domingo, 7 de febrero de 2016

Georges Simenon Novela: El asesino.


 Georges Joseph Christian Simenon (Lieja, 13 de febrero de 1903 — Lausana, 4 de septiembre de 1989) fue un escritor belga en lengua francesa.

Su vida comienza regida por el misterio, pues en realidad nació el viernes 13 de febrero, pero fue declarado como nacido el 12, por superstición. Simenon fue un novelista de una fecundidad extraordinaria, con 192 novelas publicadas bajo su nombre y una treintena de obras aparecidas bajo 27 seudónimos. Los tirajes acumulados de sus libros alcanzan 550 millones de ejemplares. También fue de llamar la atención en otros aspectos: una vez declaró haber hecho el amor a treinta mil mujeres, cifra que, por supuesto, no ha podido confirmarse.

André Gide, André Therive y Robert Brasillach fueron los primeros en reconocer que se trataba de un gran escritor.

***
La apacible y ordenada vida de Hans Kuperus, médico de profesión y vecino de la localidad de Sneek, sufre un duro golpe el día en que, mediante una carta anónima, se entera de que su mujer, Alice, le engaña nada menos que con el abogado Schutter, un aristócrata vividor que, entre otras cosas, ha conseguido ser nombrado presidente de la Academia de Billar, un honor que Kuperus anhelaba desde hace tiempo. Un año después, el doble asesinato de Alice y Schutter conmociona la ciudad; además no hay sospechosos, ni pistas, ni pruebas fehacientes… Hans, manchado ya su honor, toma como amante a Neel, la criada, e intenta seguir con su vida rutinaria, sus visitas al café Onder de Linde, su consulta, la relación con sus amigos. Será la asfixiante atmósfera creada por los habitantes de la ciudad la que de hecho acabará acorralando al asesino, quien, sin percibirlo, irá delatándose poco a poco.
Los años treinta fueron para Simenon un periodo fértil: entre 1931 y septiembre de 1939 escribió nada menos que cuarenta y cuatro novelas a las que se ha calificado de «novelas duras». El asesino, escrita en 1935, pertenece a esta época.


(Novela: El asesino. Fragmento).

  1


Era tan íntima la mezcla entre la vida cotidiana, los hechos y gestos convencionales, y la aventura más inaudita, que el doctor Kuperus, Hans Kuperus, de Sneek (Frisia neerlandesa), sentía una excitación casi voluptuosa que le recordaba, por ejemplo, los efectos de la cafeína.
Estaba en Amsterdam, como todos los primeros martes de cada mes. Y en enero; se había puesto la pelliza con cuello de nutria y, como nevaba, llevaba chanclos sobre los zapatos.
Estos detalles carecen de importancia, simplemente indican que las cosas transcurrían igual que los demás primeros martes de cada mes. Incluso en otro minúsculo detalle: al salir de la hermosa estación de ladrillo rojo fue a tomarse una copa de ginebra enfrente, algo que nunca decía a nadie, porque a las diez de la mañana no estaba bien visto entrar solo en un café vergunning[1] y consumir alcohol.
Había nevado durante toda la noche, seguía nevando, pero la atmósfera era muy alegre. Los copos caían suavemente, muy espaciados, sin el menor riesgo de que chocasen entre sí en el aire, y de vez en cuando aparecía el sol en un cielo ya azul pálido. En el suelo la nieve cuajaba. Unos hombres barrían para amontonarla. En los canales, cerca de las orillas, se formaban películas de hielo y agujas de escarcha aureolaban el casco de los barcos.
La aventura empezó con la segunda copa de Bols, en la que Kuperus pidió que le echaran un poco de bitter para quitarle el sabor, que no le gustaba. Luego pagó, se limpió la boca, se levantó el cuello y salió con las manos en los bolsillos y la cartera bajo el brazo.
Normalmente hubiera tomado el tranvía para ir a casa de su cuñada, que vivía en el barrio elegante del Jardín Botánico. Luego hubiese almorzado a las dos, hubiera ido a pie a unos trescientos metros de allí, a un edificio nuevo, de ladrillo barnizado, donde los primeros martes de cada mes se reunían los médicos de la Asociación de Biología.
Ni fue a casa de su cuñada, la obesa señora Kramm, ni a la Asociación, y aquello bastó para que se sintiera extremadamente ligero, como si por primera vez en su vida hubiese cortado el hilo que le mantenía sujeto a la tierra.
Enfiló la ancha calle que conduce al barrio de los teatros y fue deteniéndose ante los escaparates de todas las armerías. Hubiera podido entrar en la primera, pero prefirió ver cuatro o cinco, y mientras contemplaba las armas se miraba en los cristales.
Sabía que parecía un provinciano, sobre todo cuando se quitaba el sombrero, porque nunca había conseguido alisarse los cabellos, que eran de un rubio rojizo. Era alto y corpulento. La gente que no entendía nada de esas cosas decía de él:
—¡Es un coloso!
Pero él, que se conocía, que se obstinaba en conocerse, siempre se había encontrado blando. La cara, por ejemplo. Esos párpados demasiado gruesos, esos ojos saltones. Y el pliegue de la boca, la nariz ligeramente torcida.
Estaba cansado. Sufría deficiencias, para usar una expresión que impresionaba a sus pacientes. Sabía que perdía fosfatos, y pronto, cuando hubiese andado mucho, sin duda sentiría una sensación de ahogo en el pecho.
Pero ahora esto carecía de importancia. Tomó carrerilla, es decir, que aún se plantó ante el escaparate de tres armerías, pero de repente entró en una de las tiendas, una tiendecilla diminuta en la que había un viejecito con un casquete detrás del mostrador.
—¿Tiene revólveres automáticos?
Era una tontería preguntarlo. El escaparate rebosaba de ellos.
Tocó el arma con respeto, con un leve estremecimiento, como sus pacientes tocaban el brillante instrumental que iba a utilizar en su carne para abrirles un panadizo o sondear el estómago.
Hizo que se lo cargaran, se lo guardó en el bolsillo, miró la hora y pensó que normalmente a esas horas estaría tomando té y comiendo bocadillos de queso en casa de su cuñada, la señora Kramm.
Como no quería hacer nada parecido y su tren no salía hasta las tres, entró en un buen restaurante al que nunca iba por ahorro y encargó un almuerzo completo, un almuerzo a la francesa, con entremeses, vino, pastel de chocolate helado y postre. Se sentó solo a una mesa. Tenía calor. Pensaba que el revólver deformaba el bolsillo del abrigo colgado del perchero.
Incluso sonrió con malicia.
Finalmente entró en un cine y vio el comienzo de una película de la que nunca iba a ver el final.
A partir de las tres la mezcla de costumbre y de aventura se volvió aún más íntima, porque entonces Kuperus hizo los gestos que hubiera debido hacer al día siguiente, con toda exactitud, es decir, sin más que un día de diferencia.
Las otras veces llegaba el martes, después de almorzar asistía a la sesión de la Asociación y pasaba el resto de la tarde y la noche en casa de su cuñada. El miércoles por la mañana se ocupaba de algunos encargos que su mujer nunca dejaba de encomendarle y a las tres tomaba el tren para Enkhuizen.
Sólo un día de diferencia. Y sin embargo aquello lo cambiaba todo. El martes había habido sin duda una feria en Enkhuizen, porque el tren estaba lleno de gente a la que no conocía, gente de una clase distinta a la de sus compañeros del miércoles. Algunos llevaban un gorro de piel, como él mismo hacía en Sneek pero nunca se hubiera permitido en Amsterdam.
Aquellos desconocidos le saludaron, como siempre se saluda cuando alguien entra en un compartimento. Después se pusieron a hablar de sus asuntos, que no eran otros que cerdos daneses y cerdos letones.
Hubo un detalle más sin importancia, evidentemente, pero que no dejaba de ser un detalle: el miércoles, en su compartimento de primera clase hubiera coincidido con el alcalde de Stavoren, el de Leeuwarden y el de Sneek, porque los primeros miércoles de cada mes se celebraba en Amsterdam la conferencia de los alcaldes.
Dos horas de recorrido hasta Enkhuizen. Varias veces comprobó que seguía llevando el revólver en el bolsillo y estuvo a punto de sonreír.
La diferencia con los miércoles iba haciéndose cada vez más sensible. El Princesa Helena esperaba en el muelle, como de costumbre. Era un hermoso barco blanco que efectuaba la travesía desde hacía un año. Kuperus conocía al capitán, a los oficiales, a los camareros, en resumen, a todo el mundo, pero no reconoció a ningún pasajero.
Siempre con la cartera bajo el brazo descendió al gran salón, allí hubiera tenido que reunirse con sus tres alcaldes en la mesa del fondo, siempre la misma, y a la que enseguida les hubieran llevado dos mazos de cartas para el bridge y grandes vasos de cerveza Amstel.
Porque atravesar el Zuyderzee, desde Enkhuizen a Stavoren, sólo dura una hora y media, el tiempo de tres robbes, cuando alguien no se empeñaba en hacer faroles (el alcalde de Leeuwarden era quien siempre hacía faroles cuando se veía perdido).
Le sirvieron, pues, la cerveza sin las cartas.
—Lleva usted un día de adelanto.
Y él se dio la satisfacción de contestar:
—Llevo un año de retraso.
Ni siquiera en cubierta había la misma gente el martes que el miércoles. Sólo desconocidos que iban todos a Leeuwarden, sin duda para otra feria o para algún congreso.
Había anochecido. El Zuyderzee estaba en calma. Las hélices giraban sin sacudidas. Un inglés leía un grueso periódico de su país.
Un año de retraso. Eso es. Y Kuperus rumiaba voluptuosamente esta idea.
Un año, salvo por dos días (era un viernes tan frío que habían cerrado las escuelas), cuando recibió aquella nota mal escrita, tal vez deliberadamente:
«Muy honorable doctor:
»Es triste ver a un hombre como usted ridiculizado sin que lo sepa.
»Alguien que le respeta le avisa que la señora Kuperus le engaña siempre que usted está de viaje. Va reunirse con un amigo suyo, el señor de Schutter, en un bungalow de los Lagos, y a veces pasa allí la noche».
Alguien que le conocía, sí. Pero alguien que le conocía mal. Porque Schutter no era amigo suyo.
Para los demás tal vez. Pero no en el fondo. El señor de Schutter, el abogado que no se tomaba la molestia de ejercer porque era rico, pertenecía a la Academia de Billar, igual que Kuperus. Incluso era su presidente, mientras que en la última asamblea a Kuperus sólo le habían nombrado comisario.
Schutter era noble. Era conde de Schutter, y decía no conceder ninguna importancia a su título, hasta parecía enojarse cuando otros lo empleaban, pero ésta era otra manera de singularizarse.
Tenía la misma edad que Kuperus, cuarenta y cinco años, pero aparentaba treinta y cinco, a pesar de sus cabellos plateados, porque era delgado y encargaba su ropa a un sastre inglés de Amsterdam.
Schutter hablaba francés, inglés y alemán, y había viajado por todo el mundo, como lo demostraban las ampliaciones fotográficas que tapizaban las paredes de su casa.
¡Y qué casa! La más bonita de Sneek. Al lado del ayuntamiento. Casi más bonita que el monumento oficial, que databa de la misma época, de ladrillo negro, con cristalitos rosados en las ventanas y chimeneas de auténtico Delft.
Schutter era consejero comunal. Hubieran podido nombrarle regidor, se hacía proponer para este cargo en todas las elecciones para darse el gusto de rechazarlo.
Schutter poseía un barco en los lagos, pero no era un seis metros, ni un nueve metros, ni un tialke, sino un yate de mar al que había puesto el nombre de Southern Cross, y al que habían tenido que declarar fuera de concurso porque ganaba todas las competiciones.
Schutter tenía los labios delgados, que le dibujaban una sonrisa superior, a la vez distante e indulgente, una sonrisa «a lo Voltaire», como decían ciertos miembros de la Academia de Billar.
Schutter iba todos los años a la Costa Azul y a la montaña.
Schutter…
Era sobre todo el único hombre de Sneek al que se permitía tener mala fama. Necesitaban uno, y era él. Un hombre del que pudiera decirse:
—Ninguna se le resiste.
Ninguna mujer. Ni siquiera las mujeres casadas. Otro hubiera sido mal visto, se le hubiese condenado al ostracismo, expulsado de los círculos.
Schutter era el niño bonito al que nada le estaba prohibido. Se le había nombrado por unanimidad, sin presentarse, presidente de la Academia de Billar, cuando todo el mundo sabía que Kuperus esperaba ocupar ese cargo desde hacía años.
Así era el señor de Schutter.
Y la señora Kuperus, Alice Kuperus, era una mujer de treinta y cinco años, gordezuela, más bien entrada en carnes, pero rosada y tierna, con una sonrisa fresca, de ojos claros, una buena mujer vulgar y sin malicia.
Kuperus no le negaba nada. Para la ropa de esport había tenido el mismo sastre que la alcaldesa. Desde hacía dos años poseía el mejor abrigo de astracán de Sneek. Hacía sólo un año que habían cambiado el mobiliario del salón únicamente para que ella pudiese ofrecer tés en un decorado moderno, y Kuperus había comprado un bar portátil para los cócteles.
El barco ronroneaba. De vez en cuando se oía el ruido de un bloque de hielo que partía la roda y el de la superficie helada deslizándose junto al casco.
El camarero, que conocía a Kuperus, esperaba el momento de servirle otro vaso de cerveza.
—Un coñac.
Fue algo parecido a un escándalo. Nunca había bebido coñac a bordo, donde era demasiado conocido. Pero sonreía al aire pensando en el revólver.
Alice Kuperus era…
Al principio no lo creyó. Esperó dos meses antes de ir a comprobarlo, porque se hubieran extrañado de no verle en su Asociación, y también porque era complicado.
Había que engañar a todos. Aparentar que cogía el tren. Ocultarse en algún lugar hasta la noche. Y en Sneek todo el mundo conocía al doctor Kuperus. Luego esperar al día siguiente por la noche para volver a su casa.
Lo hizo. Cuando se fundían las nieves y los hielos fue a pasar la noche en casa de su nodriza, en Hindelopen, le contó lo primero que se le ocurrió, y la anciana, que aún usaba el traje frisón, sin duda no creyó su historia.
En cualquier caso era verdad: los vio a los dos, a Schutter y a la señora Kuperus, entrando en la especie de bungalow construido al borde del canal, muy cerca del lago, muy cerca también de la Southern Cross, donde el abogado daba fiestas en verano.
El edificio era de madera. A su alrededor, aparte de un vago camino de sirga, nada más que agua, el agua de los canales, el agua del lago, de todos los lagos que empezaban en aquel lugar.
Y todo a un kilómetro y medio de la ciudad.
—¿No lleva equipaje?
Contuvo la risa mirando al camarero. Estuvo a punto de confesarle: «Sí. Un equipaje importante, terrible, en un bolsillo de mi pelliza».
Por las portillas se veían ya las luces rojas y verdes del puerto de Stavoren.
Había tardado un año en decidirse. Y tal vez nunca lo hubiera hecho si quince días atrás Schutter no hubiera vuelto a ser nombrado, por un año más, presidente de la Academia de Billar.
Porque Kuperus se había presentado. Y descartaron su candidatura sin votar siquiera secretamente.
Hacía un año que trataba de darse ánimos, de decidirse a actuar.
Por fin lo hacía. La prueba de ello esa que estaba en el barco de los martes, en vez de encontrarse a bordo del barco de los miércoles.
—Toma, Peter.
Estuvo a punto de dar diez florines al camarero. Pero pensó que aquello daría que hablar. Sólo le dio uno, lo cual equivalía a diez veces el dobbeltje de propina habitual.
Lo demás, desde Stavoren a Sneek, aún era más previsible. Dos compartimentos de primera clase. Kuperus siempre ocupaba uno él solo. Le conocían. Era casi como si estuviera reservado.
Al bajar del barco cruzó las vías y se instaló en su compartimento, el de fumadores, porque fumaba en pipa.
—Buenas noches, señor Kuperus.
Seguro que el empleado se equivocó, creyó que era miércoles en lugar de martes, ya que hacía años que sus idas y venidas no podían ser más regulares.
Ahora sólo había que esperar las paradas y los gritos:
—¡Hindelopen!
Luego:
—¡Workum!
Que el hombre pronunciaba: Wooorekum.
Finalmente Sneek, su estación tranquila, pulcra y acogedora, desde donde tenía la costumbre de dirigirse en primer lugar hacia la Plaza Mayor. A aquella hora todo estaba oscuro, salvo los cristales del café Onder de Linden.
¡La sede de la Academia de Billar! Hacía un alto allí de vuelta a su casa. Y bebía un último vaso de cerveza. Le preguntaban:
—¿Hay algo nuevo por Amsterdam?
Él daba las noticias que acababa de leer en la última edición del Telegraaf.
Lo que cambió el curso de todo fue un azar. Desde luego, pasaron por Hindelopen y por Workum, como siempre. Pero unos minutos antes de llegar a Sneek, algo imprevisto obligó al tren a disminuir la velocidad e incluso a detenerse del todo.
Había tanta escarcha en los cristales que Kuperus no pudo ver nada del exterior. Abrió la portezuela, vio la chimenea de una quesería, una red de canales medio helados y reconoció el lugar.
Estaba a menos de quinientos metros del bungalow de Schutter.
No lo pensó dos veces. Tomó su cartera, un gesto maquinal que no hubiese dejado de hacer en las circunstancias más trágicas. Bajó, se dejó caer por el terraplén y llegó abajo mientras el tren volvía a ponerse en marcha.
De lo que pasó luego apenas es posible hablar. El doctor Kuperus había decidido poner fin a aquello. Lo cual equivalía a decir que se acabó. Se acabó para los tres, para Schutter (cuyo nombre de pila era Cornelius), para Alice (que llevaba el apellido Kuperus) y para el mismo Hans Kuperus.
La mejor prueba de ello era el revólver, muy frío, helado, en su bolsillo. No se trataba de una idea vaga. Había reflexionado durante un año. Sabía lo que estaba haciendo.
A su alrededor, nieve y sombras formadas por los canales, la mayoría de los cuales ya no se usaban. En medio de la noche, una lucecita, la única, la del bungalow de Schutter.
O sea que se encontraba allí. O sea que, por así decirlo, todo había terminado antes de que empezara.
Echó a andar después de que el tren hubiera desaparecido escupiendo chispas rojizas hacia el cielo. Se aproximó a la casa y avanzó más prudentemente, para que no crujiera la nieve endurecida, mucho más espesa que en Amsterdam.
Hacía tanto frío que por un momento se preguntó si su dedo índice no estaba demasiado agarrotado para apoyarse debidamente en el gatillo.
La ciudad quedaba lejos: sólo unas luces remotas que en el aire se convertían en un halo amarillento.
Schutter se jactaba de conseguir todas las mujeres. Y entre ellas Alice. Alice iba al bungalow, como las demás.
No le costó mucho comprobarlo. No se habían tornado la molestia de cerrar las persianas, hasta tal punto contaban con el aislamiento.
Kuperus se acercó sin hacer ruido, pegó la cara al cristal y vio a su mujer en combinación bebiendo algo, mientras Schutter volvía a hacerse el nudo de la corbata.
Era una habitación bonita. No un dormitorio, sino una especie de estudio, con fotografías de Schutter en todos los países del mundo, con los trajes más diversos. Sobre una mesa unos vasitos que contenían licor.
Alice volvía a vestirse como si siempre se hubiera vestido en aquel lugar. Hablaba. Él no oía las palabras. Sólo veía a los personajes. El hombre fumaba uno de esos cigarrillos que se jactaba de hacerse traer directamente de Egipto, y que no eran mejores que los honrados cigarrillos holandeses.
La cartera bajo el brazo era un estorbo, pero Kuperus no la soltó. Comprendía que no debía soltarla. Tenía que seguir siendo él mismo, en toda su integridad.
¿Qué se decían? Simplemente charlaban, sin coquetería, como antiguos amantes. Alice se empolvaba la cara ante un espejo que le era familiar.
Debía de estar haciendo reproches a su compañero, tal vez una escena de celos, porque había dureza en la expresión de su rostro, y una sonrisa fatua en el del hombre.
Se prendió la perla en la corbata. No se hubiera considerado elegante sin esa perla.
—Regalo de un maharajá —explicaba en la Academia de Billar.
El ritmo se aceleró. Sin duda Alice quería irse. Los dos se dirigieron hacia la puerta. Kuperus tenía frío. Se había quitado el guante de la mano derecha, que estaba helada.
Oscuridad. Todas las lámparas se habían apagado a la vez. Schutter volvía a cerrar la puerta cuidadosamente, como un pequeño burgués, mientras su compañera esperaba.
¿Era acaso el momento?
El médico, aunque ya tenía el dedo en el gatillo, no disparó.
La pareja echó a andar, siguió el camino de sirga que ya no se utilizaba desde hacía mucho tiempo, junto a un canal invadido por las cañas, que no usaban los barcos.
Se alejaban del brazo. En el cielo había claridades de luna.
Kuperus andaba tras ellos, se iba acercando.
Seguía sin disparar. El índice, a causa del frío, se le había pegado al acero. Tal vez hacía demasiado tiempo que pensaba en aquello, que lo había previsto todo.
Porque había preparado su entrada en el bungalow, incluso un discurso.
Ante él dos sombras que se movían. Estaba a diez metros. Fue Alice quien precipitó la decisión, se detuvo, volvió la cabeza, inquieta. Y el otro, para tranquilizarla, también se volvió.
Entonces Kuperus disparó. Una vez… Dos veces… Otra más, porque Schutter no cayó del todo, seguía de rodillas.
Se dijo que tal vez sufría y vació todo el cargador a quemarropa, para acabar de una vez.
Le palpitaba el corazón, sentía en el pecho aquella angustia que tanto temía, y hubo de permanecer inmóvil junto a ellos, con la mano sobre el lado izquierdo del pecho, durante unos minutos.
Luego, para matarse hubiera tenido que volver a cargar el revólver.
¿Y ahora qué?
Le dominaba una idea: Schutter estaba muerto.
Otra idea solapaba a la anterior: dado que Schutter había muerto, ¿era completamente necesario que también él desapareciera?
Los dos cuerpos estaban a menos de un metro de las cañas del canal. La luna acababa de salir, serena, como sólo lo está en las glaciales noches del invierno.
Kuperus respiró profundamente varias veces, arrojó su revólver al agua, y enseguida se arrepintió, porque era demasiado cerca.
¡Qué más daba!
Miró su reloj. Tenía tiempo para…
Le bastaba con empujar los dos cuerpos. Alice ya no respiraba. Parecía haber cerrado los ojos, aunque quizá fuese un efecto de la luz de la luna.
Arrastró los cadáveres para no tener que pensar más en aquello, sonrió con sarcasmo al acordarse de la Academia. Y antes de dejar caer a Schutter al agua, sacó su cartera del bolsillo.
Estaba borracho por todo lo que había bebido y todo lo que había hecho. Pero su embriaguez, en vez de sobreexcitarle, le daba una calma inesperada.
Por ejemplo, mientras andaba, tiró la cartera a otro canal, aún más viejo y más abandonado que el primero, y tuvo la precaución de meter dentro una piedra.
Sólo pensaba en una cosa: llegar al Onder de Linden, donde aún debería haber cuatro o cinco personas jugando al billar. Bebería. Tenía sed. Soñaba con un enorme vaso de cerveza en forma de flauta de champán.
Cruzó un arrabal. No hacía proyectos para el porvenir, ni para el día siguiente.
Se le ocurrió pensar en su billete de ferrocarril, que no había entregado en la estación de Sneek. Eso le había ocurrido otras veces. Era tan sabido que bajaba de aquel tren, que a veces el empleado no estaba en su lugar, o bien Kuperus podía salir por el restaurante para evitarse un rodeo.
¡Se comió el billete!
Estaba completamente borracho. Sentía impulsos de revolcarse por el suelo. O de ponerse a gritar de alegría. O a sollozar.
Lo que le devolvió a la realidad fue la plaza del ayuntamiento, con la casa de Schutter, y al fondo las luces pálidas de Onder de Linden.
Miró la hora. Apenas llegaba un cuarto de hora más tarde que si hubiese venido directamente en tren.
Bajo un farol de gas observó sus manos. Estaban limpias gracias a la nieve.
Entró. Sabía la bocanada de calor y de bienestar que iba a acogerle. Sabía que el camarero se precipitaría a su encuentro, Jef-el-viejo, que trabajaba allí desde hacía treinta años.
—Buenas noches, señor doctor.
—Buenas noches, Jef. ¿Siguen ahí esos señores?
Una tradición más. Oía cómo las bolas rodaban y entrechocaban, pero preguntaba invariablemente:
—¿Siguen ahí esos señores?
Entonces Jef tenía que decir:
—¿Hace buen tiempo en Amsterdam?
—Nunca es tan bueno como el de nuestra Frisia —debía responder él.
Así lo hizo. Se observaron todos los ritos, incluso el de entrar en la sala de puntillas, porque el arquitecto, en mangas de camisa, se disponía a hacer una carambola.
Dio la mano en silencio a los demás jugadores. La carambola salió bien.
—¿Qué tal por Amsterdam?
—Bien. Allí ni hay hielo en los canales. —Mirando a los dos árbitros que no perdían de vista la mesa de billar, preguntó—: ¿Esta partida forma parte del campeonato?
—Claro que sí.
—Tendré que inscribirme —anunció. Nunca había concursado. Hablaba por decir algo. Tenía ganas de hablar, y sintió la necesidad de añadir—: La próxima vez presentaré en serio mi candidatura para la presidencia.
Colgando de una de las columnas de roble oscuro, dentro de un marco, estaba el documento del club, con el nombre de Schutter en rojo y los demás nombres en negro. No eran más que cinco en aquel cómodo café, de muebles bien barnizados y sillones profundos, en el que las jarras de cerveza babeaban sobre redondeles de cartón.
Le sirvieron la suya sin necesidad de pedirla, una jarra como aquella con la que había estado soñando hacía poco, la vació de un trago y murmuró:
—Otra.
—¿No hay novedades? —volvió a preguntar maquinalmente.
—Ninguna.
Había dejado la cartera sobre la mesa. Solía quedarse alrededor de un cuarto de hora antes de volver a su casa, en la calle de al lado, cerca del canal viejo.
Se oía vagamente la música del cine de al lado, y ya se había presentado una protesta, porque molestaba a algunos jugadores.
De súbito Kuperus se echó a reír en silencio. Pensaba que nadie se había dado cuenta de que era martes y no miércoles. Porque un primer martes de mes no podía estar allí.
Los había sugestionado. Le habían visto y habían pensado: «Es miércoles».
Bebió la segunda jarra y pidió una ginebra.
—Tengo neuralgias… —se vio obligado a explicar.
No había que caer en la realidad brutal. Era mejor pensar, por ejemplo, que volvería a su casa y que su mujer no estaría esperándole. Sería Neel, la criada, quien le abriese.
En camisón, casi seguro. Porque a aquella hora, como no le esperaba, ya se habría acostado.
Ya la había visto en camisón. Nunca la había tocado, a causa de todas las complicaciones que eso supondría. ¿Y ahora?
Tal vez fueran a detenerle al día siguiente, o al otro, en cualquier caso uno de los próximos días. No tenía nada que perder.
—Pues será esta noche —se prometió a sí mismo. Y lo pensó tan enérgicamente que temió haber hablado a media voz.
—¡Kuperus! —le llamaron.
Era para que hiciese de juez en una jugada controvertida. Bajo las mesas de billar, unos baldes llenos de cenizas calientes impedían que la madera se combase.
—Kees dice que su compañero…
No había visto la jugada. Se permitió el lujo de decidir contra todo sentido común en la cuestión que le planteaban. Además, Kees era amigo de Schutter.
—Kees no tiene razón. Voy a menudo a Amsterdam, y allí no discutimos por una jugada como ésta.
No dio la razón a Kees, quien perdió tres puestos en el campeonato.
¡Era una primera victoria!
Todos estaban tan sugestionados que seguían creyendo que era miércoles y que su mujer debía de estar esperándole.
Fuera, al cruzar el puente levadizo, el doctor Kuperus sólo pensaba en Neel, que iría a abrirle en camisón, con su abrigo de color marrón echado sobre los hombros, sin duda descalza.

Fuente:
Georges Simenon
 El asesino
Título original: L’assassin
Georges Simenon, 1937
Traducción: Carlos Pujol

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