jueves, 28 de enero de 2016

Cornell Woolrich. Novela: La ventana indiscreta.

Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.
El derroche sin límites de talento, ingenio y técnica narrativa de que hace gala Cornell Woolrich (también conocido por su seudónimo William Irish) en los ocho relatos que componen el presente volumen, convierten a este autor norteamericano en uno de los maestros indiscutibles del género policial. El mayor hallazgo de Woolrich (1903-1968) consiste en plantear una serie de problemas cotidianos y cercanos al lector y llevar su solución al extremo con la misma naturalidad con la que se propondría otra salida más plausible. Así encontramos relatos como “Proyecto de asesinato”, “Cocaína”, o el famoso “La ventana indiscreta” —llevado al cine por el genial Alfred Hitchcock—, que son verdaderas joyas del suspense, además de tres muestras definitivas de cómo a partir de un suceso aparentemente sin importancia se llega a una solución dramática marcada por la muerte y el crimen.
La maestría en la utilización del diálogo, la inspirada elección de los escenarios y la meticulosa descripción psicológica de los personajes convierten esta selección de relatos en una obra imprescindible no sólo para los amantes del género policial, sino para todos aquellos lectores dispuestos a dejarse atrapar por la buena literatura.

 
Cornell Woolrich

La ventana indiscreta

y otros relatos



 Título original: Rear Window (1942), Intent to Kill (1967), The Ear Ring (1943), Through a Dead Man’s Eye (1939), Cocaine (1940), If the Dead could talk (1943), Eyes that Watch you (1952), The Corpse in the Statue of Liberty (1935)
Cornell Woolrich, 1935
Traducción: Jacinto León

 INTRODUCCIÓN

Cien años del rey del suspense


José María Guelbenzu

Cornell Woolrich, también conocido como William Irish, es considerado como el mejor escritor de un género en el que confluyen la novela policiaca y el thriller. Uno de los aciertos del escritor neoyorquino fue el de contar la historia desde el punto de vista de la víctima, de alguien corriente en manos del azar. ¿Una prueba? La ventana indiscreta.
Cornell Woolrich comenzó a publicar sus novelas y relatos de misterio en 1934, pero hasta el año 1942 no utilizó el nombre de William Irish: fue con su legendaria La mujer fantasma. Se le conoció con el sobrenombre de El Rey del Suspense y ciertamente lo fue, el mejor escritor de suspense que ha habido nunca. Es autor de relatos y novelas maestras tales como No quisiera estar en sus zapatos, Lo que la noche revela. La novia vestía de negro, Marihuana o Me casé con un muerto, entre otras muchas. Era un hombre retraído, solitario, afectado de una relación amor-odio con su madre, que acabó viviendo en un hotel sus últimos años, alcoholizado, célebre y huraño. Nació en 1903 y murió en 1968.
Bien podríamos decir que el punto de intersección entre la novela policiaca y el thriller es la obra de William Irish. En ella encontramos la clásica tradición de lo que se conoce como novela-problema perfectamente integrada en los espacios cotidianos, sórdidos y crueles de las calles de la ciudad. El modo de operar de Irish se apoya en unos puntos bien definidos. El primero de ellos fue la ingeniosa decisión de colocarse en el lugar de la víctima; buena parte de sus narraciones están contadas desde el punto de vista de la victima y ahí es donde sustenta la eficiencia de la intriga. El segundo es el tiempo, empleado de dos maneras diferentes: de acuerdo con la ansiedad interna de la víctima, de una parte, y como elemento exterior a ella en forma de amenaza (el tiempo se acaba), de la otra. El tercer punto de apoyo es decisivo: el uso del azar como motor de la historia. Los personajes de Irish, personajes corrientes, gente de la masa anónima de la ciudad, son víctimas de un azar; nada en su vida les hace merecedores de lo que les ocurre sino que se encuentran a merced de una situación azarosa que da un vuelco a su existencia y la amenaza decisivamente; son víctimas vulgares y anónimas, víctimas de una situación límite cuya linde traspasan por obnubilación, credulidad, ingenuidad, inconsciencia o necesidad imperiosa. No son gente importante, a veces son policías, otras profesionales de medio pelo, otras parados o gente reducida a la miseria por la Gran Depresión…, hay corruptos, tipos codiciosos, gánsteres y traficantes, pero en su mayor parte son buena gente alcanzada por el temblor de la desgracia, por estar en el peor momento donde no tenían que haber estado, por “pasar por allí” o permanecer desvelados mientras los demás duermen…
Tras el azar hay una concepción fatídica del mundo que pertenece al propio Irish y a sus angustias y dolores terrenos. Es la concepción de la existencia como un Absoluto, donde vivir consiste en no ser visto por el ojo de la Desgracia, que destruye absolutamente. Ese ojo selecciona caprichosa y desapasionadamente a sus víctimas; la pasión aparece cuando la víctima es alcanzada y trata de escapar a su destino. Se diría que el mundo es una caravana de pequeños hombres y mujeres que atraviesa un territorio llamado la vida y que, de cuando en cuando, son agredidos por una amenaza exterior que, como un monstruo surgido de la nada, atrapa a uno de ellos y se lo lleva con él para devorarlo en su guarida, lejos de los demás. Probablemente, la neurosis, la soledad, el amor malamente correspondido, el peso de la madre… están detrás de este escenario, pero también lo está la América de la Gran Depresión y sus secuelas, pues en los relatos de Irish no hay sólo una intriga impactante sino unas historias perfectamente encajadas en la sociedad de la que surgen.
Pero ¿cuál es el secreto de esa increíble tensión que es capaz de generar en el lector? Antes lo he insinuado; en primer lugar, la búsqueda de la complicidad con la víctima, que alcanza al lector invariablemente. La segunda… la segunda es una escritura prodigiosa en su emocionalidad expresiva, emoción que se sustenta en el transcurso del tiempo, lo mide el ritmo de esa escritura y el tiempo es el tiempo que se agota, la espada que pende sobre las cabezas de sus desdichados o afortunados héroes anónimos.
La ventana indiscreta es el más famoso y perfecto de los relatos que contiene este volumen. En conjunto es una selección correcta y equilibrada que, al ser volumen único, debió buscar piezas mejores, porque no es fácil encontrar hoy sus obras maestras. Pero está Irish en estado puro: desde el suspense admirable de La ventana —comparen con Hitchcock y verán dos personalidades— hasta el azar de El pendiente, la ansiedad de Proyecto de asesinato, el tiempo enemigo de Cocaína o la intriga jovial y bien medida de La Libertad iluminando a la muerte.

  NOTA DEL EDITOR

Cornell Woolrich nació en 1903 en Nueva York, ciudad en la que residió la mayor parte de su vida. Desde muy temprano mostró un talento especial para la escritura, lo que hizo que abandonara sus estudios superiores para dedicarse de lleno a su gran pasión, la literatura de suspense. Durante cierto tiempo trabajó en Hollywood realizando adaptaciones de guiones, pero pronto regresó a Nueva York, donde siguió escribiendo cuentos y novelas. En poco más de diez años, de 1934 a 1946, Woolrich publicó más de trescientos cincuenta relatos en diferentes periódicos y revistas estadounidenses, sin renunciar a escribir obras más largas como La novia iba de negro (1940) o El plazo expira al amanecer (1944). Esta última apareció bajo el seudónimo de William Irish, nombre que utilizó para firmar una parte importante de su obra. Alcanzó gran popularidad en Estados Unidos, donde se le llegó a considerar el Allan Poe moderno, y fue una fuente inagotable para guionistas y directores de cine de primera fila como Alfred Hithcock, que llevó al cine, con gran éxito, el relato titulado «La ventana indiscreta», Jacques Tourneur, François Truffaut y otros. Desde 1957 hasta su muerte, once años después, vivió recluido en una habitación de un hotel neoyorquino. Acabó sus días enfermo y alcohólico, amputado de una pierna gangrenada, en una silla de ruedas y negándose a ver a sus pocos amigos. Falleció en septiembre de 1968.
Cornell Woolrich fue el verdadero creador del suspense en literatura e introdujo una nueva vertiente en la novela negra norteamericana. Conocedor como pocos del ritmo narrativo y de los entresijos psicológicos del individuo, Woolrich consigue crear una tensión incomparable en la narración. Los relatos que componen el presente volumen muestran un derroche ilimitado de imaginación y una técnica narrativa impecable. La meticulosa descripción de los mecanismos internos de los personajes, la inspirada elección de los escenarios y la maestría en la utilización de los diálogos, los convierten en ocho joyas de la literatura policíaca de todos los tiempos. Quizá el mayor hallazgo de Woolrich consiste en plantear una serie de problemas cotidianos, fácilmente comprensibles para el lector (la ruptura de un matrimonio, la falta de expectativas profesionales de un policía, el aburrimiento de un hombre que intenta entretenerse observando desde una ventana los movimientos de sus vecinos…), y llevar su solución al extremo —casi siempre el asesinato— con la misma naturalidad con la que se propondría una salida más plausible. Todos sus relatos se caracterizan por la atmósfera asfixiante que se apodera de los personajes, que acaban siendo presas de un mecanismo de irremediable fatalidad del que no logran escapar más que en último momento. En esta selección hemos reunido aquellos cuentos que, a nuestro entender, constituyen algunas de las piezas más emocionantes de la literatura policial; clásicos del suspense como «La ventana indiscreta» o «Proyecto de asesinato» se combinan con narraciones donde la peripecia argumental va salpicada de unas dosis de humor y de ironía verdaderamente inteligentes, como ocurre en «Cocaína», «El pendiente» o «La libertad iluminando a la muerte».
Los relatos de Cornell Woolrich llevaban años agotados en nuestro país y era imposible encontrar una selección de los mismos en una edición asequible que respondiera a las expectativas del lector. Por ello, en la colección Línea de sombra nos hemos propuesto devolver a este autor imprescindible al lugar de honor que le corresponde dentro del género policial. Hemos utilizado la traducción que realizó Jacinto León en 1961 para la editorial Acervo, que publicó sus Obras escogidas en diferentes volúmenes, si bien hemos efectuado algunas modificaciones y actualizaciones con el fin de acercar al lector contemporáneo estas ocho piezas clave de la literatura de suspense.

  LA VENTANA INDISCRETA

No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista, puesto que con la distancia que nos separaba me era imposible distinguir sus facciones de un modo preciso. Y, sin embargo, hubiese podido establecer un horario exacto de sus idas y venidas, registrar sus actividades cotidianas y repetir cualquiera de sus hábitos. Me refiero a los inquilinos que veía en torno al patio.
Evidentemente, no resultaba muy discreto por mi parte, e incluso hubieran podido acusarme de espionaje. Pero yo no era del todo responsable, no podía comportarme de otro modo por la sencilla razón de que en aquella época estaba inmovilizado. Trasladarme del lecho a la ventana y de la ventana al lecho era casi lo único que podía hacer. Y, a causa del calor que entonces reinaba, lo que más me atraía de la habitación era, sin la menor duda, su amplio ventanal. Por la noche, como no tenía persianas, debía quedarme a oscuras para escapar a los ataques de los insectos. No había ni que pensar en dormir, porque, acostumbrado a hacer mucho ejercicio, mi forzada inactividad me privó del sueño. En cuanto a buscar un refugio a mi tedio en la lectura, me hubiese resultado muy difícil, puesto que jamás me sentí atraído por esta clase de entretenimientos. Por tanto, ¿qué hacer en esta situación? ¿Podía quedarme allí, inmóvil, con los ojos siempre cerrados?
He aquí por qué, con el único fin de matar el tiempo, me entretenía observando a mis vecinos. Justo enfrente de mí, en un edificio de ventanas cuadradas que se hallaba al otro lado del patio se alojaba una joven pareja de recién casados: creo que ambos habrían preferido morir antes que quedarse en casa una vez anochecido. ¿Adónde iban? Lo ignoraba, pero tenían tanta prisa por salir que invariablemente olvidaban apagar la luz antes de marcharse. Ni una sola vez, estoy bien seguro, ocurrió de otro modo. A decir verdad, no es que lo olvidaran por completo. Era tan sólo que no lo recordaban hasta al cabo de un momento e, invariablemente también, veía al marido regresar a todo correr cuando debían de estar ya en el extremo de la calle, y precipitarse hacia su casa para apagar las luces. Tras lo cual, siempre tropezaba en la oscuridad al salir. Desde luego, aquella pareja resultaba muy divertida.
A causa de la perspectiva, las ventanas del edificio contiguo me resultaban algo estrechas. Había allí una luz que cada noche veía apagarse regularmente. Y siempre esto me inspiraba una vaga sensación de tristeza. Se alojaba allí una mujer, supongo que viuda, joven, que vivía sola con su hijo. Yo la veía acostar al niño, tras lo cual se inclinaba hacia él con gran ternura para darle un beso. Luego, ella se sentaba algo más lejos para maquillarse y, cuando había concluido su toilette, se iba a pasar la noche fuera, pues no regresaba hasta poco antes del alba. En las ocasiones en que mi insomnio se agudizaba, la veía a esas horas, abatida sobre la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Había en su actitud algo que me entristecía.
El tercer edificio lo veía muy mal a causa de su emplazamiento, apenas distinguía nada de lo que pasaba entre sus muros, pues las ventanas me daban la impresión de ser tan estrechas como aspilleras de una fortaleza medieval. Por el contrario, el que le seguía se hallaba situado en ángulo recto en relación a los precedentes y al mío, ya que cerraba el otro lado del cuadrado que formaban el total de las casas vistas por detrás y se ofrecía a mi vista igual que el que se alzaba a continuación del mío. A través de mi ventana, veía lo que ocurría en el interior con tanta claridad como si estuviera contemplando una casa de muñecas de la que hubiesen retirado una de las paredes, y más o menos del mismo tamaño.
Era un edificio totalmente alquilado por apartamentos. Pero, a diferencia de los otros, fue construido ya con este propósito, y no dividido después para formarlos. Tenía, además, dos pisos más que los otros y, también, escalera de incendio. Pero se trataba de un edificio antiguo que no debía rentar mucho y que iban a modernizar. No obstante, el propietario estaba decidido a perder lo menos posible en el curso de esta operación, puesto que realizaban las obras piso por piso, comenzando por los más altos, con lo que se evitaba el inconveniente de tener que despedir a todos los inquilinos del bloque. Habían ya concluido las obras en el sexto piso, pero este apartamento aún no se había alquilado. En el quinto comenzaban entonces, con lo cual volvía a interrumpirse la paz de del vecindario por el ruido que hacían los obreros. Yo compadecía sinceramente al desgraciado matrimonio que se alojaba debajo, preguntándome cómo esa pobre gente podía soportar el escándalo de los martillos y de las sierras que constantemente se movían sobre sus cabezas, y sobre todo teniendo en cuenta que la mujer debía de estar enferma, a juzgar por su deambular de una habitación a otra, vestida tan sólo con un salto de cama. Y pronto les iba a llegar el turno de cederle su sitio a los operarios.
Con frecuencia, veía a la mujer ante la ventana con la cabeza apoyada en una mano, y me preguntaba por qué no llamaban a un médico. Pero quizá no dispusieran de medios para pagar la visita; tenía la impresión de que el marido estaba sin trabajo. Con frecuencia la luz de la habitación permanecía encendida detrás de la persiana bajada, y yo pensaba que ella se encontraría mal y él la velaba.
Una vez, debió de permanecer a su lado, velándola hasta el alba, pues la luz estuvo encendida toda la noche. No es que me dedicara a espiar lo que hacían, pero cuando decidí acostarme, hacia las tres de la madrugada, para ver si conseguía dormir un poco, continuaba brillando, y cuando me levanté al amanecer, pues me fue imposible pegar ojo, pude aún distinguirla, a través de la persiana, pese a la claridad que iba en aumento. Tras un largo intervalo se apagó, pero la persiana no fue alzada. A los pocos minutos vi elevarse la de la otra habitación.
Al fin el hombre se acercó para mirar al exterior. Estaba fumando, pues si bien no podía distinguir el cigarrillo que sostenía entre los dedos, me fue fácil adivinarlo porque, de cuando en cuando, se llevaba la mano a la boca, y también por la nubecilla de humo que se iba formando en torno a su cabeza. Sin duda, se atormentaba a causa de su esposa, lo cual era muy natural, pues a cualquier marido le habría sucedido lo mismo. Probablemente ella acababa de adormercerse después de una noche de sufrimientos y, en el plazo de una hora, los obreros comenzarían de nuevo el horrible estruendo. Evidentemente, esto no me atañía en lo más mínimo, pero pensé que él debería evitar aquella situación. Por lo que a mí respecta, si hubiera tenido a una mujer enferma a mi cuidado…
El hombre en cuestión se hallaba inclinado hacia fuera de su ventana e inspeccionaba con atención las casas alineadas en torno al espacio rectangular que ante él se abría. Incluso de lejos, se puede saber si una persona está mirando fijamente una cosa sólo por su modo de colocar la cabeza.
Era evidente que no fijaba su atención en un único punto, sino que iba pasando revista a las ventanas de los edificios que tenía enfrente. Y yo sabía que cuando hubiera llegado al final, dirigiría su mirada sobre la hilera en la que figuraba la mía. Por tanto, tomé la precaución de retirarme un poco, porque, al descubrirme, imaginaría que intentaba espiar lo que estaba haciendo. La penumbra azul que extendía por mi habitación la lamparilla de noche le impediría advertir mi presencia.
Cuando, minutos después, volví al puesto que ocupaba antes, él ya no se encontraba allí. Había alzado las persianas de las otras dos ventanas, pero la del dormitorio permanecía bajada. No podía explicarme por qué razón realizó aquella inspección a las casas vecinas, puesto que a tal hora de la mañana no iba a encontrar en las ventanas a nadie que le interesara. Pero después de todo, esto no tenía ninguna importancia. Unicamente resultó un poco extraño, porque no concordaba con la preocupación que parecía tener por su esposa.
Cuando algo nos ofusca o nos obsesiona, la mirada se pierde en el vacío. Si, por el contrario, nuestros ojos examinan con atención lo que nos rodea, es señal de que nos interesan los demás y de que tenemos preocupaciones exteriores. Ambas cosas no pueden ir juntas. Pero era preciso estar reducido a una inactividad tan completa como la mía para fijarse en esos nimios detalles.
A partir de aquel momento, y a juzgar por las ventanas, en el apartamento en cuestión no hubo movimiento. Sin duda, el hombre había salido o acabó por irse a dormir a su vez. Tres de las persianas estaban alzadas; tan sólo la del dormitorio permanecía cerrada.
Poco después, mi criado, Sam, me trajo el desayuno y el periódico y, disponiendo así de material para matar el tiempo durante mucho rato, dejaron de interesarme por completo las ventanas de mis vecinos.
El sol bañaba durante toda la mañana uno de los costados del vasto rectángulo que constituía el patio, pasaba después al otro lado y hasta última hora de la tarde iba reduciéndose al rincón. La noche estaba cayendo…, ya había pasado otro día… Una a una las luces se encendían en torno mío. De aquí y de allí, los muros me enviaban el eco de emisiones de radio por un momento demasiado intensas, y, prestando atención, percibía a veces, a lo lejos, algún ruido de vajilla. Todo esto se repetía a diario y me hacía pensar que aquellas personas, creyendo que se comportaban libremente, eran en realidad prisioneras de sus hábitos, observados por ellas con más rigor de lo que pudiera hacerlo el peor de los carceleros. Todas las noches, mis dos tortolitos ansiosos de diversiones salían olvidando apagar las luces; el marido regresaba a paso gimnástico para reparar la omisión y ya no los volvía a ver hasta la mañana siguiente. Por su parte, también todas las noches la mujer solitaria acostaba tristemente a su hijo en la cunita y luego se sentaba con aire abatido, en el mismo sitio, para maquillarse.
Aquel día, cuando llegó la noche, tres de las persianas del apartamento del quinto piso, situado en ángulo recto con relación al mío, seguían alzadas, mientras que la cuarta había permanecido echada durante toda la jornada. No me di cuenta hasta entonces porque antes no les había prestado atención. Sin duda, miré hacia allí alguna vez, pero debía de estar pensando en otra cosa y me pasó por alto esta alteración del programa acostumbrado.
Sólo me di cuenta cuando se encendió la luz en la habitación donde estaba situada la cocina. Esto me hizo pensar en otra cosa en la que tampoco había reparado hasta entonces: no había visto a la enferma en todo el día.
En aquel instante, el marido, a quien no veía desde la mañana, hizo su aparición. Le observé, en efecto, mientras franqueaba la puerta del apartamento situada al otro extremo de la cocina, frente a la ventana, y, como llevaba puesto el sombrero, deduje que volvía de la calle. Por otra parte, me sorprendió que no se tomara el trabajo de descubrirse. Como si ya no tuviera necesidad de hacerlo por estar solo, se limitó a echárselo hacia atrás con la mano, pero de un modo que no indicaba que quisiera quitárselo, puesto que lo alzó verticalmente. Era, por tanto, un ademán que más bien indicaba laxitud o perplejidad.
La mujer no salió a recibirlo. Por primera vez, la cadena de esta rutina diaria, de la que hablaba hace poco, acababa de romperse.
La pobre enferma, tendida en su lecho de dolor, que envolvía las sombras del dormitorio, debía de sentirse incapaz de levantarse. Sin embargo, pude comprobar que el marido, en lugar de ir a su encuentro, se quedaba en la cocina, cuando tan sólo dos habitaciones lo separaban de aquella en la que su esposa reposaba; y fui pasando de la espera a la sorpresa y de la sorpresa al estupor más vivo. ¿Por qué no iba a su lado? ¿Por qué ni siquiera entreabría la puerta de su dormitorio para ver en qué estado se encontraba?
«¿Quizá duerme y teme despertarla?», pensé. Pero enseguida me dije: «No, es imposible. Acaba de llegar. ¿Cómo puede saber si duerme o no?».
Cruzó la cocina para asomarse a la ventana, como lo hiciera por la mañana antes de salir. Sam se había llevado la bandeja unos minutos antes y aún no se había encendido la luz de mi casa. Me quedé donde estaba, sabiendo que no me podría ver en la oscuridad de mi ventana.
Durante mucho tiempo siguió inmóvil, con los ojos bajos, en una actitud que, esta vez, denotaba hallarse sumergido en pensamientos de orden personal.
«Se atormenta a causa de ella —me dije—, y es muy natural. ¿A quién no le ocurriría lo mismo en su lugar? A pesar de todo, es curioso que la deje sola en la oscuridad, sin procurar atenderla. Si está preocupado por su salud, ¿por qué no ha ido a verla al llegar?».
Una vez más, no llegaba a conciliar el interés que por la mañana pareció demostrar acerca de lo que ocurría en el exterior con el aire absorto y ensimismado que ahora mostraba.
De pronto, mientras procuraba buscarle una explicación a esta anomalía, se repitió la escena que vi desarrollarse al amanecer.
Como obedeciendo a un impulso repentino, alzó vivamente la cabeza y, de nuevo, tal como lo hiciera al comenzar el día, fue examinando con atención las fachadas de todas las casas que ante él se encontraban. Aunque en aquel momento tenía la cara en sombras, por hallarse de espaldas a la luz, yo lo veía con la suficiente claridad para darme cuenta de que iba volviéndose imperceptiblemente para poder seguir la inspección circular de los alrededores. Por tanto, me guardé mucho de hacer el menor movimiento, comprendiendo que si cambiaba de sitio en el instante en que fijara la mirada sobre mi casa atraería su atención.
«¿Por qué le interesan tanto las ventanas de los vecinos?», me dije. Y, mientras dejaba esta pregunta en busca de otras, me hice la siguiente reflexión: «Cuidado que tiene gracia que tú digas eso. ¿Qué es lo que estás haciendo ahora?».
Era cierto y, sin embargo, existía una diferencia capital entre los dos: yo no tenía ninguna razón para inquietarme, mientras él parecía extraordinariamente preocupado.
A los pocos minutos, empezó a bajar las persianas, dejando, sin embargo, filtrar el necesario resplandor para indicarme que la luz seguía encendida tras ellas. Por el contrario, la oscuridad más completa reinaba en la habitación que durante todo el día permaneciera cerrada.
Transcurrió un cuarto de hora —o tal vez veinticinco minutos—. Un grillo comenzó a cantar en alguna parte del patio. Sam vino a preguntarme si quería algo y si se podía marchar. Le respondí que no necesitaba nada, y le di permiso para que se fuera. Pero en lugar de irse, siguió allí, con expresión meditabunda, al tiempo que movía la cabeza con aire preocupado.
—Bueno, Sam, ¿qué le pasa? —indagué.
—¿Sabe usted lo que quiere decir eso? —repuso—. Mi vieja madre me lo explicó y nunca me ha mentido. Todo lo que afirma es tan seguro como que uno y uno son dos, y siempre acaba por cumplirse.
—¿A qué se refiere? ¿Al grillo?
—Cada vez que uno canta, alguien muere en las cercanías.
Se cerró la puerta tras él, y quedé solo en las tinieblas.
La noche era sofocante, mucho más que la anterior. Incluso cerca de la ventana me resultaba difícil respirar y me pregunté cómo aquel hombre podía resistir las persianas bajadas.
De súbito, en el momento preciso en que las vagas hipótesis que estuve concibiendo acerca de todo aquello iban a cristalizar de algún modo en mi ánimo y a convertirse, poco a poco, en una especie de sospecha, las persianas se alzaron y mis elucubraciones, todavía inconsistentes, se volatilizaron antes de tener tiempo de tomar cuerpo.
Aquel hombre se encontraba entonces en la ventana del centro, la correspondiente a la sala de estar. Se había quitado la chaqueta y la camisa; no le cubría más que una camiseta de punto que dejaba los brazos al aire. Por lo visto, ocurría tal como yo imaginé: tampoco él podía soportarlo: el calor era excesivo.
De momento, no vi muy bien lo que estaba haciendo. Parecía moverse perpendicularmente, de arriba abajo, siempre en el mismo lugar, ocultándose a mi vista al agacharse hacia delante y reapareciendo a intervalos irregulares al ponerse en pie de nuevo. De no ser por la falta de ritmo, hubiera creído que realizaba ejercicios gimnásticos. A veces, permanecía mucho rato doblado sobre sí mismo; otras, se alzaba bruscamente, y otras descendía hasta el suelo en dos o tres tiempos.
De la ventana le separaba algo negro, abierto en forma de V. No tenía la menor idea de lo que podía ser, porque tan sólo una parte se destacaba por encima del marco de madera que limitaba mi campo visual. Seguro de no haberlo visto antes, no conseguía comprender de qué se trataba.
De pronto, aquel hombre rodeó el objeto desconocido y, retrocediendo unos pasos, se agachó una vez más para levantarse después con una brazada de retales multicolores. Por lo menos, esa impresión daba desde lejos. Luego volvió a la V y los fue dejando caer en ella; tras lo cual se inclinó otra vez hacia delante y, permaneciendo largo tiempo en esta posición, se ocultó a mi vista.
Los retales que iba metiendo en la V cambiaban de color a cada momento. Tengo una vista excelente y pude comprobar que primero eran blancos, luego rojos y después azules.
Al fin, a fuerza de fijarme, comprendí de qué se trataba. Aquellos retales coloreados eran ropas de mujer. Cuando hubo cogido el último, aquel hombre, cerrando las manos en los extremos de la V, con un esfuerzo, la sacudió. El objeto, plegándose bruscamente, tomó la forma de un cubo. Un instante después vi al hombre moverse a derecha e izquierda mientras empujaba el cubo, hasta desaparecer de mi vista.
Estaba claro como el día: había colocado las prendas de su esposa en un enorme baúl.
Minutos después volví a verle por la ventana de la cocina. Primero estaba inmóvil, y luego se pasó varias veces el brazo por la frente, como hacen los operarios para librarse del sudor. Sin duda, debía de ser una tarea muy penosa en una noche como aquella. A continuación, se alzó sobre la punta de los pies para tomar algo situado en la pared; no me costó un gran esfuerzo de imaginación comprender que era una botella colocada en un estante.
Cuando después le vi pasarse dos o tres veces la mano por la boca, me dije, indulgente:
«Sí, un buen trago se impone tras un trabajo como ése: sólo uno entre diez hombres se abstendrían de imitarle después de realizar semejante esfuerzo; y de no hacerlo el décimo, sería seguramente porque no tenía nada que beber».
Regresó a la ventana, pero quedó a un lado, de modo que sólo presentaba al exterior una mínima parte de la cabeza y de un hombro. Volvió a examinar las hileras de ventanas que se alineaban ante él, la mayor parte de las cuales estaban a oscuras. Su inspección comenzaba invariablemente por la izquierda y continuaba en forma circular hacia la derecha.
Era la segunda vez que se lo veía hacer en la misma noche, y contando la de la mañana sumaban un total de tres. Incluso podía creerse que no tenía la conciencia tranquila. Pero, lo más probable es que estuviera excediéndome en mis suposiciones. ¿Podría ser una manía? ¿No tenemos cada uno las nuestras?
Salió de la cocina después de apagar la luz, pasó a la sala, donde hizo lo mismo, y debió de dirigirse al dormitorio, si bien no me sorprendió que no encendiese la luz. No deseaba molestar a su esposa, lo que, en definitiva, era natural, puesto que en su estado de salud la obligaba a emprender un largo viaje al día siguiente. Así lo demostraba el hecho de que él le hiciera el equipaje. La mujer debía de necesitar mucho reposo, puesto que iba a soportar una gran fatiga. ¿No era lógico que él se metiera en la cama a oscuras?
Cuál no sería mi sorpresa al ver, poco después, que se encendía una cerilla, no en el dormitorio, sino en la sala. Sin duda, mi desconocido amigo se limitó a tenderse en un diván para pasar la noche en vela. En cualquier caso, resultaba que no había entrado en el dormitorio y que se desinteresaba totalmente por lo que allí ocurriera. Esto me intrigó mucho. No era llevar la solicitud demasiado lejos.
Diez minutos después, nuevo resplandor de una cerilla en la sala. Por lo visto, mi vecino no conseguía dormir.
Y la noche transcurrió lentamente para ambos, para mí, el curioso de la ventana, y para él, el fumador empedernido del cuarto piso; pero sin proporcionarme la solución del enigma.
El único ruido que rompía el silencio era la interminable y monótona canción del grillo…

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