CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
viernes, 12 de febrero de 2016
Mariposas negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta entrega.
(Mariposas negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004)
Cuarta entrega.
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Llovió esa noche, temporal anunciaba el Instituto de Meteorología. Henry dejó el vehículo estacionado cerca del Bar Morazán. Necesitaba un trago de whisky o de cerveza para poder digerir los sucesos de la última semana: eran incidentes que le envolvían y le apretaban el cerebro en una secuencia de imágenes que no podía apartar de su mente.
Entró al bar. No había nadie conocido.
Siempre había pensado en la lucidez macabra y a veces casi diabólica que le producía el alcohol.
Empezó con un par de cervezas y, mientras más se embriagaba, miraba hacia la calle las formas sombrías y extrañas de las retorcidas siluetas de los árboles sembrados cuarenta años atrás. No podía dejar de pensar que allí, en las sombras, en un San José nocturno estaba un ser abominable. Sabía que los crímenes de La Bella sin Marcas y de La Parturienta no iban a ser los únicos y que la orgía de sangre iba a continuar.
Al filo de la medianoche pagó la cuenta. Tambaleante se dirigió al Molokai. Ahora lo sintió con más fuerza: alguien espiaba detrás de las sombras, detrás de los muros y de los vitrales. Más que una persona era una fuerza, un poder magnético y eléctrico que recorría toda su piel. No le dio importancia.
Al llegar, unas cuantas putas conversaban en la “barra”, al verlo se lanzaron hacia Henry como quienes miran a una presa herida. No les dio oportunidad que se sentaran a su lado, las increpó con gesto serio y pocas palabras que esa madrugada no quería compañía. Las mujeres se fueron... Henry miró en derredor: más allá del bar, llovía a cántaros y alguien vigilaba...
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Henry, se levantó despacio de la cama. Imaginó que posiblemente Ernesto estaría llevando a cabo una minuciosa investigación: primero entre los prostíbulos de mayor categoría de San José y luego seguiría con las madamas más influyentes y conectadas con los círculos políticos y las clases poderosas del país. Segundo: que bajaría como un minero del pecado en los estratos inferiores del proxenetismo, la pedofilia, del pederasta, de los travestis, y de las drogas, mundillos que Ernesto conocía al dedillo.
-Y es que la prostitución y el mundo de la droga, han aumentado en un cien por cien desde que vos dejaste el Organismo, abundan en San José. Henry, vos no te lo podés imaginar-, le comentó con un semblante molesto, el último día que lo visitó.
Como a las cuatro de la tarde llamó al bufete: decía que estaba fuera de San José. Que se encontraba con unos clientes italianos en el Golfo de Nicoya, finiquitando la venta de unas tierras para un proyecto hotelero.
Después que dio instrucciones a Rosarito, Henry respiró hondo, llamó a Quique: quería visitar un bar gay.
Hotmail III.... diciembre de 1999.
Querida Guillermina: ayer estuve de nuevo con Kiara en los campos universitarios de la Universidad de Costa Rica, fue como volver al pasado porque años atrás estuve estudiando en este centro de enseñanza. Tampoco que una es bruta a lo yegua. Ahora estoy en la Ulacit y espero terminar Administración de Empresas, la carrera que empecé en la de Costa Rica.
Le dije que tenía antojo de ir por San Pedro. Además, le comenté que como ella es mi confidente de amores frustrados, prohibidos, deseados, no deseados, comerciales, y otros más, la cosa iba para rato. Ella sonrió, siempre sonríe a mis ocurrencias.
Lo que no sabe – porque inventé un amor imaginario, un amor pasajero de weekend- es que ella me vuelve loca.
No es que yo sea lesbiana lesbiana pero me agrada más de la cuenta.
Yo lucho con todas mis fuerzas sobre este sentimiento que siempre me he negado, ha sido inútil. No acaba de llamar por teléfono y se me quiere salir el corazón. Siento un dulce desconsuelo mezclado con una gran alegría, se me oprime todo el pecho, deseo llorar y hasta la voz se me quiebra.
Tengo que hacer un gran esfuerzo para que ella no lo note.
He llegado a la conclusión para bien o para mal mío que todo este rollo es algo superior a mi propia naturaleza.
Al principio no lo quería aceptar y pensaba que era pura admiración, que veía en Kiara a mi hermana mayor que no tuve – debo aclarar que mi amiga tiene 29 años- pero comencé a darme cuenta que mi fascinación hacia su persona iba más allá, que ese estupor de cómo bailaba en el hot tube era deseo puro. De golpe negué aquel sentimiento; lo que me convenció de mis inclinaciones hacia ella fue una noche: me desperté asustada, había soñado que estábamos en una enorme cama, nos besábamos, nos mordíamos las orejas furiosamente hasta hacernos sangrar. Kiara me introducía su lengua húmeda en mi boca y yo la recibía sedienta de ella. Y al contrario de sentir repulsión por aquel sueño, desperté decepcionada que fuera pura ilusión y que entonces, los besos apasionados eran invención de mi cerebrito.
Ella no se ha dado cuenta o si lo sabe disimula muy bien. Siento como si este amor fuera un gusanito en mi interior que me está matando lentamente, que está carcomiendo mi voluntad.
Ahora, que vive sola en Barrio Amón, por lo menos una vez por semana me dice que la acompañe, que le da miedo estar tantos días sin compañía. Ya esto te lo había comentado y quiero reiterártelo porque para mí es un reto estar junto a ella sin tocarla, sin acariciarla. Al principio yo no quería acompañarla, sabía que iba a ser una verdadera tortura... Será que una es masoquista y acepté.
Y allí estaba yo mirando a mi amiga salir de la ducha en paños menores, espiándola sin que ella lo notara, mirando su cuerpo salvajemente bronceado, salvajemente semi desnudo, en microscópica ropa interior.
A mí me mata, me vuelve loca todo, todo, lo de esta mujer.
Física y espiritualmente es perfecta.
¿Qué más podría decir de esta amiga que me tiene dando vueltas?
No tengo tiempo y mañana te cuento lo que pasó en el campus universitario.
Saludos. Jackie.
CAPÍTULO II
EL ÁNGEL ANTE EL ESPEJO
A Quique siempre le gustaron las mujeres bellas. Desde su adolescencia pasaba horas mirando películas de actrices que eran su ideal de mujer, o recortaba fotografías de revistas rosas, en donde se anunciaba la última película de alguna diva que estuviese pasando por un buen momento. Pero, sus favoritas eran las divas del pasado, por ejemplo: de la Mansfield, le agradaba su voluptuoso cuerpo como de esas diosas antiguas de la fecundidad talladas en piedra; de la Garbo, le fascinaba su misteriosa imagen de femme fatale, sin dejar de lado - por supuesto - su voz gruesa, enigmática, en las escenas de amor, o era abandonada por el galán de turno en su última película.
La Garbo -decía -tiene algo de andrógino, que me seduce.
De Bette Davis era lo contrario: sus ojos de un azul profundo y su frágil cuerpo lo hacían temblar de emoción, adoraba su figura de gorrioncillo herido. Diferente le sucedía con la Crawford- y no estamos hablando de la modelo, sino de Joan-, su porte de mujer de clase alta envuelta en sus abrigos de pieles lo enloquecía por completo.
Al principio le era algo divertido, y como un día le confesó a Fernando: “existen personas que coleccionan estampillas, yo colecciono “imágenes”.
Después, la diversión pasó a ser obsesión. Llegó un día que tenía en su haber cientos de casetes en donde atesoró por largos años su fantasía de coleccionista.
Pero, esa afición o ese comportamiento fue paulatino, acomodándose en una rutina y en una elaboración mental o intelectual que no tenía nada de sicótico. Su obsesión era su transfiguración en mujer, el irse despojando de todo rasgo masculino. En aquellas divas encontró el ideal de mujer hecho realidad, o la realidad de la mujer hecha idealización. Al final no sabía diferenciar una de la otra, ¿importaba acaso eso?
Obsesión que compartía con los Caballeros de la Media Luna, -grupo selecto de amigos-en su casa. Y entonces, no podía faltar en las fiestas, el famoso concurso de adivinanzas de títulos de películas antiguas, en donde cada uno de los invitados se maquillaban haciendo lucir como ellas en el rol principal de las heroínas, y en esto Quique no tenía rival: era la Reina... pero los concursos habían acontecido después que sus padres fallecieran, después que Enrique marchó a Europa y regresó; ahora en el presente, en los noventas.
Con la muerte de sus padres, la comunicación entre sus dos hermanas y él - doce y diez años mayores -, se redujo a los días festivos de fin de año y uno que otro compromiso social con la familia.
La casa paterna se la dejó, dando a cambio a sus hermanas dos propiedades en las afueras de la ciudad. Porque Quique, se declaraba un animal de asfalto, un animal de ciudad. Siempre aborreció el campo, para lo cual tenía una frase con las personas que estuvieran en desacuerdo: “el campo es para las bestias, yo soy hombre, necesito de mis congéneres, por eso vivo en la ciudad”.
Su holgada posición económica hizo que llevara una vida licenciosa, abundante en algunas cosas y carente en otras. Ave nocturna, se le podía mirar en la Palace, la Perla, el Imán, Chelles, y otros bares más de la capital hasta el amanecer. Todas las noches salía con sus amigos: Los Caballeros de la Media Luna por los alrededores de la Clínica Bíblica o iba al centro del San José nocturno. Porque –y a pesar de su familia- Enrique Lara Gutiérrez era decididamente homosexual.
Su descubrimiento y aceptación no le fue fácil sino que, un día quedó convencido que aquella fijación con las mujeres hermosas no era atracción sexual sino que él Enrique quería ser ella o ellas, que su excitación era la necesidad de mirar en sus cuerpos una simetría de curvas y de líneas que siempre envidió.
Ahora, entendía el por qué en su adolescencia, se escondía detrás de la puerta de baño en la casa de sus padres vestido con las prendas íntimas de sus hermanas y que en varias ocasiones sintió una erección. Pero, no era sexualidad masculina, sino atracción de mirarse así ante el espejo: mujer.
En plena juventud le agradó más de un chico: era ese acercamiento entre admiración y deseo de estar con aquella persona, juntos, cada vez más juntos, hasta que sucedió lo que tenía que suceder: Enrique, Quique para los allegados, tuvo su primera experiencia sexual y claro está no con una mujer sino con un compañero del colegio.
En el gimnasio del cole “papis” al terminar un partido de basket -diría a sus allegados en una de sus tantas fiestas que daba en su casa ubicada entre Barrio Amón y el Barrio Otoya-ahí fue donde perdí mi virginidad... y la perdió esa “ricura de chico que era Roberto”, porque ahora ni re-ga-la-do - y decía esto último con su voz femenina haciendo las pausas necesarias para afirmar su dicho acompañado por último de una risita chillona la cual trataba de ahogar tapándose la boca con su dos manos.
Para Quique aquella aceptación de su homosexualidad no fue tan fácil para su familia ni para él. Fue una especie de transformación hacia un mundo que abría sus puertas y que solo algunos podían atravesar como su amigo Roberto. Pero, Roberto se fue, sus padres que eran diplomáticos en Costa Rica, hicieron maletas porque el Gobierno de su país lo mandaba a Sudamérica a hacerse cargo de una embajada. Y Quique quedó en el más absoluto de los ostracismos sentimentales: lloró a “moco tendido” por varias semanas hasta que poco a poco fue resignándose a un sentimiento de impotencia ante la ausencia de su primer amor.
Y en el Colegio, no tuvo más remedio que soportar esa soledad y ese distanciamiento de sus compañeros que no estaban seguros de su “masculinidad” porque, Enrique comenzó a mostrar unos ademanes más delicados a la hora de hablar y aunque deseaba evitar no los podía reprimir.
Unicamente Fernando se mantuvo incólume, firme, penitente ante los cambios de su amigo. En aquella época, se murmuró de una relación homosexual entre ambos y que Fernandito y Quique siempre negaron.
Al concluir la secundaria, Quique entró a la Universidad para estudiar Arquitectura. Pero, aquel año sus padres murieron en un accidente de tránsito, y entonces, debastado por la muerte de sus progenitores, Enrique decidió que lo mejor era hacer un viaje por Europa y aprender lo relacionado con el mundo del maquillaje y corte de cabello en hombre y mujer. En síntesis, ser un profesional de la Belleza.
Ahora a los cuarenta y tres años “Enrique” para la “clase alta de San José” era el “peinador” de moda, el hombre “chic”.
En una hermosa y vieja residencia en Barrio Amón -cerca del edificio del Instituto Nacional de Seguros-instaló su elegante Clínica de Belleza. La casa era de ladrillo y pintada en tonos pasteles por dentro lo que daba un aire de paz y tranquilidad al visitante. Una vez puesto el primer pie en la casa -y no como en la mayoría de los Institutos de Belleza-el de Quique era bastante amplio y con un sinnúmero de afiches alusivos a la estética en mujeres como en hombres: en ellos se miraban bellos cuerpos; más que mujeres eran náyades contemporáneas no saliendo como en las míticas historias de un río o de un lago sino de una piscina olímpica con el cuerpo bronceado y sin un gramo de grasa.
En otros carteles, se veía algún imberbe haciendo un esfuerzo sobrehumano para imitar al hombre maduro: con un vestido entero impecable uno tenía que adivinar lo que promocionaba realmente: si su traje, su corte de cabello, o unos anteojos sport que lucía en su mano derecha, mientras su corbata - posiblemente de seda florentina - se elevaba a pocos centímetros de su pecho pareciendo saludar a los curiosos que miraban el afiche.
Igualmente en el gran salón, el Foro de la Belleza y de los imposibles rostros hechos realidad, era asistido por varios “empleados”, que seguían un ritmo de trabajo dirigido por el mismo Quique, que con señas o un simple murmullo a sus oídos les iba indicando a sus acólitos-peinadores, si estaba bien o mal la limpieza facial o el corte del cabello. Pero, lo más “chic” del lugar era el salón de “estar”, el de la espera: allí se podía escuchar desde el murmullo de una cita de infidelidad vía celular hasta el último chisme gritado: que la esposa del embajador X andaba con un estudiante de medicina; pasando -como lógico debe suponerse- por el desfile de marcas en pantalones y calzado traído de New York o de Europa, sin faltar los comentarios de los últimos perfumes franceses.
Adornando el salón de “estar” al fondo un jardín interior con grandes helechos y una fuente arabesca traía cierto frescor hacia el salón principal. Cerca del jardín interior un pequeño vestíbulo hacía de biblioteca y oficina con una gigantesca pecera de varios metros de largo y de alto, en la cual jugueteaban peces tropicales y que por efectos de las luces rojas, azules y verdes imitaba un arrecife de coral y que él, Quique, se hizo construir para las horas de descanso, para escuchar a su querido Brahms.
En síntesis, Quique tenía éxito con su profesión, y se rozaba con la clase alta que lo vio nacer y crecer.
Y “Quique- -como le decían en el Inner Circle cariñosamente -tenía un mundo que pocos conocían: se sentía atraído irresistiblemente por los hombres menores de edad. En ocasiones, después de una gran fiesta en su casa - y quedaban los del Inner Circle - hablaba de sus travesuras allá por los barrios del sur, por los alrededores de la Zona Fantasma, cerca de la Torre de los Desechos:
-Ustedes no saben el chiquillo que me “levanté” la semana pasada, -decía casi en un ataque de histeria y levantando la voz, una voz entrecortada con algo de sadismo-... pobreciiiito... íbamos en el carro para el motel, yo lo miraba de reojo y hasta que temblaba el chiquillo, - hacía una pausa y reía histéricamente. Y sus amigotes alababan entonces con gritería y risas las andanzas de Quique.
Porque ellos los del Inner Circle, los Caballeros de la Media Luna, eran una especie de club que no cualquiera podía entrar, era la estratificación social de la homosexualidad high, y trataban a estos profesionales del sexo como los hombres heterosexuales tratan a las rameras: objeto de deseo, comercio de carne fácil.
Pero, no siempre sus correrías fueron a pedir de boca por los alrededores del Pacífico, “los barrios del sur” la “Clínica Bíblica” y la Zona Fantasma, porque una noche había sido detenido por una radiopatrulla y pasado a las celdas del Organismo de Investigaciones Criminales. Fue gracias a la intervención oportuna de Henry De Quincey – en esa época jerarca supremo del Organismo de Investigaciones Criminales- que Quique, era puesto a “caminar” como se dice en la jerga policial.
Fue así que conoció a Henry De Quincey, pero esto fue mucho antes que los padres de Quique murieran y que Enrique se fuera a Europa.
Jamás podría olvidar la primera vez que vio a Henry De Quincey: con más de dos horas en las celdas del Organismo a Quique lo pasaron al cuarto piso del Ministerio Público, directamente a la oficina de Henry.
El frío de la madrugada y el silencio en el edificio le causó una gran impresión. Esperó el ascensor con los oficiales, leyó en una plaquita al fondo del pasillo: “morgue judicial ala oeste” Se imaginó él en aquellas planchas frías y de acero inoxidable y el asistente de patología iniciando la autopsia.
Buenas noches jefe, - exclamaron los dos oficiales del Organismo después de haber tocado la puerta y de escuchar: “está abierto, pasen”-. Era Henry que con camisa blanca, de mangas arrolladas y el nudo de la corbata flojo revisaba documentación interna. Ya su calvicie era incipiente, se le podía notar cada vez que bajaba y movía la cabeza buscando en el escritorio los papeles que lo tenían ocupado.
-A ver güevoncito, ¿con que seduciendo a carajillos de catorce años, no te da vergüenza? Mirá, yo no tengo nada en contra de los playos... pero eso de estar buscando a menores de edad, es como dicen - y esto último lo murmuraba revisando un file sin levantar la cabeza del escritorio- tocarle los huevos al águila, ¿me entendés?
A lo que Enrique le respondió:
-Sí señor, mire usted yo le puedo explicar... Henry le interrumpió:
-No me tenés nada que explicar. A mí no me tenés que justificar si andás por allí, por la Clínica Bíblica buscando hombres jovencitos con tacones altos y con peluca o con vestido de noche con lentejuelas. Ese es tu problema o esa es tu vida. A mí me da igual, que pasés en tu vehículo y le digás como a las once de la noche a un travestido, a un homosexual: - “!ay mi amooor que animalón se le va a salir por esos calzones, qué rico!”, -te repito esa es tu vida y vos la vivís como mejor te parezca.
Y en aquella ocasión antes de iniciar la última frase lo miró fijamente a los ojos:
-Pero, que no vengás aquí otra vez porque andás seduciendo carajillos, eso sí que no te lo voy a perdonar, - hizo una pausa oxigenó sus pulmones y continuó -:
-Porque si me entero de nuevo que andás persiguiendo “carajillos”, te parto el culo, ¿ me entendés?
-Sí, licenciado- murmuró nervioso y humillado Quique -, y Henry antes que Quique cerrara la puerta añadió:
- Y mirá no me digás licenciado porque no lo soy, ahora andate.
Pasaron varios años y aquella frase de Enrique de sumisión ante Henry de “sí licenciado” se hizo realidad. De Quincey Acosta se licenciaba en Derecho y dejaba el Organismo de Investigaciones Criminales. Con más de 30 años de servicio al Poder Judicial, obtenía una pensión y empezaba una nueva etapa en su vida como profesional en Derecho.
Cincuentón, sin hijos y sin esposa, Henry llevaba una vida sin mayores preocupaciones que las del mismo litigio.
Fue así que un día, un colega lo llamó a su bufete para decirle que no podía llevar un sucesorio.
-Mirá Henry, -le comentó el colega- los herederos son tres hijos, de buena familia, gente de clase alta, adinerados, respecto a tus honorarios no vas a tener ningún problema.
Días posteriores a la conversación de Henry con su colega, llegaron al bufete los tres herederos. De Quincey quedó anonadado al mirar a Enrique Lara conocido en el mundo artístico y de los gay como Quique. Evidentemente Enrique al verlo lo reconoció, igual le sucedió a Henry. De Quincey evitó mirar de frente a Enrique en toda la reunión y al responder preguntas de los herederos se dirigía a la hermana mayor.
Y... a la hora de despedirse sucedió lo inevitable: en medio del apretón de manos que le daba Enrique, este le murmuró con una voz de profundo agradecimiento:
-¿Licenciado, no se acuerda usted de mí?
Abochornado sin tener razón para ello y, sin embargo, así era, De Quincey no atinó a decir palabras, el diálogo le pareció una eternidad, sintió que se sonrojaba e inmediatamente Enrique interrumpió:
-¿Se acuerda?, en el Organismo de investigaciones Criminales porque... -y Henry sin saber cómo iba a concluir la frase de Quique atropelladamente se adelantó-:
-¿cómo?, ahh, sí muchacho, con razón tu cara me era tan familiar, sí, sí, sí, fue..... pusiste una denuncia de un robo, de una billetera con tus documentos, claro que me acuerdo, le decía esto De Quincey apretándole la mano y ya con cierto aire de complicidad con Enrique y no porque hubiera cambiado su posición respecto a los pederastas sino para evitarle a las dos hermanas cualquier dolor o indiscreción que podría malograr- incluso los jugosos honorarios que ya imaginaba en su cuenta bancaria. Pero, esto pasó quizá más de un lustro atrás, antes que la vida por extrañas circunstancias los fuera a unir de nuevo.
Hotmail IV... diciembre de 1999.
Guillermina antes de empezar a contar lo que sucedió en la “U” me siento obligada a cerrar una serie de rasgos de mi amiga Kiara, rasgos físicos y morales. Ahí voy: lo primero que me llamó la atención fue su voz de colegiala. Lo más interesante es que a pesar de su timbre juvenil, nada que ver con su madurez. Ella es una persona con temple, carácter y decisión. De su estatura debo confesar que es bajita: escaso 1:57 cm, pero ojo, bien empacada, porque posee una cintura delgada, y unas bien formadas caderas con unas piernas bastante moldeadas.
Igual que muchas de nosotras estudia en una universidad privada como te comenté en mi carta anterior. Ella dice que este asunto de los topless y de “dama de compañía” con gringos, es algo pasajero, que es para sacar adelante el estudio, que no se va a pasar toda la vida baboseando y puteando de bar en bar o de night club en night club.
Decía, que ayer fuimos a los campus universitarios. Me encantó porque no había gente. Entramos al campus y todo a nuestro alrededor parecía que giraba con una paz como muy pocas veces había sentido por aquellos corredores. La tarde estaba espléndida, fría y con celajes hermosísimos.
Comenzamos a caminar por el antiguo edificio de Estudios Generales, no deseaba entrar en “el tema de mis amores” y sin embargo, había comenzado a disminuir el paso, buscaba un asiento para sentarnos. Pero, no fue necesario, porque antes de encontrar un asiento, me dijo que si no quería hablar de mis royos sentimentales- porque me veía muy meditabunda y nerviosa- que no lo hiciera. Yo, me quedé sin contestarle por unos segundos, ella hizo lo mismo, me miró a los ojos, tomó mi mano y me la apretó un poquito como cómplice de mi indecisión y de seguido me susurró:
- Jackie, si estás de acuerdo vamos a la “Guevara” a tomarnos un café. Ahora que pasé estaba completamente vacía y tal vez allí te animés...
Asentí con la cabeza mientras la miraba a sus ojos verdes.
Retardé la verdadera conversación, entretanto Kiara le daba vuelta con la cucharita al café y encendía un cigarro.
No sé cómo tomé fuerzas y mirándola fijamente a los ojos con una taquicardia que me quería reventar el corazón le dije: “me gustas y te deseo”. Justifiqué, le señalé que yo nunca había tenido relaciones lesbianas. Todo a mi alrededor desapareció por espacio de un minuto o quizá dos, mi retina solo fijaba un objeto: la cara de mi amiga. Estaba ebria de terror, atolondrada y una vez que comencé a hablar de mis sentimientos no paré: cada palabra como en un mecanismo involuntario me empujaba a otra palabra, era como una especie de engranaje que puesto a caminar era imposible detener. La sangre me golpeó con fuerza la cara, la sentí encendida... ya no me importaba nada.
Fue horrible desnudarme de repente, sin ningún indicio que las cosas iban a tener buen final pero, lo tenía que hacer. Hablaba y sentía un gran alivio de lo que decía. Me invadía un calor tibio en el pecho y mi corazón se evaporaba en espirales a cada frase mía. Le confesé mi tortura de verla desnuda salir del baño, de las veces que habíamos dormido en la misma habitación –aunque en camas separadas- y en medio de la madrugada contemplaba su cuerpo semicubierto por las sábanas.
Me miró seria y no dijo nada, luego volvió a mirarme y sonrió. En esos instantes no sabía si se burlaba de mí o era una sonrisa de aceptación a la infantil confesión. Estrechó mis manos en las suyas, me las apretó levemente y exclamó:
-Tan loca que sos. Debemos de darnos tiempo, eso es todo.
Luego, acercó su boca a mi cara y me dió un beso húmedo cerca de la comisura de mis labios, esos besos término medio: mitad cachete y mitad boca.
Esto que te cuento fue en días pasados, el día jueves de la semana anterior.
Cinco días posteriores a mi confesión conversamos. Cuando la fui a dejar en el pick up a Barrio Amón, le pregunté tímidamente si nos íbamos a ver de nuevo, me miró así como alguien que no espera una pregunta tan a quemarropa, me sonrió con esa risa maravillosa y respondió que estaba bien:
- Dejémoslo al azar, improvisemos, no planeemos nada... ahí vemos qué hacemos y a dónde vamos.
¿ Qué pasará mañana mi querida Guillermina? No lo sé.
Pienso en la cita y siento retortijones en el estómago, es un susto de alegría. Sé que tal vez no me explico pero así es. Ojalá que vos me podás entender. ¡Claro que me entendés si sos una mujer inteligente como pocas he conocido!
Te dejo en suspenso para la próxima entrega de mi E-mail. ¡Qué emoción, qué emoción! Estoy que no quepo de la contentera! Un gran beso mi querida Guillermina. Saludos al viejo Paolo. Jackie.
Fuente: EUNA. Cuarta reimpresión 2014.
Autor: Jorge Méndez-Limbrick.
jueves, 11 de febrero de 2016
Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg. Segunda entrega.
(Segunda entrega.Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
Leopoldo Lugones
Como el de Quevedo, como el de Joyce, como el de Claudel, el genio de Leopoldo Lugones es fundamentalmente verbal. No hay una página de su numerosa labor que no pueda leerse en voz alta, y que no haya sido escrita en voz alta. Períodos que en otros escri-tores resultarían ostentosos y artificiales, corresponden, en él, a la plenitud y a las amplias evoluciones de su entonación natural.
Para Lugones, el ejercicio literario fue siempre la honesta y aplicada ejecución de una tarea precisa, el riguroso cumplimiento de un deber que excluía los adjetivos triviales, las imágenes pre-visibles y la construcción azarosa. Las ventajas de esa conducta son evidentes; su peligro es que el sistemático rechazo de lugares comunes conduzca a meras irregularidades que pueden ser obscuras o ine-ficaces. Lugones tuvo la vanidad de trabajar detenidamente su obra, línea por línea; un resultado de esta dedicación es el elevado nú-mero de páginas de índole antológica.
Desdeñoso de lo español, el autor de La guerra gaucha, para-dójicamente adoleció de dos supersticiones muy españolas: la creen-cia de que el escritor debe usar todas las palabras del diccionario, la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente. Sin embargo en algu-nos poemas de tono criollo, empleó con delicadeza un vocabulario sencillo; esto prueba su sensibilidad y nos permite suponer que sus ocasionales fealdades eran audacias y respondían a la ambición de medirse con todas las palabras. Fatalmente muchas de aquellas no-vedades se han anticuado pero la obra, en conjunto, es una de las mayores aventuras del idioma español. El siglo XVII quiso innovar, regresando al latín; Lugones quiso incorporar a su idioma los rit-mos, las metáforas, las libertades, que el romanticismo y el simbo-lismo habían dado al francés.
La literatura de América aún se nutre de la obra de este gran escritor; escribir bien es, para muchos, escribir a la manera de Lu-gones. Desde el ultraísmo hasta nuestro tiempo, su inevitable in-flujo perdura creciendo y transformándose. Tan general es ese in-flujo que para ser discípulo de Lugones, no es necesario haberlo leído. En La pipa de Kif de Valle Inclán se advierte el Lunario sentimental; sin menoscabo de su originalidad, dos grandes poetas, Ramón López Velarde y Martínez Estrada, provienen de Lugones.
Alcanzar en un medio indiferente una obra tan fértil y tan plena es una empresa heroica; su vida entera fue una laboriosa jor-nada, que desdeñó las recompensas, los aplausos y los honores y hasta la gloria que ahora lo sustenta y lo justifica. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte.
El Modernismo
La historia de Leopoldo Lugones es inseparable de la historia del modernismo, aunque su obra, en conjunto, excede los límites de esta escuela. A fines del siglo XIX y a principios del XX, el mo-dernismo renovó las literaturas de lengua española. Esta renova-ción era necesaria; después del siglo de oro y del barroco, la lite-ratura hispánica decae y los siglos XVIII y XIX son igualmente pobres.
España nunca fue clásica; la impetuosa irregularidad de su dra-ma y la evocación, acaso arbitraria, de su color local, inspiran la reacción romántica; Alemania descubre a Calderón, lo traduce Shelley y su obra sirve de argumento contra el rigor de las tres unidades clásicas.
Es curioso observar que el romanticismo, esencialmente afín a la índole de España, no produce en este país un solo poeta de la significación de Keats o de Hugo.
La circunstancia de que algunos críticos españoles ignoraran esta indigencia contribuía a hacerla más irreparable; así Menéndez y Pelayo, en la antología que se titula Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana, admite inexplicablemente una des-mesurada proporción de poetas de su época.
Con esta decadencia contrastan la complejidad y el vigor de las otras literaturas de Europa; en la poesía de Francia, cuyo influjo en el modernismo será decisivo, el Parnaso sucede al romanticismo y el simbolismo al Parnaso. De estas escuelas, excluyentes en Fran-cia, las dos últimas son recibidas con igual devoción por las jóvenes generaciones americanas y se difunden con facilidad. En lo que se refiere al romanticismo, se observa una reacción contra su elocuencia y su pompa, pero aún se admira a Víctor Hugo.
Por aquellos años, en Buenos Aires o en Méjico no se con-cibe una persona culta que no sepa francés y es prestigioso ir a París para perfeccionar los estudios. Todavía cercana la guerra de la Independencia, el odio a lo español no se había extinguido; las injuriosas expresiones godo y gallego eran habituales. La admira-ción por lo francés llega al exceso; Eduardo Wilde se burla de ella en su artículo Vida moderna.
La imitación del clasicismo español persistía en ciertos poetas pero su obra constituyó, para los jóvenes, un, testimonio más de la esterilidad de esa tradición. Recordemos la obra de Oyuela.
Agotado el placer que podían suministrar el vocabulario y los metros clásicos, se sentía la urgencia de renovarlos. Obscuramente se anhelaba y se vislumbraba otra cosa; adelantándose a ello, algunos poetas anteriores parecían señalar nuevas direcciones.
Así el revolucionario cubano José Martí decía en el prólogo de sus Versos libres (1882):
“Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados... Recortar versos también sé, pero no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje. Amo las sonoridades difíciles...”
En 1891, agre-gaba:
“Amo la sencillez y creo en la necesidad de poner el senti-miento en formas llanas y sinceras.”
El mérito de Martí, como poeta, se limita a haber preferido la sencillez; en sus mejores versos hay algo de copla popular. Se considera que Ismaelillo, escrito en 1882 para su hijo, marca el principio de esta nueva tendencia en las letras americanas, que culminará en Azul, de Rubén Darío.
Otro cubano, Julián del Casal (1863-1893), prefigura los temas del hastío, de la evasión y del exotismo, que serán luego pre-dilectos, de los modernistas. Influido por Baudelaire, entre lo arti-ficial y lo natural elige lo primero:
Tengo el impuro amor de las ciudades
Y a este Sol que ilumina las edades
Prefiero yo del gas las claridades.
A mis sentidos lánguidos arroba,
Más que el olor de un bosque de caoba,
El ambiente enfermizo de una alcoba.
Otro famoso precursor, José Asunción Silva (1865-1896), ferviente lector de Poe, de Baudelaire, de Verlaine, de los prerrafaelistas ingleses, trunca su desdichada vida a la edad de treinta años, pero deja los Nocturnos, que América aún no ha olvidado:
...Era el frío del sepulcro, era el hielo de la muerte,
era el frío de la nada...
Y mi sombra,
por los rayos de la Luna proyectada,
iba sola,
iba sola,
iba sola por la estepa solitaria;
y tu sombra esbelta y ágil,
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de murmullos,
de perfumes y de música de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella...
¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras de los cuerpos que se juntan
con las sombras de las almas!
¡Oh las sombras que se buscan en las noches
de tristezas y de lágrimas!...
Entre los iniciadores del modernismo se halla también el me-jicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), fundador de la Revista azul, que con tanta hospitalidad acogió la poesía de los jóvenes. Dice Pedro Henríquez Ureña:
“Hay en su melancolía un dejo otoñal, que concuerda con el constante clima otoñal de las altas mesetas de Méjico. Es el más mejicano de los poetas –un mejicano del valle de Anáhuac, en el que está la capital– como Casal es uno de los más cubanos en su amor por los colores vivos. Su poesía es también pictórica, especialmente en las Odas breves, llenas de reminiscencias griegas y latinas.”
Ejemplo de estos ejer-cicios clásicos, ensayados por un poeta esencialmente romántico, es la oda Ultima Necat * , donde se imita no sólo la brevedad y las alusiones mitológicas sino también las apretadas yuxtaposiciones de ciertos estilos helénicos:
* _ Recuérdese la inscripción de los relojes de Sol: “Omnes vulnerant, ultima necat” (Todas hieren, la última mata).
¡Huyen los años como raudas naves!
¡rápidos huyen!
Infecunda Parca
pálida espera. La salobre Estigia
calla dormida.
¡Voladores años!
¡Dado me fuera detener convulso,
horas fugaces, vuestra blanca veste!
Pasan las dichas y temblando llegan
mudos inviernos...
Las fragantes rosas
mustias se vuelven, y el enhiesto cáliz
cae de la mano. Pensativa el alba
baja del monte. Los placeres todos
duermen rendidos...
En mis brazos flojos
Cintia descansa.
Pero José Martí, Julián del Casal, José Asunción Silva y Ma-nuel Gutiérrez Nájera se limitan a preparar el advenimiento de un gran poeta: Rubén Darío.
De igual manera que el romanticismo francés cabe en el solo nombre de Hugo, así lo que será el modernismo –su nostalgia, sus excesos decorativos, su esplendor verbal– cabe en el de Darío.
La historia de la nueva escuela comienza en 1888 con la pu-blicación de Azul... en Valparaíso. De este libro, cuya importancia histórica es innegable, quizá lo único que aún sobreviva sea algún soneto como el dedicado a Walt Whitman. En 1896 aparece en Buenos Aires Prosas profanas. Temas, palabras, metáforas, emo-ciones, están muy lejos de nosotros, pero es indiscutible que con este libro de versos entró en el idioma español una nueva música, un nuevo juego de posibilidades sonoras. Las predilecciones de Ru-bén Darío por el esdrújulo, por el tono agudo y por cierta espontánea o estudiada facilidad oral se manifiestan en estrofas, acaso gastadas ahora, pero que entonces debieron sorprender por su osadía:
Boga y boga en el lago sonoro
donde el sueño a los tristes espera,
donde aguarda una góndola de oro
a la novia de Luis de Baviera.
(Blasón)
Padre y maestro mágico, liróforo celeste
que al instrumento olímpico y a la siringa agreste
diste tu acento encantador;
¡Panida! Pan tú mismo, que coros condujiste
hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste,
¡al son del sistro y del tambor!
(Responso a Verlaine)
Darío publica después Cantos de vida y esperanza (1905) y El canto errante (1907). En estos libros perfecciona sus esplendo-res (Visión, Metempsícosis), y alcanza aquello que Lugones no alcanzará, tal vez, en toda su vida: un vínculo amistoso con el lec-tor, la confidencia íntima. Detrás de la magnificencia verbal y de los hallazgos métricos se vislumbra el destino trágico de Darío. Recuérdese: Yo soy aquel que ayer nomás decía..., Canción de otoño en primavera, Melancolía, Lo fatal, ¡Eheu!
El modernismo, por obra de Darío, triunfó en América y en España. Darío, en este último país, no es un forastero; se ha incor-porado a la tradición nacional y se habla de él como de Garcilaso o de Góngora. Darío es así, para la historia de la literatura, un gran poeta de España y de América.
Dos poetas norteamericanos, Edgar Alian Poe y Walt Whit-man, habían influido esencialmente, por su teoría y por su obra, en la literatura francesa; Rubén Darío, hombre de Hispanoamérica, recoge este influjo a través de la escuela simbolista; y lo lleva a España.
Hemos dicho que la evasión fue uno de los rasgos diferen-ciales del modernismo; podría señalarse también los temas de la mitología griega, heredados del Parnaso francés y, en general, usa-dos de manera decorativa. En Prosas profanas, Rubén Darío llegó a decir:
Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francia, porque en Francia,
al eco de las Risas y los juegos,
su más dulce licor Venus escancia.
........................................................................
Verlaine es más que Sócrates; y Arsenio
Houssaye supera al viejo Anacreonte
........................................................................
La profusión de mitos helénicos no basta al modernismo; Ri-cardo Jaimes Freyre, en Castalia bárbara (1899), reemplaza las divinidades griegas por las escandinavas. Cambian así los personajes no el espíritu.
Alguien podría objetar la frecuencia de temas, mitológicos en la literatura de nuestro tiempo (Yeats, Valéry, Kafka, Gide); pero su empleo, ahora, no es puramente ornamental, es también signi-ficativo de situaciones individuales.
El modernismo abarcó todas las naciones de Sudamérica. Sus poetas, quizás a través de Heredia y de Hugo, descubrieron las po-sibilidades literarias del continente; a Grecia y a Versailles suceden la historia y la geografía americanas. Sus orígenes los conducen a España y, por ende, al descubrimiento de su Edad Media y de la lírica barroca. Góngora, reprobado por la Academia y admirado, acaso desde lejos, por Verlaine * , es de nuevo propuesto a la admi-ración por los modernistas.
* _ En los Poèmes Saturniens (1867), el soneto “Lassitude” lleva como para-dójico epígrafe: a batallas de amor campo de pluma (Soledad Primera).
Pedro Henríquez Ureña, en el libro Las corrientes literarias en la América Hispánica, divide la historia del modernismo en dos períodos: el primero va de 1882 a 1896, integrado por Martí, Ca-sal, Gutiérrez Nájera, Asunción Silva, y Darío; el segundo va de 1896 a 1920.
“Martí, Casal, Gutiérrez Nájera y Silva mueren entre 1893 y 1896; Darío queda, pues, como cabeza indiscutible para los veinte años siguientes.”
Agrega Henríquez Ureña que entre 1896 y 1900 el centro de este movimiento estuvo en el sur, en Buenos Aires y Montevideo.
Como se habrá observado, el primer período del esquema pro-puesto por Henríquez Ureña comprende, con excepción de Darío, a los poetas que nosotros, por juzgarlos, aún vinculados al roman-ticismo, hemos considerado precursores. No hay que olvidar que las clasificaciones literarias son artificiales y responden a la necesi-dad de organizar el conocimiento; los lectores pueden elegir cual-quiera de las dos posibilidades.
En el modernismo predominó la poesía, pero también hubo prosistas. Darío cultivó ambas formas; nadie ignora que fue más afortunado en el verso. Veremos que en el caso de Lugones la de-cisión no es fácil. Alguno (Carlos Reyles, Rodó), se limitó a la prosa. Y un género intermedio, el breve “poema en prosa”, a la manera de Aloysius Bertrand y de Baudelaire, encontró asimis-mo cultores. En El cencerro de cristal (1915), Güiraldes, influido por Laforgue, alternó en una misma composición la prosa y el verso.
Hoy las literaturas de lengua española han traspuesto sus limites geográficos y merecen interés y respeto; esto es obra del modernismo. No, acaso, de los libros que fueron expresión de esta escuela, pero sí del impulso que ella dio a las letras españolas y americanas. Hasta la reacción contra el modernismo, que se observa a partir de mil novecientos veintitantos, es consecuencia o parte del moder-nismo, y hereda su ímpetu.
Fuente: Editorial Pleamar. Buenos Aires, Argentina.
miércoles, 10 de febrero de 2016
Leopoldo Lugones Jorge Luis Borges y Betina Edelberg.
Leopoldo Lugones
Jorge Luis Borges y Betina Edelberg
Advertencia
Este libro es una introducción a la obra de Leopoldo Lugones. Situar esta obra en la historia de la literatura argentina y de la lite-ratura hispanoamericana, proponerla a la curiosidad del lector y esbozar un principio de orientación por su poblado ámbito, son los propósitos fundamentales de este trabajo.
Queden para otros los exhaustivos análisis estilísticos y la his-toria de un hombre solitario, orgulloso y valiente, cuyos libros despertaron la admiración, pero no el afecto, y que murió, tal vez, sin haber escrito la palabra que lo expresara.
J.L.B.-B.E.
A Leopoldo Lugones
Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ám-bito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágica-mente, A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.
Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.
En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo), pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.
J.L.B.
Buenos Aires, 9 de Agosto de 1960
Fuente: Editorial Pleamar. Buenos Aires, Argentina.
domingo, 7 de febrero de 2016
Georges Simenon Novela: El asesino.
Georges Joseph Christian Simenon (Lieja, 13 de febrero de 1903 — Lausana, 4 de septiembre de 1989) fue un escritor belga en lengua francesa.
Su vida comienza regida por el misterio, pues en realidad nació el viernes 13 de febrero, pero fue declarado como nacido el 12, por superstición. Simenon fue un novelista de una fecundidad extraordinaria, con 192 novelas publicadas bajo su nombre y una treintena de obras aparecidas bajo 27 seudónimos. Los tirajes acumulados de sus libros alcanzan 550 millones de ejemplares. También fue de llamar la atención en otros aspectos: una vez declaró haber hecho el amor a treinta mil mujeres, cifra que, por supuesto, no ha podido confirmarse.
André Gide, André Therive y Robert Brasillach fueron los primeros en reconocer que se trataba de un gran escritor.
***
La apacible y ordenada vida de Hans Kuperus, médico de profesión y vecino de la localidad de Sneek, sufre un duro golpe el día en que, mediante una carta anónima, se entera de que su mujer, Alice, le engaña nada menos que con el abogado Schutter, un aristócrata vividor que, entre otras cosas, ha conseguido ser nombrado presidente de la Academia de Billar, un honor que Kuperus anhelaba desde hace tiempo. Un año después, el doble asesinato de Alice y Schutter conmociona la ciudad; además no hay sospechosos, ni pistas, ni pruebas fehacientes… Hans, manchado ya su honor, toma como amante a Neel, la criada, e intenta seguir con su vida rutinaria, sus visitas al café Onder de Linde, su consulta, la relación con sus amigos. Será la asfixiante atmósfera creada por los habitantes de la ciudad la que de hecho acabará acorralando al asesino, quien, sin percibirlo, irá delatándose poco a poco.
Los años treinta fueron para Simenon un periodo fértil: entre 1931 y septiembre de 1939 escribió nada menos que cuarenta y cuatro novelas a las que se ha calificado de «novelas duras». El asesino, escrita en 1935, pertenece a esta época.
(Novela: El asesino. Fragmento).
1
Era tan íntima la mezcla entre la vida cotidiana, los hechos y gestos convencionales, y la aventura más inaudita, que el doctor Kuperus, Hans Kuperus, de Sneek (Frisia neerlandesa), sentía una excitación casi voluptuosa que le recordaba, por ejemplo, los efectos de la cafeína.
Estaba en Amsterdam, como todos los primeros martes de cada mes. Y en enero; se había puesto la pelliza con cuello de nutria y, como nevaba, llevaba chanclos sobre los zapatos.
Estos detalles carecen de importancia, simplemente indican que las cosas transcurrían igual que los demás primeros martes de cada mes. Incluso en otro minúsculo detalle: al salir de la hermosa estación de ladrillo rojo fue a tomarse una copa de ginebra enfrente, algo que nunca decía a nadie, porque a las diez de la mañana no estaba bien visto entrar solo en un café vergunning[1] y consumir alcohol.
Había nevado durante toda la noche, seguía nevando, pero la atmósfera era muy alegre. Los copos caían suavemente, muy espaciados, sin el menor riesgo de que chocasen entre sí en el aire, y de vez en cuando aparecía el sol en un cielo ya azul pálido. En el suelo la nieve cuajaba. Unos hombres barrían para amontonarla. En los canales, cerca de las orillas, se formaban películas de hielo y agujas de escarcha aureolaban el casco de los barcos.
La aventura empezó con la segunda copa de Bols, en la que Kuperus pidió que le echaran un poco de bitter para quitarle el sabor, que no le gustaba. Luego pagó, se limpió la boca, se levantó el cuello y salió con las manos en los bolsillos y la cartera bajo el brazo.
Normalmente hubiera tomado el tranvía para ir a casa de su cuñada, que vivía en el barrio elegante del Jardín Botánico. Luego hubiese almorzado a las dos, hubiera ido a pie a unos trescientos metros de allí, a un edificio nuevo, de ladrillo barnizado, donde los primeros martes de cada mes se reunían los médicos de la Asociación de Biología.
Ni fue a casa de su cuñada, la obesa señora Kramm, ni a la Asociación, y aquello bastó para que se sintiera extremadamente ligero, como si por primera vez en su vida hubiese cortado el hilo que le mantenía sujeto a la tierra.
Enfiló la ancha calle que conduce al barrio de los teatros y fue deteniéndose ante los escaparates de todas las armerías. Hubiera podido entrar en la primera, pero prefirió ver cuatro o cinco, y mientras contemplaba las armas se miraba en los cristales.
Sabía que parecía un provinciano, sobre todo cuando se quitaba el sombrero, porque nunca había conseguido alisarse los cabellos, que eran de un rubio rojizo. Era alto y corpulento. La gente que no entendía nada de esas cosas decía de él:
—¡Es un coloso!
Pero él, que se conocía, que se obstinaba en conocerse, siempre se había encontrado blando. La cara, por ejemplo. Esos párpados demasiado gruesos, esos ojos saltones. Y el pliegue de la boca, la nariz ligeramente torcida.
Estaba cansado. Sufría deficiencias, para usar una expresión que impresionaba a sus pacientes. Sabía que perdía fosfatos, y pronto, cuando hubiese andado mucho, sin duda sentiría una sensación de ahogo en el pecho.
Pero ahora esto carecía de importancia. Tomó carrerilla, es decir, que aún se plantó ante el escaparate de tres armerías, pero de repente entró en una de las tiendas, una tiendecilla diminuta en la que había un viejecito con un casquete detrás del mostrador.
—¿Tiene revólveres automáticos?
Era una tontería preguntarlo. El escaparate rebosaba de ellos.
Tocó el arma con respeto, con un leve estremecimiento, como sus pacientes tocaban el brillante instrumental que iba a utilizar en su carne para abrirles un panadizo o sondear el estómago.
Hizo que se lo cargaran, se lo guardó en el bolsillo, miró la hora y pensó que normalmente a esas horas estaría tomando té y comiendo bocadillos de queso en casa de su cuñada, la señora Kramm.
Como no quería hacer nada parecido y su tren no salía hasta las tres, entró en un buen restaurante al que nunca iba por ahorro y encargó un almuerzo completo, un almuerzo a la francesa, con entremeses, vino, pastel de chocolate helado y postre. Se sentó solo a una mesa. Tenía calor. Pensaba que el revólver deformaba el bolsillo del abrigo colgado del perchero.
Incluso sonrió con malicia.
Finalmente entró en un cine y vio el comienzo de una película de la que nunca iba a ver el final.
A partir de las tres la mezcla de costumbre y de aventura se volvió aún más íntima, porque entonces Kuperus hizo los gestos que hubiera debido hacer al día siguiente, con toda exactitud, es decir, sin más que un día de diferencia.
Las otras veces llegaba el martes, después de almorzar asistía a la sesión de la Asociación y pasaba el resto de la tarde y la noche en casa de su cuñada. El miércoles por la mañana se ocupaba de algunos encargos que su mujer nunca dejaba de encomendarle y a las tres tomaba el tren para Enkhuizen.
Sólo un día de diferencia. Y sin embargo aquello lo cambiaba todo. El martes había habido sin duda una feria en Enkhuizen, porque el tren estaba lleno de gente a la que no conocía, gente de una clase distinta a la de sus compañeros del miércoles. Algunos llevaban un gorro de piel, como él mismo hacía en Sneek pero nunca se hubiera permitido en Amsterdam.
Aquellos desconocidos le saludaron, como siempre se saluda cuando alguien entra en un compartimento. Después se pusieron a hablar de sus asuntos, que no eran otros que cerdos daneses y cerdos letones.
Hubo un detalle más sin importancia, evidentemente, pero que no dejaba de ser un detalle: el miércoles, en su compartimento de primera clase hubiera coincidido con el alcalde de Stavoren, el de Leeuwarden y el de Sneek, porque los primeros miércoles de cada mes se celebraba en Amsterdam la conferencia de los alcaldes.
Dos horas de recorrido hasta Enkhuizen. Varias veces comprobó que seguía llevando el revólver en el bolsillo y estuvo a punto de sonreír.
La diferencia con los miércoles iba haciéndose cada vez más sensible. El Princesa Helena esperaba en el muelle, como de costumbre. Era un hermoso barco blanco que efectuaba la travesía desde hacía un año. Kuperus conocía al capitán, a los oficiales, a los camareros, en resumen, a todo el mundo, pero no reconoció a ningún pasajero.
Siempre con la cartera bajo el brazo descendió al gran salón, allí hubiera tenido que reunirse con sus tres alcaldes en la mesa del fondo, siempre la misma, y a la que enseguida les hubieran llevado dos mazos de cartas para el bridge y grandes vasos de cerveza Amstel.
Porque atravesar el Zuyderzee, desde Enkhuizen a Stavoren, sólo dura una hora y media, el tiempo de tres robbes, cuando alguien no se empeñaba en hacer faroles (el alcalde de Leeuwarden era quien siempre hacía faroles cuando se veía perdido).
Le sirvieron, pues, la cerveza sin las cartas.
—Lleva usted un día de adelanto.
Y él se dio la satisfacción de contestar:
—Llevo un año de retraso.
Ni siquiera en cubierta había la misma gente el martes que el miércoles. Sólo desconocidos que iban todos a Leeuwarden, sin duda para otra feria o para algún congreso.
Había anochecido. El Zuyderzee estaba en calma. Las hélices giraban sin sacudidas. Un inglés leía un grueso periódico de su país.
Un año de retraso. Eso es. Y Kuperus rumiaba voluptuosamente esta idea.
Un año, salvo por dos días (era un viernes tan frío que habían cerrado las escuelas), cuando recibió aquella nota mal escrita, tal vez deliberadamente:
«Muy honorable doctor:
»Es triste ver a un hombre como usted ridiculizado sin que lo sepa.
»Alguien que le respeta le avisa que la señora Kuperus le engaña siempre que usted está de viaje. Va reunirse con un amigo suyo, el señor de Schutter, en un bungalow de los Lagos, y a veces pasa allí la noche».
Alguien que le conocía, sí. Pero alguien que le conocía mal. Porque Schutter no era amigo suyo.
Para los demás tal vez. Pero no en el fondo. El señor de Schutter, el abogado que no se tomaba la molestia de ejercer porque era rico, pertenecía a la Academia de Billar, igual que Kuperus. Incluso era su presidente, mientras que en la última asamblea a Kuperus sólo le habían nombrado comisario.
Schutter era noble. Era conde de Schutter, y decía no conceder ninguna importancia a su título, hasta parecía enojarse cuando otros lo empleaban, pero ésta era otra manera de singularizarse.
Tenía la misma edad que Kuperus, cuarenta y cinco años, pero aparentaba treinta y cinco, a pesar de sus cabellos plateados, porque era delgado y encargaba su ropa a un sastre inglés de Amsterdam.
Schutter hablaba francés, inglés y alemán, y había viajado por todo el mundo, como lo demostraban las ampliaciones fotográficas que tapizaban las paredes de su casa.
¡Y qué casa! La más bonita de Sneek. Al lado del ayuntamiento. Casi más bonita que el monumento oficial, que databa de la misma época, de ladrillo negro, con cristalitos rosados en las ventanas y chimeneas de auténtico Delft.
Schutter era consejero comunal. Hubieran podido nombrarle regidor, se hacía proponer para este cargo en todas las elecciones para darse el gusto de rechazarlo.
Schutter poseía un barco en los lagos, pero no era un seis metros, ni un nueve metros, ni un tialke, sino un yate de mar al que había puesto el nombre de Southern Cross, y al que habían tenido que declarar fuera de concurso porque ganaba todas las competiciones.
Schutter tenía los labios delgados, que le dibujaban una sonrisa superior, a la vez distante e indulgente, una sonrisa «a lo Voltaire», como decían ciertos miembros de la Academia de Billar.
Schutter iba todos los años a la Costa Azul y a la montaña.
Schutter…
Era sobre todo el único hombre de Sneek al que se permitía tener mala fama. Necesitaban uno, y era él. Un hombre del que pudiera decirse:
—Ninguna se le resiste.
Ninguna mujer. Ni siquiera las mujeres casadas. Otro hubiera sido mal visto, se le hubiese condenado al ostracismo, expulsado de los círculos.
Schutter era el niño bonito al que nada le estaba prohibido. Se le había nombrado por unanimidad, sin presentarse, presidente de la Academia de Billar, cuando todo el mundo sabía que Kuperus esperaba ocupar ese cargo desde hacía años.
Así era el señor de Schutter.
Y la señora Kuperus, Alice Kuperus, era una mujer de treinta y cinco años, gordezuela, más bien entrada en carnes, pero rosada y tierna, con una sonrisa fresca, de ojos claros, una buena mujer vulgar y sin malicia.
Kuperus no le negaba nada. Para la ropa de esport había tenido el mismo sastre que la alcaldesa. Desde hacía dos años poseía el mejor abrigo de astracán de Sneek. Hacía sólo un año que habían cambiado el mobiliario del salón únicamente para que ella pudiese ofrecer tés en un decorado moderno, y Kuperus había comprado un bar portátil para los cócteles.
El barco ronroneaba. De vez en cuando se oía el ruido de un bloque de hielo que partía la roda y el de la superficie helada deslizándose junto al casco.
El camarero, que conocía a Kuperus, esperaba el momento de servirle otro vaso de cerveza.
—Un coñac.
Fue algo parecido a un escándalo. Nunca había bebido coñac a bordo, donde era demasiado conocido. Pero sonreía al aire pensando en el revólver.
Alice Kuperus era…
Al principio no lo creyó. Esperó dos meses antes de ir a comprobarlo, porque se hubieran extrañado de no verle en su Asociación, y también porque era complicado.
Había que engañar a todos. Aparentar que cogía el tren. Ocultarse en algún lugar hasta la noche. Y en Sneek todo el mundo conocía al doctor Kuperus. Luego esperar al día siguiente por la noche para volver a su casa.
Lo hizo. Cuando se fundían las nieves y los hielos fue a pasar la noche en casa de su nodriza, en Hindelopen, le contó lo primero que se le ocurrió, y la anciana, que aún usaba el traje frisón, sin duda no creyó su historia.
En cualquier caso era verdad: los vio a los dos, a Schutter y a la señora Kuperus, entrando en la especie de bungalow construido al borde del canal, muy cerca del lago, muy cerca también de la Southern Cross, donde el abogado daba fiestas en verano.
El edificio era de madera. A su alrededor, aparte de un vago camino de sirga, nada más que agua, el agua de los canales, el agua del lago, de todos los lagos que empezaban en aquel lugar.
Y todo a un kilómetro y medio de la ciudad.
—¿No lleva equipaje?
Contuvo la risa mirando al camarero. Estuvo a punto de confesarle: «Sí. Un equipaje importante, terrible, en un bolsillo de mi pelliza».
Por las portillas se veían ya las luces rojas y verdes del puerto de Stavoren.
Había tardado un año en decidirse. Y tal vez nunca lo hubiera hecho si quince días atrás Schutter no hubiera vuelto a ser nombrado, por un año más, presidente de la Academia de Billar.
Porque Kuperus se había presentado. Y descartaron su candidatura sin votar siquiera secretamente.
Hacía un año que trataba de darse ánimos, de decidirse a actuar.
Por fin lo hacía. La prueba de ello esa que estaba en el barco de los martes, en vez de encontrarse a bordo del barco de los miércoles.
—Toma, Peter.
Estuvo a punto de dar diez florines al camarero. Pero pensó que aquello daría que hablar. Sólo le dio uno, lo cual equivalía a diez veces el dobbeltje de propina habitual.
Lo demás, desde Stavoren a Sneek, aún era más previsible. Dos compartimentos de primera clase. Kuperus siempre ocupaba uno él solo. Le conocían. Era casi como si estuviera reservado.
Al bajar del barco cruzó las vías y se instaló en su compartimento, el de fumadores, porque fumaba en pipa.
—Buenas noches, señor Kuperus.
Seguro que el empleado se equivocó, creyó que era miércoles en lugar de martes, ya que hacía años que sus idas y venidas no podían ser más regulares.
Ahora sólo había que esperar las paradas y los gritos:
—¡Hindelopen!
Luego:
—¡Workum!
Que el hombre pronunciaba: Wooorekum.
Finalmente Sneek, su estación tranquila, pulcra y acogedora, desde donde tenía la costumbre de dirigirse en primer lugar hacia la Plaza Mayor. A aquella hora todo estaba oscuro, salvo los cristales del café Onder de Linden.
¡La sede de la Academia de Billar! Hacía un alto allí de vuelta a su casa. Y bebía un último vaso de cerveza. Le preguntaban:
—¿Hay algo nuevo por Amsterdam?
Él daba las noticias que acababa de leer en la última edición del Telegraaf.
Lo que cambió el curso de todo fue un azar. Desde luego, pasaron por Hindelopen y por Workum, como siempre. Pero unos minutos antes de llegar a Sneek, algo imprevisto obligó al tren a disminuir la velocidad e incluso a detenerse del todo.
Había tanta escarcha en los cristales que Kuperus no pudo ver nada del exterior. Abrió la portezuela, vio la chimenea de una quesería, una red de canales medio helados y reconoció el lugar.
Estaba a menos de quinientos metros del bungalow de Schutter.
No lo pensó dos veces. Tomó su cartera, un gesto maquinal que no hubiese dejado de hacer en las circunstancias más trágicas. Bajó, se dejó caer por el terraplén y llegó abajo mientras el tren volvía a ponerse en marcha.
De lo que pasó luego apenas es posible hablar. El doctor Kuperus había decidido poner fin a aquello. Lo cual equivalía a decir que se acabó. Se acabó para los tres, para Schutter (cuyo nombre de pila era Cornelius), para Alice (que llevaba el apellido Kuperus) y para el mismo Hans Kuperus.
La mejor prueba de ello era el revólver, muy frío, helado, en su bolsillo. No se trataba de una idea vaga. Había reflexionado durante un año. Sabía lo que estaba haciendo.
A su alrededor, nieve y sombras formadas por los canales, la mayoría de los cuales ya no se usaban. En medio de la noche, una lucecita, la única, la del bungalow de Schutter.
O sea que se encontraba allí. O sea que, por así decirlo, todo había terminado antes de que empezara.
Echó a andar después de que el tren hubiera desaparecido escupiendo chispas rojizas hacia el cielo. Se aproximó a la casa y avanzó más prudentemente, para que no crujiera la nieve endurecida, mucho más espesa que en Amsterdam.
Hacía tanto frío que por un momento se preguntó si su dedo índice no estaba demasiado agarrotado para apoyarse debidamente en el gatillo.
La ciudad quedaba lejos: sólo unas luces remotas que en el aire se convertían en un halo amarillento.
Schutter se jactaba de conseguir todas las mujeres. Y entre ellas Alice. Alice iba al bungalow, como las demás.
No le costó mucho comprobarlo. No se habían tornado la molestia de cerrar las persianas, hasta tal punto contaban con el aislamiento.
Kuperus se acercó sin hacer ruido, pegó la cara al cristal y vio a su mujer en combinación bebiendo algo, mientras Schutter volvía a hacerse el nudo de la corbata.
Era una habitación bonita. No un dormitorio, sino una especie de estudio, con fotografías de Schutter en todos los países del mundo, con los trajes más diversos. Sobre una mesa unos vasitos que contenían licor.
Alice volvía a vestirse como si siempre se hubiera vestido en aquel lugar. Hablaba. Él no oía las palabras. Sólo veía a los personajes. El hombre fumaba uno de esos cigarrillos que se jactaba de hacerse traer directamente de Egipto, y que no eran mejores que los honrados cigarrillos holandeses.
La cartera bajo el brazo era un estorbo, pero Kuperus no la soltó. Comprendía que no debía soltarla. Tenía que seguir siendo él mismo, en toda su integridad.
¿Qué se decían? Simplemente charlaban, sin coquetería, como antiguos amantes. Alice se empolvaba la cara ante un espejo que le era familiar.
Debía de estar haciendo reproches a su compañero, tal vez una escena de celos, porque había dureza en la expresión de su rostro, y una sonrisa fatua en el del hombre.
Se prendió la perla en la corbata. No se hubiera considerado elegante sin esa perla.
—Regalo de un maharajá —explicaba en la Academia de Billar.
El ritmo se aceleró. Sin duda Alice quería irse. Los dos se dirigieron hacia la puerta. Kuperus tenía frío. Se había quitado el guante de la mano derecha, que estaba helada.
Oscuridad. Todas las lámparas se habían apagado a la vez. Schutter volvía a cerrar la puerta cuidadosamente, como un pequeño burgués, mientras su compañera esperaba.
¿Era acaso el momento?
El médico, aunque ya tenía el dedo en el gatillo, no disparó.
La pareja echó a andar, siguió el camino de sirga que ya no se utilizaba desde hacía mucho tiempo, junto a un canal invadido por las cañas, que no usaban los barcos.
Se alejaban del brazo. En el cielo había claridades de luna.
Kuperus andaba tras ellos, se iba acercando.
Seguía sin disparar. El índice, a causa del frío, se le había pegado al acero. Tal vez hacía demasiado tiempo que pensaba en aquello, que lo había previsto todo.
Porque había preparado su entrada en el bungalow, incluso un discurso.
Ante él dos sombras que se movían. Estaba a diez metros. Fue Alice quien precipitó la decisión, se detuvo, volvió la cabeza, inquieta. Y el otro, para tranquilizarla, también se volvió.
Entonces Kuperus disparó. Una vez… Dos veces… Otra más, porque Schutter no cayó del todo, seguía de rodillas.
Se dijo que tal vez sufría y vació todo el cargador a quemarropa, para acabar de una vez.
Le palpitaba el corazón, sentía en el pecho aquella angustia que tanto temía, y hubo de permanecer inmóvil junto a ellos, con la mano sobre el lado izquierdo del pecho, durante unos minutos.
Luego, para matarse hubiera tenido que volver a cargar el revólver.
¿Y ahora qué?
Le dominaba una idea: Schutter estaba muerto.
Otra idea solapaba a la anterior: dado que Schutter había muerto, ¿era completamente necesario que también él desapareciera?
Los dos cuerpos estaban a menos de un metro de las cañas del canal. La luna acababa de salir, serena, como sólo lo está en las glaciales noches del invierno.
Kuperus respiró profundamente varias veces, arrojó su revólver al agua, y enseguida se arrepintió, porque era demasiado cerca.
¡Qué más daba!
Miró su reloj. Tenía tiempo para…
Le bastaba con empujar los dos cuerpos. Alice ya no respiraba. Parecía haber cerrado los ojos, aunque quizá fuese un efecto de la luz de la luna.
Arrastró los cadáveres para no tener que pensar más en aquello, sonrió con sarcasmo al acordarse de la Academia. Y antes de dejar caer a Schutter al agua, sacó su cartera del bolsillo.
Estaba borracho por todo lo que había bebido y todo lo que había hecho. Pero su embriaguez, en vez de sobreexcitarle, le daba una calma inesperada.
Por ejemplo, mientras andaba, tiró la cartera a otro canal, aún más viejo y más abandonado que el primero, y tuvo la precaución de meter dentro una piedra.
Sólo pensaba en una cosa: llegar al Onder de Linden, donde aún debería haber cuatro o cinco personas jugando al billar. Bebería. Tenía sed. Soñaba con un enorme vaso de cerveza en forma de flauta de champán.
Cruzó un arrabal. No hacía proyectos para el porvenir, ni para el día siguiente.
Se le ocurrió pensar en su billete de ferrocarril, que no había entregado en la estación de Sneek. Eso le había ocurrido otras veces. Era tan sabido que bajaba de aquel tren, que a veces el empleado no estaba en su lugar, o bien Kuperus podía salir por el restaurante para evitarse un rodeo.
¡Se comió el billete!
Estaba completamente borracho. Sentía impulsos de revolcarse por el suelo. O de ponerse a gritar de alegría. O a sollozar.
Lo que le devolvió a la realidad fue la plaza del ayuntamiento, con la casa de Schutter, y al fondo las luces pálidas de Onder de Linden.
Miró la hora. Apenas llegaba un cuarto de hora más tarde que si hubiese venido directamente en tren.
Bajo un farol de gas observó sus manos. Estaban limpias gracias a la nieve.
Entró. Sabía la bocanada de calor y de bienestar que iba a acogerle. Sabía que el camarero se precipitaría a su encuentro, Jef-el-viejo, que trabajaba allí desde hacía treinta años.
—Buenas noches, señor doctor.
—Buenas noches, Jef. ¿Siguen ahí esos señores?
Una tradición más. Oía cómo las bolas rodaban y entrechocaban, pero preguntaba invariablemente:
—¿Siguen ahí esos señores?
Entonces Jef tenía que decir:
—¿Hace buen tiempo en Amsterdam?
—Nunca es tan bueno como el de nuestra Frisia —debía responder él.
Así lo hizo. Se observaron todos los ritos, incluso el de entrar en la sala de puntillas, porque el arquitecto, en mangas de camisa, se disponía a hacer una carambola.
Dio la mano en silencio a los demás jugadores. La carambola salió bien.
—¿Qué tal por Amsterdam?
—Bien. Allí ni hay hielo en los canales. —Mirando a los dos árbitros que no perdían de vista la mesa de billar, preguntó—: ¿Esta partida forma parte del campeonato?
—Claro que sí.
—Tendré que inscribirme —anunció. Nunca había concursado. Hablaba por decir algo. Tenía ganas de hablar, y sintió la necesidad de añadir—: La próxima vez presentaré en serio mi candidatura para la presidencia.
Colgando de una de las columnas de roble oscuro, dentro de un marco, estaba el documento del club, con el nombre de Schutter en rojo y los demás nombres en negro. No eran más que cinco en aquel cómodo café, de muebles bien barnizados y sillones profundos, en el que las jarras de cerveza babeaban sobre redondeles de cartón.
Le sirvieron la suya sin necesidad de pedirla, una jarra como aquella con la que había estado soñando hacía poco, la vació de un trago y murmuró:
—Otra.
—¿No hay novedades? —volvió a preguntar maquinalmente.
—Ninguna.
Había dejado la cartera sobre la mesa. Solía quedarse alrededor de un cuarto de hora antes de volver a su casa, en la calle de al lado, cerca del canal viejo.
Se oía vagamente la música del cine de al lado, y ya se había presentado una protesta, porque molestaba a algunos jugadores.
De súbito Kuperus se echó a reír en silencio. Pensaba que nadie se había dado cuenta de que era martes y no miércoles. Porque un primer martes de mes no podía estar allí.
Los había sugestionado. Le habían visto y habían pensado: «Es miércoles».
Bebió la segunda jarra y pidió una ginebra.
—Tengo neuralgias… —se vio obligado a explicar.
No había que caer en la realidad brutal. Era mejor pensar, por ejemplo, que volvería a su casa y que su mujer no estaría esperándole. Sería Neel, la criada, quien le abriese.
En camisón, casi seguro. Porque a aquella hora, como no le esperaba, ya se habría acostado.
Ya la había visto en camisón. Nunca la había tocado, a causa de todas las complicaciones que eso supondría. ¿Y ahora?
Tal vez fueran a detenerle al día siguiente, o al otro, en cualquier caso uno de los próximos días. No tenía nada que perder.
—Pues será esta noche —se prometió a sí mismo. Y lo pensó tan enérgicamente que temió haber hablado a media voz.
—¡Kuperus! —le llamaron.
Era para que hiciese de juez en una jugada controvertida. Bajo las mesas de billar, unos baldes llenos de cenizas calientes impedían que la madera se combase.
—Kees dice que su compañero…
No había visto la jugada. Se permitió el lujo de decidir contra todo sentido común en la cuestión que le planteaban. Además, Kees era amigo de Schutter.
—Kees no tiene razón. Voy a menudo a Amsterdam, y allí no discutimos por una jugada como ésta.
No dio la razón a Kees, quien perdió tres puestos en el campeonato.
¡Era una primera victoria!
Todos estaban tan sugestionados que seguían creyendo que era miércoles y que su mujer debía de estar esperándole.
Fuera, al cruzar el puente levadizo, el doctor Kuperus sólo pensaba en Neel, que iría a abrirle en camisón, con su abrigo de color marrón echado sobre los hombros, sin duda descalza.
Fuente:
Georges Simenon
El asesino
Título original: L’assassin
Georges Simenon, 1937
Traducción: Carlos Pujol
sábado, 6 de febrero de 2016
(Fragmento. Novela: Mariposas negras para un asesino). *Tercera entrega.(páginas 28-42).
(Fragmento. Novela: Mariposas negras para un asesino). *Tercera entrega.(páginas 28-42). Autor: J.Méndez-Limbrick.
(4)
Mil metros antes de llegar a la Reforma y en línea recta, las grandes puertas de mallas metálicas señalaban la entrada principal. Henry giró la cabeza a derecha e izquierda, distinguió guardias fuertemente armados en torreones. Escapar imposible.
Faltando cien metros comenzó a disminuir la velocidad del viejo BMW.
El guardia de la casetilla principal se acercó acomodándose a su espalda el rifle reglamentario con la mano derecha.
-Sí señor, ¿qué se le ofrece?- interrogó el gendarme, Henry le extendió su carné de abogado y le preguntó la ubicación del “Gordo Monge” en el penal.
Vía crucis...
-Vaya ahí, al puesto de vigilancia, donde se encuentran aquellos dos guardias-le murmuró entre dientes el oficial señalando la casetilla.
“Insufrible trabajo. Rutina de siempre. ¡Ojalá no se enfurezca... una ráfaga de ametralladora y a la mierda todos” farfulló Henry alejándose del gendarme. Nadie lo escuchó. Sacó su pañuelo, limpió varias gotitas de sudor que querían desprenderse del cuello.
Esperó. La espera se le hacía interminable, no importaba cuanto tiempo fuera, siempre le pasaba lo mismo. El aguardar se le materializaba en la lengua con un sabor metálico que empezaba a inundar la boca. Así era desde que fue Jefe de Homicidios y tenía que esperar a algún compañero para transportarlo a la escena del crimen. Siempre pensó que era un mecanismo del cuerpo para defenderse de la misma angustia y el estrés que producía la espera.
Llegó un oficial del Pabellón de Mediana Abierta, entregó en la ventanilla de la caseta el carné de abogado, luego, le abrieron otra puerta de malla metálica y le hicieron el “cacheo” rápidamente: ya estaba dentro del Penal.
“La Reforma es un penal amplio, se extiende por varios kilómetros. Antes de ser Penal era una finca, por eso le llaman en la jerga del bajo mundo “La Finca” y si alguien cae con una condena dicen que “fulano” está en la “Finca caneando”. Conforme se va avanzando hacia el fondo del Penal, las penas comienzan a elevarse, es una especie de círculo del infierno de Dante, pero en forma horizontal, en lontananza, no es un infierno de forma cónica como se representa al del gran poeta italiano. Es evidente que allí se concentran todos los pecados y pecadillos de este mundo: cobardes, los que atentan contra sí mismos y contra los demás convertidos por la ira en monstruos, así como los violentos, los rateros, fraudulentos, y los lujuriosos. Los pabellones van desde “mínima sentenciados”, círculos menores del Dante, hasta llegar al Pabellón de Máxima Seguridad, a lo más profundo del averno”, pensó caminando junto al oficial...
No quería que algún frustrado le hundiera un puñal hechizo en su voluminoso vientre. “No papito todavía estoy joven me falta mucho kilometraje que recorrer” farfulló para sí un poco agitado.
Nuevamente pensó en Dante en los círculos del infierno: “ En el caso mío yo no voy a descender a los grandes círculos del infierno de la “Reforma”, mi viaje se va a limitar a los círculos medios: al de los fraudes, los robos, las estafas, y el hurto...”.
-Sí, señor, ¿en qué lo podemos ayudar?- señaló un oficial del “Pabellón de Mediana Abierta”, entretanto el escolta indicaba que una vez terminada la visita pidiera que lo llamara para acompañarlo hasta la salida del penal.
-Por favor, busco a Carlos Monge -y antes de dar el segundo apellido del “Gordo” la voz entre oficiales de seguridad e internos fue invadiendo los diferentes pasadizos y celdas, “buscan al Gordo Monge” “Gordo, lo buscan”.
Más allá del puesto de oficialía, cerca de una pulpería improvisada se miraban varios afiches de actrices, en uno decía: “Jennifer López: tentadora doncella”, en donde la López de medio lado y recostada en una cama, con una t-shirt blanca y de tirantes, dejaba adivinar provocativamente -y con una sonrisa en sus labios por supuesto - parte de las bondades de su cuerpo para los internos. Deseos masturbatorios se imaginó entre la población penal. No todos tenían visita conyugal.
No tuvo que esperar demasiado, a los diez minutos, oyó un “chancleteo”, luego un cuerpo enorme se balanceaba hacia él: era Monge que con “bermudas” y una camisa de manga corta, rayas horizontales le extendía y le apretaba la mano en señal de saludo. Con su voz juvenil preguntó a qué se debía la sorpresa de la visita.
Henry le comentó que el asunto era delicado, así que solicitó a uno de los guardias si podía hablar con el “Gordo” fuera del pabellón, el oficial se negó:
-Es prohibido licenciado, si quieren estar solos pueden ir allí, y señaló una zona del pabellón que era utilizado no para celdas sino para trabajos de carpintería, cerca del afiche de la “tentadora doncella”.
-Y bien, licenciado qué pasó, a qué se debe su visita- interrogó “el Gordo” entretanto su cara se iluminaba como la de un niño fogoso.
-Mirá, Carlos, ayer fui a visitar al “Chaparro” a “San Sebas” y me manifestó que tal vez vos podías informarme algo sobre un crimen que sucedió hace quince días, para ser exactos sucedió el día 5 de noviembre de este año, y que salió una pequeña noticia en los periódicos.
Henry esperó al asecho.
-Nooo, noo recuerdo, esperá para verrr, ¿decís que sucedió el 5 de noviembre de este año?
Un sudor frío y una agitación invadió su cuerpo. Siempre le sucedía, desde sus primeros años en el Organismo de Investigaciones Criminales, al interrogar una extraña agitación que no podía evitar le revolvía el estómago.
-No, creo que no.
-¿No?-Respondió Henry de seguido, un poco turbado como el profesor con el estudiante que es reprobado por no conocer la materia de examen.
-No licenciado, de verdad que no.
Entre ambos se hizo un silencio.
-Bueno, si es así, ¿qué le podemos hacer?, siseo Henry no ocultando el malestar.
-¿Por qué licenciado, es un asunto de un cliente ?
-No, terminó diciendo en seco Henry palmoteándole el hombro al “Gordo Monge”.
(5)
Ese sábado no pudo conciliar el sueño, recordó “el homicidio de la bella sin marcas”. En aquella ocasión - y como muchas veces sucede- no se daba la información verdadera a la prensa nacional, e incluso los padres de la víctima pagaron grandes cantidades de dinero al Despacho de Prensa del Organismo de Investigaciones Criminales para que no saliera nada de información que pudiera revelar la identidad de la víctima. Por otra parte, los padres tuvieron en secreto la verdadera muerte de su “niña.” Y esparcieron entre sus amistades, familiares lejanos y cercanos la siguiente historia:
“Que la “bella, simpática, y espigada instructora de aeróbicos e hija” moría de un infarto al miocardio. Que la niña tenía una malformación congénita en el órgano del amor. Y que ellos sus padres y ella su hija, acordaron tener por siempre en el más profundo de los secretos el mal que le aquejaba desde su infancia.
Además, con el paso de los años, creyeron que la malformación era cualquier cosa y como muchas veces sucede con estas bromas de la naturaleza, la dolencia estaba superada mediante las prácticas de los aeróbicos y con el desarrollo de adolescente a mujer, pero que no fue así y más bien, la lesión se empeoró y se complicó hasta producir un desenlace fatal. Y Kattia María a sus 25 años, dejaba a familiares y amigos anonadados con su partida”.
Y la historia de Kattia María se convertiría en leyenda hasta para jovencitas y jovencitos que no la conocieron”.
Así empezaría la obsesión: primero con un crimen inusual, una joven muere en un motel, y es encontrada al día siguiente por uno de sus empleados. No existe violencia en la escena del crimen. La mujer yacía como dormida, desnuda y bocaabajo. El empleado del hotel al ver aquel torso se inmutó por un instante pensando que a lo mejor se trataba de una muchachita que había consumido quién sabe qué tipo de droga y estaba todavía en onda. No, no era así, el hombre se le acercó pronunciando algunas palabras, más bien balbuceando algunas frases, la joven no respondió. A dos o tres metros de distancia pudo apreciar con detenimiento el cuerpo:
-Psstt, psstt, señorita, ¿se siente mal? Insistió, el aire se hizo pesado como de plomo y por segunda vez nadie contestó, tocó el hombro... estaba frío, puso su mano instintivamente en la carótida no encontró pulso.
Pasadas dos horas, Henry estaba tomando la declaración a los empleados del motel y Rodrigo Castilleja de la Cuesta con el Juez de Turno hacían el levantamiento del cadáver.
En cuanto a la recolección de indicios en la escena del crimen no se pudo encontrar nada. Únicamente una pequeña mancha de sangre al levantar el cadáver en la sábana suponía cierto signo de lucha.
Y recordó que aquella noche no pudo dejar de sentir curiosidad sobre el crimen y qué habían encontrado sobre la manera de muerte, y como su oficina estaba en el mismo edificio de la Morgue Judicial bajó varios pisos. Llegó al salón de autopsias, ingresó a la Sala, no encontró ninguna persona. Solo la Bella sin Marcas parecía estarlo esperando dormida en el planché de metal. La podía observar: inmóvil, secretamente inmóvil, su cuerpo todavía emanaba vida. Primero pudo divisar la cabeza en la semi penumbra del salón y el gran lamparón que alumbraba el cuerpo. La cabellera estaba aún húmeda como parte de la rigurosa limpieza que son sometidos los cadáveres. Conforme se fue acercando, los pechos erectos y firmes parecían sentirse orgullosos de sí mismos. Avanzó más, y como un “voyeur” observó sus caderas y sus bien proporcionadas piernas así como su pubis recortado como lo hacen algunas chicas de la “Play Boy”. Y de igual manera como le causaba admiración ese cuerpo inerme, sintió repulsión-atracción por la muerte, y en unos segundos le pareció que solo existían dos personas en el Universo: “La Bella sin Marcas y él”. Se imaginó que hacían el amor en el mismo planché de las autopsias y cada vez que pasaba su lengua por su pubis hasta sus pechos sentía la delgada sutura donde alguna vez aquella carne se estremeció.
(6)
Nunca se recuperó del crimen sin resolver de la “Bella sin Marcas”, sabía que la investigación terminó mal no por culpa suya ni del equipo de investigadores, sino por la astucia del asesino y esto era lo que más le enfureció.
Durante meses recogieron una serie de testimonios que pensaron les iba a deparar un final feliz: no fue así.
Esta segunda ocasión no la iba a desperdiciar, tenía que aprovecharla.
La semana siguiente a la visita del “Chaparro y al Gordo Monge”, tuvo la certeza que no existía ninguna duda: Ernesto su amigo y oficial del Organismo, le enviaba un “file” vía fax con el informe de Medicatura Forense de la joven asesinada en el Hotel Astoria San José Internacional: los dos homicidios tenían ciertas similitudes y casi por completo se corroboraba desde un inicio la sospecha:
¡ se trataba del mismo asesino de diez años atrás!
Henry miró desde el gran ventanal hacia la noche. Su imagen se transparentaba en el vidrio, más allá la ciudad y el Valle de las Muñecas. Se contuvo. No deseaba pensar en las lindas damitas, ahora no.
El rompecabezas estaba tirado nuevamente sobre la mesa para que tratara de armarlo de una vez por todas. Un murmullo de voces ingresó a su cerebro: imágenes de aquella época. Unas imprecisas, otras más precisas, borrosas la mayoría... empezó a atar cabos.
No había ni el menor asomo de una equivocación una vez leído por completo el informe de Medicatura Forense. Respiró hondo. Como siempre Rodrigo Castilleja de la Cuesta, ponía todos sus conocimientos de patólogo a la hora de rendir aquel dictamen. Pensó que Rodrigo era demasiado preciso, analítico, y que parecía gozar a la hora del análisis post-mortem. “Todo patólogo es un necrófilo y voyeur con licencia” murmuró.
Llegó al Hotel Costa Rica. Los edificios y oficinas del casco metropolitano vomitaban literalmente a los empleados públicos y empleados de las empresas privadas. Y mientras tomaba el café, miró La Torre de Babel, no de la confusión de las lenguas sino de las prisas y de los equívocos. La gente huía de la ciudad, de sus entrañas. Algunos lo hacían en taxis, otros en buses y los más afortunados en sus carros, todos tenían un lema: escapar de la ciudad.
La ciudad en la noche era una degenerada y tranformista, muchos querían ignorarla, él no. Así la había conocido y así le agradaba: brutal, salvaje, el extraño paraíso.
Empezó a bajar Avenida Segunda, de oeste a este buscando el Complejo Judicial. Como siempre para esa hora pocas personas se veían por el Circuito de la Corte.
Un oficial saludó, Henry le dijo que se dirigía a la Morgue Judicial.
Por los corredores pudo percibir sus propios pasos.
Henry recordó algo de Historia Judicial:
“La Morgue fue construida en el mismo edificio del Organismo de Investigaciones Criminales, en la década de los años sesenta. ¿Cuántas veces habría pasado he pasado por por allí? En el primer subnivel está Medicatura Forense y el Consejo Médico Psiquiátrico: lo concerniente a valoraciones de incapacidades y dictámenes médicos.
En el segundo subnivel por una decisión emanada de la Corte Suprema de Justicia está la Recepción de Cadáveres. Fue transferida debido al exceso de trabajo los fines de semana -especialmente los días viernes, sábados y domingos- y la afluencia de las personas en los pasillos que hacían casi imposible el traslado de los cadáveres por los camilleros. Oscar Fernández Murillo, conocido en la Morgue como el Efebo, “mote” que le pusiera una estudiante de Medicina por su cara de niño que se traslucía en una piel sin barba y una sombrita en su labio superior que él decía era su moustache, fue uno de los que más se quejó en la época que la Recepción de Cadáveres estaba en el primer subnivel. El Efebo era quizá entre los camilleros y morgueros -función doble que desempeñaba con gran entusiasmo- una de las pocas personas que más años tenían de trabajar en ese submundo de olor a formol, sangre, y vísceras en descomposición. Iniciaba sus labores al cumplir los dieciocho años. Siempre decía que su ingreso a la Morgue fue el día de su natalicio para que no se le olvidara “el lugar tan lindo” donde pasaba la mayor parte del día: en este caso la noche, porque la mayoría de las jornadas laborales las hacía pasadas las seis de la tarde. Otra característica que lo diferenciaba de los demás morgueros es que Oscar, el Efebo, llegó a trabajar, por cierta inclinación a la medicina o a lo necrófilo. Algunos patólogos le pedían que los ayudaran en las disecciones de emergencias.
-Oscar, Osquitar, mirá dame una mano ahora más tarde, ¿sí?
Y el Efebo, respondía siempre con ese humor negro, chocante, macabro:
-Y... bien, ¿a quién hay que descuartizar hoy...? ¿En pedacitos, en pedazos, grandes, medianos? ¿Cómo va a hacer el corte doctor Castilleja, “estilo español” o de “chaleco?” Y reía con una risa entrecortada dejando mirar sus dientes de castor y unos ojitos que se achicaban con la risa y con los anteojos culos de botella que sus compañeros le decían no le sentaban nada bien. El estilo a que se refería Oscar el Efebo, no era otra cosa que la forma en que los patólogos hacen el corte para las disecciones: el de “chaleco” -como su nombre lo indica-, se realiza levantando la piel del torso hacia la misma cara del muerto en un corte semi circular, entretanto el estilo “español” es en v, desde el cuello: se hacen dos incisiones a cada lado de las carótidas uniendo ambas líneas más abajo de la tráquea y de ahí se realiza un solo corte lineal hasta los mismos órganos genitales, para luego abrir el cuerpo hacia ambos lados.
Con un humor negro, decía al llegar un muerto por accidente de tránsito:
“¿Y estos hijueputas cuándo dejarán de correr?” ¡Ahora sí papito corré, corré! Y de un solo golpe metía al difunto en la cámara de refrigeración como quien acomoda carne en una carnicería.
-Ahh, es inconcebible, una mierda, yo no sé para qué putas la gente corre en automóvil, como si se fuera a acabar el mundo, le comentaba muchas veces a su amigo Quique que los fines de semana lo iba a buscar a la salida del trabajo para irse a tomar unas cuantas cervezas en el Girasol Nocturno.
El tercer subnivel está lo referente a análisis físico-químico.
El cuarto y último subnivel es El Reino de Tanatos”... y a ese mundo se dirigía Henry, rápido, raudo, veloz, el mismo aire lo asfixiaba, quería saber más sobre los informes que Rodrigo le había enviado. Por un momento, recordó la primera vez que ingresó a la morgue. Fue con el doctor Rodrigo Castilleja de la Cuesta, se acordó perfectamente bien, porque Rodrigo no tenía ni un mes de estar en propiedad en el Organismo, en la Sección de Ciencias Forenses. Henry le confesaría que la Morgue con solo escuchar su nombre, le producía escalofríos en el cuerpo, Rodrigo sonrió:
-Mirá, la verdad, es cuestión de costumbre, creo que a la mayoría nos pasa igual, recuerdo que en mis primeros años de estudiante de Medicina las disecciones me revolvían el estómago y no podía ni comer por la noche. Ahora es normal, terminado mi turno de trabajo aquí en la Morgue Judicial, llego a mi casa con un hambre como si no hubiera comido durante toda una semana.
-¿De verdad?, replicó asustado y un poco incrédulo Henry.
-¡Claro, Henry, es cuestión de costumbre!, exclamó riendo por segunda vez”.
¿Cómo conoció a Rodrigo Castilleja de la Cuesta? Habían sido treinta años atrás: los dos iniciaban carreras judiciales, él en su rama de la medicina forense y Henry como investigador del Organismo. Congeniaron desde que se conocieron. Tenían pocas diferencias en sus estilos de vida. Rodrigo siguió soltero, Henry en cambio se casó y luego vino el divorcio.
Y Rodrigo por no haberse casado, algunos le endilgaban una homosexualidad sino manifiesta al menos sí latente. Sus subalternos decían que a “Rodriguito” le pasaba como a los portadores del sida, que son rh positivo y que la enfermedad no se les ha desarrollado, que era un homosexual reprimido que ni él mismo sabía que lo era.
Y Henry ahora lo miraba en los noventas con pocas variantes físicas. Su pelo semi crespo empezaba a cambiar de color negro a un gris. De contextura y de altura mediana, de piel blanca pálidad; utilizaba una leve barba y bigote lo cual le daba una fisonomía aristocrática. ¿Personalidad? No cabía la menor duda. Continuó el boceto de su amigo bajando las escaleras hacia los últimos subniveles: “siempre de vestido entero, más que doctor parecía un actor de los años cincuenta de la época dorada de Hollywood o del buen cine mexicano. Ahora en los noventas, Rodrigo daba clases de Medicina Legal en el mismo Organismo, lo hacía invariablemente con su gabacha blanca almidonada, lo que otorgaba cierto aire de reticencia, un muro de profesor-alumno, un anillo impenetrable de seguridad y contención para con los demás. En la mano derecha utilizaba un puntero de regular tamaño que apoyaba levemente al piso como un viejo profeta su báculo. Cuando explicaba algún tema en la pizarra el puntero lo colocaba a su lado. Escribía en forma rápida, alterada, y mientras iba escribiendo en la pizarra no dejaba de hablar. Miraba de reojo haciendo un pequeño giro con el torso apoyando la mano libre en su cintura como si fuera un torero.
Gesticula demasiado con las manos, de ahí que sus discípulos le hayan puesto el mote de “mano tonta”. Y Henry creía firmemente que Rodrigo lo hacía- ese gesticuleo con las manos- porque así él considera que sus interlocutores tenían una mayor comprensión de lo que se estaba explicando.
Siguió... faltaban pocos escalones y luego el rellano... : “se considera a Rodrigo el mejor patólogo que tenemos, basta con oírlo contestar las preguntas de sus discípulos para llegar a la conclusión que es una persona con grandes conocimientos en su materia y que indudablemente le gusta su trabajo...”.
En la Oficina de Rodrigo no había nadie. Bajó las gradas y esperó en la puerta de Ingreso de Cadáveres, tocó el timbre, vaciló si abrir o dirigirse como en los viejos tiempos directo al gran salón de disecciones. Optó por romper con los formalismos e inició la ruta hacia el Reino de Tanatos.
Tomó el ascensor que bajó hasta cuatro pisos, lo que muchas veces le hacía pensar que el salón de disecciones era una forma de premonición- para los empleados que trabajan allí como para las personas que visitan la Morgue - que la muerte nos hace estar siempre -por lo general- a varios metros bajo tierra.
El piso se bifurcó en varios pasadizos formando una especie de laberinto. Otra dimensión de la realidad: hermetismo, silencio absoluto.
Henry miró en una de las paredes del pasillo que conduce a la Morgue, un gran mural del grabado de Durero cuyo tema principal es la personificación de la muerte y el recuerdo de la vanalidad de las cosas temporales en este mundo. Siempre le había llamado la atención el grabado, siempre pensó que quién tuvo la idea de colocarlo en el pasillo debe o debió ser en el fondo un gran sádico. Por eso, se refería al mural como el grabado del “Sádico”.
Ahora pasaba por millonésima vez ante el mural, no lo miró. El aire frío se filtraba en sus narices hasta dolerle el mismísimo cerebro. La temperatura de los subniveles era de 19 grados centígrados. Estructuras de metal, paisaje de níquel y vidrio, desolador para cualquiera.
Nadie en los pasillos. No se percibía ningún ruido del mundo exterior. Sintió desprecio y burla mezclada con cierta satisfacción por el alboroto vulgar a varios metros sobre su cabeza que quizá ahora iba germinando en la noche. La bulla siempre le pareció obscena y elemento consustancial a la Suburra, a la chusma.
Al fondo un rótulo indicaba “Toxicología”. Una luz se reflejó en el suelo, dedujo que la puerta estaba abierta y que, era probable alguien estuviera en el interior de la oficina. La suposición era válida: una mujer joven con gabacha blanca salía de la oficina con un file en su mano derecha que leía absorta. La mujer al escuchar los pasos alzó la mirada, Henry preguntó por el Doctor Rodrigo Castilleja de la Cuesta. La mujer de inmediato contestó:
-En el Salón de Autopsias número cinco.
Rodrigo estaba terminado la disección y le dirigía las últimas palabras a un grupo de estudiantes que escuchaban formando un círculo junto a la plancha de metal, donde se hallaba un cuerpo femenino de unos cincuenta años de edad: inflado, gordo, mofletudo.
Henry lo miró y contrario a lo sucedido diez años atrás con La Bella sin Marcas, el cadáver le pareció grotesco y no pudo evitar cierta repulsión ante la muerte.
Después que los estudiantes se marcharon, Rodrigo sintió la presencia de alguien en la habitación, Henry literalmente tocaba su espalda:
-¿Y eso, Henry desde cuándo estás aquí? Interrogó Rodrigo dejando de escribir el reporte que tenía en su mesa y se levantaba extendiendo la mano.
- Antes que terminaras la clase, farfulló Henry.
-¿De verdad? ... es que no te había visto.
- Obvio, Rodrigo, sé que estás sumamente ocupado y una vez que se fueron los muchachos ni me volviste a mirar. Impaciencia.
- ¿Decime que te trae por acá?
Rodrigo acercaba una silla junto al escritorio para que Henry tomara asiento. Pausa. Impaciencia de nuevo. Se contuvo para que el tono de su voz saliera normal de la garganta. Hizo un esfuerzo. Siempre lo hacía en situaciones semejantes. No era un diestro en la materia como muchos de sus excompañeros del O.I.C.
- Mirá, Rodrigo, es algo que deseo preguntarte por simple curiosidad...
- Ajá, decime.
-¿Te acordás hace unos diez años atrás - poco antes que yo dejara el Organismo - acerca de la muerte de una joven que causó un gran revuelo porque nunca se supo quién o quiénes fueron los asesinos? Riesgo calculado.
- Claro, claro, y que los de la sección de homicidios le llamaron al caso, el caso de la...
- Bella sin Marcas, - añadió atropelladando antes que Rodrigo terminara la frase, como quien le arrebata a alguien un botín de guerra.
-Claro que me acuerdo... ahh qué lástima, hermosa mujer, tan joven...
-Sí, realmente. Respecto a ese caso quería hablarte. Tengo entendido que hace una semana atrás tuviste la oportunidad de realizar la autopsia a una joven que fue asesinada en las mismas circunstancias que la “Bella sin Marcas”.
Un único orificio debajo de...
-... la tetilla izquierda, murmuró Rodrigo un poco meditabundo.
-Exacto, eso es Rodrigo, el mismo modus operandi.
-Fractura de una de las costillas y laceración del corazón con arma punzante. No hubo otras lesiones internas ni externas que pudieran encontrarse.
Henry se estremecía a cada palabra de Rodrigo. La emoción que Rodrigo Castilleja de la Cuesta corroborara lo ya sospechado: que los dos homicidios tenían el mismo “patrón de conducta” hacía que su corazón empezara a latir fuerte. Sintió que toda la sangre se agolpaba en la cara:
-Mirá, Rodrigo, lo único- y te lo pido como un favor de amigo - es que corroborés si el diámetro de la herida punzante, posee semejanzas con la producida a la Bella sin Marcas, así como las características del psicotrópico que encontró Toxicología en la sangre de la víctima en aquella oportunidad.
- Es cuestión que me des varios días y te los consigo.
- Rodrigo, toda esta conversación jamás existió, señaló enfático Henry. Rodrigo asentió con la cabeza.
Fuente: Editorial EUNA. 2015. Cuarta Reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004.
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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...
