martes, 16 de febrero de 2016

(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones.


(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
 Lugones.
Las “nuevas generaciones” literarias.


Leo en las respetuosas páginas de una revista joven (los jóve-nes ahora, son respetuosos y optan por la urbanidad, no por el martirio):
“...la nueva generación o heroica, como también se la lla-ma, cumplió plenamente su cometido: arrasó con la Bastilla de los prejuicios literarios, imponiendo a la consideración de achacosos simbolistas nuevas ideas estéticas...”
Esa generación impositiva, arrasadora y cumplidora es la mía: he sido, pues, calificado, siquie-ra colectivamente, de héroe. No sé qué opinarán de ese ascenso mis compañeros de apoteosis; de mí puedo jurar que la gratitud no excluye el estupor, la zozobra, el leve remordimiento, y la suma incomodidad.
Generación heroica... El texto de Cambours Ocampo, del que acabo de distraer, ese párrafo laudatorio, se refiere a la de Prisma, Proa, Inicial, Martín Fierro y Valoraciones. Es decir, a los años comprendidos entre 1921 y 1928. En el recuerdo, el sabor de esos años es muy variado; yo juraría, sin embargo, que predo-mina el agridulce sabor de la falsedad. De la insinceridad, si una palabra más cortés se requiere. De una insinceridad peculiar, donde colaboran la pereza, la lealtad, la diablura, la resignación, el amor propio, el compañerismo, y tal vez el rencor. No culpo a nadie, ni siquiera a mi yo de entonces; ensayo meramente –a través del “grande espacio de tiempo” a que alude Tácito– un ejercicio cris-talino de introspección. No me arredra el temor (nada inverosímil, por lo demás) de revelar a un Mundo distraído le secret de Polichinelle. Estoy seguro de decir la verdad: una verdad superflua y anacrónica, bien lo sé, pero que debe ser manifestada por alguien. Por alguien de la “generación heroica”, precisamente.
Nadie ignora (mejor dicho: todos han olvidado) que el rasgo diferencial de esa generación literaria fue el empleo abusivo de cierto tipo de metáfora cósmica y ciudadana. Ya irreverentes (bajo la plu-ma de Sergio Pinero, de Soler Darás, de Oliverio Girondo, de Leo-poldo Marechal, o de Antonio Vallejo); ya piadosas (bajo las de Norah Lange, Brandan Caraffa, Eduardo González Lanuza, Carlos Mastronardi, Francisco Pinero, Francisco Luis Bernárdez, Guillermo Juan o J.L.B.), esas alarmantes imágenes combinaban hechos actuales, cosas del cielo intemporal o siquiera cíclico, y de la inestable ciudad. Recuerdo que asimismo recomendamos, como todas las nue-vas generaciones, el retorno a la Naturaleza y a la Verdad y la muerte de la vana retórica. También tuvimos el arrojo de ser hom-bres de nuestro tiempo –como si la contemporaneidad fuera un acto difícil y voluntario y no un rasgo fatal–. En el primer impulso abolimos –¡oh definitiva palabra!– los signos de puntuación: abo-lición del todo inservible, porque uno de los nuestros los substituyó con la “pausas”, que a despecho de constituir (en la venturosa teoría) “un valor nuevo ya incorporado para siempre a las letras”, no pasaron (en la práctica lamentable) de grandes espacios en blan-co, que remedaban toscamente a los signos. He pensado, después, que hubiera sido más encantador el ensayo de nuevos signos: signos de indecisión, de conmiseración, de ternura, signos de valor psico-lógico o musical... Opinamos también –entiendo que con toda razón y con el beneplácito secular de los rapsodas homéricos, de los salmistas de la Sagrada Escritura, de Shakespeare, de William Bla-ke, de Heine y de Whitman– que la rima es menos imprescindible de lo que cree Leopoldo Lugones. La importancia de esa opinión fue considerable. Nos permitió no parecer lo que éramos: involuntarios y fatales alumnos –sin duda la palabra “continuadores” queda me-jor– del abjurado Lunario sentimental.
Lugones publicó ese volumen el año 1909. Yo afirmo que la obra de los poetas de Martin Fierro y Proa –toda la obra anterior a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar obra personal– está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario. En Los fuegos artificiales, en Luna ciudadana, en Un trozo de selenologia, en las vertiginosas definiciones del Himno a la Luna... Lugones exigía, en el prólogo, riqueza de metáforas y de ri-mas. Nosotros, doce y catorce años después, acumulamos con fer-vor las primeras y rechazamos ostentosamente las últimas. Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones. Nadie lo señaló, parece mentira. La falta de asonantes y consonantes perturbó para siempre a nuestros lectores, que prefirieron –escasos, distraídos y coléricos– juzgar que nuestra poesía era un mero caos, obra casual y deplorable de la locura o de la incompetencia. Otros, muy jóvenes, contrapusieron a ese injusto desdén una veneración no menos in-justa. La reacción de Lugones fue razonable. Que nuestros ejercicios metafóricos no acabaran de interesarle, me parece muy natural: él mismo ya los había agotado hace tiempo. Que nuestra omisión de los consonantes mereciera y consiguiera su desaprobación, tampoco es ilógico. Lo inverosímil, lo increíble, es que ahora, en 1937 * , siga persistiendo en ese debate, que ya se parece tanto al monólogo.
* _ Las “Nuevas Generaciones” Literarias. El Hogar, Febrero de 1937.
¿Y nosotros? No demorábamos los ojos en la Luna del patio o de la ventana sin el insoportable y dulce recuerdo de alguna de las imágenes de Lugones; no contemplábamos un ocaso vehemente sin repetir el verso “Y muera como un tigre el Sol eterno”. Yo sé que nos defendíamos de esa belleza y de su inventor. Con la injusticia, con la denigración, con la burla. Hacíamos bien: teníamos el deber de ser otros.
Examine el incrédulo lector el Lunario sentimental, examine después los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía o mi Fervor de Buenos Aires o Alcándara, y no percibirá la transición de un clima a otro clima. No me refiero a repeticiones lineales, aunque las hay. Tampoco a los intrínsecos valores de cada libro, por cierto incomparables. Tampoco a sus propósitos desiguales, tampoco a su feliz o adversa fortuna. Me refiero a la plena identidad de sus há-bitos literarios, de los procedimientos utilizados, de la sintaxis. Más de quince años dista el primero de los libros del último; este orden cronológico no impide que sean contemporáneos los cuatro. Esencial y realmente contemporáneos, aunque una mera diferencia de tiempo lo quiere desmentir.
Es muy sabido que no hay generación literaria que no elija dos o tres precursores: varones venerados y anacrónicos que por motivos singulares se salvan de la demolición general. La nuestra eligió a dos. Uno fue el indiscutiblemente genial Macedonio Fer-nández, que no sufrió de otros imitadores que yo; otro, el inma-duro Güiraldes del Cencerro de cristal, libro donde la influencia de Lugones –del Lugones humorístico del Lunario–, es un poco más que evidente. Por cierto, el hecho no es desfavorable a mi tesis.


Fuente: Editorial Pleamar. Buenos Aires, Argentina.

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