martes, 15 de diciembre de 2020

STEVENSON el que contaba historias. 44 escritores de la literatura universal.

 


STEVENSON el que contaba historias

Lo primero es un lío con su nombre. Robert Lewis Balfour Stevenson empezó firmando R. Stevenson, por abreviar, si bien ocasionalmente añadía otro par de iniciales, R. L. B. Stevenson, cuando la situación lo requería. Hasta que, en 1868, recién cumplidos los dieciocho, pidió formalmente a su madre que lo llamara Robert Lewis, olvidando el Balfour que siempre había, secretamente, aborrecido. No del todo conforme, decidió sustituir el Lewis escocés por el francés Louis, aunque en su casa, un poco escamados con tanto cambio, siguieron llamándole Lewis que, por lo demás, se pronuncia más o menos igual.

Hijo único, lo mismo algo mimado, fue un niño enfermizo que heredó una insuficiencia respiratoria y una facilidad extrema para los catarros: mocos, dolores de garganta, estornudos y noches de insomnio visitadas por una tos seca, profunda como una sima, con algo del eco de las cavernas, las catedrales o los acantilados. Recordó siempre cómo su aya, la encantadora Cummie, lo levantaba a veces de la cama, congestionado, rojo, y lo llevaba ante un ventanal desde el que se veía buena parte de la ciudad, a oscuras, salvo una o dos ventanas, a lo lejos, iluminadas, en las que imaginaba a otros niños como él, con tos, también, febriles, que insomnes lo miraban. Cuando tenía seis años, su tío David organizó un concurso entre sus hijos y sobrinos en el que ofreció un premio para la mejor historia sobre Moisés. Louis quiso presentarse y como no escribía, durante cinco tardes de domingo dictó a su madre el texto que corrigió y tachó y que, al final, le valió una Biblia ilustrada.

Luego fue la Ingeniería, como su padre, que acabaría esquivando; el Derecho, solo de refilón, y una mácula de elegante indigencia que le obligaba a visitar lugares acordes con sus precarios medios. Tabernas que se llamaban El elefante verde, El ojo parpadeante, El alegre japonés…, en las que se sentaba a escribir, rodeado de deshollinadores, marineros, rateros que, en atención a su atuendo, lo llamaban «levita de terciopelo».

Hombre de hábitos nómadas, vagabundo, bohemio, se habituó a viajar con un mínimo equipaje: ropa, libros y un sky terrier negro, de peludas orejas, como sauces llorones y que, en consonancia con la costumbre de su amo, fue cambiando de nombre: Walter, Wattie, Woggs, Bogue…

Lo demás fueron enfermedades: el frío le ocasionaba pulmonía; el polvo, oftalmia, ciática el ejercicio… A menudo tenía que guardar reposo, en silencio, como un inválido, a oscuras, dictando a su mujer sus escritos. Acabó en los Mares del Sur, en Vailima, aquel lugar, un poco el paraíso —el sol, el mar, la paz—, en el que los nombres eran como un hechizo: Taahauku o Hiva-oa, viviendo en una casa de madera, con una biblioteca en la que barnizó las tapas de los libros para protegerlos de la humedad. Allí lo llamaban Tusitala, aquel que cuenta historias. No es mal mote.

sábado, 12 de diciembre de 2020

"Principios nocturnos", de Jorge Méndez Limbrick, se adjudica el III Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas

 


"Principios nocturnos", de Jorge Méndez Limbrick, se adjudica el III Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas


En total, se recibieron 70 novelas participantes en esta tercera convocatoria

La obra será publicada por la EUNED en el 2021 y se presentará en la próxima Feria Internacional del Libro de Costa Rica

El ganador fue dado a conocer en la Entrega Anual de Libros de la EUNED

limEl III Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas, convocado por la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED) en el género novela, ya tiene ganador: "Principios nocturnos", de Jorge Méndez Limbrick.

El jurado calificador, compuesto por Karen Calvo Díaz y Carlos Morales Castro, destacadas personalidades del mundo cultural y literario de Costa Rica y la región, seleccionó la obra entre un grupo de 70 novelas participantes en la convocatoria 2020, un número importante a pesar de la pandemia generada por el COVID-19.

De acuerdo con el jurado calificador, nombrado por el Consejo Editorial de la EUNED, la obra ganadora presenta novedad temática en el contexto costarricense y reflexiona sobre temas universales como la fama y la muerte. En su dictamen agrega, además, que plantea preocupaciones propias de la posmodernidad.

Entre sus cualidades, el jurado destaca que la obra recurre a una serie de referencias intertextuales vastas y no localistas; construye un mundo ficcional basado en el discurso de lo fantástico; critica el mundo cultural y académico del país, y posee un estilo cuidado y ágil, junto a una buena técnica narrativa.

El ganador recibirá un premio de 2 500 dólares y la publicación por la EUNED durante el 2021. También, será presentada en la Feria Internacional del Libro del próximo año.

Debido a la calidad de las obras recibidas, este año el jurado recomendó dos obras “Mentiras veniales, pecados mortales”, de la autora Silvia Lorena Rodríguez Ruiz, y “Los recuerdos del burro Marín”, del autor Cristóbal Gerardo Montoya Marín.

Sobre el autor ganador 2020

Jorge Méndez Limbrick, autor de “Principios nocturnos”, nació en San José el 6 de noviembre de 1954. Es abogado y escritor costarricense de novela negra y policial.

Ha ganado el Premio Editorial Costa Rica y el certamen “UNA Palabra”, de la Universidad Nacional (UNA). Obtuvo, en el 2010, el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría, en novela.

Fue colaborador de las antologías “Para no cansarlos con el cuento” (1989, Editorial Universidad de Costa Rica) y “La gruta y el arcoíris” (2008, Editorial Costa Rica).

En 2010, publicó “El laberinto del verdugo”, secuela de “Mariposas negras para un asesino”, que forma parte de una trilogía, cuya última obra está en producción.

Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2021

Para el próximo año, la EUNED convocará nuevamente el género de cuento. Según acuerdo del Consejo Editorial, presidido por la Dra. María Eugenia Bozzoli, las obras se recibirán del 15 de febrero al 30 de junio de 2021, aunque la fecha límite está sujeta a las condiciones de emergencia nacional y podría ser cambiada por la editorial, según su conveniencia.

Las obras participantes se deben enviar al correo electrónico: premio_narrativa@uned.ac.cr. Puede leer las bases completas del Premio 2021 aquí.

Es importante tomar en cuenta que el Consejo Editorial no recibirá, para dictamen, obras del género que esté vigente para el Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas; es decir, no recibirá cuentos fuera de concurso en el 2021.

El I Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas fue otorgado a la novela Las armas de Psique de Javier I. Guevara, mientras que el II Premio lo recibió el cuentario El elixir de Changó, de Sergio Murillo. Ambos libros están disponibles en Librerías UNED y en la plataforma librosuned.cr.

https://www.uned.ac.cr/acontecer/a-diario/gestion-universitaria/4251-principios-nocturnos-de-jorge-mendez-limbrick-se-adjudica-el-iii-pr

viernes, 11 de diciembre de 2020

Stendhal, las doce en punto. 44 escritores de la literatura universal.

 


Stendhal, las doce en punto

Se llamaba Henri Beyle. Un caballero grueso, según él mismo escribió, que compraba muchos libros, escribía de historia, comía en un café y se acostaba todas las noches a las doce. Tenía una extraña barba que le nacía en las patillas, y que se prolongaba bajo el rostro enmarcando su cara redonda. Todavía adolescente se enamoró de una joven actriz y vivió tal pasión, tal locura amorosa, que iba todas las noches al teatro solo para verla. Aquel primer amor le redimió de una infancia desdichada; una madre tempranamente muerta, y siempre condolida, idealizada, y un trío de enemigos familiares. Su padre, rígido y autoritario; su tía Séraphie, severa como su propio nombre indica, y el abate Raillane, su preceptor, puritano y estricto, amenazante como el ángel de la espada flamígera.

Uno de sus recuerdos, imborrables, de infancia, fue el de Luis XVI muerto en la guillotina. Su padre entró en casa demudado, desencajado, lacio, con un correo en la mano, dejándose caer sobre un diván como una marioneta descordada: «Se ha terminado», murmuró, «ha muerto asesinado».

Fue oficial de dragones, uno de aquellos tipos arrogantes, juerguistas y arrojados que recorrieron Europa de taberna en taberna, con la Enciclopedia de Diderot debajo del brazo, las botas de charol y los chacós de entorchados imperiales. Fue después funcionario, cónsul y auditor: un uniforme de terciopelo azul bordado de hilo de plata, un sombrero de plumas, y una espada colgada del cinturón de seda que probablemente no sacó nunca de la funda.

Vivió un mundo poblado de condesas, bailes, gasas y tules, cuellos y puñetas de encaje, en un tiempo agitado: polvos blancos, de arroz, y pólvora negra.

Y Napoleón, claro, de paso por la Historia, con mayúsculas. Lo siguió con su ejército, siempre en puestos administrativos desde los que pudo contemplar, a resguardo de los cañones y los sables, la grandeur de los mariscales pintada al óleo, con marcos de oropel, y también la débâcle, la de los veteranos cercados en las estepas rusas, que traducían el heroísmo en subsidios y cruces pensionadas, su ambición en limosnas.

Administró, también, un ejército de amantes, novias y enamoradas. Todas con nombres de pastel o merengue: Angela, Adèle, Métilde, Pauline, Alexandrine, Mina, Angéline… En una visita a su editor, inquirió por sus obras, almacenadas en la trastienda de la imprenta: «Aquí las tiene», dijo malhumorado, abriendo un arco exagerado con el brazo. «Como libros sagrados: sin que nadie los toque».

A última hora, se dedicó a redactar infinidad de testamentos, aterrado por la idea de una muerte que, finalmente, se presentó, dulce y condescendiente, y se metió en su cama. Fue su amigo Romain Colomb quien buscó para él, en Montmartre, un lugar tranquilo y agradable donde hoy está su tumba, con su cara, de perfil, enmarcada, y su nombre con hache intercalada.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Simenon, los cuatrocientos libros. 44 escritores de la literatura universal.

 


Simenon, los cuatrocientos libros

 Había dos Simenon. Ambos iguales, en apariencia, o parecidos. Ambos, por ejemplo, sombrero de ala ancha. Ambos pipa, sujeta entre los dientes —llegó a tener cuarenta—. Ambos rostro afilado, un poco de roedor, gesto sonriente. Ojillos diminutos, vivarachos, pajarita o corbata. Ambos, porte elegante; ambos también, delgados. Y a partir de ahí todo eran diferencias, sutiles u ostensibles, discretas o notables.

Había un Simenon familiar y hogareño, educado y jovial con los vecinos, amante esposo y padre, con algo de colono, de explorador, pionero: tuvo un barco, una canoa y una casa con bosque, donde iba a cazar con una carabina. Todo idílico, apacible, muy de documental, de postal o de libro.

Sorprendía su inesperada, pasmante voluntad de escapismo. Cambiaba con frecuencia de ciudad, de casa —en París vivió en veintisiete, una detrás de otra—, de habitación de hotel. Viajero empedernido, enfermizo y voraz, a menudo hacía la maleta, cogía el coche, en silencio, por sorpresa, recién amanecido, y desaparecía.

Eso y una descomunal pasión creadora. A los dieciséis años había publicado su primer libro. Después, en tres años, escribió tres mil cuentos. Un día se compró una colección de novelas populares. Contó las líneas, las páginas, los capítulos, e hizo sus cálculos. Ideó una veintena de seudónimos —Christian Brulls, Jacques Dersonne, Luc Dorsan o George Sim, entre otros— y con ellos escribió más de cuatrocientas novelas que enviaba a los editores en un Chrysler de color chocolate, con chófer, porque también sabía ser excéntrico cuando correspondía. «No es un gran libro lo que me he planteado hacer», dijo en una ocasión, «sino muchos pequeños».

La «Fábrica Simenon», afirmaba, irónico, de su literatura. Al final de su vida escribía un libro cada dos meses; trescientos días de vacaciones al año, presumía. Cuando le tocaba, hablaba con su mujer, fijaba una fecha en el calendario, iba al médico a que lo reconocieran, anulaba citas y compromisos, y el día señalado se encerraba en una habitación, con las ventanas cerradas, y un flexo. El otro Simenon: no cogía el teléfono, ni leía el correo, ni hablaba, ni comía durante horas, o días. Bebía solo cuando lo hacían sus personajes, tomaba las mismas píldoras que ellos… Terminaba un capítulo al día, casi siempre desnudo porque se iba quitando ropa: el pantalón, y una camisa de franela que no se cambiaba hasta que acababa la historia. Diez días exactos después, exhausto, sucio, sin afeitar, delgado, con los ojos todavía perdidos, desorbitados, las manos temblorosas, como el superviviente de un secuestro, salía del cuarto. Había acabado. Durante dos meses volvía a ser el Simenon de siempre. El de la vida tranquila y ordenada. La pipa y el sombrero.

Se pasó media vida suspirando por recibir el Nobel. Cuando se lo dieron a Camus dijo: «Ce petit con», masticando las palabras una a una.

martes, 8 de diciembre de 2020

Jean-Paul Sartre (y Beauvoir también un poco). 44 escritores de la literatura universal.

 


Jean-Paul Sartre

(y Beauvoir también un poco)

 

Acababan de conocerse y se habían citado en un café. Ella se retrasaba y él, nervioso, fumando, muy francés, impaciente, leía distraído mirando hacia la puerta de hito en hito. Regordete, los dientes amarillos, separados como una vieja sierra, cara redonda, hinchada, y una bizquera obvia, superlativa, inmensa. Al rato entró una joven y se dirigió a su mesa. Era Hélène de Beauvoir, que había ido a decirle que su hermana Simone sufría una indisposición, y que no podría ir.

Sartre le preguntó cómo le había reconocido. Y ella, apurada, tal vez intimidada, mordisqueándose ligeramente el labio, respondió que su hermana le había dicho que tenía gafas. Él señaló a otros dos clientes que también las llevaban. Y Hélène, carraspeando, casi como un susurro, sofocada, añadió: «Bueno, también me dijo que era bajito y feo».

Tuvo toda su vida un aspecto de gárgola malévola, de diablillo mordaz y una fascinación por la belleza. Más que una aspiración, un requisito. A todos sus amigos se lo exigía, casi en primera instancia, indefectiblemente: la belleza.

Así que le gustó. Aquella chica alta, elegante y altiva, inteligente, muy francesa, también, con quien hablaba de filosofía, todo el tiempo tratándose de usted. «El Castor», la llamaban, uno de los mejores motes desde luego, con quien acabaría firmando un pacto de dos años, prorrogable. Un contrato verbal de amor descomunal y eterno hasta la muerte. Nunca vivieron juntos, aunque compartieron a veces el hotel, amantes con frecuencia, y siempre una común admiración. Quedaban en cafés, a trabajar: el Flore, en Saint-Germain, con sus butacas rojas; el Dôme, desde cuya terraza se veía la estatua de Balzac; o el Trois Mousquetaires. Se sentaban en mesas separadas, para no molestarse, más allá de una vaga, imperiosa mirada, mientras escribían durante horas. Sartre, con letra pequeña, pulida y oficiosa, y Beauvoir, con una caligrafía dentada, accidental, difícil, casi siempre, de leer.

Cuando quisieron darse cuenta, se habían convertido en una leyenda, en historia de Francia. Una celebridad común e inseparable que arrastraba toda una troupe de amores compartidos: queridas, mantenidos, celos, furias, escándalos, coridrina, café, whisky, tabaco, y un registro de amantes (hasta cinco distintas), a las que Sartre daba hora como un médico de la seguridad social. Rechazó el Nobel cuando se lo ofrecieron, mientras comía lentejas y cordero, sin inmutarse.

Una mañana se levantó con el brazo izquierdo paralizado. Solo fue al médico cuando el cigarrillo empezó a caérsele de los labios. En su entierro, Beauvoir se sentó en una silla junto a la tumba abierta, aferrada a una rosa. Lloró en silencio y nadie, nadie se atrevió a consolarla. Al fin, la cogieron del brazo, recogieron la silla, y se marchó. Antes dejó caer la rosa sobre el ataúd, y un beso, frío y aristocrático, como de la nevera, existencial. Sartre había, por fin, dejado de fumar.

 

Simone de Beauvoir sufrió una grave enfermedad pulmonar. Estuvo semanas en cama, ingresada en un hospital. Sartre le escribía casi a diario. Le escribía por ejemplo: «¿Se encuentra bien, hay rosas hoy en sus mejillas?», siempre de usted. «No se olvide de dar un pequeño paseo rodeando su sillón, y cuando haya viajado a su alrededor, siéntese en él».

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

 


jueves, 3 de diciembre de 2020

Borís Pasternak Georges Perec Ezra Pound Iván Turguéniev. 44 escritores de la literatura universal.

 


Borís Pasternak

Georges Perec

Ezra Pound

Iván Turguéniev

 

  

Borís Pasternak

Hijo de artistas, jugaba a veces de niño, con su hermano, a organizar exposiciones. Colgaban sus dibujos por las paredes, hacían un catálogo en el que figuraban los títulos, y organizaban inauguraciones a las que acudían los padres y el servicio. Un verano, cuando tenía trece años, una yegua lo tiró mientras montaba, y estuvo a punto de arrollarlo con los cascos. Se rompió una pierna que soldó algo más corta que la otra y que le provocó una sutil y elegante cojera de por vida. A partir de ese día, en las inauguraciones hacía de crítico. La mirada atenta, el gesto adusto, algo desabrido. Y cojo.

 



 Georges Perec

Su padre había muerto en la guerra, casi por accidente, el día antes del armisticio. Su madre, judía, fue deportada a Auschwitz, donde también murió. Unas navidades, una tía suya con la que vivía le llevó a una juguetería para que eligiera su regalo: unos patines o una caja de soldaditos. Él eligió los soldados, señalándolos gozoso con el dedo, en el escaparate, pero su tía le compró los patines. Más tarde, durante un curso casi completo, fue andando al colegio para ahorrarse los dos francos del autobús con los que, cada semana, compraba una de aquellas figuras, uniformadas, con fusil, y casco y radio de campaña.


 

 

 Ezra Pound

Barbirrojo, el rostro afilado, la mirada acuosa, un tanto fantasmagórica. Llevó durante años un llamativo sombrero oscuro, de ala, con una larga pluma, y un zarcillo en la oreja, como un pirata. Una vez, en casa de una de sus anfitrionas, pidió permiso para utilizar el baño. Cuando lo buscaron más tarde, extrañados por su tardanza, lo encontraron metido en la bañera, canturreando, desnudo. Se forzaba a escribir un soneto diario que destruía siempre a fin de año, impasible, arrojándolos uno a uno tranquilamente al fuego.

 

 

Iván Turguéniev

Alto, cortés, elegante. En una de sus partidas de caza conoció a una joven obrera en los alrededores de San Petersburgo. Charlaron de los carruajes, los vestidos, las lámparas de cristal, la ópera… Un día le pidió una pastilla de jabón perfumado. Cuando se la llevó, se marchó y volvió a los pocos minutos, alterada por la emoción. Tenía las manos limpias y fragantes. «Ahora», le dijo tendiéndolas ante él, «estrécheme las manos como hace con las damas en los bailes». Y él, que lo entendió todo de repente, se arrodilló a sus pies.

 

martes, 1 de diciembre de 2020

Salgari, la mala suerte. 44 escritores de la literatura universal.

 


Salgari, la mala suerte

Cuando un niño en Italia no comía, no dormía, era desobediente, maleducado, terco, decía palabrotas, sorbía los fideos, jugaba con el pan, tiraba piedras o dejaba de ser piadoso, se le amenazaba con llamar al Tigre de Malasia. Y solo mencionarlo, decir su nombre apenas, siquiera susurrarlo, San-do-kán, bastaba para infundir un terror exótico y lejano, providencial y ajeno: el rostro desencajado, pálida la tez, los ojos aterrados. Era tal el miedo que provocaba aquel hombre de turbante y cimitarra, dientes blancos como colmillos de elefante, barba oscura, tenaz, y ojos negros como el carbón, negro, de la antracita, que una vez, en Verona, los editores colgaron en la calle unas banderolas en las que se leía: «¡Ciudadanos alerta! ¡El Tigre de Malasia está en camino!», cuando preparaban la salida al mercado de una de sus entregas.

Le gustaba, de niño, dibujar en los libros, en los atlas, en los puños de las camisas. Lo mismo en las paredes. En cuanto su madre se despistaba aprovechaba para llenar sus cuadernos de monigotes y sombreros, de soldados y escenas marineras: barcos, marinos, monstruos —pulpos gigantes con miles de ventosas—, y ballenas que partían con la cola, un surtidor de espuma, las frágiles barquías de los arponeros.

El mar. Uno de sus grandes amores. Compraba barcos en miniatura, que jugaba a capitanear en el salón, la mesa de comer, la mar océana, vestido seguramente de gala, tricornio y charreteras. Así que estudió esgrima, y se hizo marino.

Tenía algo de follonero. Uno de aquellos fogosos, intrépidos, bocazas de taberna. Así que una vez que, trabajando de periodista, un colega le dijo «marinero de agua dulce», le dio una bofetada y le tiró a la cara su tarjeta. A los pocos días, en cuatro asaltos de sable, el otro acabó en el suelo con un corte en la cara, del que conservaría cicatriz de por vida, y Salgari en la cárcel.

Fue el suyo más un mundo de corsarios y piratas, selvas, lanzas, guerreros, navegantes y pescadores de perlas. Un mundo con olor, acre, a salitre, ruido de jarcias o de gritos lejanos de gaviotas, y sabor a carne horneada al fuego de una hoguera. En la vida real vivió un tiempo de fiebres, amenazas de ceguera, y una crisis de locura que le llevó a darse una puñalada en el pecho que a punto estuvo de matarlo.

Terminó como un penado de la pluma, trabajando día y noche, a deshoras, enfermo y agotado, caminando hacia las tinieblas, esas de sus historias pobladas de fantasmas y caníbales. El 25 de noviembre de 1911 se dirigió a un bosquecillo en el Valle di San Marino, cerca de Turín, donde a veces había ido a cortar flores con sus hijos, a quienes dejó una nota: «Nada poseo», les decía, «nada puedo dejaros. Besad a mamá en mi nombre. Adiós para siempre, mañana no existiré». Y se abrió el vientre, desesperado y solo, sin entender por qué, con un cuchillo oxidado, casi sin filo. Romo.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Rimbaud, la quemadura de la gloria. 44 escritores de la literatura universal.

 


Rimbaud, la quemadura de la gloria

 Hay una foto suya —los labios apretados, el pelo revuelto, la mirada de los cien metros, esa que se atribuye a los combatientes y a las celebridades— hecha en el estudio Étienne Carjat. Un retrato ovalado, en blanco y negro, de rosetón o efigie. Acababa de recitar unos versos en la cena de los Vilains bonshommes, y de allí lo sacaron a hombros, como a un torero, vitoreándolo, agitándolo, enarbolándolo, y lo pusieron delante de la cámara. Alguien le anudó una pajarita al cuello, que luce como un gorrión muerto, y otro le abotonó el chaleco, gris, sin saltarse un ojal. Y ahí está. Un niñato arrogante, arisco y malagradecido, según el testimonio de quienes lo estimaban, que andaba por París, como un clochard, durmiendo en casas y buhardillas, de prestado, camaranchones, bares, cuartuchos y desvanes, coqueteando con el hachís y con Verlaine, y no precisamente en ese orden.

Acabó por seducirlo, se le enroscó como una serpiente venenosa en la pierna, una pitón, mortal, abrazadora, y se escaparon a Londres. Arthur y Paul. Allí anduvieron, escondidos y hallados. Buscándose, esquivándose. Como dos imanes en la clase de ciencias, se atraen y se repelen. Se dicen los peores adjetivos, se señalan de noche con el dedo —los ojos inyectados— y se miran con el desdén de los acusadores. De repente Verlaine, no se sabe exactamente cómo, le pega un tiro.

Contaron ante el juez que había sido un accidente, una fatalidad, un percance. Que el pequeño revólver, brillante y escurridizo como un pez de colores, se disparó al chocar con una puerta. La bala rozó a Rimbaud en la muñeca, nada grave, solo primera sangre. Pasó en el hospital un par de noches. Y Verlaine, dos años en la cárcel.

Cuando publicó su primer libro, unos meses más tarde, lo tituló, muy elocuente, Una temporada en el infierno. La edición, salvo seis ejemplares, quedó en los almacenes del impresor, donde treinta años más tarde los encontraría el avispado abogado y bibliófilo belga Léon Losseau, que los vendió por una pequeña fortuna. Rimbaud acababa de cumplir diecinueve años. Y no volvió a escribir.

Se alistó en la legión extranjera, desertó, trabajó en un circo, y después escapó, quizá solamente de sí mismo: Chipre, Sudán, Etiopía, Yemen, barcos, caballos, trenes… Comerció con marfil, fue traficante de armas, empleado, geógrafo, siempre cargado con un cinturón donde guardaba quince mil francos en oro. Casi ocho kilos.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Rilke y los japoneses. 44 escritores de la literatura universal.

 


Rilke y los japoneses

 

Contaba a menudo un extraño suceso que le ocurrió un verano, en Weimar, cuando visitaba la casa de Goethe. Se hospedaba en el Zun Elefanten, un viejo hotel con leyenda y suelos de madera, manteles de hilo y camareras con cofia, y volvía caminando por un parque. Casi de repente empezaron a sonar truenos lejanos, y el cielo se cubrió de nubes de tormenta. Un viento inesperado, frondoso y entusiasta, comenzó a sacudir las ramas de los árboles, y cayó una niebla blanca e inconsistente, algo ingrávida, como un cristal opaco. Al cabo de un momento se había perdido. Consiguió llegar a una casita a cuya puerta llamó insistentemente en vano, un segundo antes de que empezara a llover. Y en aquel laberinto oscuro y lleno de sombras, a punto de rendirse, distinguió a lo lejos tres figuras, borrosas y espectrales, a las que se acercó en medio del violento chaparrón. Al llegar a la primera, se topó con sus ojos rasgados, el gesto sorprendido, y un lento balbuceo incomprensible, igual que los demás. ¡Eran japoneses!, decía entusiasmado. ¡Tres japoneses en medio de una tormenta en Weimar! Intentó, durante semanas, encontrar el significado oculto de aquella historia. Porque siempre tuvo una idea trascendente de cuanto le ocurría, algo de visionario, de nigromante de cucurucho en la cabeza y túnica azulona, con estrellas.

Era pequeño, no muy agraciado, la cara abotargada, ancha la nariz, como de boxeador, labios llenos, oscuros, y un bigote casi como de pega, de carnaval o broma. Un aspecto que recordaría al de los bandoleros de aquel México de Pancho Villa, el de las balaceras y las cananas cruzadas sobre el pecho, de no haber sido por sus ojos, inesperadamente azules, un tanto femeninos, por lo visto.

Tenía una caligrafía clara y limpia, casi sin correcciones, y un cuaderno que llevaba en el bolsillo de su chaleco de satén negro, siempre abotonado hasta arriba como un banquero. Eso y una tendencia a hacer planes que nunca llevaba a cabo: dedicarse a la egiptología, aprender a montar a caballo, estudiar Medicina… Así, anduvo de aquí para allá: Alemania, Francia, Suiza, Rusia, España, viajero empedernido. Después vino la guerra, y lo hicieron soldado, de refilón. En París, entraron en su casa, y subastaron sus bienes, por pertenecer a un súbdito enemigo, pequeñas mezquindades de la historia: cuadros, cartas, muebles… Tenía imágenes de santos, muchas de san Francisco penitente, y flores siempre frescas. Entre ellas, alguna rosa de cinco pétalos de color rojo encendido. Y cuenta la leyenda que un día, en el jardín, preparando un ramo para una amiga, se pinchó un dedo con una espina. Y que la infección agravó la leucemia que sufría, y que de eso murió: de una espina de rosa. No se sabe si es cierto. No creo que le importara. En su epitafio dice: «Rosa, oh contradicción pura, placer, ser el sueño de nadie bajo tantos párpados».

miércoles, 18 de noviembre de 2020

A la busca de Proust. 44 escritores de la literatura universal.

 


A la busca de Proust

Vestía botines de charol, guantes blancos, chistera, pajarita y un lirio en el ojal de la levita. Un esnob de modales refinados. Un señorito ocioso y distinguido, algo excéntrico, raro, que llevó una vida regalada de salones, balnearios y cenas en el Ritz, de madrugada, donde todos los camareros le conocían por su nombre. Un mundo, el suyo, de habanos con vitola, de propinas que excedían el salario mínimo, y noches en la ópera, en el que, quien más quien menos, mandaba a planchar sus camisas a Londres, en barco.

Tenía unos ojos oscuros que alguien calificó de persas —como los gatos—, algo almendrados, el pelo dividido por una raya y un bigote que a ratos era azul, de puro negro, y otras raleaba, despeluchado y lacio, como el de un consejero chino de alto rango.

Fue, claro, un niño caprichoso, criado entre algodones y suelos de tarima, chimeneas de mármol, y casas que ya en aquel entonces tenían ascensor y gas en cada piso, y doncella y lacayo, y dinteles de yeso. Así que durante tiempo, mucho, vivió sin más preocupación que salir a la calle a deshora, ya anochecido, una vez que el polvo del pavimento se hubiera posado y no agravara su asma. Eso y las inversiones, casi siempre ruinosas, porque solo compraba, con poético instinto financiero, los valores de aquellas compañías cuyos nombres le gustaban: «El Ferrocarril de Tanganika», «Las minas de oro australianas», «La compañía del comercio del Oriente».

Pero un día mojó una magdalena en manzanilla y montó todo el lío: se encerró en una habitación con las paredes forradas de corcho, las ventanas cubiertas con gruesos cortinajes que nunca se abrían, y un polvo denso y pesado en el aire, para el asma, que hacía que todos los vecinos protestaran. Un lugar irrespirable, al tiempo abrigador, oscuro, donde pasó diez años, metido en la cama con dos o tres jerséis, o con abrigo —friolero hasta el ridículo—, escribiendo. Un escenario de lámparas de tulipa verde, plumillas, tinteros, portaplumas, varios pares de gafas… El mártir de la literatura.

Su manera de trabajar consistía en añadir, extenderse, pararse en los detalles. Tantos y tantas veces que llenaba los márgenes de notas, y pegaba papeles con engrudo en las hojas hasta que quedaban rígidas como cartones. Tenía un problema con el café que Celeste, su fiel criada, le hacía intentando que coincidiera con el momento justo en que se despertaba, a media tarde, porque odiaba tomarlo recalentado.

Cuando en 1971 se organizó en París una exposición (magna) para celebrar los cien años de su nacimiento, muchos vieron a una pareja mayor que señalaba de vez en cuando un objeto en una vitrina; uno de sus manuscritos, sus tarjetas. «Ya ves, querida», dijo el anciano al salir, «el pequeño Marcel ha conseguido finalmente ser alguien». Desde entonces, todas las panaderías de Combray venden a los turistas magdalenas.


Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


martes, 17 de noviembre de 2020

Poe, pobre. 44 escritores de la literatura universal.

 


Poe, pobre

Nunca, nadie, jamás, ha tenido una inclinación tan acusada a la desdicha. Una tan persistente adversidad. Una tan lamentable mala suerte. El aura del desamparo, escribió de él Baudelaire sin pararse a elegir los adjetivos. Todo se le volvió en contra, se agostó a su paso, se convirtió en fatalidad y en infortunio: una vida azarosa, áspera y delirante.

Hijo de padres actores, su madre tuvo que suspender una actuación en La máscara de bronce porque se puso de parto. Y le llamaron Edgard por el hijo de Gloucester, en El rey Lear. Vivió una infancia breve rodeado de voces impostadas, y un similor de coronas, espadas y túnicas de rojo carmesí, con borlas de lana oscura que imitaban armiño. Su madre, de la que nunca se acordaría, murió bella y mundana, comida de miseria, de cien tipos de hambre, apenas cumplidos los veinticuatro años. Su padre igual; murió. Con los ojos pintados, y una sombra de color en el rostro que ocultaba la palidez febril del desamparo. Pobre Poe.

Fue recogido por una familia adoptiva que le dio el apellido, Allan, y una educación estricta y esmerada, de internado, en la que disfrutó, lo mismo nada, de cama individual, asiento en la iglesia y cordones para los zapatos.

Y hubo un momento, cuentan, en que fue un niño travieso y divertido, que se disfrazaba de fantasma en las fiestas, o arrancaba gritos histéricos a las niñas con serpientes de pega. También fue oficinista, y soldado, y fue dejando un rastro de nombres falsos y préstamos, y de cartas que fechaba en lugares donde nunca había estado. Por ejemplo, Moscú. Y Roma, por ejemplo.

Y algo ocurrió después que lo convirtió todo en tragedia lastimosa, en desastrosa batalla con la vida. Una impresión de hambre y privación: proyectos insólitos, negocios ruinosos, destinos fatales… Un día, un diario de Baltimore convocó un concurso de cuentos al que se presentó. Y alguien de aquel jurado desganado, casi narcotizante, apreció su caligrafía hermosa, su trazo recto y elegante, airoso y pulcro. Leyeron apenas una página, sin ganas, y le dieron el premio, ¡por la letra! Cuando fue a recogerlo vieron llegar a un joven de delgadez extrema, que de lejos rezumaba arrogancia. De cerca, su levita gastada, sus pantalones raídos, y sus ojos violeta.

Llegaba de ese infierno de láudano y alcohol, y de sueños verdosos de los que no se vuelve. Y una noche de octubre lo encontraron tendido en una calleja. Balbucía un idioma ininteligible. Todo el mundo había muerto. Sus padres, sus amigos, su mujer, apenas una niña. Y él, a los pocos días, hablando a gritos con personajes que solo él veía, espectros o fantasmas, o alguien que imaginaba. A su entierro acudieron tres personas.

Su tía mandó una nota a uno de los periódicos en los que trabajaba: «Notifique su muerte y, por favor, hable bien de él. Sé que lo hará, pero no deje de explicar qué hijo tan afectuoso fue siempre para mí. Siempre».

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


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