viernes, 5 de febrero de 2016

Jorge Luis Borges. Los conjurados. Año: 1985. Literomanía.



LOS CONJURADOS (Fragmento).
  (1985)


      Inscripción

     Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido.)
     De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?
     Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!
     J. L. B.


  PRÓLOGO

     A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
     No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
     Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
     En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
     Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.
     J. L. B.
 9 de enero de 1985


  CRISTO EN LA CRUZ

     Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
     Los tres maderos son de igual altura.
     Cristo no está en el medio. Es el tercero.
     La negra barba pende sobre el pecho.
     El rostro no es el rostro de las láminas.
     Es áspero y judío. No lo veo
     y seguiré buscándolo hasta el día
     último de mis pasos por la tierra.
     El hombre quebrantado sufre y calla.
     La corona de espinas lo lastima.
     No lo alcanza la befa de la plebe
     que ha visto su agonía tantas veces.
     La suya o la de otro. Da lo mismo.
     Cristo en la cruz. Desordenadamente
     piensa en el reino que tal vez lo espera,
     piensa en una mujer que no fue suya.
     No le está dado ver la teología,
     la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
     las catedrales, la navaja de Occam,
     la púrpura, la mitra, la liturgia,
     la conversión de Guthrum por la espada,
     la Inquisición, la sangre de los mártires,
     las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
     el Vaticano que bendice ejércitos.
     Sabe que no es un dios y que es un hombre
     que muere con el día. No le importa.
     Le importa el duro hierro de los clavos.
     No es un romano. No es un griego. Gime.
     Nos ha dejado espléndidas metáforas
     y una doctrina del perdón que puede
     anular el pasado. (Esa sentencia
     la escribió un irlandés en una cárcel.)
     El alma busca el fin, apresurada.
     Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
     Anda una mosca por la carne quieta.
     ¿De qué puede servirme que aquel hombre
     haya sufrido, si yo sufro ahora?
     Kioto, 1984


  DOOMSDAY

     Será cuando la trompeta resuene, como escribe san Juan el Teólogo.
     Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedenborg.
     Fue en Israel (cuando la loba clavó en la cruz la carne de Cristo),
     [pero no sólo entonces.

     Ocurre en cada pulsación de tu sangre.
     No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.
     No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
     No hay un instante que no esté cargado como un arma.
     En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
     En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
     En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
     En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.

  CÉSAR

     Aquí, lo que dejaron los puñales.
     Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
     que se llamaba César. Le han abierto
     cráteres en la carne los metales.
     Aquí la atroz, aquí la detenida
     máquina usada ayer para la gloria,
     para escribir y ejecutar la historia
     y para el goce pleno de la vida.
     Aquí también el otro, aquel prudente
     emperador que declinó laureles,
     que comandó batallas y bajeles
     y que rigió el oriente y el poniente.
     Aquí también el otro, el venidero
     cuya gran sombra será el orbe entero.

  TRÍADA

     El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.
     El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.
     El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.

  LA TRAMA

     Las migraciones que el historiador, guiado por las azarosas reliquias de la cerámica y del bronce, trata de fijar en el mapa y que no comprendieron los pueblos que las ejecutaron.
     Las divinidades del alba que no han dejado ni un ídolo ni un símbolo.
     El surco del arado de Caín.
     El rocío en la hierba del Paraíso.
     Los hexagramas que un emperador descubrió en la caparazón de una de las tortugas sagradas.
     Las aguas que no saben que son el Ganges.
     El peso de una rosa en Persépolis.
     El peso de una rosa en Bengala.
     Los rostros que se puso una máscara que guarda una vitrina.
     El nombre de la espada de Hengist.
     El último sueño de Shakespeare.
     La pluma que trazó la curiosa línea: He met the Nightmare and her name he told.
     El primer espejo, el primer hexámetro.
     Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser don Quijote.
     Un ocaso cuyo rojo perdura en un vaso de Creta.
     Los juguetes de un niño que se llamaba Tiberio Graco.
     El anillo de oro de Polícrates que el Hado rechazó.
     No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana.

  RELIQUIAS

     El hemisferio austral. Bajo su álgebra
     de estrellas ignoradas por Ulises,
     un hombre busca y seguirá buscando
     las reliquias de aquella epifanía
     que le fue dada, hace ya tantos años,
     del otro lado de una numerada
     puerta de hotel, junto al perpetuo Támesis,
     que fluye como fluye ese otro río,
     el tenue tiempo elemental. La carne
     olvida sus pesares y sus dichas.
     El hombre espera y sueña. Vagamente
     rescata unas triviales circunstancias.
     Un nombre de mujer, una blancura,
     un cuerpo ya sin cara, la penumbra
     de una tarde sin fecha, la llovizna,
     unas flores de cera sobre un mármol
     y las paredes, color rosa pálido.

  SON LOS RÍOS

     Somos el tiempo. Somos la famosa
     parábola de Heráclito el Oscuro.
     Somos el agua, no el diamante duro,
     la que se pierde, no la que reposa.
     Somos el río y somos aquel griego
     que se mira en el río. Su reflejo
     cambia en el agua del cambiante espejo,
     en el cristal que cambia como el fuego.
     Somos el vano río prefijado,
     rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
     Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
     La memoria no acuña su moneda.
     Y sin embargo hay algo que se queda
     y sin embargo hay algo que se queja.

  LA JOVEN NOCHE

     Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven
     de los muchos colores y de las muchas formas.
     Ya en el jardín las aves y los astros exaltan
     el regreso anhelado de las antiguas normas
     del sueño y de la sombra. Ya la sombra ha sellado
     los espejos que copian la ficción de las cosas.
     Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.
     Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo.
     En el jardín las rosas dejan de ser las rosas
     y quieren ser la Rosa.


NUBES

 I


     No habrá una sola cosa que no sea
     una nube. Lo son las catedrales
     de vasta piedra y bíblicos cristales
     que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,
     que cambia como el mar. Algo hay distinto
     cada vez que la abrimos. El reflejo
     de tu cara ya es otro en el espejo
     y el día es un dudoso laberinto.
     Somos los que se van. La numerosa
     nube que se deshace en el poniente
     es nuestra imagen. Incesantemente
     la rosa se convierte en otra rosa.
     Eres nube, eres mar, eres olvido.
     Eres también aquello que has perdido.
 II


     Por el aire andan plácidas montañas
     o cordilleras trágicas de sombra
     que oscurecen el día. Se las nombra
     nubes. Las formas suelen ser extrañas.
     Shakespeare observó una. Parecía
     un dragón. Esa nube de una tarde
     en su palabra resplandece y arde
     y la seguimos viendo todavía.
     ¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
     del azar? Quizá Dios las necesita
     para la ejecución de Su infinita
     obra y son hilos de la trama oscura.
     Quizá la nube sea no menos vana
     que el hombre que la mira en la mañana.

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