CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 11 de febrero de 2016
Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg. Segunda entrega.
(Segunda entrega.Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
Leopoldo Lugones
Como el de Quevedo, como el de Joyce, como el de Claudel, el genio de Leopoldo Lugones es fundamentalmente verbal. No hay una página de su numerosa labor que no pueda leerse en voz alta, y que no haya sido escrita en voz alta. Períodos que en otros escri-tores resultarían ostentosos y artificiales, corresponden, en él, a la plenitud y a las amplias evoluciones de su entonación natural.
Para Lugones, el ejercicio literario fue siempre la honesta y aplicada ejecución de una tarea precisa, el riguroso cumplimiento de un deber que excluía los adjetivos triviales, las imágenes pre-visibles y la construcción azarosa. Las ventajas de esa conducta son evidentes; su peligro es que el sistemático rechazo de lugares comunes conduzca a meras irregularidades que pueden ser obscuras o ine-ficaces. Lugones tuvo la vanidad de trabajar detenidamente su obra, línea por línea; un resultado de esta dedicación es el elevado nú-mero de páginas de índole antológica.
Desdeñoso de lo español, el autor de La guerra gaucha, para-dójicamente adoleció de dos supersticiones muy españolas: la creen-cia de que el escritor debe usar todas las palabras del diccionario, la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente. Sin embargo en algu-nos poemas de tono criollo, empleó con delicadeza un vocabulario sencillo; esto prueba su sensibilidad y nos permite suponer que sus ocasionales fealdades eran audacias y respondían a la ambición de medirse con todas las palabras. Fatalmente muchas de aquellas no-vedades se han anticuado pero la obra, en conjunto, es una de las mayores aventuras del idioma español. El siglo XVII quiso innovar, regresando al latín; Lugones quiso incorporar a su idioma los rit-mos, las metáforas, las libertades, que el romanticismo y el simbo-lismo habían dado al francés.
La literatura de América aún se nutre de la obra de este gran escritor; escribir bien es, para muchos, escribir a la manera de Lu-gones. Desde el ultraísmo hasta nuestro tiempo, su inevitable in-flujo perdura creciendo y transformándose. Tan general es ese in-flujo que para ser discípulo de Lugones, no es necesario haberlo leído. En La pipa de Kif de Valle Inclán se advierte el Lunario sentimental; sin menoscabo de su originalidad, dos grandes poetas, Ramón López Velarde y Martínez Estrada, provienen de Lugones.
Alcanzar en un medio indiferente una obra tan fértil y tan plena es una empresa heroica; su vida entera fue una laboriosa jor-nada, que desdeñó las recompensas, los aplausos y los honores y hasta la gloria que ahora lo sustenta y lo justifica. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte.
El Modernismo
La historia de Leopoldo Lugones es inseparable de la historia del modernismo, aunque su obra, en conjunto, excede los límites de esta escuela. A fines del siglo XIX y a principios del XX, el mo-dernismo renovó las literaturas de lengua española. Esta renova-ción era necesaria; después del siglo de oro y del barroco, la lite-ratura hispánica decae y los siglos XVIII y XIX son igualmente pobres.
España nunca fue clásica; la impetuosa irregularidad de su dra-ma y la evocación, acaso arbitraria, de su color local, inspiran la reacción romántica; Alemania descubre a Calderón, lo traduce Shelley y su obra sirve de argumento contra el rigor de las tres unidades clásicas.
Es curioso observar que el romanticismo, esencialmente afín a la índole de España, no produce en este país un solo poeta de la significación de Keats o de Hugo.
La circunstancia de que algunos críticos españoles ignoraran esta indigencia contribuía a hacerla más irreparable; así Menéndez y Pelayo, en la antología que se titula Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana, admite inexplicablemente una des-mesurada proporción de poetas de su época.
Con esta decadencia contrastan la complejidad y el vigor de las otras literaturas de Europa; en la poesía de Francia, cuyo influjo en el modernismo será decisivo, el Parnaso sucede al romanticismo y el simbolismo al Parnaso. De estas escuelas, excluyentes en Fran-cia, las dos últimas son recibidas con igual devoción por las jóvenes generaciones americanas y se difunden con facilidad. En lo que se refiere al romanticismo, se observa una reacción contra su elocuencia y su pompa, pero aún se admira a Víctor Hugo.
Por aquellos años, en Buenos Aires o en Méjico no se con-cibe una persona culta que no sepa francés y es prestigioso ir a París para perfeccionar los estudios. Todavía cercana la guerra de la Independencia, el odio a lo español no se había extinguido; las injuriosas expresiones godo y gallego eran habituales. La admira-ción por lo francés llega al exceso; Eduardo Wilde se burla de ella en su artículo Vida moderna.
La imitación del clasicismo español persistía en ciertos poetas pero su obra constituyó, para los jóvenes, un, testimonio más de la esterilidad de esa tradición. Recordemos la obra de Oyuela.
Agotado el placer que podían suministrar el vocabulario y los metros clásicos, se sentía la urgencia de renovarlos. Obscuramente se anhelaba y se vislumbraba otra cosa; adelantándose a ello, algunos poetas anteriores parecían señalar nuevas direcciones.
Así el revolucionario cubano José Martí decía en el prólogo de sus Versos libres (1882):
“Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados... Recortar versos también sé, pero no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje. Amo las sonoridades difíciles...”
En 1891, agre-gaba:
“Amo la sencillez y creo en la necesidad de poner el senti-miento en formas llanas y sinceras.”
El mérito de Martí, como poeta, se limita a haber preferido la sencillez; en sus mejores versos hay algo de copla popular. Se considera que Ismaelillo, escrito en 1882 para su hijo, marca el principio de esta nueva tendencia en las letras americanas, que culminará en Azul, de Rubén Darío.
Otro cubano, Julián del Casal (1863-1893), prefigura los temas del hastío, de la evasión y del exotismo, que serán luego pre-dilectos, de los modernistas. Influido por Baudelaire, entre lo arti-ficial y lo natural elige lo primero:
Tengo el impuro amor de las ciudades
Y a este Sol que ilumina las edades
Prefiero yo del gas las claridades.
A mis sentidos lánguidos arroba,
Más que el olor de un bosque de caoba,
El ambiente enfermizo de una alcoba.
Otro famoso precursor, José Asunción Silva (1865-1896), ferviente lector de Poe, de Baudelaire, de Verlaine, de los prerrafaelistas ingleses, trunca su desdichada vida a la edad de treinta años, pero deja los Nocturnos, que América aún no ha olvidado:
...Era el frío del sepulcro, era el hielo de la muerte,
era el frío de la nada...
Y mi sombra,
por los rayos de la Luna proyectada,
iba sola,
iba sola,
iba sola por la estepa solitaria;
y tu sombra esbelta y ágil,
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de murmullos,
de perfumes y de música de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella...
¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras de los cuerpos que se juntan
con las sombras de las almas!
¡Oh las sombras que se buscan en las noches
de tristezas y de lágrimas!...
Entre los iniciadores del modernismo se halla también el me-jicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), fundador de la Revista azul, que con tanta hospitalidad acogió la poesía de los jóvenes. Dice Pedro Henríquez Ureña:
“Hay en su melancolía un dejo otoñal, que concuerda con el constante clima otoñal de las altas mesetas de Méjico. Es el más mejicano de los poetas –un mejicano del valle de Anáhuac, en el que está la capital– como Casal es uno de los más cubanos en su amor por los colores vivos. Su poesía es también pictórica, especialmente en las Odas breves, llenas de reminiscencias griegas y latinas.”
Ejemplo de estos ejer-cicios clásicos, ensayados por un poeta esencialmente romántico, es la oda Ultima Necat * , donde se imita no sólo la brevedad y las alusiones mitológicas sino también las apretadas yuxtaposiciones de ciertos estilos helénicos:
* _ Recuérdese la inscripción de los relojes de Sol: “Omnes vulnerant, ultima necat” (Todas hieren, la última mata).
¡Huyen los años como raudas naves!
¡rápidos huyen!
Infecunda Parca
pálida espera. La salobre Estigia
calla dormida.
¡Voladores años!
¡Dado me fuera detener convulso,
horas fugaces, vuestra blanca veste!
Pasan las dichas y temblando llegan
mudos inviernos...
Las fragantes rosas
mustias se vuelven, y el enhiesto cáliz
cae de la mano. Pensativa el alba
baja del monte. Los placeres todos
duermen rendidos...
En mis brazos flojos
Cintia descansa.
Pero José Martí, Julián del Casal, José Asunción Silva y Ma-nuel Gutiérrez Nájera se limitan a preparar el advenimiento de un gran poeta: Rubén Darío.
De igual manera que el romanticismo francés cabe en el solo nombre de Hugo, así lo que será el modernismo –su nostalgia, sus excesos decorativos, su esplendor verbal– cabe en el de Darío.
La historia de la nueva escuela comienza en 1888 con la pu-blicación de Azul... en Valparaíso. De este libro, cuya importancia histórica es innegable, quizá lo único que aún sobreviva sea algún soneto como el dedicado a Walt Whitman. En 1896 aparece en Buenos Aires Prosas profanas. Temas, palabras, metáforas, emo-ciones, están muy lejos de nosotros, pero es indiscutible que con este libro de versos entró en el idioma español una nueva música, un nuevo juego de posibilidades sonoras. Las predilecciones de Ru-bén Darío por el esdrújulo, por el tono agudo y por cierta espontánea o estudiada facilidad oral se manifiestan en estrofas, acaso gastadas ahora, pero que entonces debieron sorprender por su osadía:
Boga y boga en el lago sonoro
donde el sueño a los tristes espera,
donde aguarda una góndola de oro
a la novia de Luis de Baviera.
(Blasón)
Padre y maestro mágico, liróforo celeste
que al instrumento olímpico y a la siringa agreste
diste tu acento encantador;
¡Panida! Pan tú mismo, que coros condujiste
hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste,
¡al son del sistro y del tambor!
(Responso a Verlaine)
Darío publica después Cantos de vida y esperanza (1905) y El canto errante (1907). En estos libros perfecciona sus esplendo-res (Visión, Metempsícosis), y alcanza aquello que Lugones no alcanzará, tal vez, en toda su vida: un vínculo amistoso con el lec-tor, la confidencia íntima. Detrás de la magnificencia verbal y de los hallazgos métricos se vislumbra el destino trágico de Darío. Recuérdese: Yo soy aquel que ayer nomás decía..., Canción de otoño en primavera, Melancolía, Lo fatal, ¡Eheu!
El modernismo, por obra de Darío, triunfó en América y en España. Darío, en este último país, no es un forastero; se ha incor-porado a la tradición nacional y se habla de él como de Garcilaso o de Góngora. Darío es así, para la historia de la literatura, un gran poeta de España y de América.
Dos poetas norteamericanos, Edgar Alian Poe y Walt Whit-man, habían influido esencialmente, por su teoría y por su obra, en la literatura francesa; Rubén Darío, hombre de Hispanoamérica, recoge este influjo a través de la escuela simbolista; y lo lleva a España.
Hemos dicho que la evasión fue uno de los rasgos diferen-ciales del modernismo; podría señalarse también los temas de la mitología griega, heredados del Parnaso francés y, en general, usa-dos de manera decorativa. En Prosas profanas, Rubén Darío llegó a decir:
Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francia, porque en Francia,
al eco de las Risas y los juegos,
su más dulce licor Venus escancia.
........................................................................
Verlaine es más que Sócrates; y Arsenio
Houssaye supera al viejo Anacreonte
........................................................................
La profusión de mitos helénicos no basta al modernismo; Ri-cardo Jaimes Freyre, en Castalia bárbara (1899), reemplaza las divinidades griegas por las escandinavas. Cambian así los personajes no el espíritu.
Alguien podría objetar la frecuencia de temas, mitológicos en la literatura de nuestro tiempo (Yeats, Valéry, Kafka, Gide); pero su empleo, ahora, no es puramente ornamental, es también signi-ficativo de situaciones individuales.
El modernismo abarcó todas las naciones de Sudamérica. Sus poetas, quizás a través de Heredia y de Hugo, descubrieron las po-sibilidades literarias del continente; a Grecia y a Versailles suceden la historia y la geografía americanas. Sus orígenes los conducen a España y, por ende, al descubrimiento de su Edad Media y de la lírica barroca. Góngora, reprobado por la Academia y admirado, acaso desde lejos, por Verlaine * , es de nuevo propuesto a la admi-ración por los modernistas.
* _ En los Poèmes Saturniens (1867), el soneto “Lassitude” lleva como para-dójico epígrafe: a batallas de amor campo de pluma (Soledad Primera).
Pedro Henríquez Ureña, en el libro Las corrientes literarias en la América Hispánica, divide la historia del modernismo en dos períodos: el primero va de 1882 a 1896, integrado por Martí, Ca-sal, Gutiérrez Nájera, Asunción Silva, y Darío; el segundo va de 1896 a 1920.
“Martí, Casal, Gutiérrez Nájera y Silva mueren entre 1893 y 1896; Darío queda, pues, como cabeza indiscutible para los veinte años siguientes.”
Agrega Henríquez Ureña que entre 1896 y 1900 el centro de este movimiento estuvo en el sur, en Buenos Aires y Montevideo.
Como se habrá observado, el primer período del esquema pro-puesto por Henríquez Ureña comprende, con excepción de Darío, a los poetas que nosotros, por juzgarlos, aún vinculados al roman-ticismo, hemos considerado precursores. No hay que olvidar que las clasificaciones literarias son artificiales y responden a la necesi-dad de organizar el conocimiento; los lectores pueden elegir cual-quiera de las dos posibilidades.
En el modernismo predominó la poesía, pero también hubo prosistas. Darío cultivó ambas formas; nadie ignora que fue más afortunado en el verso. Veremos que en el caso de Lugones la de-cisión no es fácil. Alguno (Carlos Reyles, Rodó), se limitó a la prosa. Y un género intermedio, el breve “poema en prosa”, a la manera de Aloysius Bertrand y de Baudelaire, encontró asimis-mo cultores. En El cencerro de cristal (1915), Güiraldes, influido por Laforgue, alternó en una misma composición la prosa y el verso.
Hoy las literaturas de lengua española han traspuesto sus limites geográficos y merecen interés y respeto; esto es obra del modernismo. No, acaso, de los libros que fueron expresión de esta escuela, pero sí del impulso que ella dio a las letras españolas y americanas. Hasta la reacción contra el modernismo, que se observa a partir de mil novecientos veintitantos, es consecuencia o parte del moder-nismo, y hereda su ímpetu.
Fuente: Editorial Pleamar. Buenos Aires, Argentina.
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