jueves, 23 de febrero de 2017

Mempo Giardinelli. Los precursores: La prehistoria del género negro


SEMANA DE LA LITERATURA NEGRA Y P’OLICIAL.
Mempo Giardinelli.
Los precursores:
 La prehistoria del género negro

El crítico francés Fereydoun Hoveyda, que es uno de los más reconocidos estudiosos del género, considera que hubo relatos policiales desde hace más de dos siglos y cita como ejemplo un manuscrito chino del siglo XVIII titulado Tres casos criminales resueltos por el juez Ti, [4] Por su parte, en Los mitos de la novela criminal, el español Salvador Vázquez de Parga sostiene que desde la “prehistoria” del género hay una sucesión de textos hasta llegar a Las cosas como son, o Las aventuras de Caleb Williams, larguísima novela del inglés William Godwin, publicada en 1794. Se trata de una obra que parece inscribirse más bien en el género político y cuya trama gira en torno de la corrupción y el abuso, con un asesinato y una develación moral. De éste, dice Vázquez de Parga, habría que pasar a Eugene Vidocq, policía francés que publicó sus memorias en 1828, y solo después se llegaría hasta el verdadero padre del género: Edgar Alian Poe (1809-1849), creador en 1841 del racionalista Monsieur Auguste Dupin. [5]
    Como fuere, hay acuerdo generalizado en que el género nace realmente en el siglo XIX y en que su creador es Poe. Autor de cuentos de aventuras, de horror y detectivescos, él escribió las tres primeras historias en las que el crimen es asunto central: “Los asesinatos de la calle Morgue” (1841), “El misterio de Marie Roget” (1842) y “La carta robada” (1849). En la primera inauguró el enigma del “cuarto cerrado” con todos los elementos al alcance del lector, incitándolo a la revelación mediante el método deductivo.
    Pero entre los precursores cabe citar otros nombres. Entre ellos: Eugéne Sue (1804-1857), popular escritor francés de novelas de aventuras entre las que destaca Los misterios de París (1843); Emile Gaboriau (1832-1873) quien introdujo por primera vez un héroe permanente, el irregular investigador Monsieur Lecoq, de La Sureté, que protagonizó novelas como El caso Lerouge (1866) y Crimen en Orcival (1867) y es una especie de antecesor parisino de Sherlock Holmes [6]; y el británico William Wilkie Collins (1824-1889), cuyo personaje, un peculiar Sargento Cuff que gusta de cultivar rosas, protagonizó La piedra lunar (1868), considerada por T.S.Eliot como inicio y cumbre del género y también seguro antecedente de Holmes.
    Aunque acaso sea una presencia discutible, también hay que citar entre los precursores a un autor clásico del siglo XIX, anterior incluso a Poe: el polígrafo inglés Thomas De Quincey (1785-1859), aficionado al opio y autor de unos memorables artículos publicados en Londres entre 1827 y 1829 y titulados Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. La novela policial que surge en los Estados Unidos en los años 20, y que llamamos negra, le debe muchísimo.
    El sarcástico título del ensayo de De Quincey alude a la irónica intención apologética del crimen, llamativa, asombrosa, que no obstante estuvo lejos de ser la verdadera intención del autor. De Quincey escribió estas páginas más como un ejercicio de erudición, un desborde de su brutal sentido del humor, que como una propuesta seria.
    Y sin embargo, sus argumentos son subversivamente incitadores a revisar la moral puritana de su época. Y aun de la actual. De Quincey ataca el moralismo y la hipocresía de la sociedad moderna con un extraordinario sentido anticipatorio (escribió este libro en el primer tercio del siglo XIX), porque cree que en realidad la moral se constituye y define a partir de las transgresiones. El asesinato es, para él, inevitable e inherente a la modernidad, y le parece sublime y superior la pasión por cortar la garganta de las víctimas, a la vez que se opone a los repugnantes envenenamientos a que fueron afectos los romanos, por ejemplo. Y por más que son actos condenables —y él los condena puntualmente— ello no impide que puedan verse desde una óptica artística: “La tendencia a la evaluación crítica de incendios y asesinatos es universal”, opina, y así como puede apreciarse un incendio como un espectáculo teatral mientras se profieren exclamaciones como “magnífico” o “formidable”, así hay que tratar a los asesinatos. “Una vez pagado el tributo de dolor a quienes han perecido y, en todo caso, cuando el tiempo ha sosegado las pasiones personales, es inevitable examinar y apreciar los aspectos escénicos (que podrían llamarse, en estética, los valores comparativos) de los distintos crímenes”. [7]
    Por supuesto, sobre esta obra encantadora y aleccionadora acerca del cinismo occidental, planea un sentido del humor que deviene de Jonathan Swift, de quien De Quincey recuerda cómo fue criticado cuando propuso una solución radical al exceso de niños irlandeses: cocinarlos y comérselos. Así se excusó este autor de quienes lo acusaron de extravagancia y mal gusto. Ese humor, combinado con la gracia en la prosa y una inteligencia desbordante, llevó a De Quincey a hacer aquella observación de que primero se empieza por un asesinato, luego se sigue por el robo y se acaba bebiendo excesivamente, faltando al Día del Señor y hasta a la buena educación.
    En conferencias apócrifas dadas ante una supuesta “Sociedad de Conocedores del Asesinato", en su "Advertencia de un hombre morbosamente virtuoso" De Quincey dice que “cada vez que en los anales de la policía de Europa aparece un nuevo horror de esta clase (un asesinato) se reúnen para criticarlo como harían con un cuadro, una estatua u otra obra de arte". Y sostiene su tesis con brillantez: “Empezamos a darnos cuenta de que la composición de un buen asesinato exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento, se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza”. Y analiza más adelante el caso de John Williams, famoso criminal londinense en 1812, porque “ha exaltado para todos nosotros el ideal del asesinato... Como Esquilo o Milton en poesía, como Miguel Angel en pintura”.
    Cada página de De Quincey es una joya humorística y es también de una agudeza brutal: "No hay artista que se sienta seguro de haber convertido en realidad la propia concepción. A veces se presentan interrupciones molestas: la gente se niega a dejarse cortar la garganta con serenidad; hay quienes corren, quienes patean, quienes muerden, y mientras el retratista suele quejarse del excesivo aletargamiento de su modelo, en nuestra especialidad el problema del artista es, casi siempre, la demasiada animación”. Con erudición admirable y con ácidas críticas a Kant y a Hobbes, entre otros, De Quincey sacude los valores más sagrados de la sociedad contemporánea analizando la transgresión más grave: la que atenta contra la vida humana.
    Desde luego, también merece un capítulo entre los precursores el médico escocés Arthur Conan Doyle (1859-1930), padre del inefable y vanidoso detective Sherlock Holmes, y quien para millones de personas de varias generaciones ha sido el verdadero padre y/o el gran propagandizador del género policial clásico. Con sus novelas Estudio en escarlata (1887), El signo de los cuatro (1890), El sabueso de los Baskerville (1902) y varias decenas de cuentos y novelas cortas [8], Conan Doyle alcanzó una fama extraordinaria y, aunque su obra está plagada de trampas al lector y de situaciones inverosímiles, su mayor mérito fue el de haber creado al primer héroe detectivesco verdaderamente popular.
    Ser un clásico no es poca cosa, y varias décadas después de su muerte la verdad es que su obra todavía conserva frescura y vigencia. Bien informado acerca de las obras de Poe, Gaboriau y Verne, Conan Doyle fue, puede decirse, un autor de obras de aventuras que siempre menoscabó el género que lo catapultó a la fama, acaso porque debió dedicarse a él por dinero. En su presentación a los cuentos de Conan Doyle para la mencionada colección, dice la escritora y crítica mexicana María Elvira Bermúdez: “Al parecer, no tuvo gran aprecio por su personaje más conocido. Dotó a Sherlock Holmes de cualidades excepcionales, pero también con defectos serios y siempre consideró sus obras policiales inferiores a las de índole histórica”.
    Esto es interesante, pues lleva a pensar que el todavía vigente menosprecio que se tiene por este género quizá se originó en la desvalorización que a finales del siglo XIX y comienzos del XX manifestaba el más popular e importante autor de narraciones policiales. A despecho del éxito obtenido, el propio Conan Doyle parece haber observado esa actitud elitista y desdeñosa que se proyectó luego a todo el género. A tal punto esto parece así que, cuando mata a Holmes en aquella pelea contra el bandido Moriarty, es la reacción enfervorizada del público lector (y presumiblemente el dinero que le ofrecían sus editores) lo que lo lleva a resucitar al extravagante detective de la gorra y la pipa.
    También es interesante imaginar el contexto Victoriano en que se desenvolvieron autor y personaje. Positivismo, cientificismo, la influencia de Darwin y de Spencer, todo eso contribuyó a hacer del escocés un agnóstico que viniendo de originales concepciones religiosas católicas pasó a un espiritualismo y un racionalismo que convinieron luego a Holmes. Asimismo, acérrimo nacionalista, Conan Doyle frecuentó diversos géneros literarios, encaprichado en no sobresalir en el género policial, paradójicamente el único en el cual se destacaba. Caso curioso, fue una especie de Dumas, de Salgari o de Stevenson tardío (fueron sus antecesores-contemporáneos), y aunque intentó la novela histórica, la gótica, el drama y la aventura, a su pesar terminó convertido en padre de un género al que él mismo menospreciaba,
    Desde aquellas obras iniciales hasta la moderna novela negra, hubo un largo camino en el que esta literatura recibió préstamos de otros géneros que podrían ser considerados “primos hermanos”, y que contribuyeron a definir sus características. Entre ellas, la literatura gótica o de horror (Mary Wollstonecraft Shelley, Nathanael Hawthorne, Bram Stoker, Howard Phillip Lovecraft fueron sus figuras más representativas); la de aventuras (con Hermán Melville, Joseph Conrad y Jack London) y la casi siempre olvidada literatura del Oeste norteamericano (creación de Francis Bret Harte, Ambrose Bierce y Zane Grey, entre otros).
    De allí tomó la moderna literatura negra casi todos los elementos que hoy la caracterizan: el suspenso, el miedo que provoca ansiedad en el lector, el ritmo narrativo y la intensidad de la acción, la violencia y el heroísmo individual. Con esas materias primas, Hammett primero, Raymond Chandler después, y una legión de autores no del todo reconocidos más tarde, sentaron las bases de la novela negra: la lucha del “bien” contra el “mal”, la intriga argumental y, siempre, la ambición, el poder, la gloria y el dinero como los factores capaces de torcer el destino de los seres humanos.
Fuente:
Mempo Giardinelli.
EL GÉNERO  NEGRO.

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