Tolstói,
el campesino
Una noche, cumplidos ya los ochenta, se escapó de casa. Se levantó sigiloso de la cama, y avanzó de puntillas por el corredor —¡schhh!—; los calcetines de lana resbalando sobre la tarima (era invierno), el pijama de felpa, intentando que no le sorprendieran. Se puso el abrigo en la cocina, una gorra de lana oscura, y las botas de caucho. Hizo una bolsa en la que metió su diario, una pluma, un poco de pan, y se inventó un nombre: T. Nikolaieff. Con él, tapado hasta los ojos, compró un billete para un vagón de tercera y, acompañado de su médico, se marchó.
Huía de Yásnaia Poliana, su casa. Huía de su mujer, de
sus trece hijos, de sus propiedades y, sobre todo, de su condición
aristocrática, de la mirada acerada de los mujik, los campesinos que
trabajaban para él y a quienes tanto se parecía —cejas gruesas, barba
patriarcal, frondosa, espesa cabellera— y que lo miraban, allí montado a
caballo, con el recelo subversivo, tal vez amenazante, de los siervos.
Ocurría a veces que quienes iban a visitarlo, y
recorrían media Rusia nevada para rendirle respetuosa pleitesía, se sorprendían
de su aspecto: fornido, musculoso, tallado por el viento de la estepa. Un
hombre que montaba a caballo, que salía con frecuencia de caza o a patinar en
los estanques helados, donde también pescaba, y a montar en bicicleta. Sabía
segar, e interpretaba el lenguaje de la tierra, esa tierra llorosa y explotada
de los terratenientes: las siembras, los barbechos, la esclavitud, el hambre.
Trabajador infatigable, observador minucioso,
conversador preciso, se documentaba yendo a casa de sus amigos para ver cartas
o documentos, o recoger testimonios. Se cuenta que copió Guerra y
paz,
completa, de arriba abajo, siete veces, y que, ya en la imprenta, telegrafiaba
a menudo a Moscú para parar las máquinas y cambiar una palabra.
A los cincuenta años le dio un yuyu. La vida se paró y
se volvió lúgubre, explicaba. Dormía mal, agitado. Se despertaba empapado en
sudor, la mirada aterrada. Sufría pesadillas, o un insomnio abrigador y
susurrante, frío como un cadáver. Renunció a sus posesiones, a sus derechos, y
se mezcló con los pobres, los desfavorecidos, los que no tenían nada. Con los
siervos, que le siguieron mirando con recelo. Reivindicó el amor y la igualdad;
los suyos le ignoraron. Reclamó la justicia, y el gobierno prohibió sus
escritos, y lo marcó con el dedo acusador de las autoridades.
Cuando murió, en una estación de tren, febril y
solitario, y lo reconocieron, llegaron periodistas, y curiosos, y guardias, y
un edicto de las autoridades que prohibía hacer sonar las campanas, bajo pena
de cárcel.
Pero en todo el país, según se iba extendiendo la
noticia, los curas ortodoxos subían a los campanarios, los ojos llenos de
lágrimas, y tocaban a muerto. El tañido sonó por toda Rusia, como una salmodia,
una mecha.
Más de cinco mil sacerdotes fueron detenidos.
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