miércoles, 11 de noviembre de 2020

Pessoa, sociedad limitada. 44 escritores de la literatura universal.

 


Pessoa, sociedad limitada


Es cierto que cuando entraba en uno de los cafés que frecuentaba, el Martinho, el Brasileira, elegía siempre una mesa grande porque con él se colaban, sigilosos, más de una docena de tipos —seudónimos, heterónimos, ortónimos—, cada uno con su nombre y apellidos, su biografía, su ristra de cuartillas, sus pantalones con raya y sus zapatos negros.

El hombre nación llegaron a llamar, exagerando, a aquel tipo menudo, de inmaculadas camisas blancas y pulcros trajes oscuros cosidos a medida y que con frecuencia olvidaba pagar. El hombre vecindario, el hombre barrio, el hombre comunidad de propietarios que, como un iceberg, daba cobijo bajo su gabardina, abotonada hasta el cuello, a un número de personalidades suficiente para montar un equipo de fútbol: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares, António Mora, Rafael Baldaya… Tantos que cada vez que tomaba una decisión —qué se cena, dónde vamos— debía convocar una junta, una asamblea, un referéndum. Así que a menudo se hacía un lío con cartas o poemas que firmaba con el nombre de otro y de las que luego se desdecía u olvidaba.

Nacido en Lisboa, en 1888, Fernando António Nogueira Pessoa vivió con un miedo insuperable a la locura. Recordaba a la abuela paterna, Dionísia Estrela, y aquellas peroratas terribles cargadas de palabras malsonantes, explosivas, que murmuraba ante los niños: la mirada perdida, vidriosa, el pelo enmarañado, los dedos, afilados como cortaplumas, que les señalaban, acusadores… La abuela perturbada, ida, la abuela loca.

Hay dos o tres retratos de él con su inseparable sombrero de ala, gafas de miope, ojillos vivarachos y un bigotito recortado como un triángulo isósceles. Así, con una pequeña maletita de cuero, caminaba a diario, el paso decidido, por la Lisboa del sol y la neblina, rumbo a su vida tranquila, metódica, ordenada. Profesión, «corresponsal de casas comerciales»: plumillas, tinta, goma de pegar, sellos, impresos…

Se enamoró de una compañera de oficina, Ofelita, a quien dejaba pequeños regalos en el cajón de su escritorio: muñequitos de alambre, algún mueble minúsculo de casa de muñecas, una pulsera. Durante tiempo, pasó a diario, caminando, ante su casa. Y en la acera, se paraba un momento para hacer muecas que ella veía, divertida, desde su ventana. Pero un día no paró, siguió caminando serio, atribulado, con la mirada baja, ¿es que ya no me quieres?... Le contó al día siguiente que había descubierto a sus padres mirando desde otra de las habitaciones de la casa.

El resto fueron empresas ruinosas, inventos absurdos —la carta sin sobre, el anuario internacional— y alcohol de cirrosis. Cuando murió dejó un baúl, como el de la Piquer, lleno hasta arriba de papeles. Un universo que hay que transitar con mapa, o mejor con planisferio. Celeste, por supuesto, como corresponde a los dioses miopes.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

 


miércoles, 4 de noviembre de 2020

Nabokov, el cazamariposas. 44 escritores de la literatura universal.

 


Nabokov, el cazamariposas

  Vivía en San Petersburgo, y tenía siete años cuando reparó en su primera mariposa: un macaón de alas amarillas con manchas negras y ocelos de color cinabrio que revoloteaba por los jardines de su casa. Lo cazó para él un conserje, con su gorra de plato, y lo metió en un armario con un puñado de bolas de naftalina para que se ahogara. Dejó pasar, impaciente, la mañana. Dejó pasar la tarde para asegurarse. Y antes de irse a dormir apoyó la mano en la puerta y acercó el oído, como un médium, para ver si lo escuchaba aletear. Y cuando se hizo de día, abrió el armario y vio, sorprendido, tal vez secretamente complacido, cómo la mariposa, con un vuelo errático, incorpóreo igual que una pavesa, salía revoloteando, cruzaba la habitación, sin inmutarse, y escapaba por la ventana abierta, otra vez al jardín, dejando tras de sí un rastro invisible a naftalina.

El pequeño Vladimir. Tuvo una infancia de casas de campo, de jabones ingleses, de bigotes de guía, ropa blanca, de hilo, un ejército de institutrices y nodrizas —Miss Rachel, Miss Clayton, Miss Norcott—, y el silbato de plata que venía con los trajes de marinero.

Eso y una relación interminable, un listado completo de enfermedades infantiles: vómitos, fiebre, tos, anginas, sarampión, escarlatina… Una madre que salía de casa en un trineo, como Ana Karenina, y le compraba un regalo diario, y un padre que cada noche escribía el menú del día siguiente en un papel, y se lo entregaba al mayordomo.

Y en eso llegó Lenin, con la hoz y el martillo y la bandera roja, e hizo que la colgaran en todos los balcones. El viejo Lenin de la calva y la perilla, y sus ruidosos bolcheviques, cargados de estrellas, y caballos, y gorros de fieltro gris. Su padre le mandó con sus hermanos a Crimea: les dio un beso, y les hizo en la frente la señal de la cruz. Y ese mundo de bañeras plegables y pelotas de tenis, tan blancas como el talco, se convirtió en otro de casas de empeño, y joyas escondidas, y de recias maletas con las que iría aquí y allá, a la patria de todos los acentos.

Tuvo obsesión, siempre, por el ajedrez, los lápices afilados, y los lepidópteros. No sé si en ese orden. Cazó mariposas por todo el mundo, con calzón corto, una visera a cuadros, y una tupida red que rozaba lo ridículo. Después se dedicó a escribir, como una religión, un credo. Un día, desesperado, empapado en sudor, desencajado, cogió el manuscrito de Lolita, ese que empieza con «Lolita, luz de mi vida», y lo arrojó a una hoguera en el jardín. Fue su mujer, Vera, quien apagó las llamas, lo rescató humeante, y le convenció para que lo terminara.

Y nada, ya viejo, se dedicó a pasear, recordando a menudo aquella mariposa de alas amarillas que se escapó al jardín, y las cartas que tal vez le enviara, allí en la vieja Rusia, una novia que tuvo, Tamara, a una dirección en la que había dejado de vivir para siempre.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


martes, 3 de noviembre de 2020

Thomas Mann, las cosas pequeñas. 44 escritores de la literatura universal.

 



Thomas Mann, las cosas pequeñas

 Tuvo una predilección, obsesiva, por los números redondos. Una vocación secreta de contable, de brujo o cabalista, que le hacía cuadrar fechas y efemérides. Nacido en 1875, veinticinco años —exactos— más tarde publicó Los Buddenbrook y veinticinco después La montaña mágica. Así que en 1950, según sus cuentas, le tocaba morirse. Se equivocó.

Quiso ser, de pequeño, pastelero o revisor de tranvías, aunque no le habría ido mal de actor: no había cosa que más le divirtiera que salir de su casa fingiendo ser un príncipe, un banquero, un explorador de lejanas aventuras: el paso decidido, el juego acompasado del bastón, la mirada altiva… Porque tenía el porte, la apostura, la impronta distintiva y formal del elegido: bigote de cepillo, los labios apretados, la mano descansando en la barbilla. Un joven que miraba a menudo a través de unos binoculares. Con ellos vio una vez al emperador Guillermo I, circulando en un coche descubierto en un desfile. Se fijó en sus dedos deformados, que no llegaban a llenar el guante con el que saludaba, y el brillo deslumbrante, en el pecho, de las cruces de diamantes y oro.

Toda su vida estuvo pendiente de las cosas pequeñas. Ordenado hasta la pedantería, como dijo su hijo Klaus, sus diarios, que no pudieron consultarse hasta veinte años después de su muerte (otra cifra redonda), son un rosario de pequeñeces carentes de importancia: hábitos, síntomas, quejas y padecimientos minúsculos descritos con la minuciosidad del amanuense. Anotaba la frecuencia con que iba al baño —«pude hacer mis necesidades después del desayuno»—; sus achaques —«dolores de cintura esta tarde, ligeras molestias abdominales»— o su actividad sexual —«anoche, cohabitación con K.».

Fumó con el convencimiento, ingenuo, de que nunca puede pasarle a uno nada con un cigarro entre los dedos, o en la playa. Y optó por duras, rígidas, penosas jornadas de trabajo en las que escribía no menos de cinco hojas diarias —mil ochocientas al año, más de cien mil a lo largo de su vida—, además de las cartas, tres o cuatro, que respondía a mano, cortés y amable y que echaba al correo al día siguiente.

Cuando Hitler llegó al poder, se hizo checo y norteamericano. Para conseguir la nacionalidad había que hacer un examen sobre la Constitución y las costumbres. Normalmente una conversación de apenas diez minutos, puro trámite. Con él, la funcionaria se demoró una hora. Al terminar le dijo que contaría a todo el mundo, el resto de su vida, aquel día inolvidable en que estuvo hablando una hora con Thomas Mann.

Una mañana, al levantarse, vio que tenía una pierna el doble de gruesa que la otra, aproximadamente. Los médicos no le dieron importancia, y le mandaron reposo. «¿A quién se le ocurre andar por ahí mirando la gordura de sus piernas?», se dijo moviendo complaciente la cabeza un par de días antes de morir.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


lunes, 2 de noviembre de 2020

Jack London, armado en la cubierta. 44 escritores de la literatura universal.

 


Jack London, armado en la cubierta

 Tenía cinco años cuando cogió su primera borrachera. Su padre estaba trabajando en el campo, bajo ese sol que es al tiempo pródigo y homicida, caliente y nutritivo, irrespirable, y le mandó a su casa por cerveza.

El pequeño cubo metálico, lleno hasta el borde, sujeto a duras penas, derramaba aquel líquido viscoso al saltar sobre los caballones de los surcos. Y allí parado, bajo el sol inclemente, pegajoso, empapado, dio un trago, y notó un sabor áspero en la garganta, algo árido, desagradable acaso, sobre todo prohibido. Dio otro trago, largo y empalagoso, que desbordó su boca y resbaló por la comisura de los labios, y un tercero que fue como un boquete, un agujero donde cayó de bruces en ese mismo instante, elástico, risueño, también él mismo líquido y espuma, según la casa, el campo, su padre, el cubo, todo, comenzaba a girar, como una noria.

Diríase que su biografía estuviera construida a golpe de serrucho, gubia, piqueta, tierra. Metida a martillazos, como una chapa informe, por la fuerza, en una vida llamativamente corta (murió con apenas cuarenta años), que fue una carrera frenética, angustiosa y errática, aquí y allá, deprisa siempre. Ya. Enrolado en ese ejército, informe y nebuloso, de buscavidas, fue vendedor de periódicos, carbonero, empleado en una enlatadora, planchador. Hizo chapuzas, aprendió a pelear —bravucón, camorrista—, fue también vagabundo, estuvo detenido, fue buscador de oro y bombero.

Con un préstamo se compró una goleta, y se dedicó a la pesca ilegal de ostras. Valiente, temerario... Se contaba de él que una vez navegó en la cubierta del Razzle-Dazzle, su barco, apuntando con una escopeta a otro capitán que intentaba abordarlo, mientras gobernaba el timón y la vela con las piernas. Recién cumplidos los dieciocho años, aquel mundo de tabernas y pistolones, de crudeza y colmillos retorcidos, mostró su verdadera faz: «Whisky Bob había muerto», contaba. «El viejo Cole, Smoudge y Bob Smith, muertos. Otro Smith se había ahogado, el francés Frank andaba escondido por los ríos, temeroso por algo que había hecho...».

Empezó a escribir, por las noches. Mil palabras al día en una vieja máquina que solo tenía mayúsculas, maciza e insolente, con la que tenía que pelearse como un boxeador de peso pluma. Enviaba sus cuentos a periódicos y revistas, y durante tiempo midió el éxito por el número de papeletas que podía desempeñar: el reloj, la bicicleta y el impermeable que su padre le había dejado en herencia, y que fue su único legado.

Se casó, se compró un rancho, cambió de máquina de escribir, y con el dinero que le proporcionaba cada libro, compraba cuatrocientos acres más de aquel sitio que era como un país que él mismo gobernaba. «No hay cien hombres entre un millón que hayan tenido mi suerte», dijo un día, perdiendo la mirada, desde el porche, en esa extensión lejana y verdeante, donde Frank el francés estaba todavía escondido. O muerto.

viernes, 30 de octubre de 2020

Clarice Lispector, la exótica mirada . 44 escritores de la literatura universal.

 


Clarice Lispector, la exótica mirada 


La bella, enigmática, misteriosa Clarice de ojos felinos, azules, manos probablemente delicadas, pómulos airosos y labios sensuales, rojos siempre o casi siempre rojos. Rostro ovalado, de broche o camafeo, limpia la piel, y la mirada intensa, provocadora como un incidente diplomático.

Tenía ese aire exótico de la mujer del embajador. Cuidadas maneras, gestos comedidos, collares de coral o perlas cultivadas y faldas de vuelo estampadas de colores chillones.

Nacida en Tchetchelnik —un sitio impronunciable, en la lejana Ucrania—, hija de unos padres judíos que emigraron a América, llegó a Brasil con apenas unos meses, y aprendió portugués con acento. Una extraña entonación silbante y seductora, hipnótica como la de la serpiente Ka, que la haría parecer extranjera en su propio cuarto de estar. Para compensar perdió su nombre, Hala, que sus padres decidieron cambiarle por el dulce y reluciente Clarice, que escribía con tintas olorosas.

Lectora empedernida, siempre recordó el día que, de pequeña, pudo ir a una librería con dinero. Y cómo se entretuvo un buen rato hojeando los libros de las mesas, mirando los estantes, tocando allí los lomos, hasta que descubrió uno que parecía haber sido escrito para ella, un prodigioso y deslumbrante hallazgo. Era Katherine Mansfield.

Su otro placer fue el mar. Su padre la llevaba a la playa, en el verano austral, recién amanecido, para que se bañara con las olas. El tacto seco de la arena, el viento en la cara, el agua fría, el cuerpo entumecido… Después se iba al colegio, y era una sorpresa, agradable y privada, llevarse los dedos a la boca, y descubrir que la piel le sabía a sal.

Fumaba constantemente, todo el tiempo. Y una noche se quedó dormida en la cama, leyendo. El cigarrillo debió resbalar de su mano, y prendió las sábanas, la colcha, las almohadas de plumas… Cuando se despertó ardía gran parte de la cama y las cortinas. Intentó apagar el fuego con las manos y sufrió graves quemaduras, sobre todo en el costado y en el brazo derecho, que los médicos le salvaron de milagro. Vivió el resto de su vida con las cicatrices; la piel tersa, brillante, suave y deforme como el plástico. Le gustaba hablar de incendios. Cuando un taxista veía las marcas en su piel, en el espejo retrovisor, y le contaba cómo también él tenía una quemadura en la pierna, en un brazo, del aceite, de un soplete, una hoguera, ella le mostraba las suyas, en el cuello, en la cara, en el dorso pálido, blanco, liso de la mano, sin huellas dactilares.

Clarice la misteriosa, bella e inconsistente, inalcanzable, que decía a última hora que prefería salir guapa en un periódico que recibir una buena crítica, y que en un viaje a París fue a quejarse a la Maison Carver porque habían dejado de fabricar el perfume que mejor combinaba con ella, el Vert et blanc. Otra pérdida, también, irreparable.

 

Cuando tenía doce o trece años, Clarice se trasladó, con su familia, de Recife a Río. Viajaban en un barco inglés. Aquella niña tímida y al tiempo osada no sabía inglés, pero elegía de la carta, en el restaurante, los platos de nombres sugestivos. Los más complicados y largos e impronunciables.

Y contaba, riendo, más tarde, cómo más de una vez se vio obligada a comer platos poco apetecibles, sosos, que engañaban con sus nombres poéticos. Era el castigo por su desenvoltura.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


jueves, 29 de octubre de 2020

Lampedusa, pastelitos y Shakespeare. 44 escritores de la literatura universal.

 



Lampedusa, pastelitos y Shakespeare

Se levantaba pronto, el viejo marqués de Parma. Se vestía, traje y corbata siempre, los zapatos oscuros, y salía a desayunar a una bombonería. Un lugar de veladores románticos, y reloj de pared, y servilletas almidonadas —todo muy kitsch— con las que se limpiaba la comisura de los labios; en el dedo un anillo con su escudo, flameando como una banderola.

Una figura corpulenta, grande y desaliñada (el cinturón, con frecuencia, por encima de la tripa) que llevaba una bolsa de cuero llena de libros y galletas, pastas y algún tomo de Proust, o de Shakespeare, por si algo salía mal, un tropezón, una salpicadura, y tenía que buscar consuelo en la lectura.

Fue el único niño, traje de marinero, en un palacio de adultos; padres, tíos, abuelos y criados. Unos padres jalonados de toisones y apellidos sonoros: Mastrogiovanni, Tasca, Filangeri, Cutò… Un mundo de nobleza decadente, de brocados y cortinas de raso, y encajes, y tapices y pasillos de mármol de Carrara, y carruajes donde iban a los bailes, o donde comían helados para no tener que pisar los barrizales. El último superviviente de una estirpe que se extinguía, un poco, cada mañana en él.

Viajó, anduvo aquí y allá, con su álbum de fotos, el de un turista, casi; nunca mucho dinero, siempre cierta arrogancia, un poco rancia, acaso, de chistera y botines.

En la guerra, un obús rompió en su palacio todos los cristales. Otro día, una explosión en un polvorín cercano arrancó las puertas y ventanas de los quicios. Al final, una bomba acertó, y quedó destruido. A partir de ese día todo fue ya escombros, demolición y ruina. Los aires de grandeza cubiertos de paredes desconchadas. Muros caídos, nostalgia, desazón.

Los últimos años de su vida llevó una existencia frugal, viviendo de sus exiguas rentas, solo gastando en libros, en entradas de cine y en cenas en pizzerías, mientras escribía en secreto, casi a escondidas, el libro que, póstumo, le llevaría a la gloria.

Tenía, sí, la manía de hablar con sus perros en idiomas distintos: alemán iracundo con uno, italiano con otro, francés con un tercero… Tuvo un sueño. Lo llamaban de un cuartel donde debía presentarse para que lo fusilaran. Pero cuando llegaba no conseguía encontrar el despacho en el que debían tramitar su ejecución. Esperaba, durante horas, en salas vacías. Preguntaba por dependencias de las que nadie sabía darle cuenta. Deambulaba por corredores desiertos. Una mañana se levantó con tos, le miraron por rayos y torcieron el gesto. Y a los pocos días, en el sueño encontraba por fin el despacho donde lo esperaban, todo muy administrativo: los sellos, las copias de carbón, la grapadora… Lo bajaban al patio, con un libro de Shakespeare bajo el brazo por si algo salía mal. Saludaba al piquete, el cinturón encima de la tripa, y disparaban. Apareció muerto, en la cama, la mañana siguiente.

No le había acertado ni un disparo.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


martes, 27 de octubre de 2020

Máximo Gorki Henry James Rudyard Kipling Herman Melville. 44 escritores de la literatura universal.

 


Máximo Gorki

Henry James

Rudyard Kipling

Herman Melville

Máximo Gorki

Cuando volvió a Moscú, a principios de los años treinta, le condecoraron con la Orden de Lenin, se puso su nombre a una calle y se le condujo a una dacha en la que Stalin, al conocer sus problemas de movilidad, había ordenado instalar un ascensor.

A esa casa le enviaron cada mañana, durante años, un ejemplar del diario Pravda confeccionado solo para él. Las noticias molestas —depuraciones, represión, juicios sumarios— eran eliminadas y sustituidas por otras sobre planes de colectivización, o actos heroicos.

***

Henry James

Hay una foto suya en la que aparece, de perfil, con chistera y abrigo, las manos a la espalda, sosteniendo los guantes y el bastón. Atildado, elegante, ceremonioso, pulcro en el atuendo. Ocurrió en una ocasión que un niño se acercó hasta él, en una fiesta, y le ofreció una flor sucia y mustia. Todo quedó en suspenso, hasta que James se agachó hasta ponerse a la altura de su joven amigo, aceptó la flor, e hizo una profunda reverencia. Al alejarse, todos esperaron a ver si la ponía en su ojal. No hay constancia de que lo hiciera.

*** 

 Rudyard Kipling

Bigote, gafas redondas, calva despejada, de contable o banquero, apenas uno sesenta y cinco de estatura. Llegó a ser tan popular que cuando en 1898 se recuperaba en Nueva York de una grave neumonía que casi le cuesta la vida, miles de personas, como en una vigilia laica, silenciosa, callada y entusiasta, se fueron congregando frente al hotel donde estaba hospedado, ocupando las calles adyacentes, para escuchar el parte médico que decía que se encontraba fuera de peligro.

*** 

Herman Melville

Tenía veintiún años y acababa de enrolarse en el Acushnet, un ballenero de 350 toneladas. La tripulación la componían 22 americanos, tres portugueses y un inglés, según anotó cuidadosamente Valentine Pease, la hija del capitán. Era su padre quien, mientras se iban alistando, dictaba las señas personales de cada marinero: un metro ochenta, piel morena, cabellos castaños… Pero ella debió levantar los ojos un momento para cruzarse con los de aquel mocetón sobre el que los barcos ejercieron siempre una seducción casi magnética y anotó algo en el margen. Una sola palabra: «cascarrabias».

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


viernes, 23 de octubre de 2020

Kafka, el oficinista. 44 escritores de la literatura universal.

 


Kafka, el oficinista

 Una vez, asomado a la ventana de la casa de sus padres, fue señalando los lugares de la ciudad que, a modo de puntos cardinales —norte, sur, este y oeste—, delimitaban su mundo, minúsculo y pequeño como el de los relojes. La casa en la que había nacido; detrás, el instituto; un poco más allá, la universidad en la que se licenció en Derecho, y, al lado de la plaza, la oficina. Un edificio de aspecto vagamente austrohúngaro que era la sede del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, donde empezó como pasante y donde, con los años, fue ascendiendo hasta ser vicesecretario y secretario. Todo accesible, cercano, próximo. Tan familiar que a veces tenía la impresión de no haberse movido nunca.

Porque de aquellas callejas empedradas de su odiada Praga, imperial, imposible, que recorría a diario —tiqui, tiqui— con paso apresurado y unos zapatos negros, solo salió un par de veces, tres como mucho: alguna excursión, algún viaje corto, además de sus escapadas en tranvía. Solía cogerlo hasta la última parada, donde terminaba la ciudad, vestido siempre de negro —como un enterrador—, camisa blanca y lazo o pajarita, y un extraño, simpático bombín en la cabeza. Alto como un pararrayos.

Allí se lo cruzaba, a menudo, Vera Nabokov. Y de él recordó toda la vida su palidez extrema, la tirantez de su piel en la cara, y los ojos brillantes, azules y brumosos, afilados como los de un hipnotizador, un mago.

Trabajó media vida, de ocho a dos, en un despacho al que se llegaba por un pasillo umbrío lleno de archivadores, con olor a tabaco rancio, y a goma de pegar. Un opresivo universo de bandejas de baquelita, plumas fuente, sellos de caucho, informes —a veces un plato de peras—, y un reloj que marcaba la frontera entre el mundo real, por las mañanas, y la literatura, por la noche, en su casa, con luz artificial. Folios y folios que destruía a menudo, o que escondía en el piano.

Tuvo dos o tres novias a las que mandaba cartas, con las que se prometía y nunca se casaba, y un padre omnipresente y burocrático. Un hombre de aspecto decimonónico, con bigote y anillo, con pinta de intendente o potentado, al que en una ocasión llevó uno de sus libros, recién salido de la imprenta. «Déjalo ahí, en la mesa», le dijo con desgana —la mano regordeta, indolente y exangüe—, incómodo porque le había interrumpido.

Antes de morir dejó dicho que destruyeran todo cuanto había escrito. Que hicieran un montón de cuartillas y folios, y hojas sueltas de notas, y lo prendieran fuego. O eso entendió Max Brod, su amigo, que no le hizo ni caso. Así podemos leerlo ahora; lo desasosegante, lo indecible, esa obsesión tan suya, tan… kafkiana.

Un día escupió sangre. Tiempo después murió. Y fue su última novia, Dora Diamant, una actriz, quien, teatral como correspondía, se acercó hasta la cabecera de la cama, y le cerró los ojos.

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


jueves, 22 de octubre de 2020

ANONYMOUS. (Fragmento. Novela. Inédita. "EL HACEDOR DE SOMBRAS". (Bola Negra).



 ANONYMOUS.

(1)

¿Y vos qué sentiste en medio del fogonazo y la agonía? ¿Soñaste otra vida?

“Te levantás... En el cuarto contiguo, están tus dos hijos, pronto despertarán, y Ana, la joven del servicio les dirá que deben tomar deprisa la ducha y el desayuno para que el bus escolar no los deje.

Movés los músculos, sentís la alfombra, tu pie sale dejando cobijas y edredones, una sensación a modorra te invade. Estirás el cuerpo, volteás e insistís mirar una masa amorfa de cobijas y de sábanas: es Adriana.

Hacés un lance e iniciás explorando un montículo grande y redondeado. Escuchás detrás de la montaña un murmullo, algo parecido a la voz humana, algo moviéndose en medio de la luz tenue y amarillenta reflejada por un espejo de la recámara principal.

El sol entra, un palmo, dos, invade la habitación: primero es un hilillo de oro, un hilillo de estupor y madrugada, para ir quebrando la modorra y las tinieblas.

El agua te moja la cara, es un líquido ardiente-frío, quema la piel... reintentás combatirlo abriendo y cerrando los ojos, oxigenando imágenes, oxigenando los pensamientos y la memoria.

Sospechás: hoy a mediados de semana la jornada será dura, ardua y perezosa con los empresarios. Estarán puntuales a la cita en la empresa de tu suegro la que algún día heredarás el mando gracias a Adriana, su hija.

Regresás al cuarto y oís unos ruidos, son unos murmullos, son las voces de tus dos hijos quienes han despertado y juguetean con Jack, el rotweiller.

A la insistencia de Camilo y Sebastián se compró.

¿Y, en este fin de año, finalizado noviembre, a dónde se irán de vacaciones? ¿París, Madrid, Londres? Adriana y los niños insisten en volver a Marbella: Sol, mar... cerrás los ojos y mirás los veleros, imágenes quemantes... sueños, más sueños...


¿Agonizás? ¿Olés la pólvora? ¿Viste el fogonazo bajando las escalerillas de la cripta? ¿Sí ó no?

“Ficción... es una ficción lo que está pasando en estos segundos por tu mente... Toda la puta madre de la realidad es una puta ficción y se irá al carajo... no lo sabés... y vos continuás en la agonía de lo que pudo ser...”

“¿Qué pasó con el Alpha Romeo, con el Audi, con el Mercedez Benz o con el Jaguar?” ¿Qué pasó con la Quinta de vacaciones comprada a un precio de oportunidad en el Golfo de Papagayo? Dos millones y medio de dólares… ¿razones? El gringo se iba y no volvería en los últimos cinco años. ¿Allí es dónde has llevado a tu amante? ¿Gimena? ¿Gimena gime cuando le hacés el amor?

En la playa del Golfo de Papagayo dos mujeres rubias caminan de la mano. ¡Los hombres vuelven a mirar los cuerpos bronceados y perfectos en sus diminutas tangas!...

Era cuestión de tiempo, Adriana lo debía de saber... nunca le ha importado... eres un infiel... eso jura Adriana...

Interrumpís con la colonia, con el after shave, apretás los músculos de la cara y hacés un palmoteo, un pequeño masaje facial frente al espejo... Repasás con insistencia todas las posibilidades para este fin de año.

Ahhh, uhmmm, una preocupación más, ¿hacer la fiesta antes de lo pactado con Germán quien desea mostrar y venderte el último modelo de la Mercedes Benz?

¿Cuántos invitados serán este año? ¿Le dijiste a Adriana las dudas de una fiesta cerca de la piscina? La última vez, el diciembre pasado alguien imprudente se orinó en el agua y el agua se tiñó ante los ojos inoportunos de algunos amigos de un color azul, y los invitados rieron.

Nunca se supo –aunque tenés los candidatos- de quién fue el meón, el orinón en la piscina...

Y Juan Alberto, tu empleado de confianza tuvo un trabajo extra. Cambiar el agua...

Y, ¿a dónde hacer la fiesta? ¿No son tus amigos?

O acaso cerca de las canchas de tenis o cerca del área del gimnasio o del sauna, podría ser, no, la verdad, estás orgulloso de la alberca olímpica construida con las medidas exactas -ni un centímetro más ni menos. Tu piscina es una piscina no las mierditas de estanques de algunos amigos tuyos y, vos criticás con Adriana y los niños diciéndoles: ¡esas, esas son mierditas de albercas!

“La mía sí es una piscina, si señor, se le frunce el culo a cualquiera para pasarla de un lado a otro, no son cinco o diez brazaditas y se llega al otro extremo, no señor.”.

El conjunto es extraño, la entrada a la alberca con columnas griegas y los dioses en mármol puestos en los cuatro vértices de la piscina hacen un híbrido de la arquitectura.

Las críticas de ingenieros y arquitectos amigos no se dejaron esperar: ¿Nereidas, tritones, Neptunos, delfines adornando en un mosaico el fondo de la piscina? ¿Extraño? Eso fue lo deseado por vos.

¿Te despertarás a la pesadilla? Con vos, las cosas funcionan al revés, la pesadilla es la realidad.

¡Duerrrrrrmeee!”

Las farolas de las calles asechan con su luz. Un grupo de jovencitas en sus carros lujosos pasan embruteciendo el ambiente con risas y olores de perfumes caros cerca del Cementerio General, cerca de la cripta. ¡Se apagan las luces y se encienden las llagas!

¡Vuelve a lo que pudo ser…!

“Te abrocharás las mangas de la camisa, deslizarás en medio de tus dedos las mancuernillas de oro de 24 k - compradas en Tiffany, en una tienda de Italia- para hacer el puño francés. Harás el nudo de la corbata. Alargarás la mano y en la repisa de cristal, tomarás el perfume haciendo girar la tapa, harás un embudo con una de las manos y pasarás el líquido por tu cara mientras un olor semi dulzón invadirá las fosas nasales que se colará – hasta el cuarto contiguo donde Adriana dormita- y pensarás en las noticias de cómo en los últimos días amenazaron de muerte a los directores de los medios de comunicación más importantes del país. ¿Qué ha ocurrido con los políticos? ¿Qué ha ocurrido con los candidatos, precandidatos, la clase dirigente del país? ¡El país es un horror de violencia”

“Empero, un egoísmo natural y ancestral, invade tu cuerpo cuando piensas en los problemas nacionales. ¡Que se jodan los demás! ¿No ha sido así siempre? ¿Acaso no ha sido siempre así con el destino, con la vida de los otros? ¿Quién se preocupó porque vos estuvieras bien? ¡Basta!”

“Un dolor o una incomodidad te hace voltear la cara... el frío pega fuerte, y más en la cripta, ¿qué mirás en el instante? Un hilo de muerte pasa por tu frente... lo deseado se escapa por los dedos en cada respiración...”

“¿Quién sos? Agachá más la cabeza y húndete en la sombra”.

“Nada tiene sentido en la pequeña existencia más allá de dos palmos de tu nariz”. “La realidad, ¿qué es la realidad y qué es el sueño?”

“Atrás quedó la noche, el frío, la madrugada y los malos momentos.”

“Atrás quedó orillada la conversación con Adriana. ¿Quién es Adriana? ¿Lo que pudo ser y no es? ¿Dónde están los hijos? ¿Qué está pasando?

¡Aflojá los músculos... duerme¡”

¿Quién sos? Doble identidad, te desdoblás, te redoblás en el otro... sospechás: la realidad posee numerosos pasillos. ¿Quién sos? No lo sabés... sos la gran incógnita, lo desconocido... existe un parpadeo. Te desbordás en el sueño, en la modorra, no-pasa nada... siempre no-pasa nada...

“La afeitada termina y la cara se humedece con la colonia. ¿No es a Marbella a dónde quieren ir a final de año? Te enamorarás... asistirías a cualquier lugar con tal de ver a tu amante Gimena?”

Oblicua, horizontal, vertical, la noche es grande, la noche es inmensa, la noche circula por las venas junto a los otros, en la cripta... el sudor y la taquicardia disminuye de repente, así sucede con esa pinche droga, con esa cochinada que Emilio y Lorenzo te venden.

Alguien contó: “mirá, la mezclan con aspirina y ya”... ¡Saber si es verdad!


Los hijos, ¿dónde están los hijos? Tu mujer, ¿dónde está tu mujer?

Ahora se desvanece la realidad, se escinde en sueño y luz, en una marea de sombras y en un montículo de preguntas y de soledad y de frío y luego, de más soledad en una ola, en un vaivén que viene y va.

El instante se está resquebrajando y, sentís el frío en los costados... ya nada es, podés percibir la fatiga de la noche: densa, pesada.

Prevalece un estremecimiento de músculos, de tirantez y no podés respirar. ¡Un fogonazo!

“¿Adónde quedó Adriana con sus ropas finas y los labios carnosos? ¿Adónde quedó su piel húmeda y su voz jadeante cuando la tocás por dentro? ¿Adónde quedaron las bragas olorosas a ella y, su vagina ardiente como el desierto de Marraquech?”

El instante se desvanece, se cae.

Una imagen detrás de otra se derrumba, cede al espacio y a lo oscuro... Y el fogonazo estúpido es un ángel vengador, hiere tu costado de sueño.

Y la respiración se hace cada vez más difícil y a la pareja no le importa tu muerte, así: anónima, sin dueño, rodando escaleras abajo... ¿Morirás? ¿Cuántos mueren “anónimos?”

Escuchás a lo lejos la pitoreta del tren, escuchás cerca a la pareja de jóvenes hacer el amor, ella dice unas palabras, él se queda callado en el escudo del no-abecedario, unos movimientos en las sombras... escuchás los estertores de ella y los estertores de él... ellos no escuchan tus estertores, el hip hip de cocaína en tu nariz y en la sangre.

Sos “Nadie”, “algo” tirado en el suelo de mármol y en el centro de tu pupila vuela un búho por esa noche, alguien te quiere encapsular con los rótulos de muerte, con los avisos de neón, con los travestis comerciantes de sexo cada noche. Hip hip, hip, hop hop hop deseás moverte, avistar a la pareja que entreabre las carnes a la vida y cierran las carnes a la muerte... ¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde está Adriana? ¿Dónde está lo que pudo ser y no fue?

“¡Duerrrmeee... yaaa!...”

***

    J.Méndez-Limbrick.

"Nota: Hoy he tenido un sueño, diría que bastante literario..." (Fragmento. Novela. EL LABERINTO DEL VERDUGO. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio Nacional de Literatura Aquileo J Echeverría 2010).



 "Nota: Hoy he tenido un sueño, diría que bastante literario y un poco nostálgico, no ironizo, es la verdad. ¿Cómo podría llamarle a un sueño que una se encuentra con Borges el escritor? Lo extraño es que yo no soy escritora, ni muy aficionada a la literatura del argentino pero ahí estaba él. Quizá por estar leyendo el Aleph de Borges, - digo que quizá- me quedó en mi mente algo residual en mi cerebro sobre su literatura a la hora de dormir. El sueño es el siguiente:

“De un momento a otro me encuentro en un aeropuerto, es extraño que yo sueñe con un aeropuerto por lo poco que he viajado fuera de Costa Rica y lo reacia que soy a viajar incluso dentro de nuestro país. No me gusta dormir en una cama que no es la mía, ni me gusta dormir en hoteles, mucho menos dormir en un cuarto con gente que no conozco muy bien, pero no nos desviemos de lo que deseo contar. Supongo que el sueño era bastante autónomo e independiente de yo su protagonista, o sea que al Sueño no le importó un carajo que yo no sea fanática a los viajes.
También tengo otra teoría, creo que el Sueño como Ente Independiente de mi persona se ubicó en un aeródromo por la manía de Borges de siempre querer estar viajando fuera de las fronteras de su país Argentina. Pienso que esto rima mejor con el desarrollo del Sueño. En el Sueño yo tenía la sensación que el aeropuerto no era un aeropuerto internacional, más bien un aeropuerto local porque no tenía mucha afluencia de personas y no era demasiado grande.
Borges estaba allí, yo lo miré y de golpe supe que era él. Aunque pensándolo mejor – al principio ignoraba quién era - estaba un poco desgarbado, nada que ver con sus trajes oscuros clásicos y con su bastón que solía fotografiarse; diría que era un Borges juvenil en sus atuendos: vestía un saco de corduroy color mostaza, combinando el saco con una camisa de cuadros y de fondo color café maduro. Los cuadros eran de rayas blancas, también tenía una corbata roja o color vino tinto, el pantalón era sport, no debo exagerar y decir que era un blue jean pero no era de casimir inglés, dejémoslo así, sport (el pantalón).
Otro punto a su favor era que se veía resplandeciente, juvenil, no era el típico Borges de los años 80, o sea un Borges valetudinario. Su rostro bronceado emanaba fuerza y alegría, sonriente le miraba, no tenía nada que ver con el Borges de las sombras y el Borges pesadote y sabiondo sobre filosofía y con esa cara de amargado, “!no!, este Borges era diferente, lo reciclaban para el nuevo milenio o algo por el estilo.
Me acerqué despacio, no quería desbaratar las imágenes que estaba observando, increíble lo que miraba en el sueño. Pensé que yo era una intrusa en aquel cosmos y el que soñaba no era yo sino Borges, que Borges me estaba soñando, que era Su Sueño, espero que me estén entendiendo. Sigo: en este punto miré el por qué de tanto aire juvenil y ¿qué creen ustedes la razón de tanto entusiasmo? No, no era porque había ganado el Nobel de Literatura, el pinche premio que siempre le negaron. Su alegría era porque el escritor estaba con una jovencita de compañera y lazarillo. Cambiaba a María Kodama por una verdadera teenager de amiga sentimental, no me pregunten de cómo llegué a esa conclusión. Lo intuí, lo sé, lo supe desde que vi la cara de Borges y la cara de complicidad de la muchacha. Me alegré por Borges. Hasta aquí todo funcionaba a las mil maravillas, era un sueño simpaticón. Me fui acercando a la pareja, Borges estaba sentado en el suelo con las maletas listas para emprender viaje, me seguí acercando y miré a la joven con mayor detalle, no cabía la menor duda, la joven se dejaba querer por el Maestro, por Borges, por el escritor, por el ciego. Me seguí acercando y sorpresa, Borges estaba triste, lo miré íngrimo, desposeído, vaciado de sí, de toditica el alma, así de sopetón, y sentí que le importaba una mierda la literatura y lo único que le importaba era la muchacha que ya no estaba con él. Ausente de lo que estaba a su alrededor, no se movía, seguía teniendo el aire juvenil, pero indudable con una pena muy honda porque la joven lo dejaba... Ahora sí, el sueño se me hacía un poco mío, sentía que operaba una acción de dependencia entre MI Sueño, el Sueño de Borges y el Ente-Sueño. Borges sufría, yo quise auxiliarlo, quise hablarle, decirle que no se preocupara, que a lo mejor ahoritica volvía la teenager, que así eran las jovencitas de caprichosas, y que yo estaba seguro que sí lo amaba, pero no hablé, el Ente - Sueño como un director de cine me lo impedía, me dictaba las pautas que yo debía de seguir en la charada. Estaba muy cerca de Borges, por segunda vez le quise hablar: imposible; le quise tocar: nunca lo pude hacer; especulé que tal vez me iba a mirar: no me miró; teoricé que haciendo sugestión por medio de la telepatía lo iba a hacer que me mirara pero no fue así. Borges se desmoronaba en la ausencia de la muchacha, yo no quería que eso sucediera, no es que me importara demasiado el escritor, el escritor me importaba un carajo, me importaba el hombre de carne y hueso que sufría por el amor, por la soledad... y la imagen seguía ahí y el Ente- Sueño, se apoderó de ambos, de Borges y de mi persona, y entonces delante de mí Borges comenzó a desaparecer poco a poco dentro del traje, comenzó a colapsar a derrumbarse en sí mismo, hasta que el traje quedó en ausencia de él, de Borges, y quedó allí tirado (el traje) hueco, en soledad...”
(Fragmento. Novela. EL LABERINTO DEL VERDUGO. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio Nacional de Literatura Aquileo J Echeverría 2010)

miércoles, 21 de octubre de 2020

Joyce, las gafas de gato. 44 escritores de la literatura universal.

 


Joyce, las gafas de gato

 Delgado, esbelto, larguirucho, algo desgarbado, como si sus articulaciones, piernas, brazos y manos se movieran con complejos engranajes: ruedas dentadas, piñones y trinquetes. Mentón airoso, de estatua de mármol, bigote de cepillo, pajarita, sombrero, miope, tanto que llevaba unas gafas de cristales tan gruesos que sus ojos celestes quedaban agrandados —llenos de asombro, siempre—, como los de un lémur, un besugo.

Hijo de un padre alcohólico, gran parte de su infancia fue una lista incompleta, cotidiana, de alquileres y pagos aplazados y mudanzas urgentes. Un lío, constante, de llaves, direcciones, escaleras y códigos postales.

Quiso ser médico, pero acabó trabajando de profesor de inglés, en Trieste, donde tuvo de alumno a un joven italiano, Italo Svevo, con quien a menudo cruzaba confidencias: «My tailor is rich», le decía. A lo que el aventajado Svevo replicaba: «And your cigarrette is finished, I know».

Y se puso a escribir, igual que un artesano —el traficante de gerundios, le llamaban—, y a guardar las cuartillas en un cajón de la cómoda dentro de una carpeta que crecía como una riada. Durante siete años —Trieste, París y Zúrich—, se dedicó a Ulises, un libro en el que no pasa nada, así en general, y que es como una caminata campo a través, con abruptas subidas, recodos polvorientos y zonas pedregosas —muchas sin puntos, ni comas, ni indicaciones, nada—, tan difícil que había mecanógrafas que se negaban a transcribir el manuscrito, porque les daba el flato.

Tuvo, sí, una accidentada relación, que se hizo familiar, con el fuego. La primera edición de Dublineses, impresa y encuadernada, fue quemada por el editor. Años después, algunos de los capítulos de Ulises, publicados en una revista, fueron también pasto del fuego censor y vergonzante, y cuando se imprimió la segunda edición del libro, las autoridades enviaron una parte a la hoguera. Hubo un momento en que, resignado, dijo que esperaba que tal persistencia de fuego redentor le fuera, allí en el purgatorio, descontada.

Ulises se convirtió en una leyenda. Había gente que vendía el abrigo para procurarse un ejemplar, y estudiantes que se encerraban una semana, sin comer, con llave, para poder comprarlo.

Y una noche, en París, se topó con Proust. Los dos, en la calle, como dos fotografías. El uno con bastón y con gafas de gato —alguna vez llevó un cristal transparente y uno oscuro—. El otro, pálido y ojeroso, con unas flores de alhelí en el ojal. Cada uno pensando en sus cosas: sus palabras precisas, sus lentos, prodigiosos, adjetivos. Se saludaron. «¿Conoce usted a la duquesa de Tal?», preguntó uno, la mano en el mentón. «No, lo siento. ¿Y usted al barón de Cuál?», dijo el otro, indiferente el gesto. «No, no tengo el gusto». Se despidieron y cada uno se fue, sin más, por su lado.

Y no hay constancia de que se miraran, siquiera de reojo, al alejarse.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

 

 

  

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