martes, 10 de noviembre de 2015

Miguel de Cervantes Saavedra. Novelas ejemplares.



Las Novelas ejemplares son una serie de doce novelas cortas que Don Miguel de Cervantes escribió entre 1590 y 1612. Su denominación de ejemplares obedece a que son el primer ejemplo en castellano de este tipo de novelas y al carácter didáctico y moral que incluyen en alguna medida los relatos.
  Se suelen agrupar en dos series: las de carácter idealista y las de carácter realista.
  Las primeras se caracterizan por tratar argumentos de enredos amorosos con gran abundancia de acontecimientos, por la presencia de personajes idealizados y sin evolución psicológica y por el escaso reflejo de la realidad. Se agrupan aquí: El amante liberal, Las dos doncellas, La española inglesa, La señora Cornelia y La fuerza de la sangre.
  Las de carácter realista atienden más a la descripción de ambientes y personajes realistas, con intención crítica muchas veces. Son los relatos más conocidos: Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, La gitanilla, El coloquio de los perros o La ilustre fregona.
  No obstante, la separación entre los dos grupos no es tajante y, por ejemplo, en las novelas más realistas se pueden encontrar también elementos idealizantes.

Fuente:
Editorial Sopena 1919.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Las alegres comadres de Windsor. Comedia. William Shakespeare.


The Merry Wives of Windsor, 1599
Grandes comedias
También traducida como “Las alegres casadas de Windsor”. Reaparece como protagonista Sir John Falstaff, elemento cómico (y sabio) en Enrique IV. Por lo tanto, se puede considerar un spin-off o derivaje de su predecesora. Una leyenda atribuye a la reina Isabel el encargo de escribirla. Algunos de sus pasajes están basados en Il pecorone (El bobo), libro de relatos de finales del siglo XIV escrito por Giovanni Fiorentino, un imitador de Boccaccio y su Decamerón.
Comienza con la trama secundaria, cuando el juez Shallow (que ya figuraba, como algunos otros personajes, en Enrique IV) quiere concertar la boda de su sobrino Slender con una bella dama llamada Ana Page, cuyo padre está de acuerdo. Falstaff, por su parte, urde cortejar a dos señoras, la de Ford y la de Page (madre de Ana), para manejar sus fortunas. Las dos mujeres están casadas, y los lacayos insatisfechos de Falstaff avisan a sus respectivos maridos. Éste es el arranque de la trama principal, protagonizada por esas dos damas, que dan título a la obra.
Ana Page tiene, además de Slender, otros dos pretendientes: el médico Doctor Caius, favorito de la madre, y el joven caballero Fenton, al que Ana prefiere.
Las dos comadres reciben cartas idénticas de Falstaff, se las muestran entre sí, y planean vengarse fingiendo que aceptan su amor, y sin contárselo a sus maridos. Page se fía completamente de su mujer, pero Ford maquina interrogar a Falstaff con una identidad falsa. Mistress Quickly, la sirvienta del Doctor Caius y confidente de Ana, actúa de alcahueta para las esposas, y cita a Falstaff con la señora Ford, añadiendo que la señora Page también está enamorada de él.
Ford, bajo otro nombre, habla con Falstaff en su domicilio, la posada de la Jarretera. Le dice que pretende a la señora Ford y entrega dinero a Falstaff para que la corteje y así demostrar que no es fiel. Falstaff le confiesa que esa misma noche tiene cita con ella y él cree que su mujer lo engaña. Pero las dos señoras pueden llevar a efecto su plan antes de que el celoso Ford llegue a su casa con testigos, y sacan a Falstaff mediante dos criados en una cesta de ropa sucia, que tienen el encargo de arrojar al Támesis.
Las comadres preparan un nuevo escarmiento para Falstaff y la señora Ford concierta una cita con él de nuevo. Ford (en su peronalidad falsa) vuelve a entrevistarse con Falstaff a la mañana siguiente, y éste le cuenta todo lo ocurrido, añadiendo de su cosecha que estuvo besándose con la señora Ford. Se repite el enredo, ésta vez con la variante de la canasta sin Falstaff y su salida de la casa vestido de mujer y duramente apaleado por Ford, que cree que es una vieja alcahueta a la que odia.
Pero ahí no acaban las tretas de las dos protagonistas. Cuentan todo a sus maridos y vuelven a citar a Falstaff, esta vez disfrazado y en el bosque, para tenderle una trampa consistente en pincharle y quemarle mediante varios personajes disfrazados de reina de las hadas (Ana page), duendes (varios niños) y otros seres de la noche. Ana recibe el encargo de su padre de vestirse de blanco para que sea raptada por Slender, y de su madre de vestirse de verde para serlo por Caius. Les ha dicho a los dos que sí, mintiéndoles, y ha informado de todo a su prometido Fenton, que también tiene un plan para irse con ella y casarse.
En la refriega del bosque (donde Falstaff recibe su escarmiento final), Slender se lleva a un hada blanca y Caius a un hada verde; las dos resultan ser muchachos disfrazados. Ana y Fenton vuelven casados, y sus padres aceptan.
Una comedia, parece ser, escrita al gusto de la época, que tiene momentos graciosos pero que tampoco es nada del otro mundo. Resulta a veces ciertamente enrevesada, aunque tendremos en cuenta que al estar llena de juegos de palabras intraducibles, pierde carga humorística. Los estudiosos dicen que este Falstaff no tiene nada que ver con el de Enrique IV (y cuya muerte se narra en Enrique V), porque allí su personaje era poliédrico, sabio, hondo. Aquí comparece un Falstaff víctima de un agravio tras otro, que no actúa con la gracia del otro, ni defiende con aquel verbo certero su dignidad.
Parte de su texto reaparece en la película de Welles Campanadas a medianoche (ver Enrique IV); y en 2003 Leila Hipólito hizo en Brasil su película As alegres comadres, que adapta la obra. También se han escrito varias óperas basadas en esta comedia, como Falstaff (1893), de Giusseppe Verdi.

Fuente:
Antonio Tausiet.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Miguel de Cervantes Saavedra Los trabajos de Persiles y Segismunda.


En Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada en 1617 casi simultáneamente en Madrid, Barcelona, Lisboa, Valencia, Pamplona y París (seis ediciones, lo que muestra su notable acogida), se narra un conjunto heterogéneo de peripecias que, como era habitual en la llamada «novela bizantina» o «helenística», incluye aventuras y una separación de dos jóvenes que se enamoran y acaban encontrándose en una anagnórisis al final de la obra. En ella, Periandro y Auristela (que solo tras el desenlace en matrimonio cristiano de la novela adoptarán los nombres de Persiles y Sigismunda), príncipes nórdicos, peregrinan por varios lugares del mundo para acabar llegando a Roma y, juntos, contraer matrimonio.
  Cervantes intentó con este relato construir una obra narrativa cuyo género, a diferencia del Quijote, que solo era una parodia y de un género medieval, sí estaba avalado por la práctica de la literatura clásica; de este modo partía de un modelo narrativo que recogían las preceptivas literarias neoaristotélicas renacentistas. Producto de una definida y firme intención universalizadora (que tiene, como consecuencia y contrapartida, la abstracción), los principales personajes del Persiles no son cuerpos opacos de carne y hueso, sino transparentes símbolos de validez universal: Persiles y Sigismunda son los perfectos amantes cristianos, Rosamunda es la lascivia, Clodio la maledicencia, etc. Es ésta la verdadera novela de un novelista: Es una novela, es una idea de la novela, y es la suma de todos los puntos de vista posibles en su tiempo sobre la novela.
  Es la última obra de Miguel de Cervantes. El propio autor la consideró su mejor obra; sin embargo la crítica da este título unánimemente a Don Quijote de la Mancha.

Fuente:
Miguel de Cervantes Saavedra
Los trabajos de Persiles y Segismunda
Historia setentrional
ePub r1.0

sábado, 7 de noviembre de 2015

William Shakespeare Dramas históricos.


El bardo de Avon.
William Shakespeare
Dramas históricos



 William Shakespeare, 1591
Traducción: Ángel-Luis Pujante & Salvador Oliva & Alfredo Michel Modenessi
Diseño de cubierta: Sánchez/Lacasta
Ilustración de portada: Shakespeare’s Kings, 1964 © Bernard Cheese © Fry Art Gallery, Saffron Walden, Essex . Bridgeman Art Library – Index
Editor digital: Titivillus ePub base r1.2



La presente edición reúne los diez dramas históricos compuestos por William Shakespeare (1564-1616). En ella se recogen las traducciones de Ángel-Luis Pujante, reconocido especialista en Shakespeare, publicadas en la colección Austral, y se incluyen cinco traducciones inéditas: Enrique VI. Primera parte (de Ángel-Luis Pujante), Enrique VI. Segunda parte y Enrique VI. Tercera parte (de Alfredo Michel), El rey Juan (de Salvador Oliva) y Enrique VIII (de Ángel-Luis Pujante y Salvador Oliva), junto con la traducción de Enrique V (de Salvador Oliva), que apareció por primera vez en la edición del Teatro selecto de William Shakespeare publicada en 2008.
Las obras se presentan en orden cronológico y van precedidas de notas introductorias preparadas por Ángel-Luis Pujante. No se han incorporado las introducciones ni el aparato crítico que acompañan a las traducciones de Austral. Remitimos al lector interesado a sus respectivas ediciones en dicha colección: Ricardo III (A 601), Ricardo II (A 428) y Enrique IV (A 505).
  PRÓLOGO

En la primera mitad de su producción dramática Shakespeare escribió nueve dramas históricos sobre reyes ingleses de la dinastía Plantagenet, aunque no por orden cronológico. Empezó hacia 1590 con una tetralogía que abarca los hechos acaecidos entre 1422 y 1485, a los que les dedicó las tres partes de Enrique VI y Ricardo III. Después, retrocediendo al período comprendido entre 1398 y 1422, compuso su segunda tetralogía (Ricardo II, las dos partes de Enrique IV y Enrique V) entre 1595 y 1599. En estos años escribió igualmente El rey Juan, que se remonta al siglo XIII. Tras estas nueve obras, Shakespeare no volvería al drama histórico hasta unos catorce años después con Enrique VIII (1613), que se ocupa de un período posterior y termina con el nacimiento de Isabel I[1].
Es posible que los dramas históricos ingleses sean el género menos popular de Shakespeare. Parece que, por su propia naturaleza, no siempre viajan bien: fuera de Inglaterra no se leen del mismo modo que en ella —una diferencia que también puede afectar a otros países de lengua inglesa—. En su aspecto más superficial, podemos encontrarnos en sus textos con un sinfín de nombres, títulos nobiliarios, palacios y lugares que pueden ser de vértigo. ¿Y qué nos dicen hoy todos esos nombres? Pero hay una razón de más peso por la que estos dramas no viajan bien: no por ser ingleses, sino porque, debido a algunas de sus situaciones, pueden resultar incómodos para lectores o espectadores extranjeros —por ejemplo, Enrique V para un público francés o Enrique VIII para cierto público español—. No debe extrañarnos que, en sus representaciones fuera de Inglaterra, los directores hagan a veces sus ajustes y retoques para evitar o paliar estos efectos.
En cuanto a Inglaterra, es cierto que durante un tiempo ha predominado una visión nacionalista y conservadora según la cual Shakespeare, basándose en las crónicas de Holinshed y Hall, celebra en estos dramas el feliz advenimiento de la dinastía Tudor y la consiguiente restauración providencial del orden que siguió al fin de la Guerra de las Dos Rosas, tras un siglo XV desangrado por continuas rebeliones y contiendas. Es más, Shakespeare se habría beneficiado del auge nacionalista originado por la reforma protestante y los éxitos de Inglaterra en conflictos exteriores, como el que acabó en la derrota de la Armada española. Ahora bien, los estudios más recientes han demostrado que semejante visión es ideológica y artísticamente reductora, ya que, por un lado, estos dramas expresan la pluralidad y las contradicciones de las creencias culturales y políticas de la época y, por otro, revelan una complejidad compositiva que los hacen muy distintos entre sí. Además, a la ortodoxia oficial de los Tudor habría que oponerle la influencia liberadora del Humanismo y, sobre todo, un escepticismo político que tiene sus raíces en Maquiavelo. Vistas desde esta otra perspectiva, las obras históricas de Shakespeare muestran una vida dramática muy variada y tienen mucho que decirnos más allá de su tiempo y sus fronteras.
Podemos observarlo ya en las primeras obras shakespearianas de este género. Decía el actor Ian McKellen que la trilogía de Enrique VI venía a ser como Rambo I, Rambo II y Rambo III, seguramente por el fuerte elemento de acción, estrépito, guerra y violencia que observamos en ella desde el principio. Pero, bromas aparte, junto a aspectos como el fervor patriótico que pudieran despertar estas obras o la defensa más o menos ortodoxa de la autoridad de un rey inoperante, lo que se impone desde la primera escena es una crítica implícita y explícita de las banderías nobiliarias y los clanes familiares, de la feroz lucha por el poder en una aristocracia que, por más que invoque el bien del país y el amor patrio, no oculta sus egoísmos partidistas. La eliminación del lord Protector y las maquinaciones de York en la segunda parte desembocan en el mundo amoral de la tercera, en la que, mirando al personaje de Ricardo, Shakespeare ya parece haber diseñado la conclusión de su primera tetralogía.
Se supone que Ricardo III debería leerse y representarse como continuación de la trilogía que la precede, pero rara vez se hace. La obra no omite lo que puede haber de propaganda en la derrota del tirano, el fin de la guerra civil y el inicio del período de paz que los ingleses deben a la nueva dinastía. Sin embargo, Richmond, futuro Enrique VII y primer rey Tudor, no aparece hasta el final y se muestra como un personaje plano y meramente instrumental cuyo último parlamento apenas queda integrado en el drama. Es como si Shakespeare hubiera decidido no dar más importancia de la debida a unos hechos conocidos y reiterados por la ortodoxia oficial —especialmente si sabía que el nuevo rey Tudor era tan artero y ambicioso como su Ricardo—. En su lugar, se centró en el que sería su primer personaje memorable, haciendo de Ricardo III un tirano perverso, frustrado por sus deformidades y entregado a la conquista criminal del poder, pero con tal magnetismo que capta nuestra atención desde el principio.
El rey Juan se sitúa excepcionalmente a comienzos del siglo XIII. La datación de este drama solo puede ser hipotética y, según la cronología que sigamos, pudo escribirse antes o después de Ricardo II. La acción se concentra especialmente en los esfuerzos del rey por conservar el trono frente a quienes dudan de su legitimidad. La obra acaba con un parlamento sumamente nacionalista —invocado en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial—. Sin embargo, en otros países lo que más se recuerda de El rey Juan es el modo como en ella se critica explícitamente la tendencia de los nobles a regirse por la commodity, es decir, por la conveniencia o el interés, al margen de toda consideración ética y no siempre en beneficio del país. La denuncia el bastardo Falconbridge, a quien algunos ven como el único personaje ejemplar entre tantos desaprensivos. Sin embargo, el bastardo aclara que si él reniega tanto del interés es porque este aún no le ha «cortejado». Y concluye su famoso parlamento:
Bueno, mientras sea mendigo, yo renegaré diciendo que no hay peor pecado que ser rico y, cuando sea rico, lo mío será decir que no hay peor pecado que ser pobre.
Si por interés los reyes son falaces, que él sea mi señor, y yo he de adorarle.
Esta inclinación se hace más visible en Ricardo II, el primer drama de su segunda tetralogía, en el que se retrocede a los hechos históricos que llevaron al destronamiento de Ricardo por parte del ambiguo y sibilino Bolingbroke, el futuro Enrique IV. La usurpación irrumpe en el ritualismo de la corte medieval, destruye la imagen sagrada de la monarquía de origen divino, origina una tragedia personal y constituye un delito y un pecado que dará origen a los conflictos que recorren las dos tetralogías. Visto así, Ricardo II vendría a ser la parábola perfecta de la ortodoxia Tudor, cuya propaganda alertaba contra los horrores de la rebelión y el regicidio. Sin embargo, se ha demostrado que esta no era la visión más habitual de este monarca en los escritos de la época y que el drama contiene un elemento potencialmente subversivo: además de que la escena del destronamiento fue censurada en las primeras ediciones, el único testimonio de la interpretación isabelina de la obra es el encargo de que volviera a representarse en la víspera de la sublevación de Essex contra la reina Isabel (1601) para enardecer al pueblo y justificar la sedición.
Si Ricardo II contiene un elemento de tragedia, Enrique IV es el único drama histórico que da cabida a la comedia. Pero no nos engañemos: aunque le dé una fuerte presencia con la figura de Falstaff, Shakespeare no ha puesto ahí ese ingrediente solo para alegrarnos o para desacreditar el mundo de la corte y de la guerra, sino para hacernos ver que la comedia no tiene nada que hacer en el espacio político, en el que va quedando cada vez más aislada y del que al final es expulsada como factor de corrupción. Las dos partes de Enrique IV permiten un gran despliegue de personajes, situaciones y temas, entre los que destaca la divergencia entre el rey y el príncipe, que prefiere el mundo de la taberna al de la corte. Sin embargo, su preferencia es temporal y calculada: como él mismo anuncia, mientras sea príncipe continuará divirtiéndose con Falstaff; cuando suceda a su padre, se transformará y desterrará al «maestro y nutridor» de sus desórdenes. En suma: el príncipe deja claro desde el principio que no es el que parece, lo cual, a su vez, nos avisa de que no es personaje de fiar. Por otro lado, parece que la corte tampoco es un lugar atractivo para el príncipe. Enrique IV no es un rey irresponsable como Ricardo II, ni débil como lo será su nieto Enrique VI. Con él desaparece la imagen sacra del monarca medieval para dar paso a un rey eficaz y muy político que responde más bien al perfil del príncipe moderno trazado por Maquiavelo. Como usurpador del trono y responsable de la muerte de Ricardo, no logra librarse de su culpa y se afana por alcanzar la legitimidad de ejercicio, especialmente sofocando las sucesivas rebeliones. Sin embargo, su intensa concentración en el poder le ha menguado humanamente: a su hijo le habla como rey más que como padre. Su actitud parece cambiar cuando, ya en su lecho de muerte, le reprocha amargamente que se haya llevado la corona sin esperar a que él se muera. No obstante, en cuanto el príncipe se excusa, Enrique vuelve a hablarle como rey: reconoce haber «encontrado» la corona por «caminos sinuosos» y admite que ideó su cruzada a Tierra Santa —adonde no fue— para distraer a quienes pudieran impugnarle. Por eso le aconseja que ocupe a los «ánimos inquietos» con guerras exteriores. Su hijo seguirá el consejo, como cuentan las crónicas y podemos ver en la obra siguiente.
Enrique V contiene elementos más que suficientes para ser considerado el drama histórico más patriótico de Shakespeare. Su protagonista se permite invadir Francia y logra «reconquistarla» para Inglaterra. Alcanzar la victoria contra todo pronóstico le otorga un aura de heroísmo, y su matrimonio con la infanta francesa le da, al menos en apariencia, un toque romántico. Es la imagen triunfalista que llevó al cine Laurence Olivier en plena Segunda Guerra Mundial (1944). Sin embargo, la película de Kenneth Branagh (1989) destacó otros aspectos menos gratos, como los horrores de la guerra emprendida por el rey (véase entradilla, pág. 783). Y, si vamos al texto, podemos encontrarnos con algunas ironías nada alentadoras. Sin entrar en la cuestión de su derecho al trono de Francia, recordemos que, en la víspera de la batalla de Azincourt («Agincourt» en Shakespeare), el rey, que se ha mezclado entre la tropa disfrazado, no logra convencer a los soldados de que «su causa es justa, y su disputa, honorable». Después, su orden, dada dos veces, de que cada soldado mate de inmediato a sus prisioneros franceses hizo observar a un crítico del siglo XVIII que Enrique obraba en «vena sanguinaria», y a uno del XX le llevó a preguntarse si este rey no actuaba como un criminal de guerra. El episodio, nada cómodo para los ingleses de ánimo patriótico, fue omitido en las películas de Olivier y de Branagh, y tiende a suprimirse en el teatro.
Tras Enrique V (1599), Shakespeare solo volvió al drama histórico con Enrique VIII (1613), escrito hacia el final de su trayectoria dramática y en colaboración con John Fletcher. La obra, a diferencia de las anteriores, no trata cuestiones de legitimidad y poder, ni explora como en ellas las causas de la fuerza o debilidad de los reyes. El famoso Enrique VIII Tudor no es presentado aquí como un tirano egocéntrico, un «bruto de lo más intolerable, una deshonra de la naturaleza humana y un borrón de sangre y grasa en la historia de Inglaterra» (Dickens), pero tampoco como el rey benévolo, prudente y virtuoso que les ha parecido a algunos críticos. El tema central del drama es la ausencia de un heredero varón, resuelto feliz e irónicamente en el nacimiento de la futura reina Isabel tras haber sido repudiada Catalina de Aragón. De ahí que se haya interpretado Enrique VIII como celebración de la reforma protestante. Sin embargo, la obra es bastante más compleja de lo que parece. Algunos directores y actores han observado que, pese a su título alternativo (Todo es verdad), lo que se dice o muestra en ella es solo una apariencia de verdad. Y actualmente la crítica ha precisado que Enrique VIII es más bien una reflexión sobre los efectos de la reforma, en la cual se muestra una serie inquietante de cambios en los conceptos de verdad y lealtad, y en la que la historia es presentada como el producto de testimonios dispares e irresolubles. En su extensa edición, Gordon MacMullan revela que la obra está cargada de ironías que en su tiempo estimulaban una actitud crítica, o al menos escéptica, por parte del público; así, el elogio final de Cranmer al nacimiento de Isabel tuvo que ser irónico para el público de la época, al vincular la herencia de Isabel al rey Jacobo, quien en 1613 aspiraba a la paz y armonía entre los distintos países europeos a través de matrimonios dinásticos antes que a culminar la reforma protestante. Abordar solo una parte del reinado de Enrique y presentarla en pleno reinado de Jacobo podría sugerir que la herencia reformadora que este recibió no llegó nunca a realizarse.
Enrique VIII da fin al camino singular emprendido por Shakespeare en un género que confirma la variedad y evolución que observamos en el conjunto de su obra; un género con características propias que conviene entender y valorar en su justa medida. La crítica ha puesto en evidencia el corto alcance de la apropiación nacionalista y ha demostrado que estos dramas históricos encierran una complejidad política y gozan de una actualidad que no encontramos en otras obras del autor. Además, fuera de Inglaterra la respuesta ni es ni ha sido siempre adversa. Ya en el siglo XIX August Wilhelm Schlegel observaba que estos dramas aportan ejemplos del rumbo político del mundo que son aplicables a todos los tiempos. José Blanco White, el primer español que les dedicó atención crítica, les atribuía una clara filosofía práctica y una innegable universalidad. Y Wagner estimaba que habría que verlos cada año, especialmente por el modo en que presentan la historia como es, con todos sus horrores e incoherencias.
Como dice Dennis Kennedy, estos dramas históricos nacieron en Inglaterra, tratan de Inglaterra y pueden hablar por Inglaterra, pero han sido liberados de sus obligaciones nacionalistas. En ellos Shakespeare se nos presenta como un historiador que infunde a sus obras una visión realista y plural de una Inglaterra en la que acecha y puede triunfar el interés, lo expeditivo, el maquiavelismo y la política de los hechos. Con tal visión nos llega también un aviso, una llamada de atención que nos alerta de las realidades de la vida pública de cualquier época y país como no lo hace la tragedia.
ÁNGEL-LUIS PUJANTE

Miguel de Cervantes Saavedra. Novela: El Quijote de la Mancha.


BIOGRAFIA:
Dramaturgo, poeta y novelista español (1547-1616), fue el autor de la novela `El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha`, considerada como la primera novela moderna de la literatura universal.

Tuvo una vida azarosa de la que poco se sabe con seguridad. Nació en Alcalá de Henares (Madrid), probablemente el 29 de septiembre de 1547. Pasó su adolescencia en varias ciudades españolas (Madrid, Sevilla) y con poco más de veinte años se fue a Roma al servicio del cardenal Acquaviva. Recorrió Italia, se enroló en la Armada española y en 1571 participó con heroísmo en la batalla de Lepanto, donde comienza el declive del poderío turco en el Mediterráneo. Allí, Cervantes resultó herido y perdió el movimiento del brazo izquierdo, por lo que fue llamado el Manco de Lepanto. En 1575, cuando regresaba a España, los corsarios le apresaron y llevaron a Argel, donde sufrió cinco años de cautiverio (1575-1580).

Fue liberado por los frailes trinitarios y, a su regreso a Madrid, encontró a su familia en la ruina. Entonces, se casa en Esquivias (Toledo) con Catalina de Salazar y Palacios y, como está ya acabada también su carrera militar, intenta sobresalir en las letras. Publica `La Galatea` (1585) y lucha, sin éxito, por destacar en el teatro. Sin medios para vivir, se va a Sevilla como comisario de abastos para la Armada Invencible y recaudador de impuestos. Allí, acaba en la cárcel por irregularidades en sus cuentas y, luego, se traslada a Valladolid.

En 1605 publica la primera parte de `El Quijote`. El éxito dura poco. De nuevo, es encarcelado a causa de la muerte de un hombre delante de su casa. En 1606, regresa con la Corte a Madrid, donde vive con apuros económicos y se entrega a la creación literaria. En sus últimos años, publica las `Novelas ejemplares` (1613), el `Viaje del Parnaso` (1614), `Ocho comedias y ocho entremeses` (1615) y la segunda parte de `El Quijote` (1615).

El triunfo literario no lo libró de sus penurias económicas.

Dedicó sus últimos meses de vida a `Los trabajos de Persiles y Segismunda` (de publicación póstuma, en 1617), muriendo en Madrid el 22 de abril de 1616.
Fuente: Editorial Sopena, 1910.

DON QUIJOTE DE LA MANCHA.
PRELIMINARES


TASA

Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe: que, habiendo visto por los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedís y medio, el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro doscientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel, y dieron licencia para que a este precio se pueda vender; y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho libro, y no se pueda vender sin ella. Y para que dello conste, di la presente en Valladolid, a veinte días del mes de deciembre de mil y seiscientos y cuatro años.

Juan Gallo de Andrada


TESTIMONIO DE LAS ERRATAS

Este libro no tiene cosa digna de notar que no corresponda a su original. En testimonio de lo haber correcto di esta fee en el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años.

El Licenciado Francisco Murcia de la Llana

EL REY

Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso, y nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le poder imprimir y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos o como la nuestra merced fuese, lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática últimamente por nós fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos en la dicha razón, y nós tuvímoslo por bien.
Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere y no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, que de suso  se hace mención, en todos estos nuestros reinos de Castilla por tiempo y espacio de diez años, que corran y se cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra cédula; so pena que la persona, o personas, que sin tener vuestro poder lo imprimiere o vendiere, o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que hiciere, con los moldes y aparejos della, y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otra tercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir el dicho libro durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que va rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro escribano de Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha impresión está conforme el original; o traigáis fe en publica forma de cómo por corretor nombrado por nuestro mandado se vio y corrigió la dicha impresión por el original y se imprimió conforme a él, y quedan impresas las erratas por él apuntadas para cada un libro de los que así fueren impresos, para que se tase el precio que por cada volumen hubiéredes de haber.
Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no imprima el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro, con el original, al autor o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno, para efecto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y premáticas destos nuestros reinos.
Y mandamos a los del nuestro Consejo, y a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula y lo en ella contenido.
Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes de setiembre de mil y seiscientos y cuatro años.

Yo el Rey
Por mandado del Rey nuestro señor,
 Juan de Amezqueta
 AL DUQUE DE BÉJAR,
marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares,
vizconde de La Puebla de Alcocer,
señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos

En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos que, no conteniéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra

PRÓLOGO

Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; pues ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te exenta  y hace libre de todo respeto y obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
—Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas,  con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? ¿Pues qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A.B.C., comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales  amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío —proseguí—, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y elevamiento, amigo, en que me hallastes; es bastante causa para ponerme en ella la que de mí habéis oído.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me dijo:
—Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras acciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
—Decid —le repliqué yo, oyendo lo que me decía—: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
—Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís; porque, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle; como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con:

Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
regumque turres.

Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios:

Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros .

Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio:

De corde exeunt cogitationes malae  .
Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico  :

Donec eris felix, multos numerabis amicos,
tempora si fuerint nubila, solus eris .

Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.
»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde  que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en el valle de Terebinto, según se cuenta en el Libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se escribe. Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como  en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que  a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale .

jueves, 5 de noviembre de 2015

Raymond Chandler Todos los cuentos



 

Raymond Chandler
Todos los cuentos
Traducción de 2012. F. G. Corugedo
Ediciones B
Sinopsis


 
 Este rico tesoro de veinticinco relatos nos muestra a Chandler en pleno desarrollo de su estilo terso, lacónico, que le resultará perfecto para sus obras maestras posteriores y que sirve para sumergir al lector en ese rico universo de ficción real que se ha convertido en un elemento imperecedero de nuestro paisaje literario.


Traductor: F. G. Corugedo, 2012.
Autor: Chandler, Raymond
©2012, Ediciones B
ISBN: 9788490063859
Generado con: QualityEbook v0.75


PURA BELLEZA, A PARTIR DE POLVO VIL

por

LORENZO SILVA

Allá por 1932, Raymond Chandler, que después del crac de 1929 se las había arreglado a duras penas para mantener su empleo en una compañía petrolífera californiana —y, con él, su solvencia económica—, fue despedido por culpa de su alcoholismo. A los 44 años, casado con una mujer mayor que él, que no tenía ingresos, se vio en el paro, como tantos de sus compatriotas, sin nada a que dedicar sus días ni de donde sacar su sustento. En esas estaba cuando se le ocurrió retomar una afición juvenil que había abandonado durante los quince años que había pasado trabajando como contable y ejecutivo: la escritura. Si en su juventud había practicado la poesía y el ensayo literario más bien sibarita —fruto de su educación en un solvente aunque no elitista colegio privado británico, el Dulwich College—, lo que en su madurez escogió fue algo mucho más humilde y terreno: escribir historias de detectives, al estilo de las que había leído en la revista Black Mask, donde entre otros publicaban Erle Stanley Gardner y Dashiell Hammett, que le sirvieron de inspiración. Fue, en cierto modo, una apuesta desesperada. Lo que el autor no sabía era que con ello estaba sentando las bases de su futura y exitosa carrera literaria, que lo convertiría en una de las referencias canónicas del género negro, de la novela norteamericana contemporánea y hasta cabe decir que de la narrativa universal. También el día que dio comienzo a esa labor empezó a hacer posible que acabara existiendo el presente volumen.
No puede ser más pertinente —y digno de celebración— el empeño de reunir en castellano toda la narrativa breve de Raymond Chandler, compuesta sustancialmente por las historias que a partir de 1932 y durante los seis años siguientes iría publicando en esa revista que lo había tenido como lector, de las que sacaría un rendimiento económico precioso en los tiempos que corrían (podían llegar a pagarle seiscientos dólares, una suma digna de tenerse en cuenta) y que acabarían propiciando su revelación como novelista, en un doble sentido. Por un lado, fueron estas historias las que llamaron la atención de Alfred Knopf, el editor que se prestó a publicar su primera narración extensa, El sueño eterno, en 1939. Por otro, fue en esta distancia donde Chandler afiló sus armas, donde adquirió su maestría como retratista de personajes y ambientes, su pericia sobresaliente como escritor de diálogos, e incluso, pese a que se trataba de textos destinados a aparecer en revistas populares, su destreza como prosista y como narrador de gran capacidad simbólica. Ya en estos relatos, aunque después renegaría en cierto modo de su simplicidad o de su estilo excesivamente directo, está esa querencia del escritor por la sintaxis y la expresión elegantes, esa audacia en las metáforas y los símiles que hace de la prosa chandleriana un festín de significados para el lector. Buen ejemplo es el primero de sus pintorescos —y casi siempre humorísticos, aunque amargos— símiles. Lo encontramos en el relato que abre este libro, en su segunda página: «Las manos hermosas son tan escasas como las jacarandas en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan corrientes como las carreras en las medias de un dólar».
Aún hay otro sentido en el que estos cuentos son precursores de sus novelas: las historias, incluso los personajes, fueron en más de una ocasión reutilizados por Chandler, en un proceso que él denominaba de «canibalización», para construir los argumentos de sus obras mayores. Fue en las páginas del pulp, el nombre dado a las revistas populares por la grosera calidad del papel en que estaban impresas, donde no solo nació el inmortal detective Philip Marlowe, sino donde incluso se pudieron leer por primera vez historias como la que cuenta Un asesino en la lluvia, y que convenientemente reciclada —y renombrados y redibujados sus personajes— se convertiría en el argumento medular de El sueño eterno: la novela con la que Chandler empezó a ganarse el respeto del público lector y sobre la que Hollywood produciría en 1946 la película que, protagonizada por Humphrey Bogart y dirigida por Howard Hawks, contribuiría a alzar la figura de Marlowe como héroe paradigmático de la ficción occidental.
En estos cuentos están, en parte insinuados, en parte perfilados ya con sorprendente nitidez, los dos recursos que permitirían a Raymond Chandler erigirse en el gran maestro «literario» del género negro. En primer lugar, su pluma eficaz y precisa, que siempre le agradecería a su educación europea, pero donde se aunaban la exquisitez de la tradición británica en que se había formado y la espontaneidad, la versatilidad y la frescura de la literatura norteamericana a la que pertenecía por derecho propio. En segundo término, la galería de personajes que después sería característica de sus novelas. De un lado, el de lo investigado, una colección de buscavidas, individuos corruptos en proporción variable e incautos de ambos sexos cuya engañosa apariencia inocente no excluye su responsabilidad sobre los infortunios que les sobrevienen. Del otro, observándolo todo, tratando de ordenar los hechos confusos y las conductas dudosas en un relato consistente, y ganándose solo a medias y sin mucho afán la vida con ello, el investigador estragado y a la vez quijotesco, arrogante en sociedad pero desdeñoso de sí mismo cuando se queda a solas con su conciencia. Un hombre, ya se llame Mallory, Dalmas o Marlowe, que rara vez tiene la opción de hacer justicia a las víctimas y a los culpables, que se sabe impotente para enmendar la ruindad del mundo en el que vive, pero que se postula para la hazaña de no volverse indigno él mismo.
A ese empeño se opone un poder viciado, tal y como lo describe, con una economía de medios digna de admiración, el jugador de ventaja venido a menos Lou Harger, en El chivato: «Los muchachos de Jefatura me han estado metiendo presión desde la anulación. Tienen pesadillas cuando se ven intentando vivir de su sueldo». Una frase, esta última, que, por desgracia para la sufrida ciudadanía, sigue retratando a demasiados servidores públicos a lo largo y ancho del mundo. Pero no solo son las autoridades corrompidas las que le ponen cuesta arriba la tarea a nuestro esforzado caballero andante. También una sociedad donde reina la hipocresía y el desengaño, poblada de cínicos y de seres que han renunciado a ser y tener algo mejor. En ese mismo relato, Chandler los retrata con sutileza y plasticidad al describir una celebración nocturna con estas pocas frases memorables: «Había bastante gente para ser martes, pero nadie bailaba. Hacia las diez, la pequeña orquesta de cinco miembros se cansó de repetir una rumba a la que nadie prestaba la menor atención. El de la marimba dejó a un lado sus mazas y alargó la mano bajo la silla en busca de un vaso. Los otros músicos encendieron cigarrillos y se dispersaron por ahí con cara de fastidio».
Lo peor, sin embargo, es que el sabueso, aunque siga resistiendo, por una suerte de pundonor o de inercia, en el fondo también ha perdido la fe en sí mismo. Para muestra, la confesión que desliza en las páginas de Un asesino en la lluvia: «Llevaba conmigo un frasco grande de whisky. Lo empleaba lo bastante a menudo para mantener el interés». Y por si quedara alguna duda, en ese mismo relato, cuando todo concluye, el narrador lo remacha con una confesión que no deja apenas resquicios: «Me sentí cansado, viejo y de poca utilidad para nadie».
Sin duda este arquetipo del detective chandleriano, que cristalizaría en la personalidad melancólica y poderosa de Philip Marlowe, y que alcanzaría su más alta manifestación en El largo adiós (la mejor de sus novelas y una de las cumbres de la narrativa en inglés del siglo XX), es uno de los hallazgos que más contribuyen a la capacidad de seducción que ha demostrado a lo largo de los años la obra de nuestro autor, y que también poseen y conservan estos relatos. Pero no menos importante es la peculiar óptica con que en sus historias muestra Chandler la realidad de su tiempo y su lugar (en el caso de los cuentos que aquí nos ocupan, la California de los años treinta). El escritor opta por un realismo que no es necesariamente fidedigno, en tanto que recurre a la imaginación y en último extremo a la poesía, a la que con pasión se había dedicado Chandler en sus años adolescentes y donde para él, según dejó escrito, comenzaba todo en literatura. Es curioso constatar la precocidad con que Chandler razonó y teorizó este particular enfoque suyo del arte narrativo, que tanto y tan provechosamente contribuyó a perfilar su identidad como novelista. Se conserva un texto que publicó durante la época de su formación británica en la revista Academy, titulado «Realismo y País de las Hadas» y fechado el 6 de enero de 1912, esto es, cuando apenas contaba veintitrés años y faltaban todavía dos décadas para que escribiera la primera línea de sus historias de detectives. Merece la pena transcribir un fragmento:

    La verdad en el arte no debe ser buscada por ese proceso de agotamiento alentado tan fatídicamente en nuestro tiempo por los pedantes de la ciencia, y por su falacia de que puede descubrírsela mediante la consideración de todas las posibilidades: un método que abdica de la intuición y de los finos instintos del alma para recibir a cambio un manojo de teorías que, comparadas con las infinitas formas de verdad inmortal accesibles a los dioses, son como un puñado de guijarros frente a mil millas de playa pedregosa. Desviada como es esta filosofía, sin embargo, el credo realista que domina nuestra literatura no se debe tanto a malas teorías como al mal arte. Para ser idealista uno debe tener una visión y un ideal; para ser realista, basta un ojo mecánico y prolijo. De todas las formas de arte, el realismo es el más fácil de practicar, porque de todas las formas mentales la más común es la mente anodina. La persona más carente de educación e imaginación puede describir una escena anodina de modo anodino, tal y como el peor constructor puede levantar una casa fea. A aquellos que dicen que hay artistas llamados realistas, que producen una obra que no es fea ni anodina ni enojosa, cualquier hombre que haya caminado por una calle común de una ciudad en el crepúsculo, justo cuando se encienden las farolas, puede replicarles que esos artistas no son realistas, sino los más audaces de los idealistas, porque elevan lo sórdido a la categoría de una visión de lo mágico, y crean pura belleza a partir de yeso y polvo vil.

Siendo notorios en las líneas que preceden los excesos de la juventud, y en especial el maximalismo dogmático que suele traer aparejado, y siendo también evidente que, con la perspectiva de los años y de la experiencia, Chandler habría enjuiciado la cuestión con algún que otro matiz, hay aquí un espíritu que el lector de sus novelas —y también el que lea estos relatos— reconoce plenamente subsistente en su escritura de madurez. No es aspiración del autor ofrecer un mero fresco sociológico: partiendo de los materiales que le ofrece la sociedad en la que vive, sin descartar los más mugrientos, busca trascenderlos en un relato que persiga y alcance la belleza, incluso la belleza de ese ideal que por principio y definición es en la realidad imposible.
De su ambición artística y del trabajo que se tomó para darle a este «realismo idealista» intuido en su juventud la mejor forma narrativa posible, incluso cuando escribía para las revistas populares, habla con claridad la carta que años después le escribiría a Erle Stanley Gardner y en la que confesaba cómo en sus comienzos había tomado su trabajo como referencia:

    Olvidé decirle que aprendí cómo escribir una novela corta gracias a una suya acerca de un hombre llamado Rex Kane [...]. La idea, probablemente no del todo original para mí, era tan buena que traté de hacerla funcionar con otro principiante más adelante, pero él no alcanzó a ver el sentido que podía tener invertir esfuerzos en algo que sabía que no podría vender, cuando prefería invertir ese mismo esfuerzo en diecinueve cosas que creía que podría vender y que no pudo. Simplemente hice una sinopsis en extremo detallada de su historia y a partir de ella la reescribí y comparé lo que tenía con lo suyo, y después volví a reescribirla un poco más, y así sucesivamente. Me dio bastante buena impresión. De paso, descubrí que la parte más peliaguda de su técnica era la habilidad para presentar situaciones que rayaban en lo inverosímil pero que al leerlas parecían del todo reales. Espero que entienda que se lo digo como un cumplido. Yo ni me he acercado a lograr algo así. Dumas tenía esta capacidad en muy alto grado. También Dickens. Probablemente sea lo fundamental en todo trabajo rápido, porque el trabajo que es naturalmente rápido tiene una gran parte de improvisación, y lograr que algo improvisado parezca inevitable es todo un arte.
Lo que en absoluto estaba dispuesto a permitirse Chandler era incurrir en sus narraciones en los vicios que imputaba a la novela-enigma inglesa y en particular a la obra de Agatha Christie. Es instructivo recuperar aquí la crítica que hiciera en una carta de 1940 al escritor George Harmon Coxe a propósito de Diez negritos, considerada el mayor logro de la autora británica:

    Como entretenimiento me gusta la primera mitad y en especial el comienzo. La segunda mitad palidece. Pero como honrada historia criminal (honrada en el sentido de que al lector se le ofrezca un trato justo y la motivación y la mecánica del crimen resulten sólidas) es un despropósito. La concepción del libro en particular me irritó. He aquí un juez, un jurista, y este hombre condena a muerte y asesina a un grupo de personas sin otra evidencia que el chismorreo. En ningún caso tenemos una pizca de prueba de que cualquiera de ellos haya cometido efectivamente un asesinato. En cada caso es meramente la opinión de alguien. La prueba, incluso en forma de convicción íntima absoluta, simplemente no existe [...]. Pero me alegro de haber leído el libro porque de manera definitiva y para siempre ha fijado en mi mente una cuestión sobre la que albergaba algún resquicio de duda: si es posible escribir una historia de misterio estrictamente honesta al modo clásico. No lo es. Para obtener complicación, tergiversas las pistas, los tiempos, el juego de casualidades, asumes certidumbres allí donde como mucho hay un cincuenta por ciento de probabilidad. Para conseguir tu asesino sorpresa, falsificas su carácter, que es lo que más me descoloca, porque yo tengo un sentido del carácter. Si la gente quiere jugar a este juego, por mí está bien. Pero en nombre de Cristo, que no me hablen de novela de misterio honrada. No existe.
La preocupación por el trazo creíble de los personajes y la consistencia de sus móviles para el crimen está presente en estos relatos, que optan una y otra vez por razones prosaicas, incluso vulgares, para propiciar el resultado criminal. La mayor parte de las veces, es simplemente el dinero y la mediocridad de un sistema, que como despacha lapidariamente el autor en otra carta a George Harmon Coxe: «[...] promete mucho y todo lo que ofrece es la producción masiva de mercancías y personas defectuosas».
En 1939, el proceso de formación autodidacta que Raymond Chandler desarrolla a través de sus piezas breves culmina en la redacción de El sueño eterno, su primera novela de extensión convencional. Sin embargo, la forma que esta alcanza dista aún de complacerle por completo. En una carta a su editor, Alfred Knopf, fechada el 19 de febrero de ese año, hace estas consideraciones sobre lo que cree que le falta a la novela, que bien podrían valer como expresión de sus reticencias hacia el logro literario que pudieran suponer los relatos que la habían precedido:

El sueño eterno está escrita de forma muy desigual. Hay escenas que están bien, pero otras todavía resultan demasiado «revisteras». En la medida en que sea capaz, pero poco a poco, quiero desarrollar un método objetivo, hasta llegar a arrastrar al público a una novela genuinamente dramática (y aun melodramática), escrita en un estilo muy vívido y punzante, pero no chabacano o abiertamente coloquial. Me doy cuenta de que esto debe hacerse con cautela y paso a paso, pero creo que puede lograrse. Adquirir delicadeza sin perder potencia, ese es el problema.
Chandler aspiraba a lo máximo, que en su opinión era Dashiell Hammett, o mejor dicho, ir más allá que él. En una carta a Blanche Knopf, esposa de su editor, lo deja entrever de manera apenas disimulada: «Hammett es bueno. Le concedo todo el crédito. Hay un montón de cosas que no podía hacer, pero lo que hacía lo hizo de forma soberbia». Igualar al maestro y precursor en sus logros, en particular en la contundencia y la credibilidad de sus tramas y personajes, y sobrepasarlo en aquello en que lo sentía más limitado (como poeta) era el objetivo, que llegaría a alcanzar de manera apenas discutible en El largo adiós.
Sin embargo, nada de eso habría sido posible sin el ejercicio previo y sostenido que suponen los brillantes relatos que aquí se reúnen, y en los que ya se apuntan las cualidades sobresalientes que harían de Chandler el maestro que llegó a ser. No solo por encerrar la enjundiosa prehistoria del novelista, sino porque revelan su genio en estado puro, merece la pena degustarlos, sin rehuir el asombro de constatar que en esas revistas que los críticos sesudos despreciaban (alguno de ellos llegó a decir que no eran más que lo que leían los mecánicos en el metro a la vuelta del taller) se estaba escribiendo en buena medida el futuro de la novela norteamericana y universal. Muchos inmigrantes aprendieron en las páginas del pulp la lengua de su nuevo país, y a través de ese aprendizaje se convirtieron en norteamericanos. Muchos lectores del siglo XX aprendimos en Chandler una nueva forma de contar la sucia realidad contemporánea trascendiéndola con poesía, es decir, con eso mismo que Cervantes o Shakespeare supieron ponerle al relato de su propio siglo.
En estos cuentos comenzó todo. Redescubrirlos ochenta años después es el privilegio que se nos invita a disfrutar.

Getafe-Viladecans, 11-13 de octubre de 2012

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Sir Salman Rushdie. Novela: Los versos satánicos.


Sir Salman Rushdie, cuyo nombre completo es Ahmed Salman Rushdie (Bombay, 19 de junio de 1947), es un escritor y ensayista británico, cuyas dos novelas más famosas son `Hijos de la medianoche` (Midnight`s Children) y `Los versos satánicos` (The Satanic Verses). Su estilo ha sido comparado con el realismo mágico latinoamericano, y la mayor parte de sus obras de ficción están ambientadas en el subcontinente Indio.

Ahmed Salman Rushdie nació en Bombay el 19 de junio de 1947, solo dos meses antes de que la India se independizase del dominio colonial británico, en una acomodada familia de cachemires de cultura musulmana, aunque su padre, Anis Ahmed Rushdie —un hombre de negocios que había estudiado en Cambridge— no era creyente. Su madre, Negin Butt, era maestra. En su hogar se hablaba tanto inglés, la principal lengua de cultura de la joven nación india, como urdú.

A los 14 años, en 1961, Rushdie fue enviado por sus padres al Reino Unido, donde estudió en Rugby School, uno de los más prestigiosos internados británicos. Allí fue atormentado por sus compañeros a causa de su origen indio y de sus escasas dotes deportivas. Más tarde estudió en el King`s College de la Universidad de Cambridge, donde obtuvo la maestría en historia en 1968.

En 2004 se casó por cuarta vez con la conocida modelo y actriz india Padma Lakshmi, de la cual se divorció en año 2007.
Fuente:
N.N.


Satanás, relegado a una condición errante, vagabunda, transitoria, carece de morada fija; porque si bien a consecuencia de su naturaleza angélica, tiene un cierto imperio en la líquida inmensidad o aire, ello no obstante, forma parte integrante de su castigo el carecer... de lugar o espacio propio en el que posar la planta del pie.

         DANIEL DEFOE, Historia del diablo.

I

EL ÁNGEL GIBREEL


1

«Para volver a nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando tumbos— tienes que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra, tienes que haber volado. ¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer...» Amanecía apenas un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido.
«Yo te digo que debes morir, te digo, te digo...», y así una vez y otra, bajo una luna de alabastro, hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus canciones! —Las palabras pendían, cristalinas, en la noche blanca y helada—. En tus películas sólo movías los labios porque te doblaban, así que ahórrame ahora ese ruido infernal.»
Gibreel, el solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna, mientras cantaba su espontáneo gazal, nadando en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer, adoptando actitudes heráldicas, ora rampante, ora yacente, oponiendo la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola, compañero, ¿eres tú? ¡Qué alegría! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el otro, una sombra impecable que caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado, como lo más natural del mundo, con extemporáneo bombín, hizo la mueca propia del enemigo de diminutivos. «¡Eh, paisano! —gritó Gibreel, provocando otra mueca invertida—. ¡Es el mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo no sabrán lo que se les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos del cielo, muñeca. ¡Puummmmba! Cras, ¿eh? ¡Qué entrada, Yyyaaa! Yo te digo... Flas.»
Llovidos del cielo: un big bang seguido de catarata de estrellas. Un principio de Universo, un eco en miniatura del nacimiento del tiempo... el jumbo Bostan, vuelo AI-420 de la Air India, estalló sin previo aviso a gran altura sobre la grande, putrefacta, hermosa, nivea y resplandeciente ciudad de Mahagonny, Babilonia, Alphaville. Claro que Gibreel ya ha pronunciado su nombre, de manera que yo no puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba, centelleaba y se mecía en la noche. Mientras, a una altura de Himalaya, un sol fugaz y prematuro estallaba en el aire cristalino de enero, un punto desaparecía de las pantallas de radar y el aire transparente se llenaba de cuerpos que descendían del Everest de la catástrofe a la láctea palidez del mar.
¿Quién soy yo?
¿Quién más está ahí?
El avión se partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que descubre su misterio. Dos actores, Gibreel, el de las piruetas, y el abotonado y circunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznas de tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, debajo de ellos, planeaban en el vacío butacas reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas de desembarque, juegos de vídeo libres de aduana, gorras con galones, vasos de papel, mantas, máscaras de oxígeno... Y también —porque a bordo del aparato viajaban no pocos emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían sido interrogadas, por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la longitud y marcas distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños sobre cuya legitimidad el Gobierno británico había manifestado sus siempre razonables dudas—, también, mezclados con los restos del avión, no menos fragmentados ni menos absurdos, flotaban los desechos del alma, recuerdos rotos, yoes arrinconados, lenguas maternas cercenadas, intimidades violadas, chistes intraducibies, futuros extinguidos, amores perdidos, significado olvidado de palabras huecas y altisonantes, tierra, entorno natural, casa. Un poco aturdidos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban como fardos soltados por una cigüeña distraída de pico flojo, y Chamcha, que caía cabeza abajo, en la posición recomendada para el feto que va a entrar en el cuello del útero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia del otro a caer con normalidad. Saladin descendía en picado mientras que Farishta abrazaba el aire, asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del actor amanerado que desconoce las técnicas de la sobriedad. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga inglesa, la zona señalada para su reencarnación marina.
«Oh, mis zapatos son japoneses —cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de la vieja canción, en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se precipitaba a su encuentro—, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes hervían, espumeantes, cada vez más cerca, y quizá fuera por aquella gran fantasmagoría de cúmulos y cumulonimbos, con sus tormentosas cúspides enhiestas a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y abucheando el otro) o quizás el delirio provocado por la explosión que les evitaba apercibirse de lo inminente..., lo cierto es que los dos hombres, Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin fin pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de su transmutación. ¿Mutación?
Sí, señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e intangible que el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares definitorios, la zona de la movilidad y de la guerra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria, ilusoria, discontinua y metamórfica —porque, cuando lo arrojas todo al aire, puede ocurrir cualquier cosa—, allá arriba, decía, se operaron, en unos actores delirantes, cambios que habrían alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se adquirieron determinadas características.
¿Qué características respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se produce a marchas forzadas? Bien, pues la revelación tampoco... Echen una mirada a la pareja. ¿Observan algo extraño? Sólo dos hombres morenos en caída libre; la cosa no tiene nada de particular, pensarán, treparon demasiado, se pasaron, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso? No es eso. Presten atención.
Mr. Saladin Chamcha, consternado por los sonidos que manaban de la boca de Gibreel Farishta, contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en el fantasmagórico aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr. James Thomson, mil setecientos a mil setecientos cuarenta y ocho. «... por orden del cielo —entonaba Chamcha con unos labios que el frío ponía patrióticamente rojos, blancos y azules— surgió del aaaazul... —Farishta, consternado, se desgañitaba cantando a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los corazones inviolablemente subcontinentales, pero no conseguía ahogar la atronadora voz de Saladin— ... y los ángeles de la guaaaarda entonaban el estribillo.»
Desengañémonos, era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos nuevamente, se oían.
Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y amenazaba con helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron en la ebullición glacial de las nubes.
Se hallaban en lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado, envarado y todavía cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar: «No te acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo que se iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en lobos. Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes con pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello.
Aquella persona, empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de entregarse al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las nubes la figura de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado verde y oro, brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de los embates del viento de las alturas, que viajaba cómodamente sentada en alfombra voladora. «Rekha Merchant —saludó Gibreel—, ¿acaso no has podido encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una muerta! Pero, en descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y vertiginosa... Chamcha, agarrado a sus piernas, profirió una interrogación de perplejidad: «¿Qué diablos?»
«¿Tú no la ves? —gritó Gibreel—. ¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?»
No, no, Gibbo, susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme. Yo soy única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con la muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre.
La nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha: «Compa, ¿la ves o no la ves?»
Saladin Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No debiste hacerlo —la reprendió—. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.»
Oh, y ahora me riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué risa. Tú me dejaste, le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, ciega, perdida por amor.
Él empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.»
Cuando estuviste enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no podía, que me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de pretexto para marcharte, de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos. Canalla. Ahora que estoy muerta he olvidado cómo se perdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea un infierno. Un infierno, porque ahí me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, que te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos versos en una lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que repetidamente creyó distinguir, o tal vez no, el nombre de Al-Lat.
Gibreel se apretó contra Chamcha y salieron de las nubes.
La velocidad, la sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El techo de nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron los ojos. Un grito, el mismo grito que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapó de labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su boca abierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que habían caído a través de las transformaciones de las nubes, también tenían contorno vago y difuso, y cuando la luz del sol dio en Chamcha, liberó algo más que un grito.
«Vuela —gritó Chamcha a Gibreel—. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó lada orden: «Y canta.»
¿Cómo llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?
¿De qué fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma?
¿Cómo sobrevive, siendo como es tan extremo y peligroso? ¿Qué compromisos, qué pactos, qué traiciones a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de demoledores, al ángel exterminador, a la guillotina?
¿Es siempre caída el nacimiento?
¿Tienen alas los ángeles? ¿Vuelan los hombres?


Cuando Mr. Saladin Chamcha caía de las nubes sobre el canal de la Mancha, sentía el corazón atenazado por una fuerza tan implacable que comprendió que no podía morir. Después, cuando tuviera los pies firmemente asentados en tierra, empezaría a dudarlo y atribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajuste de sus sentidos, provocado por la explosión, achacando su supervivencia y la de Gibreel a un capricho de la fortuna. Pero en aquel momento no tenía la menor duda: lo que le había ayudado a salir del trance era el deseo de vivir, franco, irresistible y puro, y lo primero que hizo aquel deseo fue informarle de que no quería tener nada que ver con su patética personalidad, con aquel apaño semirreconstruido de mímica y voces, que se proponía desentenderse de todo ello, y Saladin descubrió que se rendía, sí, adelante, como si fuera un espectador de sí mismo en su propio cuerpo, porque aquello partía del centro de su cuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su sangre en hierro y su carne en acero, aunque también lo sentía como un puño que lo envolviera sosteniéndolo de una manera que era a la vez intolerablemente dura e insoportablemente blanda; hasta que se apoderó de él por completo y pudo hacerle mover los labios, los dedos, todo lo que quisiera y, una vez estuvo seguro de su conquista, dimanó de su cuerpo y agarró a Gibreel Farishta por los testículos.
«Vuela —ordenaba a Gibreel aquella fuerza—. Canta.» Chamcha permaneció abrazado a Gibreel mientras éste, al principio lentamente, y después con rapidez y fuerza crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosamente braceaba y, al bracear, brotó de él un canto que, como el canto del espectro de Rekha Merchant, se cantaba en una lengua desconocida para él, con una música nunca oída. Gibreel en ningún momento negó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trataba de descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejó de afirmar que el gazal era celestial y que, sin el canto, de nada le hubiera servido mover los brazos a modo de alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpeado las olas como pedruscos o cosa así, estallando en mil pedazos al tomar contacto con el tenso tambor del mar. Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a frenar. Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, cantaba y aleteaba Gibreel, más se acentuaba la desaceleración, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal como papelillos mecidos por la brisa.
Fueron los únicos supervivientes de la catástrofe, los únicos pasajeros caídos del Bostan que conservaron la vida. Fueron depositados por la marea en una playa. Cuando los encontraron, el más expansivo de los dos, el de la camisa púrpura, deliraba frenéticamente, jurando que habían caminado sobre el agua, que las olas los habían acompañado suavemente hasta la orilla; mientras que el otro, que llevaba un empapado bombín pegado a la cabeza como por arte de magia, lo negaba. «Por Dios que tuvimos suerte —decía—. Toda la suerte del mundo.»
Yo conozco la verdad, naturalmente. Lo vi todo. Por lo que respecta a omnipresencia y omnipotencia no tengo pretensiones, por el momento, pero una cosa sí puedo afirmar, espero: Chamcha lo deseó y Farishta cumplió el deseo.
¿Quién obró el milagro?
¿De qué naturaleza —angélica o satánica— era la canción de Farishta?
¿Quién soy yo?
Digamos: ¿quién sabe los mejores cantos?


Éstas fueron las primeras palabras que Gibreel Farishta pronunció al despertar en la nevada playa inglesa, con una sorprendente estrella de mar junto a la oreja: «Hemos vuelto a nacer, compa, tú y yo. Feliz cumpleaños, paisano, feliz cumpleaños.»
Y Saladin Chamcha tosió, escupió, abrió los ojos y, como es propio de un recién nacido, se echó a llorar tontamente.

martes, 3 de noviembre de 2015

Julian Gustave Symons.


Julian Gustave Symons, fue un escritor británico, famoso por sus novelas policiacas. WikipediaFecha de nacimiento: 30 de mayo de 1912, Londres, Reino UnidoFecha de la muerte: 23 de noviembre de 1994, Kent, Reino UnidoLibros: El Círculo se estrecha, Historia del relato policial, MásPremios: Premio Edgar a la Mejor Novela, Premio Edgar Grand Master, Premio Martin Beck, Premio Edgar Especial

(Fragmento de novela).
Título original: The 31st of February
Traducción: Raquel H. de Busto
Emecé Editores
El Séptimo Círculo Nº 133
Buenos Aires – Argentina
12 de marzo de 1956

 
A Kathleen

¿Quién la tierra pobló y decoró con tal esmero,
haciendo que los ríos la cruzaran como cintas de verde esmeralda?
¿Quién buscó que la mar la rodeara, para encerrarla
como pelota acolchada que se oculta en una caja de plata?
¿Quién su dosel extiende? ¿Quién la trama teje de sus colgaduras? ¿Quién en el continuo rodar de la vida, el sol nos arrojó hacia el cielo?

EDWARD TAYLOR

Mi corazón yace anegado en el pecado, y mi cerebro
se desvía, permitiendo que las faltas se sucedan una a otra.
Los sueños son un prado que el pecado recorre,
el juicio es una selva que atravieso a tientas como si jugara a la gallina
(ciega.
EDWARD TAYLOR

 EL 4 DE FEBRERO


EL LUNES 4 de febrero de uno de los años subsiguientes a la segunda de nuestras guerras mundiales murió la esposa de un individuo llamado Anderson. Su vida se extinguió a la relativamente temprana edad de veintiocho años, y las circunstancias que rodearon su muerte, tales como fueron relatadas en la indagatoria policial, eran un tanto curiosas, sin llegar a lo extraordinario. La mujer se hallaba preparando la cena en su departamento, cuando se le había ocurrido (según lo manifestó su propio esposo al juez instructor) que debían beber una buena botella de vino con la comida. Deliberaron sobre la marca que mejor convendría para acompañar a los filetes de lenguado que pensaban comer esa noche y, finalmente, se decidieron por una botella de chablis. Los Anderson guardaban sus modestas existencias de vino en un sótano que se comunicaba con la planta baja, y Mrs. Anderson había salido de la sala, donde su esposo hojeaba el diario vespertino, para ir en busca de la botella. El marido continuó leyendo las noticias durante unos minutos hasta que, de pronto, se le antojó que su esposa demoraba demasiado. Fue entonces cuando se levantó (así lo expresó en su declaración) y se dirigió hacia la puerta que conducía al sótano. Se sorprendió al encontrar que si bien la llave del conmutador que servía para iluminar la oscura escalera de caracol estaba abierta, el sótano se hallaba sumido en tinieblas. Hizo funcionar el conmutador una y otra vez, como cualquiera lo habría hecho en situación similar, pero sus intentos fueron infructuosos. (Posteriormente se descubrió que se había quemado el fusible.) Llamó a su esposa en voz alta, pero no obtuvo respuesta. Un tanto alarmado, regresó a la sala en busca de una caja de fósforos y, mediante ellos, pudo encontrar a tientas el camino y descender por los escalones empinados y estrechos. Al llegar al pie de la escalera encontró a su esposa, muerta.
No podía haber lugar a dudas sobre su deceso, ya que se había fracturado el cráneo y la columna vertebral. Anderson se aseguró de que no había esperanza alguna de que volviera a la vida y luego se encaminó hacia el piso superior para telefonear al médico y a la policía. Tal fue la declaración que prestó en la indagatoria, con gran aplomo, pero en voz baja, y con ello creó una impresión favorable en su auditorio.
¿Cómo se había caído Mrs. Anderson? Encontraron una caja de fósforos junto a su cuerpo, de manera que, probablemente, al descender por la escalera se había valido de ellos como su esposo, para iluminar los peldaños. Quizá se le había apagado el fósforo que llevaba en la mano y no había querido tomarse la molestia de encender otro; quizá se había resbalado al poner el pie en uno de los escalones que estaba muy gastado..., pero todas las conjeturas eran fútiles, una vez que los hechos no podían alterarse. La única pregunta un tanto delicada que Anderson se vio obligado a contestar se la hizo un hombrecillo insignificante que formaba parte del jurado, y que usaba cuello duro y corbata de lazo hecho.
—¿Quién sugirió que tomaran la botella de chablis? —preguntó.
—Mi esposa —repuso Anderson con su voz suave.
—¿Y eso se le ocurrió mientras preparaba la cena?
—Sí.
—Entonces... ¿fue mientras cocinaba... cuando decidió bajar al sótano para buscar el vino?
—Sí.
—¿Le pidió, tal vez, que vigilara la comida entre tanto? —insistió el hombrecillo al par que observaba de soslayo el cielo raso.
—No.
—Y ¿por qué no bajó usted al sótano, ya que ella estaba ocupada con la cena? —prosiguió el jurado al tiempo que tironeaba de su cuello duro.
El rostro de Anderson, que tenía un aire de resignación ausente, permaneció inmutable.
—Mi esposa acostumbraba elegir personalmente cada botella de vino que bebíamos —repuso—; era uno de sus...; le agradaba hacerlo.
El hombrecillo lanzó una mirada triunfante en derredor, como para abarcar a la sala, y luego tomó asiento. El juez de instrucción expresó sus sinceras condolencias a Anderson y el veredicto fue: Muerte por accidente.
Una vez que el funeral hubo terminado, Anderson regresó a sus ocupaciones habituales como gerente publicitario. Durante las semanas subsiguientes la calidad de su trabajo y su capacidad de concentración fueron mediocres, pero tal situación no era de extrañar, ya que, en general, su espíritu de empresa había decaído antes de que ocurriera la muerte de su esposa.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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