CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
viernes, 5 de febrero de 2016
Jorge Luis Borges. Los conjurados. Año: 1985. Literomanía.
LOS CONJURADOS (Fragmento).
(1985)
Inscripción
Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido.)
De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?
Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!
J. L. B.
PRÓLOGO
A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.
J. L. B.
9 de enero de 1985
CRISTO EN LA CRUZ
Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero.
La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío. No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra.
El hombre quebrantado sufre y calla.
La corona de espinas lo lastima.
No lo alcanza la befa de la plebe
que ha visto su agonía tantas veces.
La suya o la de otro. Da lo mismo.
Cristo en la cruz. Desordenadamente
piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya.
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la Inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas
y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado. (Esa sentencia
la escribió un irlandés en una cárcel.)
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.
¿De qué puede servirme que aquel hombre
haya sufrido, si yo sufro ahora?
Kioto, 1984
DOOMSDAY
Será cuando la trompeta resuene, como escribe san Juan el Teólogo.
Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedenborg.
Fue en Israel (cuando la loba clavó en la cruz la carne de Cristo),
[pero no sólo entonces.
Ocurre en cada pulsación de tu sangre.
No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.
No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
No hay un instante que no esté cargado como un arma.
En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.
CÉSAR
Aquí, lo que dejaron los puñales.
Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
que se llamaba César. Le han abierto
cráteres en la carne los metales.
Aquí la atroz, aquí la detenida
máquina usada ayer para la gloria,
para escribir y ejecutar la historia
y para el goce pleno de la vida.
Aquí también el otro, aquel prudente
emperador que declinó laureles,
que comandó batallas y bajeles
y que rigió el oriente y el poniente.
Aquí también el otro, el venidero
cuya gran sombra será el orbe entero.
TRÍADA
El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.
El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.
El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.
LA TRAMA
Las migraciones que el historiador, guiado por las azarosas reliquias de la cerámica y del bronce, trata de fijar en el mapa y que no comprendieron los pueblos que las ejecutaron.
Las divinidades del alba que no han dejado ni un ídolo ni un símbolo.
El surco del arado de Caín.
El rocío en la hierba del Paraíso.
Los hexagramas que un emperador descubrió en la caparazón de una de las tortugas sagradas.
Las aguas que no saben que son el Ganges.
El peso de una rosa en Persépolis.
El peso de una rosa en Bengala.
Los rostros que se puso una máscara que guarda una vitrina.
El nombre de la espada de Hengist.
El último sueño de Shakespeare.
La pluma que trazó la curiosa línea: He met the Nightmare and her name he told.
El primer espejo, el primer hexámetro.
Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser don Quijote.
Un ocaso cuyo rojo perdura en un vaso de Creta.
Los juguetes de un niño que se llamaba Tiberio Graco.
El anillo de oro de Polícrates que el Hado rechazó.
No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana.
RELIQUIAS
El hemisferio austral. Bajo su álgebra
de estrellas ignoradas por Ulises,
un hombre busca y seguirá buscando
las reliquias de aquella epifanía
que le fue dada, hace ya tantos años,
del otro lado de una numerada
puerta de hotel, junto al perpetuo Támesis,
que fluye como fluye ese otro río,
el tenue tiempo elemental. La carne
olvida sus pesares y sus dichas.
El hombre espera y sueña. Vagamente
rescata unas triviales circunstancias.
Un nombre de mujer, una blancura,
un cuerpo ya sin cara, la penumbra
de una tarde sin fecha, la llovizna,
unas flores de cera sobre un mármol
y las paredes, color rosa pálido.
SON LOS RÍOS
Somos el tiempo. Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano río prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
La memoria no acuña su moneda.
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.
LA JOVEN NOCHE
Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven
de los muchos colores y de las muchas formas.
Ya en el jardín las aves y los astros exaltan
el regreso anhelado de las antiguas normas
del sueño y de la sombra. Ya la sombra ha sellado
los espejos que copian la ficción de las cosas.
Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.
Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo.
En el jardín las rosas dejan de ser las rosas
y quieren ser la Rosa.
NUBES
I
No habrá una sola cosa que no sea
una nube. Lo son las catedrales
de vasta piedra y bíblicos cristales
que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,
que cambia como el mar. Algo hay distinto
cada vez que la abrimos. El reflejo
de tu cara ya es otro en el espejo
y el día es un dudoso laberinto.
Somos los que se van. La numerosa
nube que se deshace en el poniente
es nuestra imagen. Incesantemente
la rosa se convierte en otra rosa.
Eres nube, eres mar, eres olvido.
Eres también aquello que has perdido.
II
Por el aire andan plácidas montañas
o cordilleras trágicas de sombra
que oscurecen el día. Se las nombra
nubes. Las formas suelen ser extrañas.
Shakespeare observó una. Parecía
un dragón. Esa nube de una tarde
en su palabra resplandece y arde
y la seguimos viendo todavía.
¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
del azar? Quizá Dios las necesita
para la ejecución de Su infinita
obra y son hilos de la trama oscura.
Quizá la nube sea no menos vana
que el hombre que la mira en la mañana.
jueves, 4 de febrero de 2016
Jorge Luis Borges. Poesía Completa.
A Leonor Acevedo de Borges
Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores –los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas–, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, vos misma.
Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature como escribió, con excelente literatura, Verlaine.
J. L. B.
I do not set up to be a poet. Only an allround literary man: a man who talks, not one who sings… Excuse this apology, but I don’t like to come before people who have a note of song, and let it be supposed I do not know the difference.
The Letters of Robert Louis Stevenson
II, 77 (London, 1899)
PRÓLOGO
Este prólogo podría denominarse la estética de Berkeley, no porque la haya profesado el metafísico irlandés –una de las personas más queribles que en la memoria de los hombres perduran–, sino porque aplica a las letras el argumento que éste aplicó a la realidad. El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura. Esto acaso no es nuevo, pero a mis años las novedades importan menos que la verdad.
La literatura impone su magia por artificios; el lector acaba por reconocerlos y desdeñarlos; de ahí la constante necesidad de mínimas o máximas variaciones, que pueden recuperar un pasado o prefigurar un porvenir.
He compilado en este volumen toda mi obra poética, salvo algún ejercicio cuya omisión nadie deplorará o notará y que (como de ciertos cuentos de Las mil y una noches dijo el arabista Edward William Lane) no podía ser purificado sin destrucción. He limado algunas fealdades, algún exceso de hispanismo o argentinismo, pero en general, he preferido resignarme a los diversos o monótonos Borges de 1923, 1925, 1929, 1960, 1964, 1969 así como al de 1976 y 1977. Esta suma incluye un breve apéndice o museo de poesías apócrifas.
Como todo joven poeta, yo creí alguna vez que el verso libre es más fácil que el verso regular; ahora sé que es más arduo y que requiere la íntima convicción de ciertas páginas de Carl Sandburg o de su padre, Whitman.
Tres suertes puede correr un libro de versos: puede ser adjudicado al olvido, puede no dejar una sola línea pero sí una imagen total del hombre que lo hizo, puede legar a las antologías unos pocos poemas.
Si el tercero fuera mi caso yo querría sobrevivir en el «Poema conjetural», en el «Poema de los dones», en «Everness», en «El Golem» y en «Límites». Pero toda poesía es misteriosa; nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir. La triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconsciencia o, lo que aún es menos hermoso, de lo subconsciente; los griegos invocaban la musa, los hebreos el Espíritu Santo; el sentido es el mismo.
J. L. B.
Fuente:
PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, SEPTIEMBRE 2012
Copyright © 1995 por María Kodama
Todos los derechos reservados. Publicado en los Estados Unidos de América por Vintage Español, una división de Random House, Inc., Nueva York, y en Canadá por Random House of Canada Limited, Toronto.
Esta edición fue originalmente publicada en España por Random House Mondadori, S. A., Barcelona, en 2011. Copyright de la presente edición en castellano para todo el mundo excepto EE.UU. © 2011 por Random House Mondadori, S. A.
Vintage es una marca registrada y Vintage Español y su colofón son marcas de Random House, Inc.
Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
eISBN: 978-0-307-95099-4
www.vintageespanol.com
v3.1
miércoles, 3 de febrero de 2016
JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS EL ARTE NARRATIVO Y LA MAGIA
JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
EL ARTE NARRATIVO Y LA MAGIA
El análisis de los procedimientos de la novela ha conocido escasa
publicidad. La causa histórica de esta continuada reserva es la
prioridad de otros géneros; la causa fundamental, la casi inextricable
complejidad de los artificios novelescos, que es laborioso
desprender de la trama. El analista de una pieza forense o de
una elegía dispone de un vocabulario especial y de la facilidad
de exhibir párrafos que se bastan; el de una dilatada novela
carece de términos convenidos y no puede ilustrar lo que afirma
con ejemplos inmediatamente fehacientes. Solicito, pues, un poco
de resignación para las verificaciones que siguen. :
Empezaré por considerar la faz novelesca del libro The Life
and Death of Jason (1867) de William Morris. Mi fin es literario,
no histórico: de "ahí que deliberadamente omita cualquier estudio,
o apariencia de estudio, de la filiación helénica del poema. Básteme
copiar que los antiguos —entre ellos, Apolonio de Rodashabían
versificado ya las etapas de la hazaña argonáutica, y
mencionar un libro intermedio, de 1474, Les faits et prouesses
du noble et vaillant chevalier Jason, inaccesible en Buenos Aires,
naturalmente, pero que los comentadores ingleses podrían revisar.
El arduo proyecto de Morris era la narración verosímil de
las aventuras fabulosas de.Jasón, rey de Iolcos. La sorpresa lineal,
recurso general de la lírica, no era posible en esa relación de
más de diez mil versos. Esta necesitaba ante todo una fuerte
apariencia de veracidad, capaz de producir esa espontánea suspensión
de la duda, que constituye, para Coleridge, la fe poética.
Morris consigue despertar esa fe; quiero investigar cómo.
Solicito un ejemplo del primer libro. Aeson, antiguo rey de
Iolcos, entrega su hijo a la tutela selvática del centauro Quirón.
El problema reside en la difícil verosimilitud del centauro. Morris
lo resuelve insensiblemente. Empieza por mencionar esa estirpe,
entreverándola con nombres de fieras que también son extrañas.
Where bears and wolves the centaurs' arrows find.
explica sin asombro. Esa mención primera, incidental, es continuada
a los treinta versos por otra, que se adelanta a la descripción.
El viejo rey ordena a un esclavo que se dirija ton el
niño a la selva que está al pie de los montes y que sople en un
cuerno de marfil para que aparezca él centauro, que será (le
DISCUSIÓN 227
advierte) de grave fisonomía y robusto, "y que se arrodille ante
él. Siguen las órdenes, hasta parar en la tercera mención, negativa
engañosamente. El rey le recomienda que no le inspire ningún
temor el centauro. Después, como pesaroso del hijo que va
a perder, trata de imaginar su futura vida en la selva, entre los
quick-eyed centaurs —rasgo que los anima, justificado por su
condición famosa de arqueros.1 El esclavo cabalga con el hijo
y se apea al amanecer, ante un bosque. Se interna a pie entre
las encinas, con el hijito cargado. Sopla en el cuerno entonces,
y espera. Un mirlo está cantando en esa mañana, pero el hombre
ya empieza a distinguir un ruido de cascos, y siente un poco
de temor en el corazón, y se distrae del niño, que siempre forcejea
por alcanzar el cuerno brillante. Aparece Quirón; nos
dicen que antes fue de pelo manchado, pero en la actualidad
casi blanco, no muy distinto del color de su melena, humana,
y'con una corona de hojas de encina en la transición de bruto
a; persona. El esclavo cae de rodillas. Anotemos, de paso, que
Síorris puede no comunicar al lector su imagen del centauro ni
siquiera invitarnos a tener una, le basta con nuestra continua fe
en sus palabras, como en el mundo real.
Idéntica persuasión pero más gradual, la del episodio de las
sirenas, en el libro catorce. Las imágenes preparatorias son de
dulzura. La cortesía del mar, la brisa de olor anaranjado, la
peligrosa música reconocida primero por la hechicera ...M.edea,
su previa operación de felicidad en los rostros de los marineros
que apenas tenían conciencia de oírla,' el hecho verosímil de que
al principio no se distinguían bien las palabras, dicho en modo
indirecto:
And by their faces could the queen behold
How sweet it was, although nú tale it tola,
To those wqrn toilers o'er: the bitter sea,
anteceden la aparición de esas divinidades. Éstas, aunque avistadas
finalmente por los remeros, siempre están a alguna distancia,
implícita en la frase circunstancial:
for they were near enow
Tú seé the gusty wind of evening bíow
Long locks of hair across those bodies white
Wit'h golden spray hiding some dear delight.
1 Cf. el verso:
Cesare ármalo, con ti occhi grifagni
(Inferno IV, 123)
228 JORGE LUIS uORGES—OBRÁS COMPLETAS
El último pormenor: el rocío de oro —¿de sus violentos rizos, del
mar, de ambos o de cualquiera?— ocultando alguna querida delicia,
tiene otro fin, también: el de significar su atracción. Ese doble
propósito se repite en una circunstancia siguiente: la neblina de
lágrimas ansiosas, que ofusca la visión de los hombres. (Ambos
artificios son del mismo orden que el de la corona de ramas
en la figuración del centauro.) Jasón,_ desesperado hasta la irá
por las sirenas1, las apoda brujas del mar y hace que cante Orfeo,
1 A lo largo del tiempo, las sirenas cambian de forma. Su primer historiador,
el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea, no nos dice cómo eran; para
Ovidio, son pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen; para Apolonio de
Rodas, de medio cuerpo para arriba son mujeres, y en lo restante, pájaros;
para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica) "la mitad mujeres,
peces la mitad".. No menos discutible es su índole; ninfas las llama; el diccionario
clásico de Lempriére entiende que son ninfas, el de Quicherat que
son monstruos y el de Grimal que son demonios. Moran en una isla del poniente,
cerca de la isla de Circe, pero el cadáver de una de ellas, Parténope,
fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la famosa ciudad que ahora
lleva el de Ñapóles, y el geógrafo Estrabón vio su tumba y presenció los
juegos gimnásticos y la carrera con antorchas que periódicamente se celebraban
para honrar su memoria.
La Odisea refiere que las sirenas atraían y perdían a los navegantes y que-
Ulises, para oír su canto y no perecer, tapó con cera los oídos de sus remeros
y ordenó que lo sujetaran al mástil. Para tentarlo, las sirenas prometían
el conocimiento de todas las cosas del. mundo: "Nadie ha pasado por aquí
en su negro bajel, sin haber escuchado de nuestra boca la voz dulce como
el panal, y haberse regocijado con ella, y haber proseguido más sabio. Porque
sabemos todas las cosas: cuántos afanes padecieron argivos y troyanos en la
ancha Tróada por determinación de los dioses, y sabemos cuánto sucederá
en la Tierra fecunda (Odisea, XII). Una tradición recogida por el mitólogo
Apolodoro, en su Biblioteca, narra que Orfeo desde la nave de los argonautas,
cantó con más dulzura que las sirenas y que éstas se precipitaron al
mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien
no sintiera su hechizo. También la Esfinge se precipitó de lo alto
cuando adivinaron su enigma.
En el siglo vi, una sirena fue capturada y bautizada en el norte de Gales,
y llegó a figurar como una santa en ciertos almanaques antiguos, bajo el
nombre de Murgan. Otra, en 1403, pasó por una brecha en un dique, y
habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le
enseñaron a hilar y veneraba como por instinto la cruz.' Un cronista del
siglo xvi razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era
una mujer porque podía vivir en el agua.
E! idioma inglés distingue la sirena clásica (Siren) de las que tienen cola
de pez (mermaids). En la formación de estas últimas habían influido por
analogía los tritones, divinidades del cortejo de Poseidón.
En el décimo libro de la República, ocho sirenas presiden la rotación de
los ocho cielos concéntricos.
Sirena: supuesto animal marino, leemos en un diccionario brutal.
DISCUSIÓN 229
el dulcísimo. Viene la tensión, y Morris tiene el maravilloso escrúpulo
de advertirnos que las canciones atribuidas por él a la
boca imbesada de las sirenas y a la de Orfeo no encierran más
que un transfigurado recuerdo de lo cantado entonces. La misma
precisión insistente de sus colores —los bordes amarillos de la
playa, la dorada espuma, la rosa gris— nos puede enternecer, porque
parecen frágilmente salvados de ese antiguo crepúsculo.
Cantan las sirenas para aducir una felicidad que es vaga como
el agua —Such bodies garlanded with gotd, so faint, so fair—;
canta Grfeo oponiendo las venturas firmes de la tierra. Prometen
las sirenas un indolente cielo submarino, roofed over by the
charigefui sea (techado por el variable mar) según repetiría —¿dos
mil quinientos años después, o sólo cincuenta?— Paul Valéry.
Cantan y alguna discernible contaminación de su peligrosa dulzura
entra eri el canto correctivo de Orfeo, Pasan los argonautas
al fin, pero un alto ateniense, terminada ya la tensión y largo
el surco atrás de la nave, atraviesa corriendo las filas de los
remeros y se tira desde la popa al mar.
Paso a una segunda ficción, el Narraiive of A. Cordón Pym
(1838) de Poe. El secreto argumento de esa novela es el temor
y la verificación de lo blanco. Poe finge unas tribus que habitan
en la vecindad del Círculo Antártico, junto a la patria inagotable
de ese color, y que de generaciones atrás han padecido la terrible
visitación de los hombres y de las tempestades de la blancura.
El blanco es anatema para esas tribus y puedo confesar que lo
es también, cerca del último renglón del último capítulo, para
los condignos lectores. Los argumentos de ese libro son dos uno
inmediato, de vicisitudes marítimas; otro infalible, sigiloso y creciente,
que sólo se revela al final. Nombrar un objeto, dicen
que dijo Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce
del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el sueño
es. sugerirlo. Niego que el escrupuloso poeta haya redactado .esa
numérica frivolidad de las tres cuartas partes, pero la idea general
le conviene y la ejecutó ilustremente en su presentación lineal
de un ocaso:
Victorieusement fuit le suicide beau
Tison de gloire, sang par écume, or, templete!
La sugirió, sin duda, el Narraiive of A. Gordon Pym. El mismo
impersonal color blanco ¿no es mallarmeano? (Creo que Poe prefirió
ese color, por intuiciones o razones idénticas a las declaradas
luego por Melville, en el capítulo The Whiteness of the Whale
de su también espléndida alucinación Moby Dick.) Imposible
exhibir ó analizar aquí la nivela entera, básteme traducir un
2 3 0 JORGE LUIS BORGES-—OBRAS COMPLETAS
rasgo ejemplar, subordinado —como todos— al secreto argumento.
Se trata de la oscura tribu que mencioné y de los riachuelos de su
isla. Determinar que su agua era colorada o azul, hubiera sido
recusar demasiado toda, posibilidad de blancura. Poe resuelve
ese problema así, enriqueciéndonos: Primero nos negamos a probarla,
suponiéndola corrompida. Ignoro cómo dar una idea justa
de su naturaleza, y no lo conseguiré sin muchas palabras. A pesar
de correr con rapidez por cualquier desnivel, nunca parecía límpida,
salvo al despeñarse en un salto. En casos a\e poco declive,
era tan consistente como una infusión espesa de goma arábiga,
hecha en agua común. Éste, sin embargo, era el menos singular
de sus caracteres. No era incolora ni era de un color invariable,
ya que su fluencia proponía a los ojos todos los matices del púrpura,
como los tonos de una seda cambiante. Dejamos que se
asentara en una vasija y comprobamos que la entera masa del
liquido estaba separada en vetas distintas, cada una de tono individual,
y que esas vetas no se mezclaban. Si se pasaba la hoja
de un cuchillo a lo ancho de las vetas, el agua se cerraba inmediatamente,
y al retirar la hoja desaparecería el rastro. En cambio,
cuando la hoja era insertada con precisión entre dos de las vetas,
ocurría una perfecta separación, que no se rectificaba en seguida.
Rectamente se induce de lo anterior que el problema central
de la novelística es la causalidad. Una de las variedades del
género, la morosa novela de caracteres, finge o dispone una concatenación
de motivos que se proponen no diferir de los del mundo
real. Su caso, sin embargo, no es el común. En la novela de
continuas vicisitudes, esa motivación es improcedente, y lo mismo
en el relato de breves páginas y en la infinita novela espectacular
que compone Hollywood con los plateados ídola de Joan 'Crawford
y que las ciudades releen. Un orden muy diverso los rige,
lúcido y atávico. La primitiva claridad de la magia.
Ese procedimiento o ambición de los antiguos hombres ha
sido sujetado por Frazer a una conveniente ley general, la de la
simpatía, que postula un vínculo inevitable entre cosas distantes,
ya porque su figura es igual —magia imitativa, homeopática—
ya por el hecho de una cercanía anterior —magia contagiosa,
ilustración de la segunda era el ungüento curativo de Kepelrn
Digby, que se aplicaba no a la vendada herida, sino al acero
delincuente que la infirió— mientras aquélla, sin el rigor de
bárbaras curaciones, iba cicatrizando. De la primera los ejemplos
son infinitos. Los pieles rojas de Nebraska revestían cueros
crujientes de bisonte con la cornamenta y la crin y machacaban
día y noche sobre el desierto un baile tormentoso, para que los
bisontes llegaran. Los hechiceros de la Australia Central se infieren
una herida en el antebrazo que hace correr la sangre,
DISCUSIÓN 231
para que el cíelo imitativo o coherente se desangre "en lluvia
también. Los malayos de la Península suelen atormentar o denigrar
una imagen de cera, para que perezca su original. Las
mujeres estériles de Sumatra cuidan un niño de madera y lo
adornan, para que sea fecundo su vientre. Por iguales razones
de analogía, la raíz amarilla de la cúrcuma sirvió para combatir
la ictericia, y la infusión de ortigas debió contrarrestar la urticaria.
El catálogo entero de esos atroces o irrisorios ejemplos es
de enumeración imposible; creo, sin embargo, haber alegado
bastantes para demostrar que la magia es la coronación o pesa;
dillá de lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos
forastero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las
leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias. Para el supersticioso,
hay una necesaria conexión no sólo entre un balazo y un muerto, sino
entre un muerto y una maltratada efigie dé cera o la rotura
profética de un espejo o la sal que se vuelca o trece comensales
terribles.
Ésa peligrosa armonía, esa frenética y precisa causalidad, manda
en lj novela también. Los historiadores sarracenos de quienes
trasladó el doctor José Antonio Conde su Historia de la dominación
de los árabes en España, no escriben de sus reyes y jalifas
que fallecieron, sino Fue conducido a las recompensas y premios
o Pasó a la misericordia del Poderoso o Esperó .el destino tantos
años, tantas lunas y tantos días. Ese recelo de que un hecho temible
pueda ser atraído por su mención, es impertinente o inútil
en el asiático desorden del mundo real, no así en una novela,
qué debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades.
Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior.
Así, en una de las fantasmagorías de Chesterton, un desconocido
acoriiete a un desconocido para que no lo embista un camión,
y esa violencia necesaria, pero alarmante, prefigura su acto final
de declararlo insano para que no lo puedan ejecutar por un
crimen. En otra, una peligrosa y vasta conspiración integrada
por üh solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos)
es anunciada con tenebrosa exactitud en el dístico:
As all stars shrivel in the single sun,
The words are many, but The Word is one
que viene a descifrarse después, con permutación de mayúsculas:
The words are many, but the word is One.
Eh íiha tercera la maquette inicial —la mención escueta de un
indib que arroja su cuchillo a otro y lo mata—- es el estricto
232 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
reverso del argumento: un hombre apuñalado por sú amigo con
una flecha, en lo alto de una torre. Cuchillo volador, flecha que
se deja empuñar. Larga repercusión tienen las palabras. Ya señalé
una vez que la sola mención preliminar de los bastidores escénicos
contamina de incómoda irrealidad las figuraciones del
amanecer, de la pampa, del anochecer, que ha intercalado Estanislao
del Campo en el Fausto. Esa teleología de palabras y de
episodios es omnipresente también en los buenos films. Al principiar
A cartas vistas (The Showdown), unos aventureros se juegan
a los naipes una prostituta, o su turno; al terminar, uno de ellosha jugado la posesión de la mujer que quiere. El diálogo inicial de La ley del hampa versa sobre la delación, la primera, escena es
un tiroteo en una avenida; esos rasgos resultan premonitorios del asunto central. En Fatalidad (Dishonored) hay temas recurrentes: la espada, el beso, el gato, la traición, las uvas, el piano. Pero la ilustración más cabal de un orbe autónomo de corroboraciones, de presagios, de monumentos, es el predestinado Ulises de Joyce. Basta el examen del libro expositivo de Gilbert o, en su defecto, de la vertiginosa novela; Procuro resumir lo anterior. He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación: psicológica.
Fuente:
JORGE LUIS
BORGES
COMPLETAS
1923-1972
EMECÉ EDITORES
BUENOS AIRES
Edición dirigida y realizada por
CARLOS V. FRÍAS
© Emecé Editores, S.A, 1974
Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina
Ediciones anteriores: 62.000 ejemplares
14a edición en offset: 5.000 ejemplares
Impreso en Compañía Impresora Argentina S.A., Alsina 2041/49,
Buenos Aires, septiembre de 1984
martes, 2 de febrero de 2016
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1772-1834). Prólogo: Harold Bloom.
Samuel Taylor Coleridge
Balada del viejo marinero y otros poemas
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1772-1834)
Coleridge, hijo menor de los catorce que tuvo un pastor protestante provinciano, fue un niño precoz y solitario, que constituyó casi un reto para su propia familia. Desde muy temprano, soñador y (como él mismo se definía) todo un carácter, perdió a su padre —quien le adoraba sobre todos los hermanos— cuando sólo tenía nueve años de edad. Poco después de esta pérdida, el Christ’s Hospital, de Londres, le acoge; excelente colegio que le proporcionaría la educación intelectual que precisaba, así como la amistad eterna del futuro ensayista Charles Lamb. Pronto sintió la llamada de la poesía y se enamoró profundamente de «Mary Evans, hermana de un compañero del colegio, pero aquel amor acabó en el vacío».
En el Jesus College, de Cambridge, Coleridge continuó sus estudios superiores, etapa de su vida que comenzó muy bien, pero, debido a su temperamento, que le hacía rechazar la disciplina académica, no destacó en aquéllos. Opta por huir de Cambridge, cargado de deudas, y se alista en el cuerpo de caballería, bajo el imperecedero nombre de Silas Tomkyn Comberbacke, aunque no era capaz de sostenerse sobre la cabalgadura. Sin embargo, prueba su utilidad con sus compañeros dragones como redactor de misivas amorosas; se le asigna la labor de limpiar los establos, pero, finalmente, el cuerpo permite que sus hermanos lo rediman pagando cierta cifra por su liberación de tal servicio. Vuelve a Cambridge, pero su característico complejo de culpabilidad no le permite realizar ninguna labor académica de provecho. Cuando abandona Cambridge, en 1794, lo hace sin haberse graduado.
Joven poeta sin un céntimo, con pensamientos de carácter político muy radicales, se hace íntimo amigo de Robert Southey, por entonces poeta también muy radical, y recordado hoy día como el Conservador Laureado, maltratado constantemente por los versos satíricos de Byron. Como nuestros jóvenes contemporáneos amigos de las columnas, Coleridge y Southey proyectan lo que ellos bautizaron con el nombre de Pantisocracia. Acompañados de las doncellas ideales para tal plan, y de otros espíritus elegidos, fundarían una colonia comunista, de carácter agrario-literario, a las orillas del río Susquehanna, en el exótico estado norteamericano de Pennsylvania. Bajo el acicate de Southey, Coleridge se compromete pantisocráticamente con la no muy inteligente miss Sara Fricker, con cuya hermana Southey estaba a punto de casarse. La pantisocracia murió al nacer, y Coleridge abrió los ojos a tiempo para comprobar que se había casado con la persona menos adecuada para él, lo cual constituiría la mayor desgracia de toda su vida.
Entonces recurrió a Wordsworth, a quien conociera en 1795. La poesía de Coleridge influenció la de Wordsworth y le ayudó a conseguir su estilo característico. No es muy atrevido decir que la poesía de Coleridge desapareció absorbida por la de Wordsworth. Hoy día recordamos a las Lyrical Ballads (1798) como obra de Wordsworth; sin embargo, un tercio de su contenido fue escrito por Coleridge, y Tintern Abbey, cima del libro, con la excepción de The Ancient Mariner, le debe muchísimo a Frost at Midnight, de Coleridge. Tampoco existen muchos testimonios de que Wordsworth admirase o animase la poesía de su amigo; sobre The Ancient Mariner, sus opiniones siempre dejan ver un gran resentimiento, y se sintió desconcertado (aunque de forma inevitable) con Dejection: An Ode y To William Wordsworth. Generoso en lo tocante a las obras de Wordsworth, Coleridge tuvo que sufrir el desdén de su amigo más íntimo, sobre sus propias ambiciones poéticas.
No es fácil ser honrado en tal asunto, pues la literatura, por necesidad, es tanto cuestión de personalidad como de carácter. Coleridge, como Keats (y como Shelley, para ciertos lectores), es digno de ser amado. Byron, siempre es, por lo menos, fascinante, y Blake, en su solitaria magnificencia, es héroe de la imaginación. Pero la personalidad de Wordsworth, como la de Milton o Dante, no estimula el afecto del lector normal hacia el poeta. Coleridge tiene, como observó Walter Pater, un «encanto peculiar»; parece como si se hubiera entregado a los mitos del fracaso, lo cual es asombroso cuando se tiene en cuenta la totalidad de su obra.
Sin embargo, son su vida y el autoabandono de sus ambiciones poéticas, que continuamente nos convencen de la necesidad de hallar en él parábolas del fracaso del genio. Sus mejores poemas fueron escritos en el año y medio en que veía diariamente a Wordsworth (1797-1798); sin embargo, hasta sus mejores poemas, con la única excepción de The Ancient Mariner, son fragmentarios. Su forma de vida es también fragmentaria. Cuando recibió la pensión que le asignó la familia Wedgwood, dejó a Wordsworth y a la hermana de éste, Dorothy, para marcharse a estudiar alemán y filosofía a Alemania (1798-1799). Al poco tiempo de regresar empezaron los miserables años de su madurez, aunque sólo tenía entonces veintisiete años. Se fue a vivir cerca de los Wordsworth, de nuevo, y se enamoró perdidamente, y de forma permanente y desgraciada, de Sara Hutchinson, con cuya hermana, Mary, se casaría Wordsworth en 1802. El mismo matrimonio de Coleridge fue un desastre, y su salud empeoró rápidamente, debido, quizá, a motivos psicológicos. Para poder hacerle frente al dolor, empezó a beber láudano, del cual se volvió adicto, vicio que nunca pudo arrancar totalmente de su ser. En 1804, buscando un clima más propicio para su salud, se marchó a Malta, pero a su regreso, dos años más tarde, se encontró en el peor momento de su vida. Tras separarse de su mujer, se fue a vivir a Londres, donde comenzó una nueva vida profesional como conferenciante, redactor de periódicos y escritor capaz de tratar cualquier tema por encargo, mientras sus miserias aumentaban. Tras la inevitable ruptura con Wordsworth de 1810, vino la reconciliación ostensible de 1812, pero la amistad real no volvió a surgir hasta 1828.
Desde 1816 en adelante, Coleridge vivió en la casa de un médico, James Gillman, único medio que le permitía seguir trabajando, evitando así el colapso total. Envejecido prematuramente, acabada su poesía, Coleridge comienza su última fase de creador, como crítico y filósofo, etapa de la cual depende su importancia histórica; pero la misma, como sus primeros logros en prosa, no deben tratarse en una introducción a su poesía. Nos queda por preguntar cuál fue su verdadero logro como poeta, y a pesar de su carácter excepcional, por qué cesó de escribir poesía después de 1807. Wordsworth siguió cultivando los versos después de 1807, aunque la mayoría sean en realidad muy malos. Los pocos poemas que Coleridge escribió después de sus treinta y cinco años son importantes, pero ocasionales. ¿No sería que le fallaría el deseo poético, ya que sus fuerzas imaginativas siempre se mantuvieron frescas?
Las grandes ambiciones poéticas de Coleridge incluían la creación de una obra épico-filosófica sobre el origen del mal, y una secuencia de himnos al Sol, la Luna y los elementos. Estas ilustres intenciones fueron muriendo lenta pero definitivamente, y se vieron sustituidas por el sueño de un opus maximum filosófico, obra enorme que sintetizaría y reconciliaría la filosofía idealista alemana con las verdades ortodoxas del cristianismo. Aunque sólo llegó a redactar fragmentos de la misma, ocupó su tiempo en otros temas: especulaciones sobre teología, teoría política y ensayos críticos que han tenido una profunda influencia en el pensamiento conservador británico de la era victoriana, y, de forma distinta, en el trascendentalismo norteamericano, cuyos líderes fueron Emerson y Theodore Parker.
Los reales logros de Coleridge en la poesía se dividen en dos grupos notablemente distintos, lo cual es sorprendente, pues ambos ocurren casi de forma simultánea. El grupo demoniaco, por fuerza el más famoso, formado por la trilogía de The Ancient Mariner, Christabel y Kubla Khan. El grupo conversacional incluye los llamados poemas-conversación, de los cuales The Eolian Harp y Frost at Midnight son los más importantes, así como la desigual oda Dejection y To William Wordsworth. Los postreros fragmentos Limbo y Ne Plus Ultra marcan una especie de retorno del modo demoniaco. El que sólo nos interesen de verdad nueve poemas de un poeta tan dotado como Coleridge es una lástima, pero la singularidad de estos dos grupos nos compensan un poco de la brevedad del canon.
Los poemas demoniacos rebasan el censor ortodoxo creado por los mismos temores morales de Coleridge, con los cuales intentaba atar sus propios impulsos imaginativos. Le da unión al grupo una forma de búsqueda mágica que se fija como meta la reconciliación entre la autoconsciencia del poeta y una forma más ilustre del ser, unida a un perdón divino, pero esta reconciliación, por fortuna, se halla más allá de la frontera de estos poemas. El marinero consigue un estado de purga, pero no puede ir más allá de este proceso. Christabel es violada por Geraldine, pero ello también es una purga, más que una condena, ya que su total inocencia es su único defecto. El mismo Coleridge, en el momento más intenso de toda su poesía, se ve tentado de asumir el estado de un renacimiento de Apolo: el joven de ojos relampagueantes y cabellos al viento, de Kubla Khan, pero se aleja de la visión que tiene del paraíso el poeta, al juzgarlo sólo como otro purgatorio.
El grupo conversacional, aunque tremendamente diferente en atmósfera, nos habla más directamente de un tema parecido: el deseo de volver al hogar, no hacia el pasado, sino a lo que Hart Crane hermosamente nombró «una infancia perfeccionada». Cada uno de estos poemas, como los del grupo demoniaco, linda con una especie de redención purgatoria, sufrida en beneficio de otra persona, en la cual Coleridge, tiene que sufrir o fracasar, de forma que la persona a quien él ame se beneficie y logre la alegría. Hay una implicación sumisa de que, de alguna forma, el poeta, con todo, será aceptado en su verdadero hogar, de este lado de la tumba, si puede perfeccionar esta redención.
Cuando Wordsworth, con su fuerza primordial, domina el mundo subjetivo y ayuda a sus lectores en tan difícil sentimiento, Coleridge, deliberadamente, corteja la derrota por la subjetividad y se contenta con ser confesional. Pero, aunque él no puede ayudarnos a sentir, como sí lo hace Wordsworth, en cambio, nos deja entender cuán profundamente sentida era su interpretación de la realidad. Aunque, en cierta forma, su poesía es un testamento de la derrota, un someterse a la ansiedad de las influencias y al temor de la autoglorificación, es uno de los testamentos más emocionantes y perennes que la literatura nos ha legado.
HAROLD BLOOM
Fuente:
Título original: The Rime of the Ancient Mariner and Other Poems
Samuel Taylor Coleridge, 1982
Traducción: José María Martín Triana
Introducción: Harold Bloom
Ilustraciones: Gustave Doré
lunes, 1 de febrero de 2016
Ellery Queen Un estudio en terror.
Narrativa,Thriller,Policial - Detectives, novela negra, novela negrótica.
Ellery Queen es el seudónimo de dos primos estadounidenses, de origen judío, Frederick Dannay (nacido Daniel Nathan, Nueva York, 20 de octubre de 1905 – 3 de septiembre de 1982) y Manfred Bennington Lee (nacido Manford (Emanuel) Lepofsky, Nueva York, 11 de enero de 1905 – 3 de abril de 1971), escritores de literatura policíaca y creadores del personaje que lleva el mismo nombre que su seudónimo, con una amplia producción personal entre 1929 y 1970, y muchas otras obras escritas bajo su patrocinio y autorización usando el mismo seudónimo.
Ellery Queen no es el único seudónimo utilizado por Dannay y Lee. En 1932 y con el nombre de Barnaby Ross, crearon el personaje de Drury Lane, un veterano actor especializado en las obras de William Shakespeare con grandes dotes para la investigación y que vive su etapa dorada y de retiro en un palacete denominado “The Hamlet” (de hecho, el nombre que los autores le dieron es también una referencia al teatro londinense ubicado en la zona de Drury Lane).
***
DOBLE MISTERIO.
Aquí tenemos un caso único en la historia del crimen: un misterio dentro de un misterio, en el cual Ellery Queen y Sherlock Holmes se encuentran en una forma extraña y sorprendente.
Empieza cuando Ellery recibe un manuscrito que parece ser un diario genuino, auténtico, de Sherlock
***
Holmes, escrito por John H. Watson, M.D. El primer misterio es: ¿de dónde provino? El segundo misterio se esconde en el manuscrito mismo, porque nos narra la historia, oculta por mucho tiempo, de cómo Holmes venció a Jack el Destripador… ¡Y descubrió quién era!
Ahora ustedes pueden seguir a Ellery —lógico sucesor de Sherlock Holmes— a medida que éste, literalmente, va tras el más grande detective de todos en la pista del criminal que nunca ha sido nombrado sino hasta ahora. El juego se ha reanudado, y todas las respuestas son equitativas: aunque ninguna sea la obvia.
***
«Sherlock Holmes versus Jack el Destripador» se presenta con la aprobación de los representantes de sir Arthur Conan Doyle, y entra por derecho en la colección de Holmes. «Un estudio en terror» es algo nuevo en emociones… ¡y una nueva clase de libro!
Fuente:
Ellery Queen
Un estudio en terror
(Sherlock Holmes vs Jack el destripador)
Título original: A study in terror
Ellery Queen, 1966
Traducción: Carlos Barrera
Ellery Queen es el seudónimo de dos primos estadounidenses, de origen judío, Frederick Dannay (nacido Daniel Nathan, Nueva York, 20 de octubre de 1905 – 3 de septiembre de 1982) y Manfred Bennington Lee (nacido Manford (Emanuel) Lepofsky, Nueva York, 11 de enero de 1905 – 3 de abril de 1971), escritores de literatura policíaca y creadores del personaje que lleva el mismo nombre que su seudónimo, con una amplia producción personal entre 1929 y 1970, y muchas otras obras escritas bajo su patrocinio y autorización usando el mismo seudónimo.
Ellery Queen no es el único seudónimo utilizado por Dannay y Lee. En 1932 y con el nombre de Barnaby Ross, crearon el personaje de Drury Lane, un veterano actor especializado en las obras de William Shakespeare con grandes dotes para la investigación y que vive su etapa dorada y de retiro en un palacete denominado “The Hamlet” (de hecho, el nombre que los autores le dieron es también una referencia al teatro londinense ubicado en la zona de Drury Lane).
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DOBLE MISTERIO.
Aquí tenemos un caso único en la historia del crimen: un misterio dentro de un misterio, en el cual Ellery Queen y Sherlock Holmes se encuentran en una forma extraña y sorprendente.
Empieza cuando Ellery recibe un manuscrito que parece ser un diario genuino, auténtico, de Sherlock
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Holmes, escrito por John H. Watson, M.D. El primer misterio es: ¿de dónde provino? El segundo misterio se esconde en el manuscrito mismo, porque nos narra la historia, oculta por mucho tiempo, de cómo Holmes venció a Jack el Destripador… ¡Y descubrió quién era!
Ahora ustedes pueden seguir a Ellery —lógico sucesor de Sherlock Holmes— a medida que éste, literalmente, va tras el más grande detective de todos en la pista del criminal que nunca ha sido nombrado sino hasta ahora. El juego se ha reanudado, y todas las respuestas son equitativas: aunque ninguna sea la obvia.
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«Sherlock Holmes versus Jack el Destripador» se presenta con la aprobación de los representantes de sir Arthur Conan Doyle, y entra por derecho en la colección de Holmes. «Un estudio en terror» es algo nuevo en emociones… ¡y una nueva clase de libro!
Fuente:
Ellery Queen
Un estudio en terror
(Sherlock Holmes vs Jack el destripador)
Título original: A study in terror
Ellery Queen, 1966
Traducción: Carlos Barrera
domingo, 31 de enero de 2016
Leopoldo Lugones y los suyos: una tragedia argentina.
Leopoldo Lugones y los suyos: una tragedia argentina
Se cumplieron 140 años del nacimiento del poeta
Buscó ser “el poeta nacional”. En política, exaltó a los militares. Su hijo inventó la picana; su nieta, años después, la padeció. Por Gabriela Cabezón Cámara.
Gabriela Cabezón Cámara
" De oro y rosa bicromábanse los cerros de occidente ” escribía Leopoldo Lugones en 1905, cuando ensayaba su propia épica, La guerra gaucha, un libro de cuentos modernista sobre la lucha por la Independencia protagonizado por esos hombres de tierra adentro cuya voz habían tomado sus antecesores, de Bartolomé Hidalgo a José Hernández, el siglo anterior. Cerca de sus centenarios, los países de Latinoamérica buscaban una identidad. Había que crearla y darle voz. Y justo cuando la región, y especialmente nuestro país, se veía sacudido por enormes oleadas migratorias.
La literatura era uno de los espacios de esa disputa simbólica, de la definición de ese ser; quién entraba, quién quedaba afuera, a quién le correspondían la gloria y las riquezas. A un siglo de la Independencia, la Nación y el Estado requerían un “poeta nacional”: a eso se abocó Leopoldo Lugones. Y le salió bien. Tramó su apellido con la historia de la literatura argentina. Y, más trágicamente, con la Historia argentina a secas.
Empecemos por lo primero y démosle la palabra a Borges, tan certero cuando opinaba sobre literatura: “Si tuviéramos que cifrar en un nombre todo el proceso de la literatura argentina (...) ese nombre sería indiscutiblemente Lugones. En su obra están nuestros ayeres, y el hoy y, tal vez, el mañana. Nuestro pasado está en El imperio jesuítico , en El payador y en la Historia de Sarmiento : el tiempo que fue suyo, el del Modernismo, en Las montañas del oro y en Los crepúsculos del jardín . El Lunario sentimental , que data de 1909, prefigura y supera todo lo que hicimos después. La obra de Martínez Estrada y la de Güiraldes son inconcebibles sin él. Tal es el lado positivo. El reverso fue su tendencia a encarar el ejercicio de la literatura como juego verbal, como un juego con todas las palabras del diccionario”.
Además de ensayar la propia épica Lugones (Córdoba, 13 de junio de 1874) consagró a Martín Fierro como la épica nacional. Epopeya, decía él, para precisar sus intenciones: definir a Fierro como un héroe arquetípico que representaba los valores de la nación. Qué valores serían esos, leyendo hoy a Fierro, ese gaucho llorón y asesino porque sí un par de veces, sería tema de larga discusión. Lugones eligió, frente a los millones de inmigrantes, hacer del gaucho el arquetipo nacional. Y darle un lugar central a Hernández. Por ese entonces no era casi naturaleza considerar al Fierro el clásico nacional.
No se quedó ahí Lugones: se entregó en cuerpo y alma a la política y es eso lo que más se recuerda de él; no tanto su etapa socialista como la fascista. En el infausto discurso de Ayacucho, sí, el de “la hora de la espada”, dijo cosas como esta: “El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica.” No habrá sido lo decisivo, pero los militares tuvieron quien les cantara. Este llamado fue en Perú, en 1924. A partir de entonces, Lugones empezó a quedarse solo, no eran muchos los que compartían su pasión por los uniformados. Y llega la hora de hablar de su familia y de recomendar un libro recién editado por De la Flor: Cuervos de la memoria. Los Lugones, luz y tinieblas, de Tabita Peralta Lugones, bisnieta del escritor.
Ese mismo año, el del discurso, su hijo, también llamado Leopoldo pero más conocido como “Polo” había sido condenado a diez años de prisión por violar y torturar a chicos del instituto de menores del que estaba a cargo. Lugones se arrodilló ante Yrigoyen para pedirle que cancelara la condena “por el buen nombre de la familia”. El radical le dio el gusto. Polo era temible desde su adolescencia: lo encontraron violando gallinas que ahorcaba cuando estaba llegando al orgasmo. Ya mayorcito, cuando fue comisario, introdujo la picana como elemento de tortura. Su hija Pirí la padecería años más tarde, de la mano de los militares que su abuelo consideraba “la última aristocracia”. Su padre, El Poeta, llegaría, años después, a llamarlo “esbirro”.
Fue así: en 1926, Lugones, que se jactaba de ser “el hombre más fiel de Buenos Aires”, se enamoró de una estudiante que lo visitó en la Biblioteca del Maestro y le pidió un ejemplar de Lunario Sentimental. El romance duró seis años y conocemos detalles porque ella guardó sus cartas, salpicadas de sangre y semen porque al escritor no le alcanzaban las palabras para dar cuenta de su pasión, hasta su muerte en 1981. Se hizo enterrar con un peluche que él le había regalado cinco décadas antes. Se separaron en 1932: Polo, ya todopoderoso policía, hizo espiar al padre, descubrió la relación, fue a la casa de ella y la amenazó con encerrar al escritor en un manicomio si ella no interrumpía el romance.
Tal vez fue eso, tal vez la decepción que le produjo la dictadura de Uriburu; lo concreto es que en 1938, Lugones se fue de la Biblioteca al Tigre. Paró en una farmacia, compró arsénico, se tomó una lancha colectiva hasta el Paraná, alquiló una habitación en El Tropezón, pidió un whisky, que no lo molestaran e inauguró una tradición de suicidios en su familia. Lo último que lo vieron hacer vivo fue romper una botellita de vidrio contra un escalón. Horas después, lo encontraron muerto, retorcido en el suelo, lejos de la cama. De los motivos nada dijo: apenas dejó escrito “No puedo concluir la Historia de Roca. ¡Basta! Pido que me sepulten en la tierra, sin cajón y sin ningún tipo de nombre. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”.
Al suicidio del padre siguió el del hijo. Ya retirado, devenido albacea de la obra paterna, Polo vivió encerrado, temiendo venganzas, en una casa en Villa Devoto. Su segunda mujer –la primera, Carmela, lo dejó, harta de su sadismo– estaba muriendo. No soportó la soledad: en 1971 se voló la cabeza. Por las dudas, había cerrado todo y abierto el gas de estufas y cocina.
Hacía muchos años que su hija Pirí había dejado de verlo. Le había tocado, cuando era una nena de diez años, leer una nota sobre su padre, “el torturador”. Supo que era cierto y se apartó de él tanto como pudo.
Pirí volvió a llevar el apellido Lugones a la cultura: mujer de su tiempo y editora, fue una de las protagonistas del gran mundo editorial y cultural argentino de los 60. En los 70 tampoco se le achicó a su tiempo y su tiempo le dio un gran amor pero dolores de esos que rozan con lo inefable. Su hijo Alejandro, a los 21 años, se suicidó, como su abuelo y su bisabuelo. Su último gran amor fue secuestrado y desaparecido por la dictadura. Ella misma, militante de Montoneros, fue desaparecida, torturada y asesinada por los militares que su abuelo había llamado en Ayacucho.
Fuente:
http://www.clarin.com/sociedad/Leopoldo-Lugones-tragedia-argentina_0_1156684457.html
sábado, 30 de enero de 2016
Ngaio Marsh.
Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.
Ngaio Marsh. Escritora neozelandesa de novelas policiacas. Nació en Christchurch y estudió en el St. Margaret College y en la Escuela de Arte de la Universidad Christchurch. Al principio quiso ser pintora, pero escribió un `terrible drama romántico` y se lo dio a leer al director de una compañía de teatro itinerante en la que actuó durante dos años.
Después dirigió un negocio de decoración en Londres, aprovechando sus ratos libres para escribir, por diversión, su primera novela.
En 1932 tuvo que regresar a Nueva Zelanda y dejó el manuscrito en manos de un agente literario que, para su sorpresa, lo publicó en 1934 con el título de Un hombre muerto.
Escribió 30 novelas, entre ellas Artistas del crimen (1938), Empacho de lampreas (1941), Muerte en la lana (1945), Telón final (1947), Falso olor (1959), El delfín asesino (1966), La última zanja (1978) y Photo Finish (1980), su último libro. Además escribió seis obras de teatro, una autobiografía, Haya y néctar de plantas (1965), y varios ensayos literarios. Desempeñó un papel importante en el renacimiento del teatro en Nueva Zelanda como directora, tanto de teatro profesional como aficionado, y representó varias obras de Shakespeare al tiempo que dirigía el British Theatre Guild, trabajo por el que se le concedió el título de Dama del Imperio Británico en 1966. Roderick Alleyn, el protagonista culto de sus novelas, y la autenticidad de sus ambientes, merecieron los elogios de la crítica, así como la lealtad de un considerable número de lectores. Por la cantidad, calidad y popularidad de sus novelas, está considerada como la segunda escritora de novela policiaca después de Agatha Christie.
La calidad literaria de su obra fue reconocida en una época en que la literatura criminal estaba desprestigiada como un género simplemente populista.
***
En la fiesta de la casa de campo de Sir Hubert Handesley, cinco personas se han dado cita para el llamativo juego de salón `Murder`. Los invitados incluyen a la sobrina de Sir Hubert (Angela North), Charles Rankin (un varón de 46 o 47 años que venía de la ciudad), Nigel Bathgate (primo de Charles y un reportero de chismes), Rosamund Grant, y el señor Arthur Wilde y su esposa. También asisten un experto en arte y un mayordomo ruso. A diferencia de las novelas posteriores, esta novela se centra más en Nigel Bathgate y en menor medida en Alley. Durante el juego de detectives, uno de los invitados se selecciona en secreto para ser el asesino, con una víctima de su propia elección. En el momento de la elección del asesino, él golpea a la víctima en el hombro, lo que indica que `Tú eres el cadáver`. En ese momento, las luces se apagan, suena un gong, y entonces todo el mundo se junta para determinar quién lo hizo. Todo está destinado a ser divertido y alegre, excepto que en este caso el cadáver es de verdad. Nadie se ríe cuando las luces se encienden y aparece un cadáver real, el guapo y misterioso Charles Rankin. El Inspector Roderick Alley de Scotland Yard llega para encontrar una colección completa de coartadas, un mayordomo que falta, y un intrincado rompecabezas de traición y sedición en la búsqueda de la clave en este juego mortal. En esta novela Ngaio Marsh presenta por primera vez al protagonista de sus novelas el inspector de Scotland Yard, Roderick Alley.
Fuente: Biblioteca de oro. Año 1960.
Ngaio Marsh. Escritora neozelandesa de novelas policiacas. Nació en Christchurch y estudió en el St. Margaret College y en la Escuela de Arte de la Universidad Christchurch. Al principio quiso ser pintora, pero escribió un `terrible drama romántico` y se lo dio a leer al director de una compañía de teatro itinerante en la que actuó durante dos años.
Después dirigió un negocio de decoración en Londres, aprovechando sus ratos libres para escribir, por diversión, su primera novela.
En 1932 tuvo que regresar a Nueva Zelanda y dejó el manuscrito en manos de un agente literario que, para su sorpresa, lo publicó en 1934 con el título de Un hombre muerto.
Escribió 30 novelas, entre ellas Artistas del crimen (1938), Empacho de lampreas (1941), Muerte en la lana (1945), Telón final (1947), Falso olor (1959), El delfín asesino (1966), La última zanja (1978) y Photo Finish (1980), su último libro. Además escribió seis obras de teatro, una autobiografía, Haya y néctar de plantas (1965), y varios ensayos literarios. Desempeñó un papel importante en el renacimiento del teatro en Nueva Zelanda como directora, tanto de teatro profesional como aficionado, y representó varias obras de Shakespeare al tiempo que dirigía el British Theatre Guild, trabajo por el que se le concedió el título de Dama del Imperio Británico en 1966. Roderick Alleyn, el protagonista culto de sus novelas, y la autenticidad de sus ambientes, merecieron los elogios de la crítica, así como la lealtad de un considerable número de lectores. Por la cantidad, calidad y popularidad de sus novelas, está considerada como la segunda escritora de novela policiaca después de Agatha Christie.
La calidad literaria de su obra fue reconocida en una época en que la literatura criminal estaba desprestigiada como un género simplemente populista.
***
En la fiesta de la casa de campo de Sir Hubert Handesley, cinco personas se han dado cita para el llamativo juego de salón `Murder`. Los invitados incluyen a la sobrina de Sir Hubert (Angela North), Charles Rankin (un varón de 46 o 47 años que venía de la ciudad), Nigel Bathgate (primo de Charles y un reportero de chismes), Rosamund Grant, y el señor Arthur Wilde y su esposa. También asisten un experto en arte y un mayordomo ruso. A diferencia de las novelas posteriores, esta novela se centra más en Nigel Bathgate y en menor medida en Alley. Durante el juego de detectives, uno de los invitados se selecciona en secreto para ser el asesino, con una víctima de su propia elección. En el momento de la elección del asesino, él golpea a la víctima en el hombro, lo que indica que `Tú eres el cadáver`. En ese momento, las luces se apagan, suena un gong, y entonces todo el mundo se junta para determinar quién lo hizo. Todo está destinado a ser divertido y alegre, excepto que en este caso el cadáver es de verdad. Nadie se ríe cuando las luces se encienden y aparece un cadáver real, el guapo y misterioso Charles Rankin. El Inspector Roderick Alley de Scotland Yard llega para encontrar una colección completa de coartadas, un mayordomo que falta, y un intrincado rompecabezas de traición y sedición en la búsqueda de la clave en este juego mortal. En esta novela Ngaio Marsh presenta por primera vez al protagonista de sus novelas el inspector de Scotland Yard, Roderick Alley.
Fuente: Biblioteca de oro. Año 1960.
jueves, 28 de enero de 2016
Cornell Woolrich. Novela: La ventana indiscreta.
Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.
El derroche sin límites de talento, ingenio y técnica narrativa de que hace gala Cornell Woolrich (también conocido por su seudónimo William Irish) en los ocho relatos que componen el presente volumen, convierten a este autor norteamericano en uno de los maestros indiscutibles del género policial. El mayor hallazgo de Woolrich (1903-1968) consiste en plantear una serie de problemas cotidianos y cercanos al lector y llevar su solución al extremo con la misma naturalidad con la que se propondría otra salida más plausible. Así encontramos relatos como “Proyecto de asesinato”, “Cocaína”, o el famoso “La ventana indiscreta” —llevado al cine por el genial Alfred Hitchcock—, que son verdaderas joyas del suspense, además de tres muestras definitivas de cómo a partir de un suceso aparentemente sin importancia se llega a una solución dramática marcada por la muerte y el crimen.
La maestría en la utilización del diálogo, la inspirada elección de los escenarios y la meticulosa descripción psicológica de los personajes convierten esta selección de relatos en una obra imprescindible no sólo para los amantes del género policial, sino para todos aquellos lectores dispuestos a dejarse atrapar por la buena literatura.
Cornell Woolrich
La ventana indiscreta
y otros relatos
Título original: Rear Window (1942), Intent to Kill (1967), The Ear Ring (1943), Through a Dead Man’s Eye (1939), Cocaine (1940), If the Dead could talk (1943), Eyes that Watch you (1952), The Corpse in the Statue of Liberty (1935)
Cornell Woolrich, 1935
Traducción: Jacinto León
INTRODUCCIÓN
Cien años del rey del suspense
José María Guelbenzu
Cornell Woolrich, también conocido como William Irish, es considerado como el mejor escritor de un género en el que confluyen la novela policiaca y el thriller. Uno de los aciertos del escritor neoyorquino fue el de contar la historia desde el punto de vista de la víctima, de alguien corriente en manos del azar. ¿Una prueba? La ventana indiscreta.
Cornell Woolrich comenzó a publicar sus novelas y relatos de misterio en 1934, pero hasta el año 1942 no utilizó el nombre de William Irish: fue con su legendaria La mujer fantasma. Se le conoció con el sobrenombre de El Rey del Suspense y ciertamente lo fue, el mejor escritor de suspense que ha habido nunca. Es autor de relatos y novelas maestras tales como No quisiera estar en sus zapatos, Lo que la noche revela. La novia vestía de negro, Marihuana o Me casé con un muerto, entre otras muchas. Era un hombre retraído, solitario, afectado de una relación amor-odio con su madre, que acabó viviendo en un hotel sus últimos años, alcoholizado, célebre y huraño. Nació en 1903 y murió en 1968.
Bien podríamos decir que el punto de intersección entre la novela policiaca y el thriller es la obra de William Irish. En ella encontramos la clásica tradición de lo que se conoce como novela-problema perfectamente integrada en los espacios cotidianos, sórdidos y crueles de las calles de la ciudad. El modo de operar de Irish se apoya en unos puntos bien definidos. El primero de ellos fue la ingeniosa decisión de colocarse en el lugar de la víctima; buena parte de sus narraciones están contadas desde el punto de vista de la victima y ahí es donde sustenta la eficiencia de la intriga. El segundo es el tiempo, empleado de dos maneras diferentes: de acuerdo con la ansiedad interna de la víctima, de una parte, y como elemento exterior a ella en forma de amenaza (el tiempo se acaba), de la otra. El tercer punto de apoyo es decisivo: el uso del azar como motor de la historia. Los personajes de Irish, personajes corrientes, gente de la masa anónima de la ciudad, son víctimas de un azar; nada en su vida les hace merecedores de lo que les ocurre sino que se encuentran a merced de una situación azarosa que da un vuelco a su existencia y la amenaza decisivamente; son víctimas vulgares y anónimas, víctimas de una situación límite cuya linde traspasan por obnubilación, credulidad, ingenuidad, inconsciencia o necesidad imperiosa. No son gente importante, a veces son policías, otras profesionales de medio pelo, otras parados o gente reducida a la miseria por la Gran Depresión…, hay corruptos, tipos codiciosos, gánsteres y traficantes, pero en su mayor parte son buena gente alcanzada por el temblor de la desgracia, por estar en el peor momento donde no tenían que haber estado, por “pasar por allí” o permanecer desvelados mientras los demás duermen…
Tras el azar hay una concepción fatídica del mundo que pertenece al propio Irish y a sus angustias y dolores terrenos. Es la concepción de la existencia como un Absoluto, donde vivir consiste en no ser visto por el ojo de la Desgracia, que destruye absolutamente. Ese ojo selecciona caprichosa y desapasionadamente a sus víctimas; la pasión aparece cuando la víctima es alcanzada y trata de escapar a su destino. Se diría que el mundo es una caravana de pequeños hombres y mujeres que atraviesa un territorio llamado la vida y que, de cuando en cuando, son agredidos por una amenaza exterior que, como un monstruo surgido de la nada, atrapa a uno de ellos y se lo lleva con él para devorarlo en su guarida, lejos de los demás. Probablemente, la neurosis, la soledad, el amor malamente correspondido, el peso de la madre… están detrás de este escenario, pero también lo está la América de la Gran Depresión y sus secuelas, pues en los relatos de Irish no hay sólo una intriga impactante sino unas historias perfectamente encajadas en la sociedad de la que surgen.
Pero ¿cuál es el secreto de esa increíble tensión que es capaz de generar en el lector? Antes lo he insinuado; en primer lugar, la búsqueda de la complicidad con la víctima, que alcanza al lector invariablemente. La segunda… la segunda es una escritura prodigiosa en su emocionalidad expresiva, emoción que se sustenta en el transcurso del tiempo, lo mide el ritmo de esa escritura y el tiempo es el tiempo que se agota, la espada que pende sobre las cabezas de sus desdichados o afortunados héroes anónimos.
La ventana indiscreta es el más famoso y perfecto de los relatos que contiene este volumen. En conjunto es una selección correcta y equilibrada que, al ser volumen único, debió buscar piezas mejores, porque no es fácil encontrar hoy sus obras maestras. Pero está Irish en estado puro: desde el suspense admirable de La ventana —comparen con Hitchcock y verán dos personalidades— hasta el azar de El pendiente, la ansiedad de Proyecto de asesinato, el tiempo enemigo de Cocaína o la intriga jovial y bien medida de La Libertad iluminando a la muerte.
NOTA DEL EDITOR
Cornell Woolrich nació en 1903 en Nueva York, ciudad en la que residió la mayor parte de su vida. Desde muy temprano mostró un talento especial para la escritura, lo que hizo que abandonara sus estudios superiores para dedicarse de lleno a su gran pasión, la literatura de suspense. Durante cierto tiempo trabajó en Hollywood realizando adaptaciones de guiones, pero pronto regresó a Nueva York, donde siguió escribiendo cuentos y novelas. En poco más de diez años, de 1934 a 1946, Woolrich publicó más de trescientos cincuenta relatos en diferentes periódicos y revistas estadounidenses, sin renunciar a escribir obras más largas como La novia iba de negro (1940) o El plazo expira al amanecer (1944). Esta última apareció bajo el seudónimo de William Irish, nombre que utilizó para firmar una parte importante de su obra. Alcanzó gran popularidad en Estados Unidos, donde se le llegó a considerar el Allan Poe moderno, y fue una fuente inagotable para guionistas y directores de cine de primera fila como Alfred Hithcock, que llevó al cine, con gran éxito, el relato titulado «La ventana indiscreta», Jacques Tourneur, François Truffaut y otros. Desde 1957 hasta su muerte, once años después, vivió recluido en una habitación de un hotel neoyorquino. Acabó sus días enfermo y alcohólico, amputado de una pierna gangrenada, en una silla de ruedas y negándose a ver a sus pocos amigos. Falleció en septiembre de 1968.
Cornell Woolrich fue el verdadero creador del suspense en literatura e introdujo una nueva vertiente en la novela negra norteamericana. Conocedor como pocos del ritmo narrativo y de los entresijos psicológicos del individuo, Woolrich consigue crear una tensión incomparable en la narración. Los relatos que componen el presente volumen muestran un derroche ilimitado de imaginación y una técnica narrativa impecable. La meticulosa descripción de los mecanismos internos de los personajes, la inspirada elección de los escenarios y la maestría en la utilización de los diálogos, los convierten en ocho joyas de la literatura policíaca de todos los tiempos. Quizá el mayor hallazgo de Woolrich consiste en plantear una serie de problemas cotidianos, fácilmente comprensibles para el lector (la ruptura de un matrimonio, la falta de expectativas profesionales de un policía, el aburrimiento de un hombre que intenta entretenerse observando desde una ventana los movimientos de sus vecinos…), y llevar su solución al extremo —casi siempre el asesinato— con la misma naturalidad con la que se propondría una salida más plausible. Todos sus relatos se caracterizan por la atmósfera asfixiante que se apodera de los personajes, que acaban siendo presas de un mecanismo de irremediable fatalidad del que no logran escapar más que en último momento. En esta selección hemos reunido aquellos cuentos que, a nuestro entender, constituyen algunas de las piezas más emocionantes de la literatura policial; clásicos del suspense como «La ventana indiscreta» o «Proyecto de asesinato» se combinan con narraciones donde la peripecia argumental va salpicada de unas dosis de humor y de ironía verdaderamente inteligentes, como ocurre en «Cocaína», «El pendiente» o «La libertad iluminando a la muerte».
Los relatos de Cornell Woolrich llevaban años agotados en nuestro país y era imposible encontrar una selección de los mismos en una edición asequible que respondiera a las expectativas del lector. Por ello, en la colección Línea de sombra nos hemos propuesto devolver a este autor imprescindible al lugar de honor que le corresponde dentro del género policial. Hemos utilizado la traducción que realizó Jacinto León en 1961 para la editorial Acervo, que publicó sus Obras escogidas en diferentes volúmenes, si bien hemos efectuado algunas modificaciones y actualizaciones con el fin de acercar al lector contemporáneo estas ocho piezas clave de la literatura de suspense.
LA VENTANA INDISCRETA
No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista, puesto que con la distancia que nos separaba me era imposible distinguir sus facciones de un modo preciso. Y, sin embargo, hubiese podido establecer un horario exacto de sus idas y venidas, registrar sus actividades cotidianas y repetir cualquiera de sus hábitos. Me refiero a los inquilinos que veía en torno al patio.
Evidentemente, no resultaba muy discreto por mi parte, e incluso hubieran podido acusarme de espionaje. Pero yo no era del todo responsable, no podía comportarme de otro modo por la sencilla razón de que en aquella época estaba inmovilizado. Trasladarme del lecho a la ventana y de la ventana al lecho era casi lo único que podía hacer. Y, a causa del calor que entonces reinaba, lo que más me atraía de la habitación era, sin la menor duda, su amplio ventanal. Por la noche, como no tenía persianas, debía quedarme a oscuras para escapar a los ataques de los insectos. No había ni que pensar en dormir, porque, acostumbrado a hacer mucho ejercicio, mi forzada inactividad me privó del sueño. En cuanto a buscar un refugio a mi tedio en la lectura, me hubiese resultado muy difícil, puesto que jamás me sentí atraído por esta clase de entretenimientos. Por tanto, ¿qué hacer en esta situación? ¿Podía quedarme allí, inmóvil, con los ojos siempre cerrados?
He aquí por qué, con el único fin de matar el tiempo, me entretenía observando a mis vecinos. Justo enfrente de mí, en un edificio de ventanas cuadradas que se hallaba al otro lado del patio se alojaba una joven pareja de recién casados: creo que ambos habrían preferido morir antes que quedarse en casa una vez anochecido. ¿Adónde iban? Lo ignoraba, pero tenían tanta prisa por salir que invariablemente olvidaban apagar la luz antes de marcharse. Ni una sola vez, estoy bien seguro, ocurrió de otro modo. A decir verdad, no es que lo olvidaran por completo. Era tan sólo que no lo recordaban hasta al cabo de un momento e, invariablemente también, veía al marido regresar a todo correr cuando debían de estar ya en el extremo de la calle, y precipitarse hacia su casa para apagar las luces. Tras lo cual, siempre tropezaba en la oscuridad al salir. Desde luego, aquella pareja resultaba muy divertida.
A causa de la perspectiva, las ventanas del edificio contiguo me resultaban algo estrechas. Había allí una luz que cada noche veía apagarse regularmente. Y siempre esto me inspiraba una vaga sensación de tristeza. Se alojaba allí una mujer, supongo que viuda, joven, que vivía sola con su hijo. Yo la veía acostar al niño, tras lo cual se inclinaba hacia él con gran ternura para darle un beso. Luego, ella se sentaba algo más lejos para maquillarse y, cuando había concluido su toilette, se iba a pasar la noche fuera, pues no regresaba hasta poco antes del alba. En las ocasiones en que mi insomnio se agudizaba, la veía a esas horas, abatida sobre la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Había en su actitud algo que me entristecía.
El tercer edificio lo veía muy mal a causa de su emplazamiento, apenas distinguía nada de lo que pasaba entre sus muros, pues las ventanas me daban la impresión de ser tan estrechas como aspilleras de una fortaleza medieval. Por el contrario, el que le seguía se hallaba situado en ángulo recto en relación a los precedentes y al mío, ya que cerraba el otro lado del cuadrado que formaban el total de las casas vistas por detrás y se ofrecía a mi vista igual que el que se alzaba a continuación del mío. A través de mi ventana, veía lo que ocurría en el interior con tanta claridad como si estuviera contemplando una casa de muñecas de la que hubiesen retirado una de las paredes, y más o menos del mismo tamaño.
Era un edificio totalmente alquilado por apartamentos. Pero, a diferencia de los otros, fue construido ya con este propósito, y no dividido después para formarlos. Tenía, además, dos pisos más que los otros y, también, escalera de incendio. Pero se trataba de un edificio antiguo que no debía rentar mucho y que iban a modernizar. No obstante, el propietario estaba decidido a perder lo menos posible en el curso de esta operación, puesto que realizaban las obras piso por piso, comenzando por los más altos, con lo que se evitaba el inconveniente de tener que despedir a todos los inquilinos del bloque. Habían ya concluido las obras en el sexto piso, pero este apartamento aún no se había alquilado. En el quinto comenzaban entonces, con lo cual volvía a interrumpirse la paz de del vecindario por el ruido que hacían los obreros. Yo compadecía sinceramente al desgraciado matrimonio que se alojaba debajo, preguntándome cómo esa pobre gente podía soportar el escándalo de los martillos y de las sierras que constantemente se movían sobre sus cabezas, y sobre todo teniendo en cuenta que la mujer debía de estar enferma, a juzgar por su deambular de una habitación a otra, vestida tan sólo con un salto de cama. Y pronto les iba a llegar el turno de cederle su sitio a los operarios.
Con frecuencia, veía a la mujer ante la ventana con la cabeza apoyada en una mano, y me preguntaba por qué no llamaban a un médico. Pero quizá no dispusieran de medios para pagar la visita; tenía la impresión de que el marido estaba sin trabajo. Con frecuencia la luz de la habitación permanecía encendida detrás de la persiana bajada, y yo pensaba que ella se encontraría mal y él la velaba.
Una vez, debió de permanecer a su lado, velándola hasta el alba, pues la luz estuvo encendida toda la noche. No es que me dedicara a espiar lo que hacían, pero cuando decidí acostarme, hacia las tres de la madrugada, para ver si conseguía dormir un poco, continuaba brillando, y cuando me levanté al amanecer, pues me fue imposible pegar ojo, pude aún distinguirla, a través de la persiana, pese a la claridad que iba en aumento. Tras un largo intervalo se apagó, pero la persiana no fue alzada. A los pocos minutos vi elevarse la de la otra habitación.
Al fin el hombre se acercó para mirar al exterior. Estaba fumando, pues si bien no podía distinguir el cigarrillo que sostenía entre los dedos, me fue fácil adivinarlo porque, de cuando en cuando, se llevaba la mano a la boca, y también por la nubecilla de humo que se iba formando en torno a su cabeza. Sin duda, se atormentaba a causa de su esposa, lo cual era muy natural, pues a cualquier marido le habría sucedido lo mismo. Probablemente ella acababa de adormercerse después de una noche de sufrimientos y, en el plazo de una hora, los obreros comenzarían de nuevo el horrible estruendo. Evidentemente, esto no me atañía en lo más mínimo, pero pensé que él debería evitar aquella situación. Por lo que a mí respecta, si hubiera tenido a una mujer enferma a mi cuidado…
El hombre en cuestión se hallaba inclinado hacia fuera de su ventana e inspeccionaba con atención las casas alineadas en torno al espacio rectangular que ante él se abría. Incluso de lejos, se puede saber si una persona está mirando fijamente una cosa sólo por su modo de colocar la cabeza.
Era evidente que no fijaba su atención en un único punto, sino que iba pasando revista a las ventanas de los edificios que tenía enfrente. Y yo sabía que cuando hubiera llegado al final, dirigiría su mirada sobre la hilera en la que figuraba la mía. Por tanto, tomé la precaución de retirarme un poco, porque, al descubrirme, imaginaría que intentaba espiar lo que estaba haciendo. La penumbra azul que extendía por mi habitación la lamparilla de noche le impediría advertir mi presencia.
Cuando, minutos después, volví al puesto que ocupaba antes, él ya no se encontraba allí. Había alzado las persianas de las otras dos ventanas, pero la del dormitorio permanecía bajada. No podía explicarme por qué razón realizó aquella inspección a las casas vecinas, puesto que a tal hora de la mañana no iba a encontrar en las ventanas a nadie que le interesara. Pero después de todo, esto no tenía ninguna importancia. Unicamente resultó un poco extraño, porque no concordaba con la preocupación que parecía tener por su esposa.
Cuando algo nos ofusca o nos obsesiona, la mirada se pierde en el vacío. Si, por el contrario, nuestros ojos examinan con atención lo que nos rodea, es señal de que nos interesan los demás y de que tenemos preocupaciones exteriores. Ambas cosas no pueden ir juntas. Pero era preciso estar reducido a una inactividad tan completa como la mía para fijarse en esos nimios detalles.
A partir de aquel momento, y a juzgar por las ventanas, en el apartamento en cuestión no hubo movimiento. Sin duda, el hombre había salido o acabó por irse a dormir a su vez. Tres de las persianas estaban alzadas; tan sólo la del dormitorio permanecía cerrada.
Poco después, mi criado, Sam, me trajo el desayuno y el periódico y, disponiendo así de material para matar el tiempo durante mucho rato, dejaron de interesarme por completo las ventanas de mis vecinos.
El sol bañaba durante toda la mañana uno de los costados del vasto rectángulo que constituía el patio, pasaba después al otro lado y hasta última hora de la tarde iba reduciéndose al rincón. La noche estaba cayendo…, ya había pasado otro día… Una a una las luces se encendían en torno mío. De aquí y de allí, los muros me enviaban el eco de emisiones de radio por un momento demasiado intensas, y, prestando atención, percibía a veces, a lo lejos, algún ruido de vajilla. Todo esto se repetía a diario y me hacía pensar que aquellas personas, creyendo que se comportaban libremente, eran en realidad prisioneras de sus hábitos, observados por ellas con más rigor de lo que pudiera hacerlo el peor de los carceleros. Todas las noches, mis dos tortolitos ansiosos de diversiones salían olvidando apagar las luces; el marido regresaba a paso gimnástico para reparar la omisión y ya no los volvía a ver hasta la mañana siguiente. Por su parte, también todas las noches la mujer solitaria acostaba tristemente a su hijo en la cunita y luego se sentaba con aire abatido, en el mismo sitio, para maquillarse.
Aquel día, cuando llegó la noche, tres de las persianas del apartamento del quinto piso, situado en ángulo recto con relación al mío, seguían alzadas, mientras que la cuarta había permanecido echada durante toda la jornada. No me di cuenta hasta entonces porque antes no les había prestado atención. Sin duda, miré hacia allí alguna vez, pero debía de estar pensando en otra cosa y me pasó por alto esta alteración del programa acostumbrado.
Sólo me di cuenta cuando se encendió la luz en la habitación donde estaba situada la cocina. Esto me hizo pensar en otra cosa en la que tampoco había reparado hasta entonces: no había visto a la enferma en todo el día.
En aquel instante, el marido, a quien no veía desde la mañana, hizo su aparición. Le observé, en efecto, mientras franqueaba la puerta del apartamento situada al otro extremo de la cocina, frente a la ventana, y, como llevaba puesto el sombrero, deduje que volvía de la calle. Por otra parte, me sorprendió que no se tomara el trabajo de descubrirse. Como si ya no tuviera necesidad de hacerlo por estar solo, se limitó a echárselo hacia atrás con la mano, pero de un modo que no indicaba que quisiera quitárselo, puesto que lo alzó verticalmente. Era, por tanto, un ademán que más bien indicaba laxitud o perplejidad.
La mujer no salió a recibirlo. Por primera vez, la cadena de esta rutina diaria, de la que hablaba hace poco, acababa de romperse.
La pobre enferma, tendida en su lecho de dolor, que envolvía las sombras del dormitorio, debía de sentirse incapaz de levantarse. Sin embargo, pude comprobar que el marido, en lugar de ir a su encuentro, se quedaba en la cocina, cuando tan sólo dos habitaciones lo separaban de aquella en la que su esposa reposaba; y fui pasando de la espera a la sorpresa y de la sorpresa al estupor más vivo. ¿Por qué no iba a su lado? ¿Por qué ni siquiera entreabría la puerta de su dormitorio para ver en qué estado se encontraba?
«¿Quizá duerme y teme despertarla?», pensé. Pero enseguida me dije: «No, es imposible. Acaba de llegar. ¿Cómo puede saber si duerme o no?».
Cruzó la cocina para asomarse a la ventana, como lo hiciera por la mañana antes de salir. Sam se había llevado la bandeja unos minutos antes y aún no se había encendido la luz de mi casa. Me quedé donde estaba, sabiendo que no me podría ver en la oscuridad de mi ventana.
Durante mucho tiempo siguió inmóvil, con los ojos bajos, en una actitud que, esta vez, denotaba hallarse sumergido en pensamientos de orden personal.
«Se atormenta a causa de ella —me dije—, y es muy natural. ¿A quién no le ocurriría lo mismo en su lugar? A pesar de todo, es curioso que la deje sola en la oscuridad, sin procurar atenderla. Si está preocupado por su salud, ¿por qué no ha ido a verla al llegar?».
Una vez más, no llegaba a conciliar el interés que por la mañana pareció demostrar acerca de lo que ocurría en el exterior con el aire absorto y ensimismado que ahora mostraba.
De pronto, mientras procuraba buscarle una explicación a esta anomalía, se repitió la escena que vi desarrollarse al amanecer.
Como obedeciendo a un impulso repentino, alzó vivamente la cabeza y, de nuevo, tal como lo hiciera al comenzar el día, fue examinando con atención las fachadas de todas las casas que ante él se encontraban. Aunque en aquel momento tenía la cara en sombras, por hallarse de espaldas a la luz, yo lo veía con la suficiente claridad para darme cuenta de que iba volviéndose imperceptiblemente para poder seguir la inspección circular de los alrededores. Por tanto, me guardé mucho de hacer el menor movimiento, comprendiendo que si cambiaba de sitio en el instante en que fijara la mirada sobre mi casa atraería su atención.
«¿Por qué le interesan tanto las ventanas de los vecinos?», me dije. Y, mientras dejaba esta pregunta en busca de otras, me hice la siguiente reflexión: «Cuidado que tiene gracia que tú digas eso. ¿Qué es lo que estás haciendo ahora?».
Era cierto y, sin embargo, existía una diferencia capital entre los dos: yo no tenía ninguna razón para inquietarme, mientras él parecía extraordinariamente preocupado.
A los pocos minutos, empezó a bajar las persianas, dejando, sin embargo, filtrar el necesario resplandor para indicarme que la luz seguía encendida tras ellas. Por el contrario, la oscuridad más completa reinaba en la habitación que durante todo el día permaneciera cerrada.
Transcurrió un cuarto de hora —o tal vez veinticinco minutos—. Un grillo comenzó a cantar en alguna parte del patio. Sam vino a preguntarme si quería algo y si se podía marchar. Le respondí que no necesitaba nada, y le di permiso para que se fuera. Pero en lugar de irse, siguió allí, con expresión meditabunda, al tiempo que movía la cabeza con aire preocupado.
—Bueno, Sam, ¿qué le pasa? —indagué.
—¿Sabe usted lo que quiere decir eso? —repuso—. Mi vieja madre me lo explicó y nunca me ha mentido. Todo lo que afirma es tan seguro como que uno y uno son dos, y siempre acaba por cumplirse.
—¿A qué se refiere? ¿Al grillo?
—Cada vez que uno canta, alguien muere en las cercanías.
Se cerró la puerta tras él, y quedé solo en las tinieblas.
La noche era sofocante, mucho más que la anterior. Incluso cerca de la ventana me resultaba difícil respirar y me pregunté cómo aquel hombre podía resistir las persianas bajadas.
De súbito, en el momento preciso en que las vagas hipótesis que estuve concibiendo acerca de todo aquello iban a cristalizar de algún modo en mi ánimo y a convertirse, poco a poco, en una especie de sospecha, las persianas se alzaron y mis elucubraciones, todavía inconsistentes, se volatilizaron antes de tener tiempo de tomar cuerpo.
Aquel hombre se encontraba entonces en la ventana del centro, la correspondiente a la sala de estar. Se había quitado la chaqueta y la camisa; no le cubría más que una camiseta de punto que dejaba los brazos al aire. Por lo visto, ocurría tal como yo imaginé: tampoco él podía soportarlo: el calor era excesivo.
De momento, no vi muy bien lo que estaba haciendo. Parecía moverse perpendicularmente, de arriba abajo, siempre en el mismo lugar, ocultándose a mi vista al agacharse hacia delante y reapareciendo a intervalos irregulares al ponerse en pie de nuevo. De no ser por la falta de ritmo, hubiera creído que realizaba ejercicios gimnásticos. A veces, permanecía mucho rato doblado sobre sí mismo; otras, se alzaba bruscamente, y otras descendía hasta el suelo en dos o tres tiempos.
De la ventana le separaba algo negro, abierto en forma de V. No tenía la menor idea de lo que podía ser, porque tan sólo una parte se destacaba por encima del marco de madera que limitaba mi campo visual. Seguro de no haberlo visto antes, no conseguía comprender de qué se trataba.
De pronto, aquel hombre rodeó el objeto desconocido y, retrocediendo unos pasos, se agachó una vez más para levantarse después con una brazada de retales multicolores. Por lo menos, esa impresión daba desde lejos. Luego volvió a la V y los fue dejando caer en ella; tras lo cual se inclinó otra vez hacia delante y, permaneciendo largo tiempo en esta posición, se ocultó a mi vista.
Los retales que iba metiendo en la V cambiaban de color a cada momento. Tengo una vista excelente y pude comprobar que primero eran blancos, luego rojos y después azules.
Al fin, a fuerza de fijarme, comprendí de qué se trataba. Aquellos retales coloreados eran ropas de mujer. Cuando hubo cogido el último, aquel hombre, cerrando las manos en los extremos de la V, con un esfuerzo, la sacudió. El objeto, plegándose bruscamente, tomó la forma de un cubo. Un instante después vi al hombre moverse a derecha e izquierda mientras empujaba el cubo, hasta desaparecer de mi vista.
Estaba claro como el día: había colocado las prendas de su esposa en un enorme baúl.
Minutos después volví a verle por la ventana de la cocina. Primero estaba inmóvil, y luego se pasó varias veces el brazo por la frente, como hacen los operarios para librarse del sudor. Sin duda, debía de ser una tarea muy penosa en una noche como aquella. A continuación, se alzó sobre la punta de los pies para tomar algo situado en la pared; no me costó un gran esfuerzo de imaginación comprender que era una botella colocada en un estante.
Cuando después le vi pasarse dos o tres veces la mano por la boca, me dije, indulgente:
«Sí, un buen trago se impone tras un trabajo como ése: sólo uno entre diez hombres se abstendrían de imitarle después de realizar semejante esfuerzo; y de no hacerlo el décimo, sería seguramente porque no tenía nada que beber».
Regresó a la ventana, pero quedó a un lado, de modo que sólo presentaba al exterior una mínima parte de la cabeza y de un hombro. Volvió a examinar las hileras de ventanas que se alineaban ante él, la mayor parte de las cuales estaban a oscuras. Su inspección comenzaba invariablemente por la izquierda y continuaba en forma circular hacia la derecha.
Era la segunda vez que se lo veía hacer en la misma noche, y contando la de la mañana sumaban un total de tres. Incluso podía creerse que no tenía la conciencia tranquila. Pero, lo más probable es que estuviera excediéndome en mis suposiciones. ¿Podría ser una manía? ¿No tenemos cada uno las nuestras?
Salió de la cocina después de apagar la luz, pasó a la sala, donde hizo lo mismo, y debió de dirigirse al dormitorio, si bien no me sorprendió que no encendiese la luz. No deseaba molestar a su esposa, lo que, en definitiva, era natural, puesto que en su estado de salud la obligaba a emprender un largo viaje al día siguiente. Así lo demostraba el hecho de que él le hiciera el equipaje. La mujer debía de necesitar mucho reposo, puesto que iba a soportar una gran fatiga. ¿No era lógico que él se metiera en la cama a oscuras?
Cuál no sería mi sorpresa al ver, poco después, que se encendía una cerilla, no en el dormitorio, sino en la sala. Sin duda, mi desconocido amigo se limitó a tenderse en un diván para pasar la noche en vela. En cualquier caso, resultaba que no había entrado en el dormitorio y que se desinteresaba totalmente por lo que allí ocurriera. Esto me intrigó mucho. No era llevar la solicitud demasiado lejos.
Diez minutos después, nuevo resplandor de una cerilla en la sala. Por lo visto, mi vecino no conseguía dormir.
Y la noche transcurrió lentamente para ambos, para mí, el curioso de la ventana, y para él, el fumador empedernido del cuarto piso; pero sin proporcionarme la solución del enigma.
El único ruido que rompía el silencio era la interminable y monótona canción del grillo…
El derroche sin límites de talento, ingenio y técnica narrativa de que hace gala Cornell Woolrich (también conocido por su seudónimo William Irish) en los ocho relatos que componen el presente volumen, convierten a este autor norteamericano en uno de los maestros indiscutibles del género policial. El mayor hallazgo de Woolrich (1903-1968) consiste en plantear una serie de problemas cotidianos y cercanos al lector y llevar su solución al extremo con la misma naturalidad con la que se propondría otra salida más plausible. Así encontramos relatos como “Proyecto de asesinato”, “Cocaína”, o el famoso “La ventana indiscreta” —llevado al cine por el genial Alfred Hitchcock—, que son verdaderas joyas del suspense, además de tres muestras definitivas de cómo a partir de un suceso aparentemente sin importancia se llega a una solución dramática marcada por la muerte y el crimen.
La maestría en la utilización del diálogo, la inspirada elección de los escenarios y la meticulosa descripción psicológica de los personajes convierten esta selección de relatos en una obra imprescindible no sólo para los amantes del género policial, sino para todos aquellos lectores dispuestos a dejarse atrapar por la buena literatura.
Cornell Woolrich
La ventana indiscreta
y otros relatos
Título original: Rear Window (1942), Intent to Kill (1967), The Ear Ring (1943), Through a Dead Man’s Eye (1939), Cocaine (1940), If the Dead could talk (1943), Eyes that Watch you (1952), The Corpse in the Statue of Liberty (1935)
Cornell Woolrich, 1935
Traducción: Jacinto León
INTRODUCCIÓN
Cien años del rey del suspense
José María Guelbenzu
Cornell Woolrich, también conocido como William Irish, es considerado como el mejor escritor de un género en el que confluyen la novela policiaca y el thriller. Uno de los aciertos del escritor neoyorquino fue el de contar la historia desde el punto de vista de la víctima, de alguien corriente en manos del azar. ¿Una prueba? La ventana indiscreta.
Cornell Woolrich comenzó a publicar sus novelas y relatos de misterio en 1934, pero hasta el año 1942 no utilizó el nombre de William Irish: fue con su legendaria La mujer fantasma. Se le conoció con el sobrenombre de El Rey del Suspense y ciertamente lo fue, el mejor escritor de suspense que ha habido nunca. Es autor de relatos y novelas maestras tales como No quisiera estar en sus zapatos, Lo que la noche revela. La novia vestía de negro, Marihuana o Me casé con un muerto, entre otras muchas. Era un hombre retraído, solitario, afectado de una relación amor-odio con su madre, que acabó viviendo en un hotel sus últimos años, alcoholizado, célebre y huraño. Nació en 1903 y murió en 1968.
Bien podríamos decir que el punto de intersección entre la novela policiaca y el thriller es la obra de William Irish. En ella encontramos la clásica tradición de lo que se conoce como novela-problema perfectamente integrada en los espacios cotidianos, sórdidos y crueles de las calles de la ciudad. El modo de operar de Irish se apoya en unos puntos bien definidos. El primero de ellos fue la ingeniosa decisión de colocarse en el lugar de la víctima; buena parte de sus narraciones están contadas desde el punto de vista de la victima y ahí es donde sustenta la eficiencia de la intriga. El segundo es el tiempo, empleado de dos maneras diferentes: de acuerdo con la ansiedad interna de la víctima, de una parte, y como elemento exterior a ella en forma de amenaza (el tiempo se acaba), de la otra. El tercer punto de apoyo es decisivo: el uso del azar como motor de la historia. Los personajes de Irish, personajes corrientes, gente de la masa anónima de la ciudad, son víctimas de un azar; nada en su vida les hace merecedores de lo que les ocurre sino que se encuentran a merced de una situación azarosa que da un vuelco a su existencia y la amenaza decisivamente; son víctimas vulgares y anónimas, víctimas de una situación límite cuya linde traspasan por obnubilación, credulidad, ingenuidad, inconsciencia o necesidad imperiosa. No son gente importante, a veces son policías, otras profesionales de medio pelo, otras parados o gente reducida a la miseria por la Gran Depresión…, hay corruptos, tipos codiciosos, gánsteres y traficantes, pero en su mayor parte son buena gente alcanzada por el temblor de la desgracia, por estar en el peor momento donde no tenían que haber estado, por “pasar por allí” o permanecer desvelados mientras los demás duermen…
Tras el azar hay una concepción fatídica del mundo que pertenece al propio Irish y a sus angustias y dolores terrenos. Es la concepción de la existencia como un Absoluto, donde vivir consiste en no ser visto por el ojo de la Desgracia, que destruye absolutamente. Ese ojo selecciona caprichosa y desapasionadamente a sus víctimas; la pasión aparece cuando la víctima es alcanzada y trata de escapar a su destino. Se diría que el mundo es una caravana de pequeños hombres y mujeres que atraviesa un territorio llamado la vida y que, de cuando en cuando, son agredidos por una amenaza exterior que, como un monstruo surgido de la nada, atrapa a uno de ellos y se lo lleva con él para devorarlo en su guarida, lejos de los demás. Probablemente, la neurosis, la soledad, el amor malamente correspondido, el peso de la madre… están detrás de este escenario, pero también lo está la América de la Gran Depresión y sus secuelas, pues en los relatos de Irish no hay sólo una intriga impactante sino unas historias perfectamente encajadas en la sociedad de la que surgen.
Pero ¿cuál es el secreto de esa increíble tensión que es capaz de generar en el lector? Antes lo he insinuado; en primer lugar, la búsqueda de la complicidad con la víctima, que alcanza al lector invariablemente. La segunda… la segunda es una escritura prodigiosa en su emocionalidad expresiva, emoción que se sustenta en el transcurso del tiempo, lo mide el ritmo de esa escritura y el tiempo es el tiempo que se agota, la espada que pende sobre las cabezas de sus desdichados o afortunados héroes anónimos.
La ventana indiscreta es el más famoso y perfecto de los relatos que contiene este volumen. En conjunto es una selección correcta y equilibrada que, al ser volumen único, debió buscar piezas mejores, porque no es fácil encontrar hoy sus obras maestras. Pero está Irish en estado puro: desde el suspense admirable de La ventana —comparen con Hitchcock y verán dos personalidades— hasta el azar de El pendiente, la ansiedad de Proyecto de asesinato, el tiempo enemigo de Cocaína o la intriga jovial y bien medida de La Libertad iluminando a la muerte.
NOTA DEL EDITOR
Cornell Woolrich nació en 1903 en Nueva York, ciudad en la que residió la mayor parte de su vida. Desde muy temprano mostró un talento especial para la escritura, lo que hizo que abandonara sus estudios superiores para dedicarse de lleno a su gran pasión, la literatura de suspense. Durante cierto tiempo trabajó en Hollywood realizando adaptaciones de guiones, pero pronto regresó a Nueva York, donde siguió escribiendo cuentos y novelas. En poco más de diez años, de 1934 a 1946, Woolrich publicó más de trescientos cincuenta relatos en diferentes periódicos y revistas estadounidenses, sin renunciar a escribir obras más largas como La novia iba de negro (1940) o El plazo expira al amanecer (1944). Esta última apareció bajo el seudónimo de William Irish, nombre que utilizó para firmar una parte importante de su obra. Alcanzó gran popularidad en Estados Unidos, donde se le llegó a considerar el Allan Poe moderno, y fue una fuente inagotable para guionistas y directores de cine de primera fila como Alfred Hithcock, que llevó al cine, con gran éxito, el relato titulado «La ventana indiscreta», Jacques Tourneur, François Truffaut y otros. Desde 1957 hasta su muerte, once años después, vivió recluido en una habitación de un hotel neoyorquino. Acabó sus días enfermo y alcohólico, amputado de una pierna gangrenada, en una silla de ruedas y negándose a ver a sus pocos amigos. Falleció en septiembre de 1968.
Cornell Woolrich fue el verdadero creador del suspense en literatura e introdujo una nueva vertiente en la novela negra norteamericana. Conocedor como pocos del ritmo narrativo y de los entresijos psicológicos del individuo, Woolrich consigue crear una tensión incomparable en la narración. Los relatos que componen el presente volumen muestran un derroche ilimitado de imaginación y una técnica narrativa impecable. La meticulosa descripción de los mecanismos internos de los personajes, la inspirada elección de los escenarios y la maestría en la utilización de los diálogos, los convierten en ocho joyas de la literatura policíaca de todos los tiempos. Quizá el mayor hallazgo de Woolrich consiste en plantear una serie de problemas cotidianos, fácilmente comprensibles para el lector (la ruptura de un matrimonio, la falta de expectativas profesionales de un policía, el aburrimiento de un hombre que intenta entretenerse observando desde una ventana los movimientos de sus vecinos…), y llevar su solución al extremo —casi siempre el asesinato— con la misma naturalidad con la que se propondría una salida más plausible. Todos sus relatos se caracterizan por la atmósfera asfixiante que se apodera de los personajes, que acaban siendo presas de un mecanismo de irremediable fatalidad del que no logran escapar más que en último momento. En esta selección hemos reunido aquellos cuentos que, a nuestro entender, constituyen algunas de las piezas más emocionantes de la literatura policial; clásicos del suspense como «La ventana indiscreta» o «Proyecto de asesinato» se combinan con narraciones donde la peripecia argumental va salpicada de unas dosis de humor y de ironía verdaderamente inteligentes, como ocurre en «Cocaína», «El pendiente» o «La libertad iluminando a la muerte».
Los relatos de Cornell Woolrich llevaban años agotados en nuestro país y era imposible encontrar una selección de los mismos en una edición asequible que respondiera a las expectativas del lector. Por ello, en la colección Línea de sombra nos hemos propuesto devolver a este autor imprescindible al lugar de honor que le corresponde dentro del género policial. Hemos utilizado la traducción que realizó Jacinto León en 1961 para la editorial Acervo, que publicó sus Obras escogidas en diferentes volúmenes, si bien hemos efectuado algunas modificaciones y actualizaciones con el fin de acercar al lector contemporáneo estas ocho piezas clave de la literatura de suspense.
LA VENTANA INDISCRETA
No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista, puesto que con la distancia que nos separaba me era imposible distinguir sus facciones de un modo preciso. Y, sin embargo, hubiese podido establecer un horario exacto de sus idas y venidas, registrar sus actividades cotidianas y repetir cualquiera de sus hábitos. Me refiero a los inquilinos que veía en torno al patio.
Evidentemente, no resultaba muy discreto por mi parte, e incluso hubieran podido acusarme de espionaje. Pero yo no era del todo responsable, no podía comportarme de otro modo por la sencilla razón de que en aquella época estaba inmovilizado. Trasladarme del lecho a la ventana y de la ventana al lecho era casi lo único que podía hacer. Y, a causa del calor que entonces reinaba, lo que más me atraía de la habitación era, sin la menor duda, su amplio ventanal. Por la noche, como no tenía persianas, debía quedarme a oscuras para escapar a los ataques de los insectos. No había ni que pensar en dormir, porque, acostumbrado a hacer mucho ejercicio, mi forzada inactividad me privó del sueño. En cuanto a buscar un refugio a mi tedio en la lectura, me hubiese resultado muy difícil, puesto que jamás me sentí atraído por esta clase de entretenimientos. Por tanto, ¿qué hacer en esta situación? ¿Podía quedarme allí, inmóvil, con los ojos siempre cerrados?
He aquí por qué, con el único fin de matar el tiempo, me entretenía observando a mis vecinos. Justo enfrente de mí, en un edificio de ventanas cuadradas que se hallaba al otro lado del patio se alojaba una joven pareja de recién casados: creo que ambos habrían preferido morir antes que quedarse en casa una vez anochecido. ¿Adónde iban? Lo ignoraba, pero tenían tanta prisa por salir que invariablemente olvidaban apagar la luz antes de marcharse. Ni una sola vez, estoy bien seguro, ocurrió de otro modo. A decir verdad, no es que lo olvidaran por completo. Era tan sólo que no lo recordaban hasta al cabo de un momento e, invariablemente también, veía al marido regresar a todo correr cuando debían de estar ya en el extremo de la calle, y precipitarse hacia su casa para apagar las luces. Tras lo cual, siempre tropezaba en la oscuridad al salir. Desde luego, aquella pareja resultaba muy divertida.
A causa de la perspectiva, las ventanas del edificio contiguo me resultaban algo estrechas. Había allí una luz que cada noche veía apagarse regularmente. Y siempre esto me inspiraba una vaga sensación de tristeza. Se alojaba allí una mujer, supongo que viuda, joven, que vivía sola con su hijo. Yo la veía acostar al niño, tras lo cual se inclinaba hacia él con gran ternura para darle un beso. Luego, ella se sentaba algo más lejos para maquillarse y, cuando había concluido su toilette, se iba a pasar la noche fuera, pues no regresaba hasta poco antes del alba. En las ocasiones en que mi insomnio se agudizaba, la veía a esas horas, abatida sobre la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Había en su actitud algo que me entristecía.
El tercer edificio lo veía muy mal a causa de su emplazamiento, apenas distinguía nada de lo que pasaba entre sus muros, pues las ventanas me daban la impresión de ser tan estrechas como aspilleras de una fortaleza medieval. Por el contrario, el que le seguía se hallaba situado en ángulo recto en relación a los precedentes y al mío, ya que cerraba el otro lado del cuadrado que formaban el total de las casas vistas por detrás y se ofrecía a mi vista igual que el que se alzaba a continuación del mío. A través de mi ventana, veía lo que ocurría en el interior con tanta claridad como si estuviera contemplando una casa de muñecas de la que hubiesen retirado una de las paredes, y más o menos del mismo tamaño.
Era un edificio totalmente alquilado por apartamentos. Pero, a diferencia de los otros, fue construido ya con este propósito, y no dividido después para formarlos. Tenía, además, dos pisos más que los otros y, también, escalera de incendio. Pero se trataba de un edificio antiguo que no debía rentar mucho y que iban a modernizar. No obstante, el propietario estaba decidido a perder lo menos posible en el curso de esta operación, puesto que realizaban las obras piso por piso, comenzando por los más altos, con lo que se evitaba el inconveniente de tener que despedir a todos los inquilinos del bloque. Habían ya concluido las obras en el sexto piso, pero este apartamento aún no se había alquilado. En el quinto comenzaban entonces, con lo cual volvía a interrumpirse la paz de del vecindario por el ruido que hacían los obreros. Yo compadecía sinceramente al desgraciado matrimonio que se alojaba debajo, preguntándome cómo esa pobre gente podía soportar el escándalo de los martillos y de las sierras que constantemente se movían sobre sus cabezas, y sobre todo teniendo en cuenta que la mujer debía de estar enferma, a juzgar por su deambular de una habitación a otra, vestida tan sólo con un salto de cama. Y pronto les iba a llegar el turno de cederle su sitio a los operarios.
Con frecuencia, veía a la mujer ante la ventana con la cabeza apoyada en una mano, y me preguntaba por qué no llamaban a un médico. Pero quizá no dispusieran de medios para pagar la visita; tenía la impresión de que el marido estaba sin trabajo. Con frecuencia la luz de la habitación permanecía encendida detrás de la persiana bajada, y yo pensaba que ella se encontraría mal y él la velaba.
Una vez, debió de permanecer a su lado, velándola hasta el alba, pues la luz estuvo encendida toda la noche. No es que me dedicara a espiar lo que hacían, pero cuando decidí acostarme, hacia las tres de la madrugada, para ver si conseguía dormir un poco, continuaba brillando, y cuando me levanté al amanecer, pues me fue imposible pegar ojo, pude aún distinguirla, a través de la persiana, pese a la claridad que iba en aumento. Tras un largo intervalo se apagó, pero la persiana no fue alzada. A los pocos minutos vi elevarse la de la otra habitación.
Al fin el hombre se acercó para mirar al exterior. Estaba fumando, pues si bien no podía distinguir el cigarrillo que sostenía entre los dedos, me fue fácil adivinarlo porque, de cuando en cuando, se llevaba la mano a la boca, y también por la nubecilla de humo que se iba formando en torno a su cabeza. Sin duda, se atormentaba a causa de su esposa, lo cual era muy natural, pues a cualquier marido le habría sucedido lo mismo. Probablemente ella acababa de adormercerse después de una noche de sufrimientos y, en el plazo de una hora, los obreros comenzarían de nuevo el horrible estruendo. Evidentemente, esto no me atañía en lo más mínimo, pero pensé que él debería evitar aquella situación. Por lo que a mí respecta, si hubiera tenido a una mujer enferma a mi cuidado…
El hombre en cuestión se hallaba inclinado hacia fuera de su ventana e inspeccionaba con atención las casas alineadas en torno al espacio rectangular que ante él se abría. Incluso de lejos, se puede saber si una persona está mirando fijamente una cosa sólo por su modo de colocar la cabeza.
Era evidente que no fijaba su atención en un único punto, sino que iba pasando revista a las ventanas de los edificios que tenía enfrente. Y yo sabía que cuando hubiera llegado al final, dirigiría su mirada sobre la hilera en la que figuraba la mía. Por tanto, tomé la precaución de retirarme un poco, porque, al descubrirme, imaginaría que intentaba espiar lo que estaba haciendo. La penumbra azul que extendía por mi habitación la lamparilla de noche le impediría advertir mi presencia.
Cuando, minutos después, volví al puesto que ocupaba antes, él ya no se encontraba allí. Había alzado las persianas de las otras dos ventanas, pero la del dormitorio permanecía bajada. No podía explicarme por qué razón realizó aquella inspección a las casas vecinas, puesto que a tal hora de la mañana no iba a encontrar en las ventanas a nadie que le interesara. Pero después de todo, esto no tenía ninguna importancia. Unicamente resultó un poco extraño, porque no concordaba con la preocupación que parecía tener por su esposa.
Cuando algo nos ofusca o nos obsesiona, la mirada se pierde en el vacío. Si, por el contrario, nuestros ojos examinan con atención lo que nos rodea, es señal de que nos interesan los demás y de que tenemos preocupaciones exteriores. Ambas cosas no pueden ir juntas. Pero era preciso estar reducido a una inactividad tan completa como la mía para fijarse en esos nimios detalles.
A partir de aquel momento, y a juzgar por las ventanas, en el apartamento en cuestión no hubo movimiento. Sin duda, el hombre había salido o acabó por irse a dormir a su vez. Tres de las persianas estaban alzadas; tan sólo la del dormitorio permanecía cerrada.
Poco después, mi criado, Sam, me trajo el desayuno y el periódico y, disponiendo así de material para matar el tiempo durante mucho rato, dejaron de interesarme por completo las ventanas de mis vecinos.
El sol bañaba durante toda la mañana uno de los costados del vasto rectángulo que constituía el patio, pasaba después al otro lado y hasta última hora de la tarde iba reduciéndose al rincón. La noche estaba cayendo…, ya había pasado otro día… Una a una las luces se encendían en torno mío. De aquí y de allí, los muros me enviaban el eco de emisiones de radio por un momento demasiado intensas, y, prestando atención, percibía a veces, a lo lejos, algún ruido de vajilla. Todo esto se repetía a diario y me hacía pensar que aquellas personas, creyendo que se comportaban libremente, eran en realidad prisioneras de sus hábitos, observados por ellas con más rigor de lo que pudiera hacerlo el peor de los carceleros. Todas las noches, mis dos tortolitos ansiosos de diversiones salían olvidando apagar las luces; el marido regresaba a paso gimnástico para reparar la omisión y ya no los volvía a ver hasta la mañana siguiente. Por su parte, también todas las noches la mujer solitaria acostaba tristemente a su hijo en la cunita y luego se sentaba con aire abatido, en el mismo sitio, para maquillarse.
Aquel día, cuando llegó la noche, tres de las persianas del apartamento del quinto piso, situado en ángulo recto con relación al mío, seguían alzadas, mientras que la cuarta había permanecido echada durante toda la jornada. No me di cuenta hasta entonces porque antes no les había prestado atención. Sin duda, miré hacia allí alguna vez, pero debía de estar pensando en otra cosa y me pasó por alto esta alteración del programa acostumbrado.
Sólo me di cuenta cuando se encendió la luz en la habitación donde estaba situada la cocina. Esto me hizo pensar en otra cosa en la que tampoco había reparado hasta entonces: no había visto a la enferma en todo el día.
En aquel instante, el marido, a quien no veía desde la mañana, hizo su aparición. Le observé, en efecto, mientras franqueaba la puerta del apartamento situada al otro extremo de la cocina, frente a la ventana, y, como llevaba puesto el sombrero, deduje que volvía de la calle. Por otra parte, me sorprendió que no se tomara el trabajo de descubrirse. Como si ya no tuviera necesidad de hacerlo por estar solo, se limitó a echárselo hacia atrás con la mano, pero de un modo que no indicaba que quisiera quitárselo, puesto que lo alzó verticalmente. Era, por tanto, un ademán que más bien indicaba laxitud o perplejidad.
La mujer no salió a recibirlo. Por primera vez, la cadena de esta rutina diaria, de la que hablaba hace poco, acababa de romperse.
La pobre enferma, tendida en su lecho de dolor, que envolvía las sombras del dormitorio, debía de sentirse incapaz de levantarse. Sin embargo, pude comprobar que el marido, en lugar de ir a su encuentro, se quedaba en la cocina, cuando tan sólo dos habitaciones lo separaban de aquella en la que su esposa reposaba; y fui pasando de la espera a la sorpresa y de la sorpresa al estupor más vivo. ¿Por qué no iba a su lado? ¿Por qué ni siquiera entreabría la puerta de su dormitorio para ver en qué estado se encontraba?
«¿Quizá duerme y teme despertarla?», pensé. Pero enseguida me dije: «No, es imposible. Acaba de llegar. ¿Cómo puede saber si duerme o no?».
Cruzó la cocina para asomarse a la ventana, como lo hiciera por la mañana antes de salir. Sam se había llevado la bandeja unos minutos antes y aún no se había encendido la luz de mi casa. Me quedé donde estaba, sabiendo que no me podría ver en la oscuridad de mi ventana.
Durante mucho tiempo siguió inmóvil, con los ojos bajos, en una actitud que, esta vez, denotaba hallarse sumergido en pensamientos de orden personal.
«Se atormenta a causa de ella —me dije—, y es muy natural. ¿A quién no le ocurriría lo mismo en su lugar? A pesar de todo, es curioso que la deje sola en la oscuridad, sin procurar atenderla. Si está preocupado por su salud, ¿por qué no ha ido a verla al llegar?».
Una vez más, no llegaba a conciliar el interés que por la mañana pareció demostrar acerca de lo que ocurría en el exterior con el aire absorto y ensimismado que ahora mostraba.
De pronto, mientras procuraba buscarle una explicación a esta anomalía, se repitió la escena que vi desarrollarse al amanecer.
Como obedeciendo a un impulso repentino, alzó vivamente la cabeza y, de nuevo, tal como lo hiciera al comenzar el día, fue examinando con atención las fachadas de todas las casas que ante él se encontraban. Aunque en aquel momento tenía la cara en sombras, por hallarse de espaldas a la luz, yo lo veía con la suficiente claridad para darme cuenta de que iba volviéndose imperceptiblemente para poder seguir la inspección circular de los alrededores. Por tanto, me guardé mucho de hacer el menor movimiento, comprendiendo que si cambiaba de sitio en el instante en que fijara la mirada sobre mi casa atraería su atención.
«¿Por qué le interesan tanto las ventanas de los vecinos?», me dije. Y, mientras dejaba esta pregunta en busca de otras, me hice la siguiente reflexión: «Cuidado que tiene gracia que tú digas eso. ¿Qué es lo que estás haciendo ahora?».
Era cierto y, sin embargo, existía una diferencia capital entre los dos: yo no tenía ninguna razón para inquietarme, mientras él parecía extraordinariamente preocupado.
A los pocos minutos, empezó a bajar las persianas, dejando, sin embargo, filtrar el necesario resplandor para indicarme que la luz seguía encendida tras ellas. Por el contrario, la oscuridad más completa reinaba en la habitación que durante todo el día permaneciera cerrada.
Transcurrió un cuarto de hora —o tal vez veinticinco minutos—. Un grillo comenzó a cantar en alguna parte del patio. Sam vino a preguntarme si quería algo y si se podía marchar. Le respondí que no necesitaba nada, y le di permiso para que se fuera. Pero en lugar de irse, siguió allí, con expresión meditabunda, al tiempo que movía la cabeza con aire preocupado.
—Bueno, Sam, ¿qué le pasa? —indagué.
—¿Sabe usted lo que quiere decir eso? —repuso—. Mi vieja madre me lo explicó y nunca me ha mentido. Todo lo que afirma es tan seguro como que uno y uno son dos, y siempre acaba por cumplirse.
—¿A qué se refiere? ¿Al grillo?
—Cada vez que uno canta, alguien muere en las cercanías.
Se cerró la puerta tras él, y quedé solo en las tinieblas.
La noche era sofocante, mucho más que la anterior. Incluso cerca de la ventana me resultaba difícil respirar y me pregunté cómo aquel hombre podía resistir las persianas bajadas.
De súbito, en el momento preciso en que las vagas hipótesis que estuve concibiendo acerca de todo aquello iban a cristalizar de algún modo en mi ánimo y a convertirse, poco a poco, en una especie de sospecha, las persianas se alzaron y mis elucubraciones, todavía inconsistentes, se volatilizaron antes de tener tiempo de tomar cuerpo.
Aquel hombre se encontraba entonces en la ventana del centro, la correspondiente a la sala de estar. Se había quitado la chaqueta y la camisa; no le cubría más que una camiseta de punto que dejaba los brazos al aire. Por lo visto, ocurría tal como yo imaginé: tampoco él podía soportarlo: el calor era excesivo.
De momento, no vi muy bien lo que estaba haciendo. Parecía moverse perpendicularmente, de arriba abajo, siempre en el mismo lugar, ocultándose a mi vista al agacharse hacia delante y reapareciendo a intervalos irregulares al ponerse en pie de nuevo. De no ser por la falta de ritmo, hubiera creído que realizaba ejercicios gimnásticos. A veces, permanecía mucho rato doblado sobre sí mismo; otras, se alzaba bruscamente, y otras descendía hasta el suelo en dos o tres tiempos.
De la ventana le separaba algo negro, abierto en forma de V. No tenía la menor idea de lo que podía ser, porque tan sólo una parte se destacaba por encima del marco de madera que limitaba mi campo visual. Seguro de no haberlo visto antes, no conseguía comprender de qué se trataba.
De pronto, aquel hombre rodeó el objeto desconocido y, retrocediendo unos pasos, se agachó una vez más para levantarse después con una brazada de retales multicolores. Por lo menos, esa impresión daba desde lejos. Luego volvió a la V y los fue dejando caer en ella; tras lo cual se inclinó otra vez hacia delante y, permaneciendo largo tiempo en esta posición, se ocultó a mi vista.
Los retales que iba metiendo en la V cambiaban de color a cada momento. Tengo una vista excelente y pude comprobar que primero eran blancos, luego rojos y después azules.
Al fin, a fuerza de fijarme, comprendí de qué se trataba. Aquellos retales coloreados eran ropas de mujer. Cuando hubo cogido el último, aquel hombre, cerrando las manos en los extremos de la V, con un esfuerzo, la sacudió. El objeto, plegándose bruscamente, tomó la forma de un cubo. Un instante después vi al hombre moverse a derecha e izquierda mientras empujaba el cubo, hasta desaparecer de mi vista.
Estaba claro como el día: había colocado las prendas de su esposa en un enorme baúl.
Minutos después volví a verle por la ventana de la cocina. Primero estaba inmóvil, y luego se pasó varias veces el brazo por la frente, como hacen los operarios para librarse del sudor. Sin duda, debía de ser una tarea muy penosa en una noche como aquella. A continuación, se alzó sobre la punta de los pies para tomar algo situado en la pared; no me costó un gran esfuerzo de imaginación comprender que era una botella colocada en un estante.
Cuando después le vi pasarse dos o tres veces la mano por la boca, me dije, indulgente:
«Sí, un buen trago se impone tras un trabajo como ése: sólo uno entre diez hombres se abstendrían de imitarle después de realizar semejante esfuerzo; y de no hacerlo el décimo, sería seguramente porque no tenía nada que beber».
Regresó a la ventana, pero quedó a un lado, de modo que sólo presentaba al exterior una mínima parte de la cabeza y de un hombro. Volvió a examinar las hileras de ventanas que se alineaban ante él, la mayor parte de las cuales estaban a oscuras. Su inspección comenzaba invariablemente por la izquierda y continuaba en forma circular hacia la derecha.
Era la segunda vez que se lo veía hacer en la misma noche, y contando la de la mañana sumaban un total de tres. Incluso podía creerse que no tenía la conciencia tranquila. Pero, lo más probable es que estuviera excediéndome en mis suposiciones. ¿Podría ser una manía? ¿No tenemos cada uno las nuestras?
Salió de la cocina después de apagar la luz, pasó a la sala, donde hizo lo mismo, y debió de dirigirse al dormitorio, si bien no me sorprendió que no encendiese la luz. No deseaba molestar a su esposa, lo que, en definitiva, era natural, puesto que en su estado de salud la obligaba a emprender un largo viaje al día siguiente. Así lo demostraba el hecho de que él le hiciera el equipaje. La mujer debía de necesitar mucho reposo, puesto que iba a soportar una gran fatiga. ¿No era lógico que él se metiera en la cama a oscuras?
Cuál no sería mi sorpresa al ver, poco después, que se encendía una cerilla, no en el dormitorio, sino en la sala. Sin duda, mi desconocido amigo se limitó a tenderse en un diván para pasar la noche en vela. En cualquier caso, resultaba que no había entrado en el dormitorio y que se desinteresaba totalmente por lo que allí ocurriera. Esto me intrigó mucho. No era llevar la solicitud demasiado lejos.
Diez minutos después, nuevo resplandor de una cerilla en la sala. Por lo visto, mi vecino no conseguía dormir.
Y la noche transcurrió lentamente para ambos, para mí, el curioso de la ventana, y para él, el fumador empedernido del cuarto piso; pero sin proporcionarme la solución del enigma.
El único ruido que rompía el silencio era la interminable y monótona canción del grillo…
miércoles, 27 de enero de 2016
Rex Todhunter Stout. SERIE: Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.
Rex Todhunter Stout (1 de diciembre de 1886 - 27 de octubre de 1975) fue un escritor estadounidense, principalmente reconocido por ser el creador del famoso detective ficticio Nero Wolfe, descrito por el crítico Will Cuppy como `el Falstaff de los detectives`. El asistente de Wolfe, Archie Goodwin, relató los casos del genio detective desde 1934 (Fer-de-Lance) hasta 1975 (A Family Affair).
Las historias de Nero Wolfe fueron nominadas como Mejor Serie de Misterio del Siglo en Bouchercon 2000, la mayor convención de libros de misterio del mundo, y Rex Stout fue nominado como Mejor Escritor de Misterio del Siglo
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(Fragmento. Antes de medianoche. Novela policíaca).
SERIE: Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.
1
No es que nuestra charla de aquel martes de abril tuviera demasiada relación con el asunto, pero servirá de introducción, y contribuirá a explicar un par de reacciones que Nero Wolfe tuvo después. Tras una cena compuesta por una de las especialidades de Fritz, pichones con salchichas y choucroute, en el comedor de la casa de la calle Treinta y cinco Oeste, seguí a Wolfe hasta el despacho, y, mientras él cogía unas revistas amontonadas junto al gran globo terráqueo y se dirigía hacia la butaca detrás de su mesa, pregunté si había algo que hacer. Quería asegurarme. Le había notificado que pensaba tomarme libre la tarde del jueves para la inauguración de la temporada de béisbol en el club de Polo, y no quería que me acusara de descuidar el trabajo cuando llegase el jueves.
El dijo que no, que no había nada, amoldó su voluminoso cuerpo a la butaca, la única butaca de la tierra que gozaba de su aprobación, y abrió una revista. Destinaba unos veinte minutos por semana a mirar anuncios. Fui a mi mesa, me senté, y alargué la mano hacia el teléfono, pero luego cambié de opinión, pensando que quizá debería asegurarme aún más. Al volver la cabeza y ver que miraba la revista abierta con el ceño fruncido, me levanté y me acerqué lo bastante para distinguir qué contemplaba. Era un anuncio de una página entera, en blanco y negro, que yo y muchos millones de mis conciudadanos sabíamos de memoria, aunque no requería mucho estudio, pues sólo constaba de seis palabras, sin contar las repeticiones. En la parte superior central había un pequeño frasco de original diseño, con una etiqueta donde se leía POUR T'AIMER. con el T'AIMER debajo del POUR. Justamente debajo de él había otros dos iguales, también centrados, y debajo de ellos otros tres, y luego cuatro más, y así sucesivamente hasta el final de la página. En el borde inferior se veía una hilera de siete frascos, que formaban la base de una pirámide de veintiocho. En el ángulo superior izquierdo figuraba la aseveración:
POUR T'AIMER
SIGNIFICA
PARA AMARTE
y en el ángulo superior derecho se leía:
POUR T'AIMER
ES
PARA AMARTE
—Hay dos cosas extrañas en ese anuncio —manifesté.
Wolfe gruñó y volvió la hoja.
—La primera —dije— es el nombre. Al sesenta y cuatro por ciento, y a siete de cada diez mujeres que lo vean, les sugerirá la palabra «amante», y el porcentaje sería más elevado si muchas más supieran lo que es un amante. No es que menosprecie a las mujeres americanas. Tengo muy buenas amistades entre el sexo femenino. Muy pocas quieren ser o tener amantes, de modo que es absurdo bautizar un perfume con ese nombre. Enfóquelo así. Ven el anuncio, y piensan: «¿Asi que tienen el descaro de sugerir que su apestoso perfume me proporcionará un amante? ¡Yo les enseñaré! ¿Qué se imaginan que soy? Medio litro, diez pavos.» La segunda...
—Con una es suficiente —gruñó él.
—Sí, señor. La segunda son tantos frascos. Es algo que va contra las normas. Lo esencial en un perfume es mostrar un solo frasco, para dar la impresión de que es un artículo escaso e inducir a cada una a comprar el suyo antes de que se acabe. No es el caso de Pour t'aimer. Dicen: «Vamos, tenemos muchos y éste es un país libre y todas las mujeres tienen derecho a un amante, y si usted no lo desea, demuéstrelo.» Es un enfoque totalmente nuevo, cien por ciento americano, y parece que da resultado, así como el concurso.
Yo había pensado que esto bastarla para obtener los resultados deseados, pero él se limitó a seguir volviendo hojas. Tomé aliento.
—El concurso, como ya debe saber por los anuncios, es una mina. Dan premios en metálico por valor de un millón de dólares. Todas las semanas, desde hace casi cinco meses, han proporcionado la descripción de una mujer —puedo darle los datos exactos, ya que usted ha ejercitado mi memoria durante años—: «Un personaje histórico femenino cuya afición a los cosméticos se mencione en alguna obra literaria, excluidas las novelas.» Veinte en veinte semanas. Esta era la descripción de la número uno:
«Aunque César luchó por mi gloria y tenía a Antonio a mis pies, mi pecho en la fatídica hora acogió el áspid con avidez.
»No podría ser más sencillo. Cleopatra.
La número dos era igualmente fácil:
»Casada con un tal Aragón, ofrecí en prenda todas mis gemas, al oír los relatos de Colón, para comprarle barcos y velas.
»No recuerdo haber leído nunca que la reina Isabel usara cosméticos, pero ya que en el siglo XV nadie se bañaba, es probable que así fuese. También podría darle los números tres, cuatro y cinco, pero después de éste empezaron a complicarse, y a partir del número diez ni siquiera me molesté en leerlos. Dios sabe cómo debían ser al llegar al veinte. Para ponerle un ejemplo, éste es el número siete u ocho, ya he olvidado cuál:
»Ennoblecieron a mi hijo mayor aunque mi nombre escribir no supiera, y porque Brown hijo me dio su amor alcancé fama duradera.
»Es lo que yo llamo una trampa. Considerando cuántos Brown tuvieron hijos en el curso de la historia, y cuántos de los hijos...»
—Bah. —Wolfe volvió una hoja—. Nell Gwynn, la actriz inglesa.
Le miré con sorpresa.
—Sí, he oído hablar de ella. ¿Cómo es eso? Tal vez uno de sus amigos se llamara Brown o Brownson, pero no fue esto lo que la hizo famosa. Fue un rey.
—Carlos II —declaró él con presunción—. Otorgó el título de duque al hijo que tuvo con ella. Su padre, Carlos I, habla adoptado el nombre de señor Brown durante el viaje que hizo a España en su juventud. Y, por supuesto, Nell Gwynn fue la favorita de Carlos II.
—Prefiero la palabra amante. De acuerdo, usted ha leído diez mil libros. ¿Qué le parece ésta? Creo que fue la número nueve:
«Según la ley que él mismo promulgara, ser su esposa legal yo no podía; obedeció la ley con buena cara y me amó toda la vida.»
Agité una mano.
—¿Quién fue?
—Archie. —Volvió la cabeza hacia mí—. ¿Tienes algún sitio adonde ir?
—No, señor, esta noche no. Lily Rowan ha reservado una mesa en la Sala Flamingo y pensaba que tal vez podría acompañarla, pero le dije que quizá usted me necesitara, y ella sabe lo indispensable que soy...
—Bah. —Empezaba a impacientarse y consideré más prudente callarme—. Tenías la intención de ir, pero querías que yo te lo sugiriese, y no has parado hasta conseguirlo. Te sugiero que te marches inmediatamente.
Habría podido contestarle tres o cuatro cosas, pero él suspiró y volvió a concentrarse en la revista, de modo que no dije nada. Mientras me dirigía hacia el vestíbulo, le oí añadir:
—Te has afeitado y cambiado de ropa antes de cenar.
Esto es lo malo de trabajar y vivir con un gran detective.
Fuente:
Título original: Before Midnight
Traducción: M.ª Teresa Segur
Editorial Bruguera
Club del Misterio 127
Barcelona 1983
martes, 26 de enero de 2016
Erle Stanley Gardner. Autor de novelas policíacas.
Erle Stanley Gardner (17 de julio de 1889, Malden, Massachusetts - 11 de marzo de 1970) fue un abogado y escritor estadounidense. Autor de novelas policíacas, que publicó bajo su propio nombre, y también usando los pseudónimos A.A. Fair, Kyle Corning, Charles M. Green, Carleton Kendrake, Charles J. Kenny, Les Tillray, y Robert Parr.
Gardner ejercía su profesión de abogado, pero su carácter aborrecía la rutina de la práctica legal. La única parte que realmente disfrutaba, eran los juicios penales, y el desarrollo de la estrategia a seguir en un juicio. En su tiempo libre, Gardner comenzó a escribir para las revistas policiacas que también albergaban a autores como Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Gardner creó muchos personajes para estas revistas, entre otros al ingenioso Lester Leith (parodia de otro personaje, Lord Peter Wimsey, de Dorothy Sayers), y a Ken Corning, abogado criminalista, que fue el arquetipo para el personaje más famoso de Gardner: Perry Mason, abogado con dotes detectivescas, protagonista de más de cincuenta novelas de Gardner.
La característica que hizo a Gardner notorio en el medio, es que, a pesar de pertenecer al género policiaco, el héroe de sus novelas no era un policía ni un detective, sino un abogado penal. Gardner se dedicó además al proyecto llamado `la Corte del último recurso`, al cual le dedicó miles de horas junto con sus amigos y colegas del medio forense y criminalístico. En esta labor se buscaba revisar e investigar los posibles errores del sistema judicial que hubieran afectado gente que, a pesar de ser inocente, había sido condenada debido a mala representación legal, vicios y malas prácticas por parte de fiscales y cuerpos policiales y, más directamente, a errores originados en dictámenes errados (o mal interpretados) de medicina forense.
El personaje Perry Mason trascendió al medio del cine en las décadas de 1930 y 1940, y se convirtió a la postre en una serie de televisión, donde el actor Raymond Burr caracterizaba a Mason. El propio Gardner apareció en el último episodio de la serie, en el papel de un juez. A finales de la década de 1980, la serie fue revivida en un puñado de películas para televisión, en las cuales aparecían miembros del elenco original, incluyendo a Burr.
Bajo el pseudónimo A. A. Fair, Gardner escribió varias novelas con los detectives Bertha Cool y Donald Lam, además de escribir una serie de novelas sobre el fiscal Doug Selby, y su enemigo Alphonse Baker Carr. En esta última serie, era evidente el contrapunto a la serie de Perry Mason, pues los papeles del investigador infalible y su eterno rival eran invertidos entre el fiscal y el abogado de las novelas.
Fuente: Editorial Epidaurus. Madrid. 1967.
lunes, 25 de enero de 2016
Futrelle, Jacques (1875-1912). Novelas de misterio y crimen.
Futrelle, Jacques (1875-1912)
Nació en Pike County (Georgia) y murió en el trágico naufragio del Titanic. Trabajó como periodista en el Boston American y también, con variada fortuna, como representante teatral. Ha debido su fama literaria a la creación de ese originalísimo detective conocido como la Máquina Pensante: el laureado profesor S. F. X. Van Dusen. Este singular personaje apareció en tres libros, primero en un mediocre relato de aventuras titulado The Chase of the Golden Plate y luego en dos volúmenes de cuentos: The Thinking Machine (1907, ediciones norteamericana e inglesa simultáneas) y The Thinking Ma-
chíne on the Case (1908, en USA, y al año siguiente en Inglaterra bajo el título de The Protessor on the Case). Aunque los libros de Futrelle no conocieron los halagos de las reimpresiones y hoy son difíciles de hallar, algunos de los cuentos que los integran -en particular `The Problem of Cell 13`- han gozado de amplia difusión a través de varias antologías.
Fuente: Blue Bird Editores, 1930.
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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie
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