lunes, 15 de febrero de 2016

Sexta entrega: Lugones y la política. Lugones el narrador. Estudio Crítico. Jorge Luis Borges y Betina Edelberg.


Lugones y la política

Lugones, hombre de múltiples intereses, no podía sustraerse a los problemas que suscitó la primera guerra mundial; en 1912, previó que el conflicto de los Balcanes era el anuncio de otro más vasto y así lo declaró en una correspondencia enviada a La Nación desde Europa.
Para la imaginación popular, el auge posterior de la literatura pacifista –Sin novedad en el frente es acaso el ejemplo más divul-gado, aunque estéticamente haya otros mejores– ha reducido la guerra de 1914 a una torpe matanza de hombres aprisionados en trincheras. El horror de esta imagen no debe hacernos olvidar que la causa de los aliados era fundamentalmente justa. La invasión de Bélgica y el hundimiento del Lusitania fueron sentidos como algo terrible por los contemporáneos. Lo cierto es que, por sus crecientes atrocidades, Alemania ha logrado, en cada guerra, renovar el estupor y la indignación. Lugones, que compartía estos sentimien-tos, los expresó con fervor en los artículos de Mi beligerancia (1917) y de La torre de Casandra (1919), continuación del anterior. Nada, en el Lugones de aquella época, anuncia el venidero apóstol de “la hora de la espada”, salvo la entonación dogmática que es común a los dos. Más fácil es simpatizar con aquél que con éste. Lugones publicó ambos libros con un propósito esclarecedor, según lo manifiesta en el prólogo de Mi beligerancia:
“He creído que la eficacia con que algunos de mis escritos contribuyeron a esclarecer en este país el concepto de nuestra posi-ción y de nuestros deberes ante la guerra, duraría más si coleccionaba yo aquellas páginas; pues, aunque su relativo mérito dependiera en gran parte de la oportunidad circunstancial, uno mayor y permanente asignaríamos, de suyo, a los principios de verdad y de honor en ellas expuestos.”
Más tarde, para propagar las convicciones que la postguerra suscitó en él, Lugones no sólo se valió de artículos sino de confe-rencias. Aún se recuerdan las que pronunció en el Coliseo, en 1923, y que recogió ese mismo año en Acción. Este libro inauguró la serie de trabajos que clausuraría, en 1932, con El estado equitativo * . A través de ellos puede seguirse la evolución que lo llevó a un credo totalitario. Sin detenernos a juzgar, y por cierto a condenar ese credo, labor que no incumbe a estas páginas, queremos sin embargo dejar a salvo la indiscutible sinceridad de Lugones. Exaltó la espada porque la creyó necesaria para la redención de la patria. Es sabido que participó en la revolución de septiembre; a poco de triunfar este movimiento, Uriburu le ofreció la dirección de la Biblioteca Nacional; Lugones rehusó, porque su militancia había sido des-interesada.
* _ La organización de la paz (1925), La patria fuerte (1930), La grande Argentina (1930), Política revolucionaria (1931).

 El narrador


En 1905, el barroquismo de Lugones llega a sus últimas con-secuencias tanto en el verso de Los crepúsculos del jardín como en la prosa de La guerra gaucha. El farragoso léxico, la sintaxis a veces inextricable y el abuso de los pronombres demostrativos, que con frecuencia obligan al lector a retroceder, entorpecen la lectura seguida. El tema –las incursiones de los milicianos de Güemes ha-cia 1814– desaparece bajo la frondosidad del estilo:
“Rejuvene-ciendo en la ablución del rocío, el paisaje se embelesaba sonreído de aurora. Las montañas del oeste empolvábanse de violácea ceniza. La evanescencia verdosa del naciente desleíase en un matiz escarla-tino, especie de agüita etérea cuyo rosicler aún se sutilizaba como si una idea adviniese a color. La luz varió sobre el follaje de los cebiles. El horizonte pulíase en un topacio clarísimo sobre las montañas, azules las distantes, verdes de cardenillo las próximas, retro-cediendo sus depresiones en perspectivas de planiferio. Manchas de sulfatado azul debilitábanse en los declives. Un farallón de cerro oblicuaba sus estratos, semejante a un inmenso costillar; y orlaban los repliegues de las colinas desbordamientos de arcilla como una desolladura de carnazas. El cenit de cinc resucitaba en celeste.”
No en vano una de las últimas reimpresiones incluye un eru-dito y minucioso vocabulario de 1257 palabras, indispensable para la buena inteligencia del libro. Por obra del contexto, hasta las voces más familiares parecen rebuscadas:
“...Pasado el primer ímpetu de pavor, lo arrastraban a la brusca, irguiendo el testuz, mosqueando la oreja, como clavo de punta el ojo, prontos a venirse sobre el lazo en un bote ventajero, el moro a ras de tierra, la papada cimbrándose entre las manos. Aquel novillo se portó maula; huyó, y lo malogran a la fija, si un concurrente no se comide. Le faltaba lazo, iba en pelo, y para colmo, estorbado por los árboles, erró su tiro de boleadoras; pero en alcan-zando al animal, desnudó su cuchillo, tendióse a la paleta del caba-llo, y cogiéndose con la izquierda a las crines, con la otra desjarretó. Desplomóse el vacuno con un baladro...”
Los rasgos brutales que figuran en este libro –el moreno que guarda para su perro el brazo de un soldado español– son quizá verdaderos, pero no logran ser verosímiles.
Por su adaptación al cinematógrafo y por su argumento pa-triótico, no por su lectura, cuya dificultad ya hemos indicado, La guerra gaucha ha logrado gran difusión. La escritura de estas pá-ginas ampulosas sirvió de desahogo a Lugones; en obras ulteriores su estilo gradualmente se simplifica.
Las fuerzas extrañas (1906) comprende doce cuentos fantás-ticos y un ensayo de cosmogonía. Ambos géneros inevitablemente evocan al autor de Eureka y de Cuentos de lo grotesco y arabesco. El estímulo de Edgar Alian Poe es, en efecto, muy probable; pero ni la literatura fantástica de Lugones ni la cosmogónica se parecen a las del antecesor.
Ya en 1896, Lugones cultivaba el cuento fantástico. Quedan, en revistas de la época, muchos testimonios de esa predilección, no recogidos posteriormente, pero que llevan su firma. De los inclui-dos en Las fuerzas extrañas, acaso los mejores sean La lluvia de fuego (que revive, con minuciosa probidad, la destrucción de las ciudades de la llanura), Los caballos de Abdera, Yzur, La estatua de sal. Estas páginas se cuentan entre las más logradas de las lite-raturas de lengua hispana. Lugones resuelve uno de los cuentos mediante la intervención de un dios; el burdo recurso del deus ex machina, tan reprochado a Eurípides, logra, gracias al arte de Lu-gones, una tremenda y sobrecogedora eficacia.
Por el tema popular y por el estilo sencillo, nada frecuente en el autor, despierta interés El escuerzo. En este cuento, más que en otros, Lugones entra plenamente en lo sobrenatural.
El Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones tiene un proemio y un epílogo novelesco; es fácil adivinar que se trata de una pre-caución literaria o, para decirlo como Lugones, de una modestia. El propósito del autor es expresar seriamente una hipótesis. El marco narrativo sirve, pues, para disculpar esta intromisión de un profano en materia científica. La cosmogonía de Lugones reúne elementos de la física de su tiempo –energía, electricidad, materia– y otros del Vedanta y de la filosofía budista: aniquilaciones y recreaciones cíclicas del Universo y transmigración de las almas.
En 1921, Lugones volverá a la astronomía y a sus problemas en la conferencia titulada El tamaño del espacio, que es una expo-sición y una apología de las doctrinas de Einstein.
Filosofícula (1924) reúne prosas breves y poemas de índole sentenciosa. Entre las prosas, unas son de ambiente oriental y otras de ambiente helénico. Las primeras recogen temas de Las Mil y Una Noches y de la Biblia y son, quizá, las de ejecución más feliz Recomendamos a la curiosidad del lector: El talismán de la dicha y El tesoro de Scheherezada. En cambio, es difícil aprobar las pará-bolas en que aparece Cristo; imaginar una sola frase que sin des-doro pueda soportar la proximidad de las que han conservado los Evangelios, excede, acaso, la capacidad de la literatura. Lugones, verosímilmente, no pensaba en los textos evangélicos sino en ciertas páginas similares de Oscar Wilde o de Anatole France, pero no alcanza su ingenio y su levedad.
Al propósito de continuar Las fuerzas extrañas responde el libro Cuentos fatales (1924). La pompa de ciertas descripciones, algo mecánica, traduce la fatiga del escritor y su alejamiento de los temas tratados. Da cierta realidad a estas imaginaciones fantás-ticas, un procedimiento que ha encontrado muchos imitadores: el mismo Lugones es protagonista de lo que narra y en la acción in-tervienen amigos suyos, con su nombre verdadero. Aparece el tema del suicidio, que volveremos a encontrar en El ángel de la sombra (1926). En esta novela, redactada con languidez, es difícil recono-cer a Lugones, que, si bien ha eludido la extravagancia y el exceso retórico, no se ha librado de la trivialidad.
Por la activa pasión de su inteligencia, por la pluralidad de sus inquietudes, por la constante busca de una verdad que tantas veces lo llevó a contradecirse, Lugones constituye en este país un fenómeno insólito. Su personalidad excede sus libros; la imagen de sí mismo que un escritor deja en los otros es también parte de su obra.
En el caso de Leopoldo Lugones, la imagen del hombre ha obscurecido la literatura escrita por él. Admirables trabajos como El payador, como la Historia de Sarmiento, como Las fuerzas extrañas, y como El imperio jesuítico permanecerán virtualmente inéditos has-ta que nuestro tiempo los redescubra.

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