miércoles, 17 de febrero de 2016

Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg.


(Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg).

Lugones
Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra república decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es decir la verdad y es decir muy poco. Muerto Groussac, la primera de esas dos primacías le corresponde; muerto Unamuno, la segunda. Am-bas proceden de una eliminación; nos dicen de Lugones y de otros hombres, no de Lugones íntimo; ambas lo dejan solo. Las dos en fin (aunque no incapaces de prueba) son vagas como todo super-lativo.
Nadie habla de Lugones sin hablar de sus múltiples incons-tancias. Hacia 1897 –época de Las montañas del oro– era socia-lista; hacia 1916 –época de Mi beligerancia–, demócrata; desde 1923 –época de las conferencias del Coliseo–, profeta pertinaz y dominical de la Hora de la Espada. También parece que en Las fuerzas extrañas (1906) incurrió en la culpa de no prever las dos teorías de Einstein, que sin embargo contribuyó a divulgar el año veinticuatro. Tampoco le perdonan el paso del ateísmo irreverente a la fe cristiana, como si ambas no fueran evidencias de una misma pasión. El hombre que es sincero y meditativo no puede no cam-biar: sólo no cambian los políticos. Para ellos el fraude electoral y la prédica democrática no son incompatibles.
He aquí lo indudable. Esos “cambios múltiples”, que son es-cándalo o admiración de los argentinos, son de carácter ideológico y nadie ignora que las ideas de Lugones –mejor, las opiniones de Lugones–, son menos importantes que la convicción y que la retó-rica espléndida que les dedicó. Retórica espléndida he dicho, no re-tórica útil, ya que Lugones prefería la intimidación a la persuasión. Chesterton o Shaw enriquecieron de problemas y de razones las doctrinas que profesaban; Lugones no aportaba a sus empresas otra cosa que su adhesión, acompañada por algunas metáforas. Habitualmente, simplificaba hasta lo monstruoso las discusiones. Por ejem-plo: recuerdo que postulaba una diferencia moral entre el recurso métrico de repetir determinadas sílabas (rimar) y el de no repe-tirlas.
Sus razones casi nunca tenían razón; sus epítetos, casi siempre. Conviene, pues, buscarlo en aquellos lugares de su obra no maculados de polémica: verbigracia, en las páginas descriptivas de El payador.
“Era el monstruoso banquete de carne, para hombres, pe-rros y aves de presa... Junto a los fogones inmensos, hombres sentenciosos, enguantados de sangre, comentaban las peripecias del día, dibujando marcas en el suelo, o limpiando los engrasados dedos con lentitud en el empeine de la bota...”
O en algún admirable cuento fantástico –La lluvia de juego, Los caballos de Abdera, Yzur– o en aquel Lunario sentimental que es el inconfesado arque-tipo de toda la poesía profesionalmente “nueva” del continente, desde El cencerro de cristal de Güiraldes hasta El retorno maléfico o La suave patria, de López Velarde, acaso superiores al modelo. (¿A qué aludir a remedos incompetentes, como La pipa de Kif?)
Se deplora –no sin justicia– el mal gusto de Lugones, Yo también lo deploro, pero me incomoda menos que el de otros: diga-mos el de Ortega y Gasset. El uno –“Y cumbres siempre, cumbres, en torno, cumbres en el horizonte, como si al bienvenirlo, todo aquel suelo, de un solo bloque, se erigiera en montañas” –está mitigado por la pasión; el otro –“Me hizo meditar mucho cierta damita en flor, toda juventud y actualidad, estrella de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia madrileña”– es mera y fríamente feo.
En vida, Lugones era juzgado por el último artículo ocasional que su indiferencia había consentido. Muerto, tiene el derecho pós-tumo de que lo juzguen por su obra más alta.
En cuanto a lo demás, a lo que sabemos... En el tercero de los cuatro Estudios helénicos están estas palabras:
“Dueño de su vida el hombre, lo es también de su muerte.”
(El contexto merece recordación. Ulises rehúsa la inmortalidad que Calipso le ofrece; Lugones arguye que rehusar la inmortalidad equivale a un suicidio, a plazo remeto.)

 Lugones, Herrera, Cartago


Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de am-bos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al “poeta de Buenos Aires” de haber saqueado el “poeta de Montevideo”. Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uru-guay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga, y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refu-taron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó al-gunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consis-torio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incrimina-ría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano, y a Lamartine... Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición:
“En cuanto a la vieja disputa, provo-cada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.”
Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938.
Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los ce-náculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas (“...y el viejo banco/ sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia”) y a Herrera para construir el caos:

Un estremecimiento de Sibilas
epilepsiaba a ratos la ventana,
cuando de pronto un mito tarambana
rodó en la obscuridad de mis pupilas.

Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocu-pando a la gente.
“La polémica no ha terminado –comprueba Guillermo de To-rre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)– y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta.”
Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una in-clinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.
La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran es-critor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lu-gones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.
Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no de-claró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivi-narlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición aca-démica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del ar-gumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.
Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio, y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el in-cendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejér-citos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la llíada que dice.
“El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida.”
Porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los roma-nos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella –tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave– y una versión griega del Periplo del navegante Hannon * . Cartago, ahora, significa, ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.
* _ También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.
Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.
La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pas-toril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Ale-jandría.
La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, para-dójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.
Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, tam-bién, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.

 Página final


Ya escrito el libro, ya entregadas las páginas a la imprenta, los editores tal vez abrumados por tantos nombres propios y fechas, por tal acopio bibliográfico o estadístico, me indican la conveniencia de un juicio personal sobre Lugones, de un poco de esa intimidad cuya falta deploramos en el maestro.
Como Kipling (con el que tiene tantas afinidades, pero de quien los años hicieron un hombre más complejo y más desdi-chado) Lugones es de los primeros autores que me fue dado leer; juzgarlo es juzgar a mi generación y acaso a toda la literatura argentina.
Lugones es un hecho histórico; antes de investigarlo tenemos que investigar sus causas. Mi punto de partida será Flaubert, cuya doctrina y cuyo destino, más que su obra, son ejemplares en la lite-ratura de nuestro tiempo. Flaubert pensaba que hay un modo de decir cada cosa y que es deber del escritor descubrir ese modo único. Postuló, además, una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de que la palabra justa fuera, invariable-mente la musical.
Al exponer esta doctrina, escribió: Je parle en platonicien, y el hecho es que tal imaginación tiene mucho de mística. Podemos oponerle este párrafo de Alfred North Whitehead:
“Existe la común certidumbre de que la Humanidad ya posee todas las ideas fundamentales que son aplicables a su experiencia. Se pretende asimismo que esas ideas han encontrado explícita expre-sión en el lenguaje humano, en palabras sueltas o en frases. A esa postulación yo la nombro Falacia del Diccionario Perfecto.”
Ya Chesterton, en 1904, había escrito:
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un corredor de bolsa salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las ago-nías del anhelo.”
La imprecisión que Chesterton denuncia y que la precisión y belleza de su alegato parecen contradecir tiene una confirmación en el hecho, fácilmente observable, de que ciertas cosas pueden decirse en determinados idiomas y en otros, no. Así, en inglés, o en alemán o en francés actual no hay manera de decir estaba solita, y en español no cabe decir: to laugh it off o to explain away... pero volvamos a Flaubert:
El mot juste de Flaubert, la palabra justa, no es necesaria-mente la palabra anómala o asombrosa; el lenguaje de Madame Bovary o de Bouvard et Pécuchet es normal y no excluye (la com-probación es fácil) los lugares comunes y las metáforas imprecisas aunque nunca enigmáticas o violentas, Suele definir lo mental o sentimental con imágenes físicas; esta mala costumbre no corresponde a lo más perdurable de su labor. Así en L'education sentimentale, compara el recuerdo de unas palabras con el tañer de una campana que trae el viento...
En otro escritor, el culto de la palabra, la ansiedad de la pala-bra, hubiera parado fatalmente en la formación de un pequeño dia-lecto; tendríamos, en el peor de los casos, a Rene Ghil; en el mejor, a Stefan George, Swinburne, o Mallarmé. Un persa o un polaco, di-gamos que estudiara francés en la prosa y el verso de Mallarmé, correría el albur de descubrir, al cabo de arduos años de aprendi-zaje, que Boileau y Voltaire manejaron un dialecto nocturno.
Bajo la pluma de Leopoldo Lugones, el mot juste, degeneró en el mot surprenant, y la página proba en la mera página de anto-logía hecha de triunfos técnicos, menos aptos para conmover o para persuadir que para deslumbrar. Su literatura, por exceso de aplica-ción o por una aplicación perversa, quedó así maculada de vanidad; detrás de los epítetos inauditos y de las metáforas alarmantes, el lector percibe, o cree percibir, ese grave defecto moral.
Escéptico de tantas cosas, Lugones no lo fue jamás del lenguaje y, a juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que, sólo atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su connotación es distinta. Azu-lado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco pecan de énfasis.
Moore observó que, desde Shakespeare, sólo Kipling escribió con todo el idioma; también Lugones abrigó alguna vez este des-aforado propósito. El bien educado siglo XVIII buscó la máxima economía de vocabulario y la máxima precisión, el siglo XIX, especialmente el siglo XIX español, quiso aplicar a los idiomas un cri-terio estadístico y multiplicó las palabras. Lugones, que en Las montañas del oro usó un lenguaje austero, se propuso en La guerra gaucha superar en su propio campo a los españoles, y prodigó todas las palabras posibles.
Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les fal-taba inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la literatura de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros argentinos adolecen del pecado original de no ser necesarios. Los leemos con respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo haber redactado con pareja felicidad libros del todo opuestos.
Leopoldo Lugones fue y sigue siendo el máximo escritor ar-gentino. Recabar ese título para Sarmiento es olvidar que su obra escrita debe ser juzgada a la luz de su obra total, quiero decir de su vida; recabarlo para Groussac es olvidar que éste fue un crítico europeo que se produjo en español accidental-mente, si bien con maestría singular. El Facundo y el Martín Fie-rro significan más para los argentinos que cualquier libro de Lu-gones o que su heterogéneo conjunto, pero Lugones por su Historia de Sarmiento y El payador comprende de algún modo y supera aque-llos libros fundamentales. Además, una cosa es el máximo escritor y otra el libro máximo; no hay libro de Quevedo que pueda equi-pararse al Quijote, pero Cervantes, juzgado como hombre de letras, es inferior a Quevedo, sin menoscabo de su gloria... Inversamente, hay composiciones poéticas de Ezequiel Martínez Estrada que igualan o sobrepasan a las mejores de Leopoldo Lugones, pero Martínez Estrada, poeta, no es más que una extensión de Lugones, y lo mismo podría acaso decirse del memorable y dulce López Velarde.
Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra literatura, buenas y malas. Por un lado, el goce verbal, la música instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio; por el otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la burla. Así, Góngora pudo sonoramente saludar la Armada Inven-cible y denunciar en un soneto burlesco la cobardía de los defen-sores de Cádiz... Lugones está, por decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino un objeto elaborado por él. En lugar de la inocente expresión tenemos un sistema de habilidades, un juego de destrezas retóricas. Raras veces un sentimiento fue el punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse a temas ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos. Un poema suyo famoso enumera y celebra todas las variedades de la ganadería, de la agricultura, y de la industria; cuatro sonetos describen los paisajes del sur, del norte, del este, y del oeste. Cíclicamente surgen poetas que parecen agotar la literatura, ya que se cifra en ellos toda la ciencia retórica de su tiempo; tales artífices, cuyo fin es el estupor (qui non sa far stupire, vada alla striglia, decretó uno de ellos, Marino), acaban por cansar.
Ya Samuel Johnson observó que el asombro es un placer tra-bajoso. La obra que maravilla a una generación suele parecer fría, inexplicable y hasta poco ingeniosa a las venideras, interesadas en otras novedades o novelerías.
Acaso es lícito ir más lejos. Acaso cabe adivinar o entrever, o simplemente imaginar, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue callado y solo a buscar, en el cre-púsculo de una isla, la muerte.


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