, por la misma regla de tres, bien
podrían ser que consumó la escritura, de no ser porque se le retrata mejor
diciendo que vivió de manera absoluta.
Exquisitamente divertido como
era, sus ambigüedades y compatibilidades ofrecían siempre, por mucho que se
conocieran de sobra, entretenimiento sin fin tanto para sí mismo como para los
demás. Y nadie supo tan bien como él con cuántas cargas diversas se vio
abrumado o, dicho de otro modo, cuántos caballos tuvo que guiar a la vez.
Tomaré su propia charla deliciosa para mostrar cuánto más absurdo podría
resultar, incluso cuánto más oscuro, que tan incurable trotamundos se viera
involucrado con tan incurable escritorzuelo y con tan incurable inválido, y que
un hombre se descubriera de pronto siendo un barquero empapado, atrapado por el
«estilo», un sinvergüenza bohemio atrapado por la obligación, y una víctima del
ansia y el instinto aventureros, que tiene al mismo tiempo una visión de la
vida crítica, constructiva y sedentaria. Él gozaba de todo eso, de la aventura
en mayor medida que del resto. Para sentirlo, nosotros sólo tenemos que apartar
la vista del estallido de belleza que todo esto ha plasmado en sus textos y
darnos a la contemplación, no menos bella, de la gran cima de aquella colina
del Pacífico donde le depositaron tras su muerte líderes e isleños. El destino,
como si hubiera querido distinguirle con toda la elegancia posible, parecía
proporcionarle siempre una ocasión de actuar o dejarse llevar que sólo tenía a
su favor una dificultad inusitada. Si la dificultad, en estos casos, no
contenía para él toda la belleza, al
menos nunca le impidió encontrar –o no nos lo impidió a nosotros, en todo caso,
como observadores– tanta belleza como suele encerrar cualquier gran riesgo que
se asume para obtener de él una idea, o simplemente un goce. El goce del
riesgo, mejor cuanto más personal, nunca se apartó de él: no más que la
excitación que provoca una idea. El paso más importante que dio en su vida es
un buen ejemplo de esto, como podemos ver a la luz de El emigrante por gusto y A
través de los llanos, un relato de las condiciones en las que viajó de
Inglaterra a California para casarse. Aquí, como siempre, la gran nota es la
mezcla heroica: lo que vio, tanto moralmente como en su imaginación; la acción,
el actuar a toda costa, costas que llegaron a hacerse inmensas por sus
condiciones de salud y su necesidad de dinero, por las enfermedades y la
ansiedad más extremas, y por su sensibilidad y percepción sin descuento. Había
sido lanzado al mundo como luchador, con el organismo de un –digamos–
«compositor», y –añadiremos– con una divina cordura, que resultó sanadora.
Es indudablemente tras establecerse
en Samoa cuando sus cartas tienen más que ofrecernos, pero hay cosas que
exhalan ya desde el principio, y que dan esa nota característica: nos muestran
su imaginación jugando con la broma o con la filosofía, según las
circunstancias. La dificultad de escribir sobre sí mismo según su impresión
personal, estriba en sugerir lo más directamente posible, esa forma de «ser un
genio» en la que seguía apoyándose. En 1879 escribió a Edmund Gosse desde
Monterrey sobre determinados síntomas, graves, de una enfermedad: «Tal vez me
equivoque, pero… Estoy convencido de que debo ir… Porque la muerte no es mala
compañera; unos cuantos dolores y jadeos y se acabó; como el niño que no quiere
ir a la escuela, estoy empezando a cansarme, a volverme huraño, en esta ciudad
tan grande y bulliciosa, y podría correr hacia mi enfermera, aunque tuviera
ella que azotarme para hacerme ir a la cama». Esta encantadora renuncia se
expresa en el mismo momento en que su talento se estaba volviendo más agudo.
Estaba tan apegado al sentimiento de juventud, a la idea de juego, que veía
todo lo que le sucedía con imágenes y figuras del ámbito del deporte y de la
niñez. «¿Vas a venir a verme un día de estos? Yo sigo volviendo, continuamente,
de los dominios de Hades. He mirado a ese caballero a los ojos y, después de
cada visita, le temo un poco menos. Lo único que me da cierto miedo es Caronte
y su habilidad, algo tosca, para llevar una barca».
El miedo le acompañó, y fue a
veces mayor, otras menor, durante los primeros años de su matrimonio, los que
pasó en Inglaterra o en el extranjero recluido en sanatorios, y marca
constantemente el final de sus manifestaciones de humor, un humor siempre
ocupado en el otro extremo con la impaciencia de su encierro y las
precauciones, la visión y la invención de situaciones casi siempre al aire
libre. La posibilidad de salir al aire libre fue lo que al final le atrajo
tanto como para jugárselo todo, como era habitual en su admirable imprudencia,
y su actuación estaba justificada de manera extraordinaria. «Ningún hombre,
salvo yo mismo, ha conocido mi amargura en estos días. Recuerda eso la próxima
vez que pienses que me lamento de mi exilio… Recuerda a aquel cafre paliducho
que vivía en Skerryvore como un gorgojo en una galleta».
Encontró, tras una búsqueda llena
de extraordinarias aventuras, la isla del tesoro, el paraíso climático que
cubría, incluso superaba, sus expectativas. Con este descubrimiento hizo su
entrada en el período de mayor riqueza y plenitud, el tiempo en el que su genio
y su carácter, tal y como atestigua la maravillosa espontaneidad de sus cartas
caprichosas, dieron sus mejores frutos. Al empaparse de Samoa había hecho
consigo mismo lo que hubiera hecho con el héroe de una de sus novelas, pero con
dificultades y valentías reales y palpables. «Ya no tengo más esperanza en nada
–esto en medio de una magnífica producción– de la que pueda tener en una rana
muerta; me lanzo a cualquier cosa con serena desesperación, y no me importa… de
la misma manera que siempre me hago a la mar con la convicción de que me voy a
ahogar, y lo prefiero a cualquier otro placer». Podía hacerse a la mar cuanto
quisiera y no renunciar a momentos como los que evoca con gran viveza en una de
estas páginas: los del goce de la composición de sus obras de ficción, momentos
que le arrojaban al corazón de una tormenta que le abatía, en medio del
quebrarse de los objetos, y le obligaba a sacrificar el tema que ya tenía
atrapado, o así podría parecernos, a fuerza de permanecer sentado, atado a su
escribanía. «Si al menos pudiera asegurarme una muerte violenta, ¡qué hermoso
triunfo! Yo quiero morir con las botas puestas, no quiero más Tierra de
Counterpane para mí. Morir ahogado, de un disparo, cayendo de un caballo… sí,
hasta morir ahorcado, antes que pasar otra vez por esta disolución lenta».
En una de las Cartas de Vailima, publicadas por Sidney
Colvin en 1895, a la que este escrito nos hace regresar enseguida, habla de una
de sus ficciones como «un relato largo y duro, con alguna escena de los usos de
hoy en día en el gran mundo, no esa farsa chapucera de las ciudades, los clubs
y las universidades, sino el mundo donde los hombres llevan aún una vida de
hombres». Esto es obvio. Y en la misma carta incluye un resumen de todo aquello
que en sus últimos días le ha satisfecho y atrapado y que es tan significativo
como chispeante. Su corresponsal, que inevitablemente estaba en casa de cuando
en cuando para recibir a los amigos, parece haber sucumbido ante uno de esos
avisos inofensivos de la moralidad –a juzgar por los peligros, distantes, que
sin embargo parece ir rondando– que a todos, en mayor o menor medida, nos
impulsan a librarnos del cargo de conciencia que nos produce pensar que él
podría apañárselas perfectamente sin nosotros, y que nuestra mansedumbre
colectiva estaba muy lejos (este es el caso, es obvio) de conformar un elemento
que fuera adecuado para él. No hay vida romántica por la que no se haya
sacrificado algo querido, y en nuestra categoría inevitable se ha hecho borrón
y cuenta nueva con nosotros.
Tu carta contenía el más
maravilloso «Te lo dije» que he oído en toda mi vida. ¿Por qué, tío loco? Pues
no cambiaría yo mi situación presente por ningún puesto, dignidad, honor o
ventaja que me fuera concebible. Todo es perfecto. Estoy viviendo un momento
maravilloso. Y en cuanto a las guerras, o a los rumores de guerra, seguramente
ya sabrás de mí bastante como para aceptar que prefiero eso mil veces antes que
la paz decrépita de Middlessex. No me gusta nada la política. Soy demasiado
aristocrático, me temo, para eso. Dios sabe que me preocupa poco con quién me
junto: tal vez los marinos son los que prefiero; pero andar por ahí difamando y
acusando sólo para hacerme con un grupito de seguidores, eso nunca.
Sus categorías le resultaban
satisfactorias; se había apropiado de ese «mundo donde los hombres llevan aún
una vida de hombres», y que no era, ya lo hemos visto, «esa farsa chapucera de
las ciudades, los clubs y las universidades». En definitiva, por fin se sentía
en su sitio, aunque hubiera pagado un alto precio, todo hay que decirlo. Una
simplificación de sus opiniones que, desde el punto de vista intelectual, no
había conseguido calibrar: esa era una de sus escasas limitaciones. Pero, en
cierto modo, eso había contribuido a aumentar su extraña habilidad y dejaba en
situación de supremo alivio su afinidad con el universal romántico. Y no es que
ya todo fuese para él nada más que navegar, pero había conseguido, a la edad de
cuarenta años, convertir su vida en un cuento: el del hombre que consigue, en
un entorno que él mismo describe como «un paraíso expurgado», una maravillosa
conciencia física de la que había carecido hasta entonces. Esto mejoró su
carrera en todos los sentidos, abriendo aún más la puerta a ese juego de las
cuatro esquinas a tamaño natural en el que a nosotros nos interesa verle
siempre, desde el punto de vista crítico. Permítanme repetir que estos nuevos
escritos, que comienzan en la fecha de su expatriación definitiva, nos llevan
constantemente a los detalles del cuadro de las Cartas de Vailima; resultado, constante también, es que damos
gracias a nuestra estrella –por no hablar de la suya– por que Stevenson contara
en aquellos tiempos con un corresponsal y un confidente que le tiraba de la
lengua con tanta elegancia. Si pudo hacer de Sidney Colvin su chargé d’affaires literario, el amigo
ideal y un alter ego en el que se
podía apoyar sin límite, esto prueba en gran medida que en su natural había
algo que lograba que la gente deseara hacer algo por él, con lo raros que son
estos casos. Con el señor Colvin tiene más familiaridad que con cualquier otra
persona, se muestra más directo y caprichoso y, con frecuencia, más inimitable
que todos aquellos a los que sólo se puede definir con extensas citas. Y, a
pesar de todo, la cita en sí se atora: no tiene nada que la guíe salvo el
espíritu perpetuo de su autor y su agudeza perpetua, su dicha, su inquietud en
materia de caprichos y de juicios. Todo esto le hace saltar de un polo a otro y
mantenerse en equilibrio a veces entre los objetos y sujetos que pueblan su aire,
como hace una abeja cargada de polen entre las flores.
Nunca resulta tan delicioso como
cuando es más egocéntrico, cuando se muestra más conscientemente encantado con
algo que ha hecho:
Y los papeles, que no valen gran
cosa, rodando por ahí. No hay duda. Estoy de acuerdo contigo: las luces parecen
estar algo bajas.
Cuando nos enteramos de que los
artículos a los que hace alusión son los que se compilan en A través de los llanos asentiremos ante
esta impresión que le causan después de un intervalo de tiempo complicado,
cuando envidia a ese autor que, en una isla remota del Pacífico, podía ver cómo
flotaban hacia él Los portadores de
faroles, Carta a un joven caballero
y Pulvis et Umbra como garantía de su
facultad, y constituían entre las tapas un libro que iba a pervivir. Por otra
parte, la sabiduría viril de Stevenson, su notable cordura al final, siempre
estuvo cercana a su comedia y puerta con puerta con su jerga, y no fue lo que
le procuró menos satisfacciones.
Y por bajas que estén las luces,
lo sustancial es cierto y, creo yo, más efectivo. Después de todo, aquello que
deseo combatir se combate de la mejor forma presentando la verdad con la mayor
crudeza. El mundo debe regresar alguna vez al concepto de «deber» y desterrar
el de «recompensa». No hay recompensas, y sí muchos deberes. Y cuanto antes se
dé cuenta el hombre de esto y empiece a actuar en consecuencia, mejor para él,
ya sea un caballero o un perfecto bárbaro.
Es difícil encontrar un párrafo
que por sí mismo exprese a su autor mejor que este. Aunque también en este otro
encontramos mucho de él:
¿Dónde encuentran los periodistas
todas esas bobadas? A mí me ha llevado dos meses escribir 45.500 palabras y,
¡menuda proeza! Pues estoy orgulloso de ello… Un librito muy respetable por
cinco pavos, que florecerá sin ser leído en los escaparates. Después de eso me
lanzaré a la ficción. ¿Descansar? Ya descansaré en la tumba, o cuando vaya a
Italia. Con que el público continúe dándome su apoyo… Al no morir perdí mi
oportunidad; y ahora poco temor me causa eso. Esta mañana he trabajado casi
cinco horas; ayer, casi nueve. Y a menos que me liquide escribiendo esta carta,
me queda otra hora y media, o aiblins twa,
antes de comer. Pobre hombre, cómo debes envidiarme cuando te narro estas
orgías de trabajo, cuando tú apenas puedes escribir una carta. ¡Pero, Señor!
Qué suerte, Colvin, que nuestras posiciones no puedan intercambiarse, porque yo
no tengo posición alguna, ni sirvo para tenerla. La vida es una pendiente
abrupta. Aquí, me meto un poco con Knappe y ahí se acabó el cotilleo.
Cuando hablaba efusivamente –y
esta era su forma de hablar– cuando hablaba, sobre todo, de todo el trabajo que
tenía entre manos, era porque, aunque siempre estuvo delicado de salud, nunca
se mantuvo inactivo, y lo que hizo lo hizo con pasión. No estaba hecho, dice,
para acomodarse a posición alguna, pero hubo una situación que se apoderó de
él, de forma inexorable, en Vailima. Y sin duda esa situación acabó por
engullirlo. Su posición, con diferencias, comparando en algunos aspectos lo
insignificante con lo excepcional y con menos diferencias, después de todo, que
similitudes, se parece a la de Scott en Abbotsford: con solidez, sensibilidad y
fortaleza por parte de uno y de otro, a pesar de ese inmenso don de la visión
poética y dramática, ambos hombres tenían una naturaleza común. La vida llegó a
ser para cualquiera de ellos más grande de lo que su capacidad de respuesta
podía alcanzar, y en el momento de su muerte tampoco se diferenciaron. La
tardía emancipación de Stevenson fue un cuento de hadas sólo porque él era, a
su modo, un hechicero. Le gustaba jugar con muchas cosas, sin apegarse a
ninguna. No hay nada que supere la impresión que tenemos de las cosas que él
manejaba en aquellos años y las que casi sin orden ni descanso planeó e
inventó, inició, contó, y dejó de lado, o inició, contó y llegó a culminar. Si
tuviera espacio para embarcarme en una selección de estas, tomadas directamente
de sus fuentes, nada me gustaría más que hacer un seguimiento de sus «opiniones
literarias» y sus proyectos literarios; el enjambre disperso de sus
pensamientos, sus simpatías y antipatías, obiter
dicta, como creador; sus chaparrones y antojos, lo que imaginaba y evocaba,
sus repentinos encaprichamientos, como contador de posibles historias. Aquí hay
todo un círculo de debate, y entrar en él supone dejarse devorar por él.
Su desbordamiento en estas
cuestiones resulta, por lo demás, tan entretenido como beber o hacer deporte:
interesante como podría llegar a ser, hay momentos en los que no existe coherencia
entre su forma de sentir una fábula en estado germinal y la de tratarla luego.
Hay pasajes y más pasajes que
ejemplifican de manera sorprendente lo que yo denominaría su método de
conciencia general en esta relación, aunque me siento más inclinado a llamarlo
negación de la conciencia de método, porque de eso parece tratarse. Hay una
carta entera al señor Colvin, deliciosa, fechada el 1 de febrero de 1892, que
es un vivo ejemplo de esto. Debo apuntar que dicha carta es digna de mención ya
sólo por la estupidez de su alusión a una especie de escándalo –precisamente–
que La playa de Falesá provocó en
algún corazón editorial. Esto le lleva a afirmar, de manera absolutamente
pertinente, que «este mundo anglosajón es un mundo terriblemente emponzoñado
para el escritor de romances; lo que yo suelo hacer para mantenerme a salvo es
no poner a ninguna mujer en ellos». Después recuerda que su obra El tesoro de Franchard fue rechazada por
no ser adecuada para una publicación destinada al público familiar, y siente
–ya podía sentirlo– «cómo la desesperación me pesa en las muñecas». La
desesperación le ronda, y aflora en otras ocasiones: «Cinco capítulos más de
David… Historia de amor, todo ello; lo encuentro bastante aceptable. ¿Estará
bien para un lector joven? No lo sé. Desde lo de La playa lo único que sé es que los hombres son estúpidos e
hipócritas, y sé menos de ellos de lo que me había atrevido a pensar». Siempre
presente en su fisonomía está el juego, particularmente destacado, de sus
fluctuaciones morales, la forma en que le abate la melancolía y sus
conclusiones grandilocuentes respecto de sus dudas atribuladas.
Con su confidente se comunica con
el fervor de un niño que, en vacaciones, habla de una charada navideña. Pero no
recuerdo ejemplo alguno en su obra donde se exprese un tema, por así decirlo,
como tal: me refiero a eso que los novelistas suelen captar –o así cabe
imaginarlo– como aspecto determinante, como la idea de la que surge la obra. La
forma, el envoltorio, están ahí, inconfundibles, como la idea; los títulos,
nombres, es decir, los capítulos, las frases, el orden… mientras nosotros
seguimos preguntándonos cómo se configuró en su cabeza de qué iba a tratar
aquello. Pues él simplemente lo sentía,
eso es evidente, y siempre hay un sonido –la flauta que se detiene o algo que
no se expresa– que están presentes en ese candor suyo tan contagioso. A pesar
de todo, en la carta a la que me he referido se encuentra con uno de los
problemas de la maravillosa Sophia
Scarlet, «al estilo de Balzac –¡cómo me gustaría tener ese puño! El puño,
porque el método ya lo he superado–, lo cinético, exactamente, mientras él
nunca se apartó de lo estático». Ahí lo tenemos –a Stevenson, no a Balzac– en
todo su esplendor y, a fin de cuentas, radiante por haber sido capaz de
concebir en otro momento que ese «método superado» no hubiera servido de nada
para la visión que Balzac tenía de un tema, y menos aún de el tema, de la vida como un todo. El método de Balzac estaba
adaptado a su noción de presentación, que podemos aceptar, me parece a mí, bajo
la protección de lo presentado. Si esto no supusiera embarcarse en un barco
mayor del que aquí puede maniobrar, me gustaría añadir otro apunte: que en todo
lo demás Stevenson está –en general tenía esa disposición para ello– a poca distancia
de su maestro. Hay un párrafo muy interesante, donde le acusa de no saber nunca
qué dejar fuera, un párrafo que se sostiene siempre que se lea recordando como
es debido ese tipo de obra al que pertenecen, por ejemplo El coronel Chabert, o El cura
de Tours, o La prohibición, La misa del
ateo, por citar sólo unas cuantas obras maestras de una lista larguísima.
No obstante todas estas son
cuestiones menores. La impresión de las últimas cartas para el lector es
simplemente la que provoca su singular belleza, su profundo talento, su
expresión, más rica y afortunada que en las anteriores y sobre todo la
gallardía, irónica y desesperada, que se va quemando como una hoguera cada vez
más exigua en un aire extraño, extranjero, y que nos resulta aún más conmovedora
por su propio y resuelto afán de consumirse. Había incurrido en importantes
gastos, y navegó en una embarcación cargada hasta los topes, así que la carga
con la que vivió y escribió siempre fue inmensa; pero hasta la desolación que
hay en todo esto llega a ser brillante, chispeante, graciosa, familiar: hay tan
poca floritura en sus estallidos de melancolía como en el gris de su juicio
abrumado. Este juicio presenta en ocasiones, en las cuestiones relativas al
arte, algún lapsus, pero en las relativas a la vida siempre estuvo inspirado,
como dotado de alas. Ofrece una gran solidez en lo relativo a las relaciones
vitales, una solidez profusa y cómoda, nacida sobre todo de la experiencia, que
es un lujo para los sentidos. No hay reparo ni impaciencia, porque él gozaba en
grado singular de aquello que deseaba tanto: la vida totalmente
«desurbanizada», una posición de «fanfarrón» romántico, como si sus sueños se
hubieran hecho realidad; pero sus preocupaciones en el terreno práctico se van
hilando cada vez más fino, y es precisamente esta producción de lo imaginado la
que le impulsa, cada vez más, a cumplirlos. Dicha «situación» pende de un
hermoso hilo dorado que el viento balancea al compás de sus devaneos entre la
duda y la euforia, y que nosotros contemplamos con tanta expectación y pena
como cuando somos espectadores de una obra de teatro seria. Porque esto es del
todo serio y, sin embargo, esa obligación de producir, en el caso de una
facultad como esta tan bella y delicada, nos afecta casi tanto como un nervio
en tensión o un rostro desfigurado.
A veces me siento y añoro recibir
algo parecido a un sueldo. El mío tiene que gastarse entero, y perseguirse, con
la mente inmortal del ser humano. Lo que yo deseo es una paga que llegue por sí
sola, mientras yo sólo tengo que vivir y existir, sentado en una silla.
Probablemente me entretendría escribiendo obras que harían que se te rizara el
pelo, si te quedara algo de pelo.
Leer algunas de sus composiciones
más luminosas, renovar la propia percepción de ese extraordinario talento de su
imaginación, es decirse a sí mismo «¡Menudo caballo para ir al mercado una vez
por semana!». Porque todos tenemos que ir al mercado, pero los más afortunados
pueden seguramente ir los días menos concurridos, por un camino no demasiado
malo, y con un animal más tosco y sencillo. En más de una ocasión –con notable
belleza y verdadera autoridad en esa pequeña mina de aciertos que es la Carta a un joven caballero– toca el tema
de la «frugalidad», que debe ser el más alto motivo de honor para un artista.
Esa fue, de todas sus diatribas, la que le hizo sentir que su posición se había
convertido en algo falso. El romántico literario no lleva necesariamente una
existencia cara, pero de las muchas formas en que lo práctico y lo activo ha de
pagarse como tributo por este abandono de la frugalidad, no sería el más
barato, para eso no hay que pensar mucho. Y nosotros sabemos que él reconoce
esto de la misma manera que reconocía todo: si no a tiempo, pues fuera de
tiempo. Aceptando lo incoherente, como él hizo siempre, con la alegría de un
hombre audaz, y sin ser –por mucho que fuese inteligente– más mojigato en lo
tocante a la lógica y al libro de cuentas del colmado de lo que lo era en otros
asuntos. Y todo se le puso de cara, y no fue poco: aunque cuando logra zafarse
de La isla de la aventura y se eleva
a Catriona y luego, de nuevo, a Weir de Hermiston, como si pudiera
elevarse a cualquier cosa, respiramos de nuevo y miramos al frente, anhelantes.
La última de estas cartas contiene cosas tan admirables, es un testimonio tan
grande del alcance de su inteligencia y, en definitiva, tan vibrante por su
genialidad y encanto, que hay momentos en que percibimos a su autor no sólo
como alguien inextinguible, sino pleno de nuevo, capaz tal vez –por todo lo que
sabemos– de hacer nuevos experimentos y anotaciones más profundas. La
inteligencia y la atención son en él tan finas que no hay nada de lo que no se
aperciba, ni un hilo del grosor de una tela de araña en su «reflexión sobre el
tiempo» que, tras llegar a él flotando en el aire desde el otro lado del globo
terráqueo, no pueda quedarse atrapado en una rama para que juegue con él. Pone
tanta alma en la naturaleza, tanta significación humana, en la comedia y en la
tragedia, en todo lo que le rodea, que por descuidado o breve que sea ocupa un
puesto en la sociedad porque vive inmerso en su propia percepción y generosidad
o, como se dice hoy en día, en su propio ambiente. Y en ese ambiente, que
parece haber propiciado el abundar en lo que otros sugirieron, estas páginas
nos empujan de alguna manera a ver casi todos los objetos de su isla tropical
bañados y renovados por el agua.
Así, a medida que su lejanía de
Londres va importando menos, puede transmitir a Londres o a su barrio mensajes
que de otro modo no se hubiera molestado en componer. En una carta a su primo,
R. A. M. Stevenson, escrita en septiembre de 1894, toca todos los temas y, como
él mismo habría dicho, los adorna, los ribetea con su afortunada extravagancia
de pensamiento de manera que, a la luz de estas cartas, lejos de imaginar
nosotros que Vailima está fuera del mundo, tenemos la impresión de que el mundo
se ha trasladado a Vailima. En todas partes hay mundo de sobra, muestra él con
despreocupación, para el individuo: el mundo de verdad, para el individuo que
merece denominarse hombre. Como todo aquel que no se encuentra cómodo con la
cómoda puerta trasera de la estupidez, tiene que hacerse esta cuenta observando
más cosas y enfrentándose a ellas, mirándolo todo y enfrentándose a todo, con
la agitación de las nuevas ideas e impresiones, con la pérdida de las amables
complacencias de la juventud.
A medida que avanza mi vida, día
tras día, me convierto en un muchacho cada vez más perplejo; no consigo
acostumbrarme a este mundo, a la procreación, a la herencia, a ver y a oír; las
cosas más simples son una carga. El rostro cortés, gazmoño y medio borrado de
la vida, sus cimientos amplios, obscenos y orgiásticos –o menádicos– forman un
espectáculo con el que ningún hábito consigue reconciliarme; y «desearía que
mis días estuvieran encadenados uno a otro» por obra del mismo milagro
embobado. Lo están, en todo caso, tanto si yo quiero como si no. Recuerdo muy
bien tu actitud ante la vida… o su superficie convencional. Tú no tienes esa
curiosidad por quien dirige la escena social, las ficelles triviales de este negocio; es algo simiesco, pero es así
como se captura al joven salvaje».
Toda la carta es una delicia.
Pero sin duda hay algo grande en
este éxito a medias, algo que ha asistido al esfuerzo de convertir una región
emocional de Mala Conducta, sin ningún atractivo, o prácticamente ninguno, en
lo que se llama «los hechos de la vida»: figurativos, misteriosos y
constitutivos. No es que la conducta no sea constitutiva, pero ¡madre mía, qué
sombría es! En definitiva, la conducta se maneja mejor cuando se trata de un
«caballero» de hierro fundido y con fórmulas para la obligación, con escaso
fervor y la menor poesía posible, estoico y reducido.
La última carta de todas, como ya
se habrá apreciado sobradamente, tiene –junto a una de esas referencias de
Stevenson a sí mismo, que él lanza como si fueran mitad deseo, mitad verdad– en
su totalidad, un retrato, una premonición digna de mención. Va dirigida al
señor Edmond Gosse.
Está muy bien hablar de la
renuncia, y naturalmente es algo que hay que hacer. Pero por mi parte, prefiero
un dolor de muelas machacón. Me gusta soñar y que me engatusen, pero estoy muy
poco dotado para la observación y la meditación. No nací para llegar a viejo.
Soy un joven sin hijos, amargado, echado a perder y con ojo claro. Tengo, de
hecho, ya perdida la costumbre que hace fácil y natural la bajada de la
pendiente. Yo voy siempre en línea recta. Y cuando me toca descender es por un
precipicio… No podrás escribir otra dedicatoria que dé tanto placer al
desaparecido Tusitala.
Dos días después encontró su
final de la manera más feliz, gracias al disparo certero de los dioses. Le
sobrevino, como saben todos sus lectores, con una obra admirable, inacabada,
entre las manos. Había escrito apenas una cuarta parte, una composición para la
que sus esperanzas eran, seguramente con toda justicia, las más altas, algo que
no siempre se podía decir de él. No hay nada más interesante que esa manera
suya tan rica en la que el imaginativo escocés prevalece y se reafirma, tras
lagunas y lapsus, distracciones y desviaciones extremas sólo en apariencia,
como en Weir de Hermiston y en Catriona. Seguramente hay pocos
retrocesos en esta energía, más gozosa y à
pieds joints, o al menos del tipo que más interesa a los críticos. Su
visión imaginativa es voraz, pero tierna, en la misma proporción en que
persigue la otra visión, la realista. De este modo los lectores suspiramos
siempre en vano por la calidad que esta llama purificada hubiera podido
conferir al metal. Y ¡cuántas cosas sugiere esto al crítico, cuántas
reflexiones posibles se concentran en torno a ello y parecen de ello tomar su
luz! Pues claro que Weir de Hermiston
era la historia de un romance: así nos lo parece cuando la vemos crecer en
seguridad y acomodo, cuando nuestro acercamiento a ella, a todos sus espacios,
se hace más artificial. El caso es literario por intensidad y, dada la
naturaleza del talento del autor, por esto más hermosa: porque él borda en seda
y oro, desafiando al clima, a la naturaleza y a todo lo que tenga cerca, con
una aguja antigua que no se puede comprar en ningún lugar, menos aún en esas
latitudes, en los intervalos de la sorprendente política internacional e
insular y de otros cincuenta cuidados y complicaciones. Su especial bagaje
asociativo, su estilo tan personal y sus trucos, imposibles de enseñar, vuelan
de nuevo hacia él como los pájaros despistados vuelven al nido, llevando cada
uno en el pico algún retazo de documento o leyenda, algún fragmento de paisaje
o de historia que hay que retocar, barnizar y enmarcar de nuevo.
Todo esto lo hace además con un
entusiasmo que –esto podemos asegurarlo– confirió a las islas y a la vida en
ellas un tratamiento literario que siempre esperaron en vano. Resulta muy
curioso que los años que pasó en los trópicos y su fraternidad con los nativos
nunca le llevaron a presentar la visión que cabría esperar de antemano. Porque
Escocia, ausente ya y desaparecida, le dio la imagen (dentro de unos límites
demasiado estrechos, podría parecernos) que él admitió siempre en su particular
poesía. Pero la ley de estas cosas para él era, como para tantos otros,
perversa a sabiendas, aunque también divertida. El Pacífico, con el que él se
deleitó, le volvió serio y hasta algo seco desde el punto de vista descriptivo.
Con su propio país, sin embargo, siempre estuvo dispuesto a echar el resto.
Aquí nos envía de vuelta a nuestra visión de esa mezcla suya. Sólo había una
cosa en la tierra que él amara tanto como a la literatura: la ausencia total de
esta. Y en cuanto al presente, a lo inmediato, lo que quiera que fuese, siempre
dio esta última en ofrenda. Samoa podía carecer de estilo, o al menos de un
estilo que fuese afín a cualquier cosa que él conociera, salvo la constatación
que era perfecta para su vida. Y con esto dejó el campo despejado para la
Frontera, la Gran Carretera del Norte y el siglo xviii. He estado leyendo de
nuevo Catriona y Weir con todo el placer con el que se sigue a un hombre genial, el
que proporciona verle abundar en su propio sentido. En Weir sobre todo, como un pianista que improvisa, abunda y revela su
propio sentido gracias a un toque acertado, aparece más pleno que nunca para
justificarle con toda brillantez. Se ha convertido en cierto modo en un sentido
nuevo, con nuevos acordes y posibilidades. Es el juego de siempre, pero un
«juego de siempre» que él entiende a la perfección. La figura de Herminston es
una obra creativa de primer orden; las de las dos Kirsties, sobre todo la
mayor, no le van a la zaga. Y así nos duele perder algo que podría dar a la
obra ese toque suave que confiere el gozo inmediato, cuando la muchacha
enamorada, cuyo hermano mayor le ha dicho que tan pronto tenga un amante
comenzará a mentir («¿Tendré ya un amante?», pensó ella, con secreto
arrobamiento) se dé cuenta de que está mintiendo; o un pasaje con una carga
imaginativa tan enorme como ese en el que el joven enamorado la recuerda el
momento en que la vio y deseó por vez primera, sentada al entrar la noche sobre
una vieja tumba de las marismas y que le llevó a pensar en su madre, de manera
inconsciente y por lo que él pudo oír de su canción: en su madre, que la
cantaba, y a la que él había perdido, y
en sus comunes ancestros, ya
muertos; en sus guerras brutales, en sus armas con ellos enterradas, y en
aquellos niños extraños, cambiados por otros al nacer, sus descendientes, que
permanecerían por poco tiempo allí y pronto se marcharían también, y a los que
otros cantarían a la hora del crepúsculo. Por una de esas formas de ternura que
escapan a la conciencia las dos mujeres habían quedado en su memoria juntas,
unidas dentro de un mismo altar. El llanto, en esa hora que exacerba la
sensibilidad, llegaba a sus ojos al recuerdo de cualquiera de ellas; y la
muchacha, de ser algo brillante y con formas, pasó a quedar atrapada en esa
zona donde se quedan las cuestiones más serias de la vida y de la muerte, donde
su madre muerta. De modo que, de todas maneras y por todos los lados, el
Destino seguía jugando su juego artero con este pobre par de criaturas. Las
generaciones ya estaban preparadas, los remordimientos prestos, antes de que se
levantara el telón de este sórdido drama.
No es este un tributo que
Stevenson hubiera apreciado, pero no puedo evitar hacer hincapié en la forma en
que esta página me recuerda, de la manera más tierna, a Pierre Loti. Si los
comparamos, veremos que no hay mucha diferencia entre ellos. Nos preguntamos
cuando pensamos en Weir cómo podría
haber escrito otra cosa así cuando la razón por la que él no volvió a este
texto, como llevado por una especie de hermosa adivinación, es que tal vez no
pudiera hacerlo. Entre sus fragmentos en prosa este destaca por sus fueros,
dotado de esa gracia y santidad especiales que tiene un pedazo de mármol
cercenado de otra obra maestra, en otras artes. Aquí nos dejó –y no fue lo
único– lo mejor de sí mismo. Pero por maravillosos que parezcan, cuando
impulsados por sus Cartas releemos
muchos de sus textos, vemos que no tienen, en general, ni la mitad de encanto
que aquellas. Los mejores párrafos de A
través de los llanos, Recuerdos y
semblanzas, o Virginibus Puerisque,
sólidos en sustancia y supremos en su discurso plateado, tienen una nobleza y
una cercanía que los coloca, perfectos y redondos como son, por encima de sus
obras de ficción, y que recordarán a toda una generación vulgarizada lo que
puede llegar a ser la prosa inglesa. Pero atada a su nombre, para nuestra
maravilla y reflexión, hay otra cosa: que él es algo más que el autor de esta o
aquella obra hermosísima, o de todas ellas juntas. Su fortuna (sea o no la máxima
que puede recaer sobre un hombre de letras) ha sido que se le ha permitido
convertirse en… ¿cómo llamarlo? una Figura, gracias a un proceso que no ha sido
puramente místico ni fácil de seguir en todo momento. Y seguirlo ahora ya es
innecesario, porque la personalidad se ha manifestado y la encarnación es
completa. Ahí está: ha pasado a ser, de manera imborrable, una leyenda. Este
caso es de los más raros y el honor, sin duda, de los más grandes. En toda
nuestra literatura podemos contarlos, a veces, con sus obras y en otras
ocasiones sin ellas. A veces la obra ha sido grande y la figura nada: sucedió
con Johnson, con Goldsmith y Byron. Y los dos primeros, como Stevenson, no lo
fueron en absoluto en virtud de ese elemento de la gracia. ¿Fue ese elemento el
que fijó el rasero para Byron? Lo dudo. Y la lista se acorta y se detiene, en
cualquier caso, a medida que nos acercamos a nuestros días. En esa lista se
encuentra Stevenson muy bien situado en estos momentos, y no es en ella donde
permanecerá por menos tiempo.
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