viernes, 24 de febrero de 2017

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO. Fragmento. SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. La novela de vaqueros como antecedente de la novela negra


MEMPO GIARDINELLI.  EL GÉNERO NEGRO.  Fragmento.
SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL.
La novela de vaqueros como antecedente de la novela negra


   
    Si Cosecha roja es considerada de modo casi unánime la primera obra de la novelística "negra” o “dura”, también es verdad que entre los antecedentes de esta pieza de Dashiell Hammett y de todas las que le siguieron para conformar este género, suele pensarse siempre en los mismos autores del siglo XIX: Poe, Hawthorne y Conan Doyle.
    Pero lo que no es frecuente es que se mencione como antecedente de la novela negra a la literatura norteamericana finisecular sobre temas del Oeste. La novela de aventuras en general, y en particular esta narrativa, contiene todos los elementos que, luego, determinarán las características peculiares del thriller, estilo narrativo que desde hace décadas fascina a millones de lectores en todo el mundo, y que compite —en una especie de apasionante y sorda lucha— con los reiterativos y bastante previsibles misterios de cuarto cerrado cuyo paradigma fue y sigue siendo la novelística de Agatha Christie (1890-1976).
    En la literatura norteamericana del siglo XX es posible advertir dos propuestas determinantes: una desestima el romanticismo liviano; la otra adopta la brutalidad y la violencia como formas realistas de expresión.
    Esta idea, brillantemente expuesta por Jorge Luis Borges en su prólogo a los cuentos de Bret Harte [9], ayuda a explicar lo que hemos aventurado: la influencia de la novelística del Oeste estadounidense sobre el moderno género negro. Más aun, diríamos que esa influencia es, en realidad, una línea de continuidad: no pudo haber novela negra (de Hammett en adelante) sin la literatura romántica y de acción de los autores decimonónicos del llamado Far West.
    Entre ellos sin duda el más llamativo y vigente, y el que más profunda huella parece haber dejado, fue Francis Bret Harte, quien nació en Albany, New York, en 1839 y falleció en Londres en 1902. Curiosamente, aunque llegó a California a los 17 años y allí vivió muy poco tiempo trabajando como minero, cartero, periodista e impresor, puede considerarse a Harte como el más eficaz cronista del Oeste, autor de las páginas más extraordinarias de ese mundo aventurero. No en vano fue el primer escritor que instaló a California en la literatura universal, como ha señalado Ned E. Hoopes en su introducción a Maravilloso Oeste. [10]
    Padrino literario de Mark Twain, admirado por Dickens, Kipling y Borges, Bret Harte (quien como autor eliminó su primer nombre y la segunda “t" del segundo) es, sin dudas, el gran modelo de escritor del Far West que ha marcado con fuerza al género negro. Creador de personajes inolvidables que luego se transfirieron —a veces caricaturescamente— al cine y la televisión, ha logrado pasar a formar parte de la mejor tradición literaria norteamericana. Como señala Borges, Harte fue motivador de la ruptura literaria de los norteamericanos del siglo XX: “Dos consecuencias ha tenido el propósito de no ser sensiblero y de ser, Dios mediante, brutal: el auge de los hard-boiled writers (Hemingway, Caldwell, Farrel, Steinbeck, James Cain); y la depreciación de muchos escritores mediocres y de algunos buenos, como Longfellow, Dean Howell y Bret Harte".
    Esa depreciación (que lo fue de todo el género de vaqueros) se heredó luego al género negro, quizás por el pecado de ser tan popular. No obstante, sus modelos (Harte, Ambrose Bierce, Stephen Crane, Zane Grey y William S. Porter, más conocido por el seudónimo de O.Henry) se impusieron por el manejo de la acción más bien brutal que define a los autores del género negro.
    Así, algunos personajes inolvidables de Harte (el fascinante John Oakhurst, tahúr; el cochero de diligencias Yuba Bill; el abogado y coronel Starbottle; mujeres delicadas y valerosas como Miss Mary, Betsy Barker o la encantadora Miggles) sobrevivieron, más que como influencia, como línea de continuidad. Es posible y sencillo ver perfiles de Oakhurst en los Madvig o Beaumont de Hammett, en el Vic Malloy de Chandler, y en muchos personajes de Cain y de Goodis. Y aun en el protagonista de “Los asesinos” de Hemingway, que estelarizó en el cine, como Jack Browning, un mediocre actor llamado Ronald Reagan.
    Otro escritor que sin dudas fue determinante del estilo narrativo policial norteamericano de acción constante, diálogos crudos, suspenso e individualismo, y de quien se conoce mucho menos, es el prolífico Zane Grey (1872-1939). Junto con Margaret Mitchell (autora de la novela Lo que el viento se llevó) fue el escritor norteamericano más leído del primer tercio del siglo XX.
    Nacido en Ohio y dentista de profesión, al igual que Harte casi no vivió en el Oeste: durante unos pocos años acompañó una caravana militar, pero en ese lapso recopiló el material suficiente para escribir la más importante serie de novelas sobre el Far West: alrededor de treinta, de las que se vendieron casi 20 millones de ejemplares entre 1912 y 1930, fueron traducidas a quince idiomas y tornaron al género en un clásico de nuestro tiempo. La conquista de territorios, la lucha contra los indios, el cuatrerismo, la abnegación de los pioneros colonizadores y la fundación de ciudades, fueron los temas que le permitieron crear toda una galería de personajes, luego llevados al incipiente cine de vaqueros y en cuyas tramas siempre fueron protagónicos la acción, la violencia, la intriga y el heroísmo individual en la lucha por el poder, la gloria y el dinero.
    En Al oeste del Pecos, una de las novelas más emotivas sobre la conquista del Oeste estadounidense después de la Guerra de Secesión, Grey narra la historia de una familia sureña que se adentra en territorio comanche para establecerse en inhóspitos parajes y dedicarse a la cría de ganado. Publicada originalmente en 1915, es una obra vigorosamente relatada y con una singular riqueza descriptiva, en la que llaman la atención los diálogos breves y latigueantes, el sentido del humor y la ironía, y algunos memorables pasajes de acción y violencia. [11] Características todas ellas que de algún modo se repiten en otros títulos emblemáticos de la obra de Grey, como Los jinetes de la pradera roja (1912), Bajo el cielo del Oeste (1914), Hasta el último hombre (1921), Nevada (1928) y El explorador de la Estrella Solitaria (1937),
    En sus muchas novelas y relatos Grey estuvo muy lejos de describir y narrar la caricatura de vaquero que hizo Hollywood posteriormente. Su mayor mérito literario acaso sea el realismo costumbrista, con hombres y mujeres de carne y hueso que se mueven y hablan como se mueve y habla la gente, característica de la literatura norteamericana que es advertible en escritores posteriores como Hammett, Chandler, Faulkner, Hemingway y tantos más.
    Es notable cómo este hombre, necesariamente influido por la ideología sureña —racista y pletórica de misticismo— supo mantener una visión crítica y poco maniquea: en las obras de Grey los “malos” no son siempre los indios, los pobres o los mexicanos. Incluso, si bien hay momentos en los que ofrece equivocadas versiones históricas (como su explicación de la guerra méxico-norteamericana, y en particular de la batalla de El Alamo), las miserias humanas de los bandidos abarcan también a los texanos rubios, y así destaca las características de fidelidad y valentía de los vaqueros mexicanos como revela su admiración por los pueblos llamados entonces "pieles rojas”.
    Si se acepta la separación entre novela-enigma o clásica y novela de acción criminal o negra, parece evidente que la literatura del Oeste norteamericano, con sus cowboys emblemáticos, fue una de las que mayor influencia ha tenido en esta segunda especie. Más aún, me atrevo a afirmar que la novela negra norteamericana no hubiera existido sin el antecedente de aquellas obras entre épicas y pueriles, entre rimbombantes e ingenuas.
    La transfusión de sangre parece haber sido directa: el ritmo, la acción, el heroísmo individual como componentes principales; también el humor rodeando valores como la ambición por el dinero, la gloria personal y —desde ya— también la vocación de conquista de poder político. Finalmente, en la literatura western ya se encuentra el elemento que será primordial de la literatura negra: el crimen. Incluso podría decirse que la riqueza no debidamente valorada de la novela de aventuras de vaqueros, indios, gambusinos y solitarios outsiders, aún hoy parece inagotable a pesar de los estereotipos fabricados por Hollywood con el cine, primero, y luego con la televisión. Y a pesar, también, de las infinitas historietas dibujadas, tiras en su mayoría vulgares e inverosímiles que, si bien obtuvieron popularidad y éxito comercial, deformaron esta épica y la devaluaron como género literario.
    Elementos hoy subyacentes en la mejor novela negra —como el poder, la corrupción, la crítica social— ya estaban presentes en aquel género, en el que se describía la brutalidad del atropello de los blancos contra los indios, el exterminio en aras de una dudosa civilización. En sus páginas, el ferrocarril, la fundación de ciudades, las largas caravanas de carretas, la lucha contra el desierto, el juego, el alcoholismo, eran un contorno pintoresco pero necesario para darle marco al avance ideológico de la civilización capitalista. Ahí están también las bases filosóficas y morales que aportó la literatura del Oeste a la novela negra y a la literatura norteamericana en general del siglo XX: individualismo, nacionalismo, puritanismo religioso, romanticismo, confianza en La Ley y cierto maniqueísmo que se expresa en la peculiar visión que los estadounidenses tienen de la lucha del “bien” contra el “mal”.
    La sola mención de todos estos caracteres, hoy intrínsecos del género negro —y no solo en los Estados Unidos—, es demostrativa de la profunda huella que dejó en los autores de la emergente literatura policial negra la lectura de los clásicos del Far West. Una huella que, sobre todo en los padres del género negro —como Hammett— es indesmentible.
    Y aun antes, los vínculos del policial negro con la novela de aventuras, e indirectamente con la novela del Oeste pueden encontrarse en el mismísimo Conan Doyle, quien conocía y apreciaba la obra de Harte y cuya influencia junto con la de Stevenson ya ha sido señalada por Bermúdez: Estudio en escarlata, con su primera parte ubicada en el Oeste norteamericano, delata aquella influencia; y esa ambientación estadounidense “sirvió para que los norteamericanos se interesaran en la obra de Sir Arthur”. [12]
    Por supuesto, ese influjo también se nota en la mayoría de los autores norteamericanos de la primera mitad del siglo XX, quienes casi sin excepciones abordaron la temática del crimen en torno al dinero, la corrupción, el machismo, la rudeza y el poder, como William Faulkner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, John Steinbeck, Erskine Caldwell, Horace McCoy, James Cain, Truman Capote e incluso una mujer (caso curioso para una narrativa tan machista): la notable Carson McCullers.
    La conquista del Oeste norteamericano fue una epopeya fabulosa y contradictoria, como toda gesta. Y fue violenta y despiadada, injusta y bárbara aunque se hizo en nombre de la civilización y el progreso.
    Y como toda conquista, no dejó de ser también un genocidio.
    Y aquí cabe detenerse para hacer una precisión: ¿qué es el Oeste? ¿qué es eso de Far West? El concepto entraña una lejanía, una dirección cardinal con respecto a un punto metropolitano: la costa Este de los Estados Unidos, es decir, la prolongación del puritanismo europeo en América del Norte. Por cierto, la cinematografía contribuyó a confundir estos términos, ya que desde las viejas películas de Tom Mix, Roy Rogers y otros héroes que utilizó el capitalismo para penetrar culturalmente en el mundo, la circunstancia geográfica fue desvirtuada y así se convirtieron en Oeste territorios centrales como Nebraska, Oklahoma y Kansas, además de los hasta 1847 mexicanos Texas y Nuevo México, que de oeste geográfico no tienen nada, a no ser que están al sur poniente de Washington y New York.
    Como precisa Juan Tébar en su eficaz Historias del Viejo Oeste, esa vasta zona quedaría comprendida “más o menos entre el Océano Pacífico y las Montañas Rocosas, que fueron consideradas durante mucho tiempo frontera entre el mundo salvaje y la supuesta civilización, no mucho más por entonces que una zona ‘menos salvaje’ que la otra”. [13] Pero como esa delimitación excluiría a algunos estados como los anteriormente mencionados, el mismo Tébar precisa que “una frontera más generosa, que incluiría a todos estos territorios, podría ser el río Mississippi”. Con lo cual, según el concepto protoimperial de la época, era "lejano Oeste” prácticamente todo el país: tres cuartas partes de los Estados Unidos.
    Esa literatura parece resultar lógica consecuencia a su vez de las novelas de caballería “y en bastante medida de la tragedia griega”, según Tébar. Y a la vez, si la literatura del Far West puede ser considerada como eminentemente rural, dado que sus ámbitos de acción generalmente son las grandes praderas, las montañas o los desiertos, y ocasionalmente pequeños asentamientos humanos, la policial negra bien puede ser vista como su correlato urbano. De hecho, las grandes ciudades y los suburbios en los que transcurren los relatos policiales negros no son otra cosa que aquellos mismos asentamientos, devenidos décadas después ciudades en las que el cemento, el hierro y la corrupción dibujan escenarios diferentes para las mismas miserias humanas.
    Esos límites no son caprichosos. Desde el punto de vista de la literatura, ese gigantesco territorio dio lugar a una escritura eminentemente épica, de esperanza y de conquista, y por eso mismo cargada de intenciones morales, ejemplarizadoras, que respondían a la expansión de una nación de la que se podrán decir muchas cosas, pero no que le faltaron vocación de grandeza ni decisión. Hacia finales del siglo XIX no existían caricaturas del género y el gusto popular que lo encumbró —se vendieron decenas de millones de ejemplares de una docena de autores— ayudó a crear una mitología de notable fuerza y persistencia.
    Sin ser el primero de los autores del género del Oeste, James Fenymore Cooper (1789-1851) dejó por lo menos una obra que puede considerarse uno de los más lejanos antecedentes del género negro norteamericano: El último de los mohicanos, aquella novela del indio que defiende a sangre y fuego sus tierras ante el avance de la “civilización”.
    En él seguramente abrevaron otros clásicos del Oeste como Mark Twain, Harte, Bierce, Grey y algunos más. Ellos influyeron directamente a los escritores que inventaron décadas después la literatura policial negra. Todos, sin excepción, elevaron al primer plano de la literatura a un nuevo tipo de héroe: el solitario antes que el superhombre, el sujeto muchas veces desdichado y siempre crítico de las conquistas antes que el galán frívolo y desentendido del entorno social. Es decir, formas primitivas de los Sam Spade o Phillip Marlowe posteriores.
    Bogomil Rainov dice que es indispensable una lectura ideológica de la literatura policiaca norteamericana, y que en ella se encuentran todas las explicaciones al individualismo y la delincuencia. Esta aseveración tiene algo de cierto —es inevitable la lectura ideológica de todo género literario— pero también es excesivamente dogmática, seguramente porque el trabajo de Rainov fue escrito en tiempos en que el mundo todavía estaba sometido a la Guerra Fría. No obstante, el investigador búlgaro apuntaba algunas ideas que aún hoy son compartibles: “La literatura del acto delictivo se separó como género independiente y sobrepasó, con mucho, tanto por el número de las obras como por el nivel de las tiradas, a todos los géneros literarios restantes”. Y el concepto que para este capítulo más interesa es el de que “la historia del régimen capitalista es la historia del incremento gradual, pero invariable, de la delincuencia”. [14]
    Esto sí parece cierto, y permite una vez más la vinculación entre la literatura negra y la literatura del Far West. ¿Acaso no es verdad que la conquista del Oeste norteamericano es la historia misma de la implantación del capitalismo en América? ¿No es hoy el triunfo del capitalismo salvaje una muestra cabal del grado de alienación a que puede llegar una sociedad metalizada, individualista, insolidaria y en la que el heroísmo personal es el único valor que hace al hombre capaz de resistir la gigantesca tasa de crímenes? Cabe recordar que hace unos años, a principios de los 70, la revista Newsweek informaba que en esas primeras siete décadas del siglo XX habían muerto por asesinato en los Estados Unidos unos 750.000 ciudadanos, cifra mayor a la de todos los soldados norteamericanos caídos en todas las guerras de las que hasta entonces había participado ese país, que por otra parte estuvo involucrado prácticamente en todas las guerras de ese siglo... Si se actualizara esa estadística considerando los cuarenta años posteriores incluyendo Vietnam, Kosovo, Irak y Afganistán, el resultado sería escalofriante.
    Las razones de esto vienen del siglo XIX y están en la constitución misma del capitalismo forjador de los Estados Unidos, ese gigantesco país sin nombre que se formó en base al puritanismo anglosajón pero también en base al exterminio de indios y a la conquista avasallante de sus tierras, no solo en el territorio de las originales trece colonias británicas, sino también en el conquistado durante la guerra con México entre 1845 y 1847. Un proceso del cual no pudo sino surgir un tipo de personalidad y de acción que necesariamente recogió la literatura y que se trasladó, décadas después, al género que nos ocupa.
    Vale decir, entonces, que el género negro devino del Far West de modo bastante natural. Se podrá, por supuesto, argüir que en realidad hay antecedentes aún más atrás, y es cierto: se podría llegar hasta la misma Biblia, en la que no faltan crímenes. De ahí para acá toda la literatura europea, con sus novelas de caballería y con las incontables novelas morales y las filosóficas, las góticas y las políticas, no carece de relación con el crimen. No se salvan de esta regla ni La Divina Comedia ni todo Shakespeare. Y es que, como apuntó alguna vez Georges Simenon, el asesinato es ‘‘un acto extremo de la conducta humana”. El humano, pareciera, está condenado a vivir en el límite, al borde mismo de la contención de sus actos extremos. En la literatura negra ese límite lo ponen los policías, los detectives y el vago, omnipotente y abstracto concepto de “La Ley” que en el Oeste encarnaba la figura del sheriff.
    Establecido el parentesco entre ambos géneros literarios (coincidentemente los dos considerados “menores”) queda por ver de qué manera, página tras página —en giros y expresiones, en personajes y situaciones— la literatura de la conquista del Oeste se hizo presente en el género negro.

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