lunes, 20 de febrero de 2017

SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. OSVALDO SORIANO. NOVELA: EL OJO DE LA PATRIA. FRAGMENTO. ESCRITOR ARGENTINO.


SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL.
OSVALDO SORIANO.  NOVELA: EL OJO DE LA PATRIA. FRAGMENTO.  ESCRITOR ARGENTINO.
“Leer El ojo de la patria es como escucharlo al Gordo Soriano contándonos una película de espías, entusiasmándose con el relato, una noche cualquiera en una pizzería porteña.

Con esa fantástica capacidad que tenía Osvaldo para contar, desde su voz chiquita y socarrona, detrás del cigarrillo que apresuró su partida, entre miradas de reojo y silencios que acrecentaban el interés por la historia. Porque el Gordo era un narrador formidable. Podía describir cualquier cosa, un gol, una jugada, una entrevista accidentada de su vida periodística, un diálogo ocasional con un taxista y todo, todo, se convertía en un relato digno de ser escuchado hasta el final.

Imaginemos, entonces, cuánto puede llegar a seducir o atrapar un escritor como Soriano, lanzado a narrar las desventuras de un espía argentino dentro de una actividad que le queda grande y que no resulta ser todo lo épica y romántica que él fabulaba cuando era niño y combatía contra las almohadas en la cama grande. Y será como tenerlo a Soriano, de nuevo, para nosotros solos, contándonos una de espionaje, en una noche fría de Buenos Aires, compartiendo una mesa con amigos, tomando vino tinto y esperando una grande especial de muzzarella, jamón y morrones”.


Osvaldo Soriano
 El ojo de la patria



 Osvaldo Soriano, 1992
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2




 Hay en este extraño caos que llamamos la vida algunas circunstancias y momentos absurdos en los cuales tomamos el universo todo por una inmensa broma pesada, aunque no logremos percibir con claridad en qué consiste su gracia y sospechemos que nosotros mismos somos víctimas de la burla.
 HERMAN MELVILLE,
Moby Dick


Así avanzamos, como barcos contra la corriente que sin cesar nos arrastra al pasado.

FRANCIS SCOTT FITZGERALD,
El gran Gatsby


 Soy el espía en la casa del amor
conozco el sueño que sueñas
conozco la palabra que quieres escuchar
conozco el temor escondido en lo más
profundo de ti.

JIM MORRISON,
El espía










1


Arrodillado en la penumbra de la capilla, cerca del confesionario, el agente confidencial Julio Carré vigilaba los movimientos del cura que encendía las velas de la nave mayor. Advirtió un parpadeo en el gran candelabro y luego otro, hasta que los cinco cirios estuvieron prendidos y la imagen de Juan el Bautista se destacó entre las demás. Como si rezara, repitió de memoria el poema de Verlaine. Le dolía la cintura y pensaba que quizá se había confundido de capilla. Atrás escuchó los pasos de Pavarotti que se detenía junto a una columna. Hacía más de un mes que lo tenía pegado a los talones, espiando cada paso que daba.
El cura tosió fuerte, se inclinó ante el Cristo y después se perdió en la oscuridad. Carré sintió un estremecimiento pero enseguida lo vio aparecer de nuevo colocándose el escapulario. Se puso de pie y avanzó a tientas, rozando los respaldos de los asientos. Oyó el carraspeo del sacerdote que se acercaba, ahogado por el tabaco. Mientras se inclinaba, repitió de memoria: Les sanglots longs / des violons de l’automne / blessent morí coeur / d’une langueur tnonotone…
¿Langueur o longueur? Tenía que transmitir el poema de Verlaine pero no se animaba a mirar el papel que llevaba en el bolsillo por temor a que Pavarotti le sacara una foto y le hiciera pasar un papelón en el Refugio.
—¿Destino? —preguntó el cura con una voz lijada por el tabaco.
—El Pampero —contestó Carré y recitó lentamente, cuidando la pronunciación. Al final se decidió por longueur y desvió la mirada en busca de Pavarotti. Le pareció verlo cerca de la alcancía, tapándose la nariz con el pañuelo. Hacía dos días que lo notaba resfriado y de mal humor. A veces mientras se observaban en los bares, a través de las mesas, Carré sospechaba que el otro se aburría de seguirlo a todas partes, de compartir su vida gris y sin sobresaltos. Al principio, cuando cerraba la puerta de su cuarto, pensaba que al menos entre esas paredes podía lavarse y dormir tranquilo. Hasta que empezaron los llamados y encontró el primer micrófono disimulado en el cielo raso.
—¿Nada más? —preguntó el cura y sopló el humo a través de los agujeros del locutorio.
—Ni siquiera sé si reciben los mensajes —dijo Carré y recordó la manera en que Nardozza se deshacía de los informes en el subsuelo del Correo Central. Los ponía en la máquina de cortar papel y después les prendía fuego en la bañadera. «¡Inútiles!», gritaba, «¡Manga de inútiles! ¡Me entero primero por los diarios!», y abría la ducha para que arrastrara las cenizas. El caño de la ventilación estaba tapado y el tizne que volaba por toda la oficina cubría los retratos de los padres de la patria. Carré estuvo allí un par de veces antes de partir para Europa y debió rendir examen ante gente que no conocía y que ni siquiera era la misma en cada reunión. Se dijo que también Pavarotti habría pasado por esos largos interrogatorios, intoxicado por el tabaco y el café recalentado.
—Se viene un milagro —dijo el cura y a Carré le pareció que escupía en un pañuelo—. Prepare la valija y espere instrucciones.
Iba a preguntarle de qué se trataba pero el cura se alejó tosiendo. Carré se levantó y salió despacio. Sentía un escalofrío al intuir que Pavarotti se deslizaba en las sombras, confundido con las imágenes de los santos. Como siempre que entraba en una iglesia estuvo tentado de demorarse a rezar un rato pero ese era un error que había aprendido a no cometer. Se detuvo frente al portal, consultó el papel en el que llevaba anotado el poema de Verlaine y comprobó que se había equivocado. Recitó longueur en lugar de langueur, pero en el fondo no tenía importancia. Masticó el papel y se lo tragó sabiendo que era una precaución inútil que ya nadie tomaba. Los tiempos habían cambiado tanto que a veces Carré tenía miedo de no reconocerse en su propio pasado.
En el subte dejó pasar dos trenes y se metió en otro justo cuando cerraban las puertas. Sabía que, cualquier cosa que hiciera, Pavarotti no iba a perderlo de vista, que lo tendría siempre encima. Ya era la hora en que cerraban los negocios. Tuvo que viajar de pie, apretado entre un hombre que llevaba puesta una máscara de Bob Marley y una chica de anteojos que leía Madame Bovary. En la estación Sebastopol hizo un cambio inútil, que alargaba el viaje y le martirizaba las piernas. Al bajar en Clignancourt vio que Pavarotti salía de la multitud y se acercaba a un quiosco a comprar el diario.
Remontó la cuesta de la rue Custine y en los reflejos de las vidrieras encendidas notó que el saco le apretaba la cintura como a un oficinista rechoncho. Había jurado ponerse a régimen, evitar las frituras en los cafetines y dejar la bebida, pero sabía que eso era imposible. Las amistades y las mujeres le estaban vedadas por el servicio y solo le quedaban el placer de una copa y la compañía del cigarrillo.
Se levantó las solapas y cruzó la calle entre los coches atascados. Quería pasar por el Refugio a buscar los mensajes, como lo hacía todas las tardes, para no alterar la rutina. La mayoría de las veces solo encontraba saludos de otros agentes o una carta anónima con una cadena de la suerte. Por superstición no las rompía nunca y a la noche, después de comer, se quedaba escribiendo tantas copias como le pedían. No le gustaba contrariar al destino ni dejar asuntos pendientes. Toda su vida había pasado desapercibido y al fin, sin proponérselo, de esa filosofía hizo su profesión.
En el Refugio fue directamente al baño. El bar era el único sitio neutral de la ciudad y allí se reunían los agentes de todas las potencias para cambiar chismes y jugar al ajedrez. Nunca nadie había utilizado un arma en ese lugar. Era un pacto tácito que sobrevivió a todas las guerras y a los cambios de fronteras durante siglos. Por eso Vladimir el Triste se quedó a vivir para siempre en la mesa del fondo. Mientras orinaba, Carré podía verlo a través de la puerta entornada; estaba ahí desde el día en que se derrumbó el comunismo y nunca más volvió a la calle. Languidecía de a poco, como un malvón olvidado a la sombra. Soportaba las bromas de los más jóvenes, educados en Harvard o Saint-Cyr, que lo utilizaban de casillero para dejar sus mensajes cifrados, los desafíos de ajedrez y los saludos para las fiestas. Cuando se sentaba frente a él, por la madrugada, Carré le adivinaba el miedo en los ojos que atisbaban la puerta como si no estuviera seguro de que todos los que entraban conocieran el pacto de neutralidad. Aunque ningún agente se acordaba de cuál era el motivo por el que debía desembarazarse de él, de tanto en tanto uno de ellos encontraba en el impermeable una nueva orden de liquidarlo en el acto. Carré se mojó la cara, abrió el ventanuco que daba al patio y respiró hondo. Aunque sus mensajes no llegaban a destino descartó que los interceptaran porque estaba seguro de que nadie conocía su clave. Entonces, ¿por qué le habían mandado a Pavarotti? ¿Acaso era una maniobra de El Pampero para confundirlo hasta que se delatara? ¿Delatarse de qué si no tenía nada que reprocharse?
El patrón del bar se acercó a gritarle que lo llamaban por teléfono. Carré pidió un tinto y mientras levantaba el auricular oyó que del otro lado cortaban la comunicación. Eso le ocurría por segunda vez en la tarde; toda la semana había sido igual, día y noche. Esperó a que el patrón le alcanzara el vaso y se acercó a la mesa de Vladimir.
—Se olvidó del yinbeh —dijo el ruso con un gesto de decepción.
—Está perdiendo la memoria. El del yinbeh era Lapage, que iba a Nairobi. ¿Tiene algo para mí?
Vladimir hizo un ademán vago. Bajo los ojos tenía dos líneas azules que resaltaban el gris de las pupilas. Buscó en los bolsillos del impermeable y sacó un puñado de papeles sucios, sobres doblados y servilletas arrugadas. Los fue separando de a uno, tomándolos por los bordes como si fueran mariposas disecadas y le alcanzó una carta. Carré dejó el vaso y abrió el sobre. Adentro solo encontró una hoja de papel en blanco.
—¿Quién lo trajo?
—El chico que reparte el diario —señaló el sobre—: Esa es letra de mujer.
—¿Está seguro?
—Una mujer joven. ¿Se queda a jugar una partida? Mire que le doy un alfil de ventaja —dijo como si se aferrara a la compañía del primer llegado.
—Hoy no, discúlpeme. ¿Alguien consiguió ganarle?
—No, a esta altura no hay problema que no pueda resolver. Salvo el mío, claro —dijo, y sonrió con una mueca que le fruncía la nariz.
—Suponga que una noche de tormenta lo saco de acá y lo meto en un barco argentino.
—No podría dar un paso por la vereda sin que me peguen un tiro. Usted es el único que no tiene que matarme. ¿Nunca se preguntó por qué?
—No, yo le tengo mucho aprecio.
—Hasta el tipo del Vaticano recibió la orden. Siéntese, le doy un alfil de ventaja.
—Tengo que irme. Piense en el barco argentino —dijo Carré y echó un vistazo a sus espaldas.
—Déjeme algo para la cena, ¿quiere? Usted es el primero que viene esta tarde.
Carré pagó el vino y le dejó unas monedas en el sombrero. Todos los agentes hacían lo mismo cuando recibían un mensaje. El patrón guardaba el dinero y el día que los confidenciales se reunían a tomar copas y jugar a los dados los invitaba con quesos y champán. Entrada la noche, ganado por el fervor patriótico, recordaba sus hazañas en el frente del Chad donde había perdido el ojo derecho y un amante argelino. Pero casi siempre Vladimir y el patrón permanecían silenciosos como un viejo matrimonio que ya no espera nada nuevo.
Antes de salir Carré espió a través del vidrio y subió a un ómnibus que lo llevó por el bulevar Barbes hasta la Goutte d’Or. Al bajar constató que Pavarotti lo seguía por la otra vereda, a media cuadra de distancia. Mientras caminaba leía el diario y mordía una hamburguesa. Carré revisó el casillero de las cartas y subió los cinco pisos hasta su altillo desde donde podía ver la cúpula del Sacré Coeur.
Al regresar de una misión en Bruselas se encontró con que le habían desvalijado la casa y desde entonces se arreglaba con unos pocos trastos viejos que compró en un cambalache de turcos. Lo que más extrañaba eran las condecoraciones que fueron su mayor orgullo. La única prueba de que su soledad era útil a alguien. Cuando terminaba un trabajo delicado, El Pampero le transmitía el reconocimiento de sus compatriotas. Lo citaban de noche en una cloaca de París o en una mina cerrada en las afueras de Manchester donde lo esperaban cinco o seis hombres de uniforme indescifrable alumbrados con linternas. Formaban hombro contra hombro y le hacían la venia mientras un oficial viejo le colgaba una condecoración en el ojal y pronunciaba un discurso encendido, unas veces en inglés, otras en alemán. Después le estrechaban la mano, le besaban las mejillas y se llevaban las linternas mientras Carré se quedaba solo y a oscuras entre las pilas de carbón o a orillas del torrente inmundo de la cloaca, apretando en la mano la medalla que nunca podría lucir ante nadie.
Volvía a la ciudad y se paseaba un rato por las calles del centro. Llevaba la condecoración en el bolsillo y caminaba con la apostura de un mariscal que pasa revista a sus tropas luego de tomar la fortaleza enemiga. Después entraba a un cine, sacaba la medalla en la oscuridad y se la prendía en la solapa del saco. Se quedaba así hasta que terminaba la función. Imaginaba que volvía a Buenos Aires y bajaba de un buque con el pecho cubierto de medallas. Al terminar la película, mientras en la pantalla empezaba a desfilar el reparto, volvía a guardar la condecoración en la caja de terciopelo y salía con paso discreto vigilando que nadie se levantara detrás de él.
Los ladrones también se llevaron el estéreo que Carré le había confiscado a un diplomático búlgaro que se pasó a los ingleses. Por las noches, mientras copiaba las cartas de la cadena de la suerte, se cebaba unos mates y ponía una ópera de Verdi o de Offenbach y así estaba hasta el amanecer cuando los otros inquilinos salían a trabajar y él se dormía abatido por el cansancio. Ahora tenía que conformarse con los conciertos de la radio y una copa de jerez, aunque nunca olvidó copiar las cartas ni dejó de despertar a los alemanes. No podía perdonarles que lo hubieran encarcelado por una tontería y cada noche, cuando el reloj de la catedral daba las dos, elegía algunos números al azar en la guía de Leipzig y dejaba sonar el teléfono ocho o diez veces; recién entonces, convencido de que los alemanes se despertaban sobresaltados y sudando, colgaba justo a tiempo para no tener que pagar la llamada.
En la biblioteca tenía pocos libros y entre ellos conservaba, deshojado, un ejemplar de las Memorias de una Princesa Rusa que había encontrado años atrás en una librería de viejo de la Avenida de Mayo. De tanto repasarlo se sabía de memoria algunas páginas con los mejores fragmentos y de allí había sacado algunas claves para sus mensajes secretos. Las ilustraciones del libro eran escasas y poco elocuentes, pero él se quedaba largo rato mirándolas hasta que su cabeza volaba a otra parte y permanecía inmóvil, con los ojos perdidos.
Guardaba el libro entre el Atlas Universel de la Librairie Hachette y el Compendio de la República de 1910, aunque lo asaltaba el temor de que un día otro confidencial pudiera encontrarlo mientras se llevaban su cadáver envuelto en una frazada. Porque intuía que una noche, antes de terminar el vaso de jerez, se quedaría duro, mirando la pared, agarrotado por un dolor en el pecho, como le había pasado al trompetista ciego del cuarto piso.
Encendió la lámpara y fue a ducharse a la cocina. El lugar era tan estrecho que se lavaba de pie, con un hilo de agua. Esa noche hizo lo de siempre: secó el piso con un trapo y se calentó unas salchichas que comió con un pedazo de pan. Abrió una botella de vino blanco que dejaba abajo de la cama para que no se arruinara con la luz y se la tomó de a poco hasta que empezó a hablar solo. Eso era señal de que iba a pasar una mala noche. Le habría gustado ir a buscar a Pavarotti para invitarlo a tomar una copa y bromear un poco, pero no se animaba. Seguramente el otro estaba sentado en la vereda, tiritando de frío o durmiendo en la plaza donde jugaban los chicos. Pero Carré ya estaba desnudo, masajeándose las várices, y todavía tenía esperanza de dormir sin pesadillas. Trabó la puerta con una silla, tomó una cucharada de bicarbonato y se tiró en la cama con un cigarrillo entre los labios.
No entendía lo que pasaba en los últimos tiempos ni estaba seguro de poder anticiparlo a Pavarotti que era más joven y parecía bien entrenado. Por un momento pensó que ya no volvería a la Argentina y tampoco estaba seguro de prestarle buen servicio. Hacía lo que le pedían pero él era solo un eslabón de una larga cadena invisible. Subía a los trenes y bajaba en la primera estación; entraba en bares inmundos, se cruzaba con desconocidos que le ponían un boleto de ómnibus o una tapa de Coca Cola en el bolsillo, corría de una ciudad a otra, se arrodillaba en las iglesias para recitar mensajes que no comprendía, y una vez, de puro comedido, tuvo que matar a un hombre.
Se durmió con el cigarrillo apagado entre los dedos y soñó que alguien lo llamaba desde el hueco de un ascensor. A las cuatro de la mañana lo despertó el teléfono mientras la lluvia golpeaba contra la ventana. Se puso de pie abombado y caminó tambaleándose en la oscuridad. Levantó el tubo y gritó unos cuantos insultos, exaltado por el miedo y la borrachera. Ya iba a colgar cuando oyó la voz del cura, quebrada por lo ruidos de la tormenta.
—Terminado, Carré. Muerto. ¿Me oyó? Queme todo y desaparezca que ya pasan a buscar el cadáver.


Fuente:
Osvaldo Soriano, 1992
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

N.N.
ENRICO  PUGLIATTI.

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