Mario Vargas Llosa
El Paraíso en la otra esquina
@Mario Vargas Llosa, 2003
@Santillana Ediciones Generales, S. L. (Primera
edición, 2003) @ De esta edición:
Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
(Primera edición, 2003) Beazley 3860, (1437) Buenos Aires
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Impreso en la Argentina. Printed in
Argentina Primera edición: abril de 2003
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ÍNDICE
II. Un demonio vigila a la niña
V. La sombra de
Charles Fourier
VI. Annah, la Javanesa París, octubre de 1893
VII. Noticias del Perú Roanne y Saint-Étienne, junio de
1844
VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897
IX. La travesía Avignon, julio de 1844
X. Nevermore Punaauia, mayo de 1897
XI. Arequipa Marsella, julio de 1844
XII. ¿Quiénes somos? Punaauia, mayo de 1898
XIII. La monja Gutiérrez Toulon, agosto de 1844
XIV. La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901
XV. La batalla de Cangalla Nimes, agosto de 1844
XVI. La Casa del Placer Atuona (Hiva Da), julio de 1902
XVII. Palabras para cambiar el mundo Montpellier,
agosto de 1844
XVIII. El vicio tardío Atuona, diciembre de 1902
XX. El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903
XXI. La última batalla Burdeos, noviembre de 1844
XXII. Caballos rosados Atuona, Hiva Da, mayo de 1903
A Carmen Balcells, la amiga de toda
la vida.
«¿Qué sería, pues, de nosotros, sin
la ayuda de lo que no existe?»
PAUL
VALÉRY, Breve epístola sobre el mito
I. Flora en Auxerre
Abril de 1844
Abrió los ojos a las
cuatro de la madrugada y pensó: «Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita». No
la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de
algunos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia. Se
sentía tranquila, con fuerzas para enfrentar los obstáculos que le saldrían al
paso. Como aquella tarde en Saint—Germain, diez años atrás, en la primera
reunión de los sansimonianos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir a
la pareja—mesías que redimiría al mundo, se prometió a sí misma, con fuerza:
«La mujer—mesías serás tú». ¡Pobres sansimonianos, con sus jerarquías
enloquecidas, su fanático amor a la ciencia y su idea de que bastaba poner en
el gobierno a los industriales y administrar la sociedad como una empresa para
alcanzar el progreso! Los habías dejado muy atrás, Andaluza.
Se levantó, se aseó y se
vistió, sin prisa. La noche anterior, luego de la visita que le hizo el pintor
Jules Laure para desearle suerte en su gira, había terminado de alistar su
equipaje, y con Marie—Madeleine, la criada, y el aguatero Noel Taphanello
bajaron al pie de la escalera. Ella misma se ocupó de la bolsa con los
ejemplares recién impresos de La Unión Obrera; debía pararse cada cierto
número de escalones a tomar aliento, pues pesaba muchísimo. Cuando el coche
llegó a la casa de la rue du Bac para llevada al embarcadero, Flora llevaba
despierta varias horas.
Era aún noche cerrada.
Habían apagado los faroles de gas de las esquinas y el cochero, sumergido en un
capote que sólo le dejaba los ojos al aire, estimulaba a los caballos con una
fusta sibilante. Escuchó repicar las campanas de Saint—Sulpice. Las calles,
solitarias y oscuras, le parecieron fantasmales. Pero, a las orillas del Sena,
el embarcadero hervía de pasajeros, marineros y cargadores preparando la
partida. Oyó órdenes y exclamaciones. Cuando el barco zarpó, trazando una
estela de espuma en las aguas pardas del río, brillaba el sol en un cielo
primaveral y Flora tomaba un té caliente en la cabina. Sin pérdida de tiempo,
anotó en su diario: 12 de abril de 1844. Y de inmediato se puso a estudiar a
sus compañeros de viaje. Llegarían a Auxerre al anochecer. Doce horas para
enriquecer tus conocimientos sobre pobres y ricos en este muestrario fluvial,
Florita.
Viajaban pocos burgueses.
Buen número de marineros de los barcos que traían a París productos agrícolas
desde Joigny y Auxerre, regresaban a su lugar de origen. Rodeaban a su patrón,
un pelirrojo peludo, hosco y cincuentón con el que Flora tuvo una amigable
charla. Sentado en la cubierta en medio de sus hombres, a las nueve de la
mañana les dio pan a discreción, siete u ocho rábanos, una pizca de sal y dos
huevos duros por cabeza. Y, en un vaso de estaño que circuló de mano en mano,
un traguito de vino del país. Estos marineros de mercancías ganaban un franco y
medio por día de faena, y, en los largos inviernos, pasaban penurias para
sobrevivir. Su trabajo a la intemperie era duro en época de lluvias. Pero, en
la relación de estos hombres con el patrón Flora no advirtió el servilismo de
esos marineros ingleses que apenas osaban mirar a los ojos a sus jefes. A las
tres de la tarde, el patrón les sirvió la última comida del día: rebanadas de
jamón, queso y pan, que ellos comieron en silencio, sentados en círculo.
En el puerto de Auxerre,
le tomó un tiempo infernal desembarcar el equipaje. El cerrajero Pierre Moreau
le había reservado un albergue céntrico, pequeño y viejo, al que llegó al
amanecer. Mientras des empacaba, brotaron las primeras luces. Se metió a la
cama, sabiendo que no pegaría los ojos. Pero, por primera vez en mucho tiempo,
en las pocas horas que estuvo tendida viendo aumentar el día a través de las
cortinillas de cretona, no fantaseó en torno a su misión, la humanidad doliente
ni los obreros que reclutaría para la Unión Obrera. Pensó en la casa donde
nació, en Vaugirard, la periferia de París, barrio de esos burgueses que ahora
detestaba. ¿Recordabas esa casa, amplia, cómoda, de cuidados jardines y
atareadas mucamas, o las descripciones que de ella te hada tu madre, cuando ya
no eran ricas sino pobres y la desvalida señora se consolaba con esos recuerdos
lisonjeros de las goteras, la promiscuidad, el hacinamiento y la fealdad de los
dos cuartitos de la me du Fouarre? Tuvieron que refugiarse allí luego de que
las autoridades les arrebataron la casa de Vaugirard alegando que el matrimonio
de tus padres, hecho en Bilbao por un curita francés expatriado, no tenía
validez, y que don Mariano Tristán, español del Perú, era ciudadano de un país
con el que Francia estaba en guerra.
Lo probable, Florita, era
que tu memoria retuviera de esos primeros años sólo lo que tu madre te contó.
Eras muy pequeña para recordar los jardineros, las mucamas, los muebles
forrados de seda y terciopelo, los pesados cortinajes, los objetos de plata,
oro, cristal y loza pintada a mano que adornaban la sala y el comedor. Madame
Tristán huía al esplendoroso pasado de Vaugirard para no ver la penuria y las
miserias de la maloliente Place Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos y
gentes de mal vivir, ni esa rue du Fouarre llena de tabernas, donde tú habías
pasado unos años de infancia que, ésos sí, recordabas muy bien. Subir y bajar
las palanganas del agua, subir y bajar las bolsas de basura. Temerosa de
encontrar, en la escalerita empinada de peldaños apolillados que crujían, a ese
viejo borracho de cara cárdena y nariz hinchada, el tío Giuseppe, mano larga
que te ensuciaba con su mirada y, a veces, pellizcaba. Años de escasez, de
miedo, de hambre, de tristeza, sobre todo cuando tu madre caía en un estupor
anonadado, incapaz de aceptar su desgracia, después de haber vivido como una
reina, con su marido —su legítimo marido ante Dios, pese a quien pesara—, don
Mariano Tristán y Moscoso, coronel de los ejércitos del rey de España, muerto
prematuramente de una apoplejía fulminante el 4 de junio de 1807, cuando tú
tenías apenas cuatro años y dos meses de edad.
Era también improbable
que te acordaras de tu padre. La cara llena, las espesas cejas y el bigote
encrespado, la tez levemente rosácea, las manos con sortijas, las largas
patillas grises del don Mariano que te venían a la memoria no eran los del
padre de carne y hueso que te llevaba en brazos a ver revolotear las mariposas
entre las flores del jardín de Vaugirard, y, a veces, se comedía a darte el
biberón, ese señor que pasaba horas en su estudio leyendo crónicas de viajeros
franceses por el Perú, el don Mariano al que venía a visitar el joven Simón
Bolívar, futuro Libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú.
Eran los del retrato que tu madre lucía en su velador en el pisito de la rue du
Fouarre. Eran los de los óleos de don Mariano que poseía la familia Tristán en
la casa de Santo Domingo, en Arequipa, y que pasaste horas contemplando hasta
convencerte de que ese señor apuesto, elegante y próspero, era tu progenitor.
Escuchó los primeros
ruidos de la mañana en las calles de Auxerre. Flora sabía que no dormiría más.
Sus citas comenzaban a las nueve. Había concertado varias, gracias al cerrajero
Moreau y a las cartas de recomendación del buen Agricol Perdiguier a sus amigos
de las sociedades obreras de ayuda mutua de la región. Tenías tiempo. Un rato
más en cama te daría fuerzas para estar a la altura de las circunstancias,
Andaluza.
¿Qué habría pasado si el
coronel don Mariano Tristán hubiera vivido muchos años más? No hubieras conocido
la pobreza, Florita. Gracias a una buena dote, estarías casada con un burgués y
acaso vivirías en una bella mansión rodeada de parques, en Vaugirard.
Ignorarías lo que es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre, no
sabrías el significado de conceptos como discriminación y explotación.
Injusticia sería para ti una palabra abstracta. Pero, tal vez, tus padres te
habrían dado una instrucción: colegios, profesores, un tutor. Aunque, no era
seguro: una niña de buena familia era educada solamente para pescar marido y
ser una buena madre y ama de casa. Desconocerías todas las cosas que debiste
aprender por necesidad. Bueno, sí, no tendrías esas faltas de ortografía que te
han avergonzado toda tu vida y, sin duda, hubieras leído más libros de los que
has leído. Te habrías pasado los años ocupada en tu guardarropa, cuidando tus
manos, tus ojos, tus cabellos, tu cintura, haciendo una vida mundana de saraos,
bailes, teatros, meriendas, excursiones, coqueterías. Serías un bello parásito
enquistado en tu buen matrimonio. Nunca hubieras sentido curiosidad por saber
cómo era el mundo más allá de ese reducto en el que vivirías confinada, a la
sombra de tu padre, de tu madre, de tu esposo, de tus hijos. Máquina de parir,
esclava feliz, irías a misa los domingos, comulgarías los primeros viernes y
serías, a tus cuarenta y un años, una matrona rolliza con una pasión
irresistible por el chocolate y las novenas. No hubieras viajado al Perú, ni
conocido Inglaterra, ni descubierto el placer en los brazos de Olympia, ni escrito,
pese a tus faltas de ortografía, los libros que has escrito. Y, por supuesto,
nunca hubieras tomado conciencia de la esclavitud de las mujeres ni se te
habría ocurrido que, para liberarse, era indispensable que ellas se unieran a
los otros explotados a fin de llevar a cabo una revolución pacífica, tan
importante para el futuro de la humanidad como la aparición del cristianismo
hacía 1844 años. «Mejor que te murieras, mon cher papa», se rió,
saltando de la cama. No estaba cansada. En veinticuatro horas no había tenido
dolores en la espalda ni en la matriz, ni advertido al huésped frío en su
pecho. Te sentías de excelente humor, Florita.
La primera reunión, a las
nueve de la mañana, tuvo lugar en un taller. El cerrajero Moreau, que debía
acompañarla, había tenido que salir de Auxerre de urgencia, por la muerte de un
familiar. A bailar sola, pues, Andaluza. De acuerdo a lo convenido, la
esperaban una treintena de afiliados a una de las sociedades en que se habían
fragmentado los mutualistas en Auxerre y que tenía un lindo nombre: Deber de
Libertad. Eran casi todos zapateros. Miradas recelosas, incómodas, alguna que
otra burlona por ser la visitante una mujer. Estaba acostumbrada a esos
recibimientos desde que, meses atrás, comenzó a exponer, en París y en Burdeos,
a pequeños grupos, sus ideas sobre la Unión Obrera. Les habló sin que le
temblara la voz, demostrando mayor seguridad de la que tenía. La desconfianza
de su auditorio se fue desvaneciendo a medida que les explicaba cómo,
uniéndose, los obreros conseguirían lo que anhelaban —derecho al trabajo,
educación, salud, condiciones decentes de existencia—, en tanto que dispersos
siempre serían maltratados por los ricos y las autoridades. Todos asintieron
cuando, en apoyo de sus ideas, citó el controvertido libro de Pierre—Joseph
Proudhon ¿Qué es la propiedad? que, desde su aparición hacía cuatro
años, daba tanto que hablar en París por su afirmación contundente: «La
propiedad es el robo». Dos de los presentes, que le parecieron fourieristas,
venían preparados para atacada, con razones que Flora ya le había oído a
Agricol Perdiguier: si los obreros tenían que sacar unos francos de sus
salarios miserables para pagar las cotizaciones de la Unión Obrera ¿cómo
llevarían un mendrugo a la boca de sus hijos? Respondió a todas sus objeciones
con paciencia. Creyó que, sobre las cotizaciones al menos, se dejaban
convencer. Pero su resistencia fue tenaz en lo concerniente al matrimonio.
—Usted ataca a la familia
y quiere que desaparezca. Eso no es cristiano, señora.
—Lo es, lo es —repuso, a
punto de encolerizarse. Pero dulcificó la voz—. No es cristiano que, en nombre
de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la convierta en
ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez que
se pasa de tragos.
Como advirtió que abrían
mucho los ojos, desconcertados con lo que oían, les propuso abandonar ese tema
e imaginar juntos más bien los beneficios que traería la Unión Obrera a los
campesinos, artesanos y trabajadores como ellos. Por ejemplo, los Palacios
Obreros. En esos locales modernos, aireados, limpios, sus niños recibirían
instrucción, sus familias podrían curarse con buenos médicos y enfermeras si lo
necesitaban o tenían accidentes de trabajo. A esas residencias acogedoras se retirarían
a descansar cuando perdieran las fuerzas o fueran demasiado viejos para el
taller. Los ojos opacos y cansados que la miraban se fueron animando, se
pusieron a brillar. ¿No valía la pena, para conseguir cosas así, sacrificar una
pequeña cuota del salario? Algunos asintieron.
Qué ignorantes, qué
tontos, qué egoístas eran tantos de ellos. Lo descubrió cuando, después de
responder a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían nada, carecían de
curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su tiempo y
energía a luchar por sus hermanas y hermanos se les hacía cuesta arriba. La
explotación y la miseria los habían estupidizado. A veces daban ganas de darle
la razón a Saint—Simon, Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a sí mismo,
sólo una élite lo lograría. ¡Hasta se les habían contagiado los prejuicios
burgueses! Les resultaba difícil aceptar que fuera una mujer —¡una mujer!—
quien los exhortara a la acción. Los más despiertos y lenguaraces eran de una
arrogancia inaguantable —se daban aires de aristócratas— y Flora debió hacer
esfuerzos para no estallar. Se había jurado que durante el año que duraría esta
gira por Francia no daría pie, ni una sola vez, para merecer el apodo de Madame
la—Colere con que, a causa de sus rabietas, la llamaban a veces Jules Laure y
otros amigos. Al final, los treinta zapateros prometieron que se inscribirían
en la Unión Obrera y que contarían lo que habían oído esta mañana a sus
compañeros carpinteros, cerrajeros y talladores de la sociedad Deber de
Libertad.
Cuando regresaba al
albergue por las callecitas curvas y adoquinadas de Auxerre, vio en una pequeña
plaza con cuatro álamos de hojas blanquísimas recién brotadas, a un grupo de
niñas que jugaban, formando unas figuras que sus carreras hacían y deshacían.
Se detuvo a observarlas. Jugaban al Paraíso, ese juego que, según tu madre,
habías jugado en los jardines de Vaugirard con amiguitas de la vecindad, bajo
la mirada risueña de don Mariano. ¿Te acordabas, Florita? «¿Es aquí el
Paraíso?» «No, señorita, en la otra esquina.» Y, mientras la niña, de esquina
en esquina, preguntaba por el esquivo Paraíso, las demás se divertían cambiando
a sus espaldas de lugar. Recordó la impresión de aquel día en Arequipa, el año
1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, de pronto, se encontró con un
grupo de niños y niñas que correteaban en el zaguán de una casa profunda. «¿Es
aquí el Paraíso?» «En la otra esquina, mi señor.» Ese juego que creías francés
resultó también peruano. Bueno, qué tenía de raro, ¿no era una aspiración
universal llegar al Paraíso? Ella se lo había enseñado a jugar a sus dos hijos,
Aline y Ernest—Camille.
Se había fijado, para
cada pueblo y ciudad, un programa preciso: reuniones con obreros, los
periódicos, los propietarios más influyentes y, por supuesto, las autoridades
eclesiásticas. Para explicar a los burgueses que, contrariamente a lo que se
decía de ella, su proyecto no presagiaba una guerra civil, sino una revolución
sin sangre, de raíz cristiana, inspirada en el amor y la fraternidad. Y que,
justamente, la Unión Obrera, al traer la justicia y la libertad a los pobres ya
las mujeres, impediría los estallidos violentos, inevitables en Francia si las
cosas seguían como hasta ahora. ¿Hasta cuándo iba a continuar engordando un
puñadito de privilegiados gracias a la miseria de la inmensa mayoría? ¿Hasta
cuándo la esclavitud, abolida para los hombres, continuaría para las mujeres?
Ella sabía ser persuasiva; a muchos burgueses y curas sus argumentos los
convencían.
Pero, en Auxerre no pudo
visitar ningún periódico, pues no los había. Una ciudad de doce mil almas y
ningún periódico. Los burgueses de aquí eran unos ignorantes crasos.
En la catedral, tuvo una
conversación que terminó en pelea con el párroco, el padre Fortin, un
hombrecillo regordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, aliento fuerte y
sotana grasienta, cuya cerrazón consiguió sacada de sus casillas. («No puedes
con tu genio, Florita.»)
Fue a buscar al padre
Fortin a su casa, vecina a la catedral, y quedó impresionada con lo amplia y lo
bien puesta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, la guió
cojeando hasta el despacho del cura. Éste demoró un cuarto de hora en recibida.
Cuando se apareció, su físico rechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo
la predispusieron contra él. El padre Fortin la escuchó en silencio.
Esforzándose por ser amable, Flora le explicó el motivo de su venida a Auxerre.
En qué consistía su proyecto de Unión Obrera, y que esta alianza de toda la
clase trabajadora, primero en Francia, luego en Europa y, más tarde, en el
mundo, forjaría una humanidad verdaderamente cristiana, impregnada de amor al
prójimo. Él la miraba con una incredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y
por fin en espanto cuando Flora afirmó que, una vez constituida la Unión
Obrera, los delegados irían a presentar a las autoridades —incluido el propio
rey Louis—Philippe— sus demandas de reforma social, empezando por la igualdad
absoluta de derechos para hombres y mujeres.
—Pero, eso sería una
revolución —musitó el párroco, echando una lluviecita de saliva.
—Al contrario —le aclaró
Flora—. La Unión Obrera nace para evitada,
para que triunfe la justicia sin el menor derramamiento de sangre.
De otro modo, acaso
habría más muertos que en 1789. ¿No conocía el párroco, a través del
confesionario, las desdichas de los pobres? ¿No advertía que cientos de miles,
millones de seres humanos, trabajaban quince, dieciocho horas al día, como
animales, y que sus salarios ni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus
hijos? ¿No se daba cuenta, él que las oía y las veía a diario en la iglesia,
cómo las mujeres eran humilladas, maltratadas, explotadas, por sus padres, por
sus maridos, por sus hijos? Su suerte era todavía peor que la de los obreros.
Si eso no cambiaba, habría en la sociedad una explosión de odio. La Unión
Obrera nacía para prevenida. La Iglesia católica debía ayudarla en su cruzada.
¿No querían los católicos la paz, la compasión, la armonía social? En eso,
había coincidencia total entre la Iglesia y la Unión Obrera.
—Aunque yo no sea
católica, la filosofía y la moral cristianas guían todas mis acciones, padre
—le aseguró.
Cuando la oyó decir que
no era católica, aunque sí cristiana, la carita redonda del padre Fortin
palideció. Dando un pequeño brinquito, quiso saber si eso, significaba que la
señora era protestante. Flora le explicó que no: creía en Jesús pero no en la
Iglesia, porque, en su criterio, la religión católica coactaba la libertad
humana debido a su sistema vertical. Y sus creencias dogmáticas sofocaban la
vida intelectual, el libre albedrío, las iniciativas científicas. Además, sus
enseñanzas sobre la castidad como símbolo de la pureza espiritual atizaban los
prejuicios que habían hecho de la mujer poco menos que una esclava.
El párroco había pasado
de la lividez a una congestión preapoplética. Pestañeaba, confuso y alarmado.
Flora calló cuando lo vio apoyarse en su mesa de trabajo, temblando. Parecía a
punto de sufrir un vahído.
—¿Sabe usted lo que dice,
señora? —balbuceó—. ¿Para esas ideas viene a pedir ayuda de la Iglesia?
Sí, para ellas. ¿No
pretendía la Iglesia católica ser la iglesia de los pobres? ¿No estaba contra
las injusticias, el espíritu de lucro, la explotación del ser humano, la
codicia? Si todo eso era cierto, la Iglesia tenía la obligación de amparar un
proyecto cuyo designio era traer a este mundo la justicia en nombre del amor y
la fraternidad.
Fue como hablar a una
pared o a un mulo. Flora trató todavía un buen rato de hacerse entender.
Inútil. El párroco ni siquiera argumentaba contra sus razones. La miraba con
repugnancia y temor, sin disimular su impaciencia. Por fin, masculló que no
podía prometerle ayuda, pues eso dependía del obispo de la diócesis. Que fuera
a explicarle a él su propuesta, aunque, le advertía, era improbable que algún
obispo patrocinara una acción social de signo abiertamente anticatólico. Y, si
el obispo lo prohibía, ningún creyente la ayudaría, pues la grey católica
obedecía a sus pastores. «Y, según los sansimonianos, hay que reforzar el
principio de autoridad para que la sociedad funcione», pensaba Flora,
escuchándolo. «Ese respeto a la autoridad que hace de los católicos unos
autómatas, como este infeliz.»
Intentó despedirse de
buena manera del padre Fortin, ofreciéndole un ejemplar de La Unión Obrera.
—Por lo menos, léalo,
padre. Verá que mi proyecto está impregnado de sentimientos cristianos.
—No lo leeré —dijo el
padre Fortin, moviendo la cabeza con energía, sin coger el libro—. Me basta con
lo que usted me ha dicho para saber que ese libro no es sano. Que lo ha inspirado,
tal vez, sin que usted lo sepa, el propio Belcebú.
Flora se echó a reír,
mientras devolvía el pequeño libro a su bolsa.
—Usted es uno de esos
curas que volverían a llenar las plazas de hogueras para quemar a todos los
seres libres e inteligentes de este mundo, padre —le dijo, a modo de adiós.
En el cuarto del
albergue, después de tomar una sopa caliente, hizo el balance de su jornada en
Auxerre. No se sintió pesimista. Al mal tiempo, buena cara, Florita. No le
había ido muy bien, pero tampoco tan mal. Rudo oficio el de ponerse al servicio
de la humanidad, Andaluza.
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