STEVENSON el que
contaba historias
Lo primero es un lío con su nombre. Robert Lewis Balfour Stevenson empezó firmando R. Stevenson, por abreviar, si bien ocasionalmente añadía otro par de iniciales, R. L. B. Stevenson, cuando la situación lo requería. Hasta que, en 1868, recién cumplidos los dieciocho, pidió formalmente a su madre que lo llamara Robert Lewis, olvidando el Balfour que siempre había, secretamente, aborrecido. No del todo conforme, decidió sustituir el Lewis escocés por el francés Louis, aunque en su casa, un poco escamados con tanto cambio, siguieron llamándole Lewis que, por lo demás, se pronuncia más o menos igual.
Hijo único, lo mismo algo mimado, fue un niño enfermizo
que heredó una insuficiencia respiratoria y una facilidad extrema para los
catarros: mocos, dolores de garganta, estornudos y noches de insomnio visitadas
por una tos seca, profunda como una sima, con algo del eco de las cavernas, las
catedrales o los acantilados. Recordó siempre cómo su aya, la encantadora
Cummie, lo levantaba a veces de la cama, congestionado, rojo, y lo llevaba ante
un ventanal desde el que se veía buena parte de la ciudad, a oscuras, salvo una
o dos ventanas, a lo lejos, iluminadas, en las que imaginaba a otros niños como
él, con tos, también, febriles, que insomnes lo miraban. Cuando tenía seis
años, su tío David organizó un concurso entre sus hijos y sobrinos en el que
ofreció un premio para la mejor historia sobre Moisés. Louis quiso presentarse
y como no escribía, durante cinco tardes de domingo dictó a su madre el texto
que corrigió y tachó y que, al final, le valió una Biblia ilustrada.
Luego fue la Ingeniería, como su padre, que acabaría
esquivando; el Derecho, solo de refilón, y una mácula de elegante indigencia
que le obligaba a visitar lugares acordes con sus precarios medios. Tabernas
que se llamaban El elefante verde, El ojo parpadeante, El alegre japonés…, en
las que se sentaba a escribir, rodeado de deshollinadores, marineros, rateros
que, en atención a su atuendo, lo llamaban «levita de terciopelo».
Hombre de hábitos nómadas, vagabundo, bohemio, se
habituó a viajar con un mínimo equipaje: ropa, libros y un sky terrier negro,
de peludas orejas, como sauces llorones y que, en consonancia con la costumbre
de su amo, fue cambiando de nombre: Walter, Wattie, Woggs, Bogue…
Lo demás fueron enfermedades: el frío le ocasionaba
pulmonía; el polvo, oftalmia, ciática el ejercicio… A menudo tenía que guardar
reposo, en silencio, como un inválido, a oscuras, dictando a su mujer sus
escritos. Acabó en los Mares del Sur, en Vailima, aquel lugar, un poco el
paraíso —el sol, el mar, la paz—, en el que los nombres eran como un hechizo:
Taahauku o Hiva-oa, viviendo en una casa de madera, con una biblioteca en la
que barnizó las tapas de los libros para protegerlos de la humedad. Allí lo
llamaban Tusitala, aquel que cuenta historias. No es mal mote.
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